OCHO

42

Se había librado del chico, y eso ya era algo.

Tras la persecución del hombre del chándal y sus revelaciones, Jean-Louis Schiffer había llevado a Paul Nerteaux a una cervecería de enfrente de la estación del Este, La Strasbourgeoise, y había vuelto a explicarle cuáles eran los auténticos retos de la investigación, que podían resumirse en «cherchez la femme». Por el momento, no importaba nada más, ni las víctimas ni los asesinos. Tenían que descubrir quién era el objetivo de los Lobos Grises, la mujer que buscaban en el barrio turco desde hacía cinco meses y que aún no habían encontrado.

Por fin, al cabo de una hora de discusiones, Paul Nerteaux había capitulado y dado un giro de ciento ochenta grados. Su inteligencia y su capacidad de adaptación no dejaban de asombrar a Schiffer. Luego, el propio Nerteaux había definido la nueva estrategia.

Primer punto: elaborar un retrato robot de la Presa basado en las fotografías de las tres muertas y, acto seguido, lanzar un aviso de búsqueda en el barrio turco.

Segundo: multiplicar las patrullas, los controles de identidad y los registros a lo largo y ancho de la Pequeña Turquía. Según Nerteaux, por inútil que pudiera parecer, un peinado de esas características podía ponerles en las manos a la mujer por puro azar. No sería la primera vez: tras veinticinco años de fugas, Toto Riina, el jefe supremo de la Cosa Nostra, había sido detenido en pleno Palermo gracias a un control de identidad rutinario.

Tercero: volver a visitar a Marius, el jefe de la Iskele, y examinar sus archivos para comprobar si había otras trabajadoras con el perfil de las víctimas. A Schiffer le encantaba la idea, aunque no podía volver allí tras el tratamiento al que había sometido al negrero.

En compensación, se reservaba el cuarto punto: hacer una visita a Talat Gurdilek, el patrón de la primera víctima. Había que completar el trabajo de interrogatorio de los dueños de los talleres en los que trabajaban las mujeres, y faltaba Gurdilek

Y quinto punto, y único orientado a los asesinos propiamente dichos: lanzar una orden de búsqueda por el lado de lnmigración y los visados, para comprobar si, desde noviembre de 2001, habían llegado a Francia súbditos turcos conocidos por sus relaciones con la extrema derecha o la mafia. Lo que suponía revisar todas las llegadas procedentes de Anatolia de los últimos cinco meses, así como contrastarlas con la policía turca.

Schiffer, buen conocedor de los estrechos vínculos que unían a sus colegas turcos con los Lobos Grises, tenía escasa fe en aquella pista, pero había dejado hablar a su joven compañero, cegado por el entusiasmo.

En el fondo, no creía en ninguna de sus tácticas. pero se había mostrado paciente, porque tenía otra idea en la cabeza…

Había probado suerte de camino a la Île de la Cité, donde Nerteaux pretendía presentar su nuevo plan al juez Bomarzo. Schiffer le había explicado que el mejor modo de avanzar en esos momentos era trabajar por separado. Mientras Paul difundía el retrato robot y ponía en antecedentes a la tropa de las comisarías del Distrito Décimo, él podía ir a ver a Gurdilek y…

El joven capitán se había reservado la respuesta para después de la entrevista con el juez y, no contento con hacerlo esperar en un bar de enfrente del palacio de Justicia, lo había puesto bajo la vigilancia de un plantón. No había aparecido hasta más de dos horas después, hinchado como un pavo: Bomarzo le dejaba las manos libres para su pequeño plan Vigipirate. Era evidente que la perspectiva lo ponía de buen humor, porque ahora estaba de acuerdo en todo.

A las seis de la tarde, Nerteaux lo había dejado en el boulevard Magenta, cerca de la estación del Este, y le había dado cita para dos horas más tarde en el café Sancak, de la rue du Faubourg-Saint-Denis, donde se informarían mutuamente.

Ahora Schiffer caminaba por la rue de Paradis, ¡al fin solo! Libre, al fin… Aspirando el acre olor del barrio, sintiendo el magnetismo de «su» territorio. El final de jornada parecía un enfermo febril, demacrado y torpón. El sol depositaba en los escaparates partículas de luz, una especie de talco dorado, de una delicadeza siniestra, como el maquillaje de un embalsamador.

Avanzaba a buen paso, mentalizándose para enfrentarse con uno de los peces gordos del barrio: Talat Gurdilek. Un hombre que había desembarcado en París en los años sesenta, cuando solo tenía diecisiete, sin blanca, sin contactos, y ahora era dueño de una veintena de talleres y fábricas de confección en Francia y Alemania, además de una docena larga de tintorerías y lavanderías automáticas. Un reyezuelo con intereses en todos los estratos del barrio, oficiales y no oficiales, legales e ilegales. Cuando Gurdilek estornudaba, todo el barrio turco se acatarraba.

Schiffer llegó al 58 y empujó la puerta cochera. Avanzó por un lóbrego callejón partido en dos por un canalillo y flanqueado por talleres e imprentas ruidosos por igual, y desembocó en un patio rectangular con embaldosado de rombos. A la derecha, una escalerilla descendía a un largo foso que bordeaba una sucesión de semipelados jardincillos situados a media altura.

Schiffer adoraba aquel rincón del barrio oculto a las miradas, desconocido incluso para la mayoría de los vecinos del bloque; un corazón dentro del corazón, una trinchera que desbarataba todos los puntos de referencia, verticales y horizontales.

El pasillo acababa en una puerta de metal roñoso. Schiffer apoyó la mano: estaba caliente. Sonrió y golpeó con fuerza

Al cabo de un buen rato, un hombre abrió la puerta, que dejó escapar una nube de vapor. Schiffer se explicó someramente en turco. El portero se hizo a un lado y lo dejó pasar. El viejo policía advirtió que iba descalzo. Nueva sonrisa; allí no había cambiado nada, se dijo penetrando en la sauna.

La luz blanca le reveló el cuadro de costumbre: el pasillo alicatado de blanco, los gruesos tubos calorífugos suspendidos del techo, revestidos de una tela quirúrgica verde pálido; los regueros de lágrimas sobre los azulejos; las abombadas puertas de hierro que jalonaban los tramos, como puertas de caldera blanqueadas con cal viva…

Siguieron avanzando durante varios minutos. Schiffer, que ya tenía todo el cuerpo empapado en sudor, notaba que sus pies chapoteaban en los charcos. Tomaron otro pasadizo transversal con paredes de azulejos blancos y saturado de vapor. A la derecha, el hueco de una puerta dejaba ver un taller del que salía un formidable ruido de respiración.

Schiffer se tomó unos instantes para contemplar el espectáculo. Bajo un techo lleno de conducciones y respiraderos salpicados de luz, una treintena de obreras, con los pies descalzos y la boca protegida con mascarillas blancas, se afanaban sobre tinas o tablas de planchar. Los chorros de vapor silbaban con una cadencia regular y el aire estaba saturado de olor a detergente y alcohol.

Schiffer sabía que muy cerca, en algún punto bajo sus pies, la sala de bombeo del baño turco extraía el agua a más de ochocientos metros de profundidad, la hacía circular por las tuberías, desferruginada, clorada y caliente, antes de canalizarla hacia el baño propiamente dicho o hacia aquella tintorería clandestina. Gurdilek había tenido la buena idea de montar un taller lavandería pegado a su baño turco, de modo que se pudiera utilizar un solo sistema de canalización para dos actividades distintas. Una jugada de buen economista: allí no se malgastaba una gota de agua.

De paso, el viejo policía se regaló la vista observando a las mujeres, que tenían el rostro semioculto tras la mascarilla de algodón y la frente perlada de sudor. Las empapadas batas les moldeaban los pechos y las nalgas, grandes y temblonas, como a él le gustaban. Se dio cuenta de que tenía una erección. Lo tomó como un buen presagio y reanudó la marcha.

El calor y la humedad aumentaban a cada paso. Schiffer percibió un aroma particular, que se desvaneció tan deprisa como si lo hubiera soñado. Pero, unos metros más adelante, reapareció y se intensificó.

Esta vez estaba seguro.

Empezó a respirar a pequeñas bocanadas. Un intenso picor le atacó las fosas nasales y la garganta. Sensaciones contradictorias asaltaban su sistema respiratorio. Tenía la sensación de estar chupando un cubito de hielo y al mismo tiempo le ardía la boca. Aquel olor refrescaba y quemaba a la vez, atacaba y purificaba en la misma inspiración.

La menta.

Siguieron avanzando. El olor se convirtió en un río, un mar en el que nadaba Schiffer. Era peor aún de como lo recordaba. A cada paso se transformaba un poco más en saquito de infusión en el fondo de una taza. Un frío de iceberg paralizaba sus pulmones, mientras la cara le parecía una máscara de cera candente.

Cuando llegaron al final del pasadizo, estaba al borde de la asfixia. Ya solo respiraba mediante pequeñas bocanadas. Tenía la sensación de avanzar por el interior de un inhalador gigante. Consciente de que no estaba muy lejos de la realidad, penetró en la sala del trono.

Era una piscina vacía y poco profunda, rodeada de finas columnas blancas que se recortaban contra un borroso fondo de vapor; los bordes eran de azulejos de color azul Prusia, como en las viejas estaciones de metro. La pared del fondo permanecía oculta tras biombos de madera adornados con símbolos otomanos: lunas, cruces, estrellas…

En el centro de la piscina había un hombre sentado sobre un bloque de cerámica.

Grueso, pesado, con una toalla anudada a la cintura. Su rostro permanecía envuelto en la penumbra.

Su risa resonó sobre el silbido de las fumarolas.

La risa de Talat Gurdilek, el hombre de la menta, el hombre de la voz abrasada.

43

En el barrio turco, todo el mundo conocía su historia.

Llegó a Europa en 1961, en el doble fondo de un camión cisterna, según el método clásico. En Anatolia, a él y sus compañeros les habían colocado encima una chapa de hierro, que a continuación habían fijado con pernos. Los pasajeros clandestinos debían permanecer tumbados, sin aire ni luz, durante todo el viaje, que duraba unas cuarenta y ocho horas.

El calor y la falta de aire no tardaron en agobiarlos. Luego, durante el paso de los puertos montañosos de Bulgaria, el frío, transmitido por el metal, les caló hasta los huesos. Pero el auténtico calvario empezó en las cercanías de Yugoslavia, cuando la cisterna, llena de ácido cádmico, empezó a rezumar.

Poco a poco, el ataúd de metal iba llenándose de vapores tóxicos procedentes del tanque. Los turcos gritaron, aporrearon y patearon la chapa que los aprisionaba, pero el camión continuó su ruta. Talat comprendió que no acudirían a liberarlos hasta que llegaran a destino, y que gritar y agitarse solo servía para aumentar los estragos del ácido.

Procuró no moverse y respirar lo más débilmente posible.

En la frontera italiana, los clandestinos se cogieron de la mano y rezaron. En la alemana, la mayoría estaban muertos. En Nancy, donde estaba prevista la primera descarga, el conductor descubrió treinta cadáveres empapados de orina y excrementos, con la boca abierta en el ansia de la muerte.

Solo había sobrevivido un adolescente. Pero tenía destrozado el sistema respiratorio. La tráquea, la laringe y las fosas nasales estaban irremediablemente quemadas: el chico no volvería a oler. Las cuerdas vocales estaban abrasadas: su voz ya no sería más que un débil carraspeo. En cuanto a la respiración, una inflamación crónica lo obligaría a respirar vahos húmedos y calientes de por vida.

En el hospital, el médico recurrió a un intérprete para comunicar el triste balance al joven inmigrante y anunciarle que lo repatriarían diez días más tarde en un vuelo chárter con destino a Estambul. Tres días después, Talat Gurdilek, con el rostro vendado como una momia, huía del hospital y viajaba hasta la capital a pie.

Schiffer siempre lo había visto con el inhalador. Cuando solo era un joven jefe de taller, jamás se separaba de él y hablaba entre vaporización y vaporización. Más tarde, empezó a usar una mascarilla translúcida que ahogaba aún más su cascada voz. Con el tiempo, su mal se agravó, pero sus posibilidades económicas mejoraron. A finales de los años ochenta, Gurdilek se compró los baños La Puerta Azul, en la rue du Faubourg-Saint-Denis, y acondicionó una sala para su uso personal. Una especie de pulmón gigante, un refugio de azulejos saturado de vapores de Balsofumina mentolada.

Salaam aleiqum, Talat. Perdóname por interrumpir tus abluciones.

El hombretón dejó escapar otra carcajada, envuelta en volutas de vapor.

Aleiqum Salaam, Schiffer. ¿Has vuelto de entre los muertos?

La voz del turco recordaba el crepitar de un fuego de sarmientos.

– Podríamos decir que me envían ellos, sí.

– Esperaba tu visita.

Schiffer se quitó el impermeable (estaba calado hasta los huesos) y bajó los escalones de la piscina.

– Parece que todo el mundo me está esperando. ¿Qué puedes contarme sobre los asesinatos?

El turco soltó un profundo suspiro. Un chacoloteo de chatarra.

– Cuando dejé mi país, mi madre vertió agua sobre mis pasos y dibujó la ruta de mi destino, que debía hacerme regresar. Nunca he vuelto, hermano. Me he quedado en París y he visto empeorar las cosas día tras día. Aquí ya no funciona nada. -El viejo policía estaba a solo dos metros del bajá, pero seguía sin distinguir sus facciones-. «El exilio es un duro oficio», dijo el poeta. Y yo añado que cada vez lo es más. Antes nos trataban como a perros. Nos explotaban, nos robaban, nos detenían… Ahora matan a nuestras mujeres. ¿Cómo acabará todo esto?

Schiffer no estaba de humor para filosofías de baratillo.

– Tú eres quien fija los límites -replicó-. Tres obreras asesinadas en tu territorio, una de ellas en tu propio taller. No es poco.

Gurdilek esbozó un gesto indolente. Sus oscuros hombros parecían colinas carbonizadas.

– Estamos en territorio francés. Es obligación de vuestra policía protegernos.

– No me hagas reír… Los Lobos están aquí y tú lo sabes. ¿A quién buscan? ¿Por qué?

– No lo sé.

– No quieres saberlo.

Se produjo un silencio. Solo se oía la grave y laboriosa respiración del turco.

– Soy el dueño de este barrio -dijo al fin Gurdilek-. No de mi país. Este asunto tiene sus raíces en Turquía.

– ¿Quién los ha enviado? -preguntó Schiffer alzando la voz-. ¿Los clanes de Estambul? ¿Las familias de Antep? ¿Los lazes? ¿Quién?

– No lo sé, Schiffer. Lo juro.

El Cifra avanzó un paso. Al instante, la niebla se agitó al borde de la piscina. Los guardaespaldas. El viejo policía se detuvo en seco y, una vez más, intentó escrutar las facciones de Gurdilek. Solo distinguió fragmentos de hombro, de mano, de torso… Una piel negra, mate, arrugada como una pasa por el agua.

– Entonces, ¿no piensas hacer nada para detener esta carnicería?

– Se detendrá cuando hayan arreglado el asunto, cuando hayan encontrado a la chica.

– O cuando la encuentre yo.

Los negros hombros se agitaron en la niebla.

– Ahora el que se ríe soy yo. Tú no estás a la altura, amigo mío.

– ¿Quién puede ayudarme en esto?

– Nadie. Si alguien supiera algo, ya habría hablado. Pero no contigo. Con ellos. El barrio solo quiere paz.

Schiffer reflexionó. Gurdilek tenía razón. Ese era uno de los misterios de aquel asunto. ¿Cómo había conseguido sobrevivir aquella mujer, enfrentada a toda una comunidad? ¿Y por qué seguían los Lobos buscándola en el barrio? ¿Por qué estaban tan seguros de que aún se escondía allí?

El viejo policía decidió cambiar de tema.

– Lo de tu taller, ¿cómo ocurrió?

– Esos días, yo estaba en Munich…

– Déjate de juegos, Talat. Quiero todos los detalles.

El turco dejó escapar un suspiro de resignación.

– Se presentaron en el taller en plena noche. El 13 de noviembre.

– ¿A qué hora?

– A las dos de la mañana.

– ¿Cuántos eran?

– Cuatro.

– ¿Alguien les vio la cara?

– Llevaban pasamontañas. E iban armados hasta los dientes, según las chicas. Fusiles. Armas de mano. De todo.

El hombre del chándal Adidas había descrito el mismo cuadro. Guerreros con uniforme de comando, actuando en pleno París. En cuarenta años de servicio, no había oído hablar de algo tan disparatado. ¿Quién era aquella mujer para merecer semejante ejército?

– Sigue -urgió el Cifra.

– Agarraron a la chica y se largaron. Eso es todo. La cosa no duró más de tres minutos.

– Una vez en el taller, ¿cómo la identificaron?

– Tenían una foto.

Schiffer retrocedió y, alzando la voz hacia la nube de vapor, recitó:

– Se llamaba Zeynep Tütengil. Tenía veintisiete años. Casada con Burba Tütengil. Sin hijos. Vivía en el 34 de la rue Fidélité. Originaria de la región de Gaziantep. Llegó aquí en septiembre de 2001.

– Buen trabajo, hermano. Pero esta vez no te llevará a ninguna parte.

– ¿Dónde está el marido?

– Se volvió a Turquía.

– ¿Y sus compañeras de turno?

– Olvida este asunto. Tienes la cabeza demasiado cuadriculada para semejante intríngulis.

– Habla en cristiano, Talat.

– En nuestra época, las cosas eran simples y claras. Los bandos estaban bien delimitados. Esas fronteras han dejado de existir.

– ¡Explícate de una vez, cojones!

Talat Gurdilek hizo una pausa. El vapor se adensaba por momentos en torno a su silueta.

– Si quieres saber más, pregúntale a la policía -le espetó al fin.

Schiffer se estremeció.

– ¿A la policía? ¿A qué policía?

– Ya se lo conté todo a los chicos de la Louis-Blanc.

La quemazón de la menta le pareció más aguda de golpe.

– ¿Cuándo?

Gurdilek se inclinó hacia delante sobre su asiento de azulejos.

– Escúchame con atención, Schiffer. No lo repetiré. Esa noche, cuando los Lobos salieron de aquí, se cruzaron con un coche patrulla. Hubo una persecución. Los asesinos se zafaron de los vuestros. Pero a continuación los policías vinieron a echar un vistazo. -Schiffer escuchaba la revelación y no sabía a qué carta quedarse. Por un instante, se dijo que Nerteaux le había ocultado aquel hecho. Pero no tenía motivos para suponer algo así. El chico no debía de estar al tanto, sencillamente-. En el ínterin, mis chicas habían cogido el portante -siguió diciendo la rasposa voz del bajá-. Los agentes solo pudieron constatar la intrusión y los destrozos. Mi jefe de taller no habló de secuestro, ni de tipos en uniforme de comando. En realidad, ni siquiera habría abierto la boca si no hubieran encontrado a la otra chica.

Schiffer dio un respingo.

– ¿La otra chica?

– Los polis encontraron a una obrera aquí, en los baños, escondida en el cuarto de máquinas.

Schiffer no daba crédito a sus oídos. Después de iniciada la investigación de los asesinatos, una mujer había visto a los Lobos Grises. ¡Y esa misma mujer había sido interrogada por los del Distrito Décimo! ¿Cómo era posible que Nerteaux no se hubiera enterado de algo así? Ya no cabía duda: los de la Louis-Blanc habían echado tierra al asunto. La leche que les dieron…

– ¿Cómo se llamaba esa mujer?

– Sema Gokalp.

– ¿Edad?

– Unos treinta.

– ¿Casada?

– Soltera. Una chica rara. Solitaria.

– ¿De dónde procedía?

– De Gaziantep.

– ¿Como Zeynep Tütengil?

– Como todas las chicas del taller. Llevaba unas semanas trabajando aquí. Empezó en octubre.

– ¿Presenció el secuestro?

– Desde primera fila. Ella y la otra estaban regulando la temperatura en el cuarto de las canalizaciones. Los Lobos cogieron a Zeynep. Sema se escondió. Cuando la encontraron los policías, estaba en estado de shock. Muerta de miedo.

– ¿Y después?

– No he vuelto a saber de ella.

– ¿La devolvieron a Turquía?

– Ni idea.

– Responde, Talat. Seguro que te has informado.

– Sema Gokalp ha desaparecido. Al día siguiente, ya no estaba en comisaría. Se había evaporado. Yemim ederim. ¡Lo juro!

Schiffer sudaba la gota gorda, pero procuró controlar la voz:

– ¿Quién estaba al mando de la patrulla?

– Beauvanier.

Christophe Beauvanier era uno de los oficiales de la Louis-Blanc. Un culturista que se pasaba las horas muertas en las salas de musculación. Desde luego, no era la clase de policía que haría algo así por su cuenta y riesgo. Había que remontarse más arriba… El Cifra temblaba de excitación bajo la empapada ropa.

– Protegen a los Lobos, Schiffer -murmuró Gurdilek como si le hubiera leído el pensamiento.

– No digas gilipolleces.

– Digo la verdad, y lo sabes. Han eliminado a una testigo. Una mujer que lo había visto todo. Tal vez el rostro de uno de los asesinos. Tal vez algún detalle que habría permitido identificarlos. Protegen a los Lobos, tal como suena. Los otros asesinatos se cometieron con su bendición. Así que guárdate tus aires de gran justiciero. No son mejores que nosotros.

Schiffer evitó tragar saliva para no agravar el picor de garganta, Gurdilek se equivocaba: la influencia de los turcos no podía llegar a esas alturas del sistema policial francés. Lo sabía mejor que nadie; durante veinte años, había sido el intermediario entre ambos mundos. Tenía que haber otra explicación.

No obstante, había un detalle que no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Un detalle que podía corroborar la teoría de una maquinación en las altas esferas. El hecho de que se hubiera encargado la investigación de tres homicidios a Paul Nerteaux, capitán sin experiencia, recién caído de la higuera. El único capaz de tragarse que confiaban en él hasta ese punto era el chico. Todo aquello se parecía demasiado a un carpetazo tácito.

Las ideas se atropellaban entre sus chorreantes sienes. Si todo era un enjuague, si el asunto se basaba en una alianza franco-turca, si realmente los poderes políticos de ambos países habían colaborado en pro de sus intereses y a costa de las vidas de aquellas pobres chicas y de las esperanzas de un joven policía, estaba dispuesto a ayudar al chico hasta el final.

Dos contra todos: un lenguaje que entendía perfectamente.

El Cifra retrocedió en la niebla, se despidió del bajá con la mano y salió de la piscina sin decir palabra.

Gurdilek quemó la última carcajada.

– Ha llegado el momento de hacer limpieza en casa, hermano.

44

Schiffer abrió la puerta de un empujón.

Todos los ojos de la comisaría se clavaron en él. Calado hasta los huesos, los abarcó a su vez con una mirada desafiante, disfrutando con la inquietud de sus expresiones. Dos grupos de agentes de uniforme se disponían a salir. Varios tenientes enfundados en cazadoras de cuero se ponían los brazaletes rojos. El baile ya había empezado.

Schiffer vio una pila de retratos robot sobre el mostrador y pensó en Paul Nerteaux, que distribuía sus carteles por todas las comisarías del Distrito Décimo como si repartiera octavillas, sin sospechar ni por un instante que podía ser el primo de aquel asunto. La rabia le provocó otro ataque de calor.

Subió al primer piso sin decir palabra. Se metió en un pasillo jalonado de puertas de contrachapado y fue derecho a la tercera.

Beauvanier no había cambiado. Cuerpo fibroso, chaqueta de cuero y botas deportivas Nike. Padecía un extraño mal, cada vez más extendido entre los maderos: complejo de joven. Rondaba los cincuenta, pero se empeñaba en seguir jugando al rapero canalla.

Se estaba poniendo la pistolera, con vistas a la expedición nocturna.

– ¿Schiffer? -exclamó medio atragantándose-. ¿Qué coño haces tú aquí?

– ¿Qué tal, chaval?

Antes de que pudiera responder, el Cifra lo agarró por el cuello de la chaqueta y lo aplastó contra la pared. A sus compañeros les faltó tiempo para acudir al rescate. Beauvanier les dirigió un gesto de apaciguamiento por encima de su agresor.

– ¡Tranquilos, muchachos! ¡Es un amigo!

– Sema Gokalp -murmuró Schiffer muy cerca de su rostro-. El pasado 13 de noviembre. Los baños de Gurdilek.

Las pupilas se dilataron. La boca tembló. Schiffer le golpeó la frente contra la pared. Los otros se le echaron encima. Ya sentía sus manos aferrándole los hombros, pero Beauvanier volvió a agitar la mano esforzándose en reír.

– Os he dicho que es un amigo. ¡No pasa nada!

Las manos se apartaron. Los pies retrocedieron. Por fin, la puerta volvió a cerrarse lentamente, como a su pesar. A su vez, Schiffer soltó a su presa y, en tono más calmado, le preguntó:

– ¿Qué ha sido de la testigo? ¿Cómo la hiciste desaparecer?

– La cosa no fue así, tronco. Yo no he hecho desaparecer nada…

Schiffer retrocedió para observarlo mejor. Su rostro tenía una extraña delicadeza. Una cabeza de chica, de ojos muy azules y pelo muy negro. Le recordaba a una novia irlandesa que había tenido de joven: una black lrish, que jugaba a los contrastes en negro y blanco en lugar del clásico «blanco y rojo».

El policía rapero llevaba una gorra de béisbol con la visera hacia atrás, sin duda para parecer más duro.

Schiffer agarró una silla y lo obligó a sentarse.

– Te escucho. Quiero todos los detalles.

Beauvanier intentó sonreír, pero fracasó.

– Esa noche, un coche patrulla se cruzó con un BMW. Unos fulanos que salían del baño turco La Puerta Azul y…

– Eso ya lo se. ¿Cuándo interviniste tú?

– Media hora después. Me llamaron los chicos. Me reuní con ellos donde Gurdilek. Con la unidad de policía técnica.

– ¿Fuiste tú quien descubrió a la chica?

– No. Ya la habían encontrado. Estaba empapada. Ya sabes cómo es el trabajo de esas chicas. Es…

– Descríbemela.

– Menuda. Morena. Delgada como un fideo. Le castañeteaban los dientes y murmuraba cosas incomprensibles. En turco.

– ¿Os contó lo que había visto?

– No nos dijo una palabra. Ni siquiera nos veía. Estaba traumatizada, la pobre.

Beauvanier no mentía: su voz sonaba sincera. Schiffer iba y venía por el despacho sin quitarle ojo.

– Según tú, ¿qué ocurrió allí?

– No lo sé. Un asunto de extorsión. Unos matones enviados para arreglar cuentas.

– ¿Extorsión, a Gurdilek? ¿Quién se iba a atrever?

El capitán se ajustó la chaqueta de cuero, como si le rozara el cuello.

– Con los turcos nunca se sabe. Tal vez hubiera un nuevo clan en el barrio. O tal vez fueran los kurdos. Es su marrón, tronco. Gurdilek ni siquiera puso denuncia. Redactamos un informe rutinario y…

Schiffer vislumbró una nueva evidencia. Los hombres de La Puerta Azul no habían hablado del secuestro de Zeynep ni de los Lobos Grises. Luego Beauvanier creía realmente en la hipótesis de la extorsión. Nadie había relacionado aquella simple «visita» al baño turco con el descubrimiento del segundo cadáver, que se había producido dos días después.

– ¿Qué hiciste con Sema Gokalp?

– La trajimos aquí y le dimos una bata y mantas. Temblaba como una hoja. Encontramos su pasaporte cosido a su falda. No tenía visado. Aquello era cosa de Inmigración, así que les envié un informe por fax. También lo mandé a la central de la place Beauvau, para cubrirme las espaldas. No quedaba más que esperar.

– ¿Y después?

Beauvanier suspiró y se pasó el índice bajo el cuello de la chaqueta.

– Seguía tiritando. Era realmente preocupante. Le castañeteaban los dientes. No podía comer ni beber nada. A las cinco de la mañana decidí llevarla al Sainte-Anne.

– ¿Por qué no mandaste a los números?

– Esos gilipollas querían ponerle el cinturón de contención. Además… No sé. Esa chica tenía algo… Rellené un «32 13» y me la llevé. -Su voz se apagó. No paraba de rascarse la nuca. Schiffer advirtió que la tenía cubierta de profundas marcas de acné. Enganchado, pensó-. Por la mañana, llamé a los de la VPE. Les dije que la tenían en Sainte-Anne. Me telefonearon a mediodía: no la habían encontrado.

– ¿Se había largado?

– No. Unos policías se presentaron a por ella a las diez de la mañana.

– ¿Qué policías?

– No vas a creerlo.

– Aun así, prueba.

– Según el médico de guardia, gente de la DNAT.

– ¿La división antiterrorista?

– Fui a verificarlo personalmente. Habían presentado una orden de traslado. Todo estaba en regla.

Schiffer no podría haber soñado mejores fuegos artificiales para su regreso al redil. Se sentó en una esquina del escritorio. Cada uno de sus movimientos seguía despidiendo tufaradas de menta.

– ¿Hablaste con ellos?

– Lo intenté, sí. Pero estuvieron muy discretos. Si no lo entendí mal, habían interceptado mi informe a place Beauvau. Luego, Charlier dio sus órdenes.

– ¿Philippe Charlier?

El capitán asintió. Todo aquel asunto parecía superarlo totalmente. Charlier era uno de los cinco comisarios de la división antiterrorista. Un policía ambicioso al que Schiffer conocía desde su llegada a la antibandas, en el 77. Un auténtico cabrón. Puede que más tramposo, y no menos brutal, que él.

– ¿Y después?

– Después, nada. No he vuelto a tener noticias.

– No me tomes por idiota.

Beauvanier dudó. Tenía la frente perlada de sudor y la cabeza gacha.

– Al día siguiente, me llamó Charlier en persona. Me hizo un montón de preguntas sobre el asunto. Dónde encontramos a la turca, en qué circunstancias… Todo eso.

– ¿Qué le contestaste?

– Lo que sabía. -Es decir, nada, capullo, pensó Schiffer- Charlier me informó de que el asunto estaba en sus manos -siguió diciendo el policía rapero-. El traslado a la Fiscalía, el Servicio de Control de Extranjeros, el procedimiento habitual… También me dio a entender que me interesaba mantener la boca cerrada.

– ¿Sigues teniendo el informe?

En el rostro del amedrentado oficial se insinuó una sonrisa.

– ¿Tú qué crees? Vinieron a buscarlo ese mismo día.

– ¿Y el registro?

La sonrisa se convirtió en carcajada.

– ¿Qué registro? Lo borraron todo, tronco. Hasta la grabación del aviso por radio. ¡Han hecho desaparecer a la testigo! Pura y simplemente.

– ¿Por qué?

– ¡Y yo qué sé! Esa chica no tenía nada que contar. Estaba totalmente ida.

– ¿Y tú? ¿Por qué has callado?

– Charlier me tiene cogido -respondió Beauvanier bajando la voz-. Un viejo asunto…

Schiffer le lanzó un directo al brazo en plan amistoso, se levantó y siguió dando vueltas por el despacho, digiriendo la información. Por increíble que pudiera parecer, el secuestro de Sema Gokalp por parte de la DNAT pertenecía a otro asunto. Un asunto que no tenía ninguna relación con los asesinatos en serie ni con los Lobos Grises. Pero eso no quitaba para que aquella mujer fuera una testigo fundamental en su investigación. Tenía que encontrar a Sema Gokalp. Porque algo había visto.

– ¿Te reincorporas al servicio? -preguntó Beauvanier tímidamente.

Schiffer se hizo el sordo y se puso el impermeable. En ese momento, vio uno de los retratos robot de Nerteaux encima del escritorio. Lo cogió, al estilo de un cazador de recompensas, y preguntó:

– ¿Recuerdas el nombre del médico que se hizo cargo de Sema en Sainte-Anne?

– Espera… Jean-François Hirsch. Le pedí unas recetas y…

Schiffer había dejado de escuchar. Su mirada volvió a posarse en el retrato. Era una hábil síntesis de los rostros de las tres víctimas. Rasgos anchos y suaves que sonreían tímidamente bajo la melena pelirroja. Le acudió a la memoria un fragmento de un poema turco: «El padishah tenía una hija semejante a la luna del decimocuarto día…».

– El asunto de La Puerta Azul, ¿tiene alguna relación con esa pobre chica? -quiso saber Beauvanier.

Schiffer se guardó el retrato. Luego cogió el gorro de Beauvanier por la visera y lo volvió hacia delante.

– Si te lo preguntan, ya nos rapearás lo que sea, «tronco».

45

Hospital de Sainte-Anne, 21 horas.

Conocía bien aquel sitio. La larga tapia de piedra; la pequeña puerta de la rue Broussais 17, tan discreta como una entrada de artistas, y el complejo hospitalario propiamente dicho, sinuoso, laberíntico, inmenso. Un conjunto de bloques y pabellones de siglos y estilos heterogéneos. Una auténtica fortaleza que albergaba un universo de demencia.

Esa noche, sin embargo, la ciudadela no parecía tan bien vigilada como de costumbre. Las pancartas anunciaban el panorama desde los primeros edificios: «SEGURIDAD EN HUELGA», «¡CONTRATO O MUERTE!». Y, un poco más allá, proclamaban. «!NO A LAS HORAS EXTRA!», «RTT: ESTAFA», «DEVOLVEDNOS LAS FIESTAS!».

La idea del mayor hospital psiquiátrico de París dejado de la mano de Dios, con los pacientes correteando en total libertad, hizo sonreír a Schiffer, que imaginó una nave de los locos, un mundo al revés en el que los pacientes sustituirían a los médicos por espacio de una noche. Pero, una vez en el interior, se encontró con una ciudad fantasma, totalmente desierta.

Siguió los letreros rojos en dirección a las urgencias neuroquirúrgicas y neurológicas, fijándose por el camino en los nombres de las calles. Acababa de dejar la Guy de Maupassant y ahora avanzaba por el sendero Edgar Allan Poe. No pudo menos de preguntarse si había que atribuir aquello a un rasgo de humor de los fundadores del hospital. Maupassant se hundió en la locura antes de morir y el alcohólico autor de El gato negro tampoco debía de haber acabado con las ideas muy claras. En las ciudades comunistas, las avenidas se llamaban Karl Marx o Pablo Neruda. En Sainte-Anne, las calles llevaban los nombres de las vedettes de la locura.

Schiffer rió por lo bajo, esforzándose en adoptar su habitual papel de policía fanfarrón, pero sentía que el miedo lo invadía poco a poco. Demasiados recuerdos, demasiadas heridas detrás de aquellas paredes…

Después de Argelia, con apenas veinte años, había ido a parar a uno de aquellos edificios. Neurosis de guerra. Permaneció internado varios meses, acosado por las alucinaciones, obsesionado por la idea del suicidio. Otros que habían trabajado a su lado en Argel, encuadrados en los Destacamentos operativos de Protección, no se lo pensaron tanto. Recordaba a un chico de Lille que se ahorcó en cuanto llegó a casa. Y de aquel bretón que se cortó la mano derecha de un hachazo en la granja familiar; la mano que conectaba los electrodos, que mantenía las cabezas sumergidas en la bañera…

El vestíbulo de urgencias estaba desierto.

Un gran cuadrado vacío embaldosado de granate. La pulpa de una naranja sanguina. Schiffer pulsó el timbre y, al cabo de unos instantes, vio venir a una enfermera a la antigua: bata ceñida a la cintura con un cordón, moño y gafas bifocales.

Ante su desaliño, la mujer arrugó la nariz, pero Schiffer se apresuró a enseñarle el carnet y explicarle el motivo de su visita. La enfermera partió en busca del doctor Jean-François Hirsch sin decir esta boca es mía.

Schiffer se acomodó en uno de los asientos fijados a la pared. Frente a él, el alicatado parecía oscurecerse por momentos. A pesar de sus esfuerzos, no conseguía atajar los recuerdos que brotaban de las profundidades de su mente.

1960

Cuando llegó a Argel, para convertirse en «agente de información», no intentó escurrir el bulto ni atenuar la atrocidad del trabajo recurriendo al alcohol o las pastillas de la enfermería. Al contrario: se mantuvo al pie del cañón, día y noche, tratando de convencerse de que seguía siendo el dueño de su destino. La guerra lo había puesto ante la gran elección, la única que contaba: la elección de campo. Ya no podía retroceder ni regresar. Y no podía equivocarse; era eso o saltarse la tapa de los sesos.

Practicó la tortura día y noche y arrancó confesiones a faccioso tras faccioso. Primero, según los métodos habituales: golpes, descargas eléctricas, bañera… Luego ejercitó sus propias técnicas. Organizó simulacros de ejecución: llevaba a prisioneros encapuchados fuera de la ciudad y los veía cagarse en los pantalones cuando les clavaba el cañón en la sien. Elaboró cócteles de ácido, que les administraba metiéndoles un embudo hasta el garganchón. Robó instrumental médico en el hospital con el fin de crear ciertas variantes, como aquella bomba estomacal que utilizaba para inyectar agua por las fosas nasales… Modelaba, esculpía, daba al miedo formas cada vez más intensas. Cuando decidió sangrar a sus prisioneros, tanto para debilitarlos como para dar la sangre a las víctimas de atentados, experimentó una extraña embriaguez. Sintió que se había convertido en un dios, poseedor del derecho de vida y muerte sobre los hombres. A veces, en la sala de interrogatorios, se reía solo, cegado por su poder, contemplando arrobado la sangre que le resbalaba por los dedos.

Un mes más tarde, lo repatriaron a Francia, presa de un mutismo absoluto. Tenía las mandíbulas paralizadas; le era imposible pronunciar una palabra. Lo internaron en Sainte-Anne, en un edificio exclusivamente ocupado por traumatizados de guerra. Uno de esos lugares donde los lamentos resuenan por los pasillos y donde es imposible acabarse el almuerzo sin que te salpique el vómito de un compañero de mesa.

Atrincherado en su silencio, Schiffer vivía en pleno terror. En los jardines, sufría desorientación, no sabía dónde estaba, se preguntaba si los demás enfermos no eran detenidos a los que había torturado. Cuando recorría la galería del pabellón, lo hacía arrimado a la pared, para que sus víctimas no lo vieran.

Por la noche, las pesadillas tomaban el relevo de las alucinaciones. Hombres desnudos derrumbados en sillas; testículos achicharrados por los electrodos; mandíbulas que golpeaban el esmalte de los lavabos; narices que sangraban, obstruidas por cánulas… En realidad, todo aquello no eran visiones, sino recuerdos. Sobre todo, veía a aquel hombre, colgado boca abajo del techo, al que le había fracturado el cráneo de una patada. Y despertaba empapado en sudor, creyéndose cubierto de partículas de cerebro una vez más. Escrutaba la habitación y veía a su alrededor las desnudas paredes de un sótano, la bañera recién instalada y, en la mesa del centro, el grupo electrógeno ANGRC 9, el famoso gégène.

Los médicos le explicaron que era imposible eliminar esos recuerdos y le aconsejaron que hiciera justo lo contrario, que se enfrentara a ellos, que les dedicara unos instantes diarios de atención voluntaria. La receta casaba con su carácter. Si no se había rajado sobre el terreno, no iba a desinflarse ahora, en aquellos jardines poblados de fantasmas.

Firmó el alta voluntaria y se reincorporó a la vida civil.

Se presentó para policía ocultando sus antecedentes psiquiátricos y haciendo valer su grado de sargento y sus distinciones militares. El contexto político jugaba a su favor. Los atentados de la OAS ensangrentaban París. Necesitaban gente para cazar a los terroristas. Gente con olfato para husmear el terreno… y eso sabía hacerlo. Su sentido de la calle obró milagros desde el principio. Lo mismo que sus métodos. Trabajaba en solitario, sin la ayuda de nadie, sin más preocupación que los resultados. Que obtenía por las bravas.

En adelante, su vida seguiría esa pauta. Apostar por sí mismo y por nadie más. Situarse por encima de las leyes y de los hombres. Ser su propia y única ley, extrayendo de su voluntad el derecho a ejercer su justicia. Era una especie de pacto cósmico: su palabra contra la cloaca del mundo.


– ¿En qué puedo ayudarlo?

La voz lo sobresaltó. Se levantó y fijó en la retina la imagen del recién llegado.

Jean-François Hirsch era alto -más de metro ochenta- y estrecho. Sus largos brazos acababan en manos macizas. Dos contrapesos, se dijo Schiffer, que equilibraban su alargada figura. También tenía una buena cabeza, nimbada de rizos negros. Otro punto de equilibrio… No llevaba bata, sino abrigo loden. Era evidente que estaba a punto de marcharse.

Schiffer se presentó, pero no sacó el carnet:

– Teniente principal Jean-Louis Schiffer. Tengo que hacerle unas preguntas. Solo serán unos minutos.

– He acabado el turno. Y ya voy con retraso. ¿No puede esperar a mañana?

La voz era otro contrapeso. Grave. Estable. Sólida.

– Lo siento -respondió el policía-. Es un asunto importante.

El médico se quedó mirando a su interlocutor. El olor a menta se alzaba entre ellos como una pantalla de frescor. Hirsch suspiró y se dejó caer en uno de los asientos atornillados a la pared.

– ¿De qué se trata?

Schiffer permaneció en pie.

– De una obrera turca a la que examinó el 14 de noviembre de 2001. La trajo el teniente Christophe Beauvanier.

– ¿Y bien?

– El asunto presenta algunas irregularidades de procedimiento.

– ¿A qué servicio pertenece usted, exactamente?

Schiffer decidió jugársela.

– Investigación interna. Inspección General de Servicios.

– Se lo advierto. No diré una palabra sobre el teniente Beauvanier. ¿Le dice algo la expresión «secreto profesional»?

El matasanos se equivocaba sobre el móvil de la investigación. Casi con seguridad, había ayudado al «tronco» a solucionar alguno de sus problemas con la droga. Schiffer adoptó su tono de gran señor:

– Mi investigación no tiene como objetivo a Christophe Beauvanier. Me es indiferente que le haya prescrito un tratamiento con metadona.

El médico arqueó una ceja -Schiffer había dado en el clavo-, pero suavizó el tono.

– ¿Qué quiere saber?

– La obrera turca. Me interesan los policías que vinieron a buscarla. Al momento.

El psiquiatra cruzó las piernas y se alisó un pliegue del pantalón.

– Llegaron unas cuatro horas después de que ingresara. Traían una orden de traslado y otra de expulsión. Todo estaba perfectamente en regla. Casi demasiado en regla, diría yo.

– ¿Demasiado?

– Los impresos estaban sellados y firmados. Emanaban directamente del Ministerio del Interior. Todo eso a las diez de la mañana. Era la primera vez que veía tanto papelajo para una simple ilegal.

– Hábleme de ella.

Hirsch se miró la punta de los zapatos. Estaba ordenando sus ideas.

– Cuando la vi, pensé que tenía hipotermia. Tiritaba. Respiraba con dificultad. Al examinarla, comprobé que tenía una temperatura normal. El sistema respiratorio tampoco presentaba alteraciones. Sus síntomas eran histéricos.

– ¿Qué quiere decir?

El matasanos esbozó una sonrisa de superioridad.

– Tenía signos físicos que no se correspondían con causas fisiológicas. Todo estaba aquí -dijo llevándose el índice a la sien-. En su cabeza. Aquella mujer había sufrido un shock psicológico. Su cuerpo reaccionaba en consecuencia.

– ¿Qué tipo de shock, en su opinión?

– Un miedo muy intenso. Presentaba los estigmas característicos de una angustia exógena. El análisis de sangre lo confirmó. Detectarnos restos de una importante descarga de hormonas. Y también una tasa de cortisol muy significativa. Pero supongo que todo esto es demasiado técnico para usted… -La sonrisa altiva se acentuó. Aquel fulano y sus aires de grandeza empezaban a ponerlo nervioso. Hirsch pareció intuirlo y prosiguió en un tono más natural-: La paciente había sufrido un intenso estrés. A ese nivel, yo hablaría incluso de un trauma. Me recordaba los casos que encontramos después de una batalla en los frentes armados. Parálisis inexplicables, asfixia súbita, tartamudeo, ese tipo de…

– Sí, ya se. Descríbamela. Físicamente, quiero decir.

– Morena. Muy pálida. Muy delgada, en el umbral de la anorexia. Peinada a lo Cleopatra. Un físico muy duro que, sin embargo, no atenuaba su belleza. Al contrario. Desde ese punto de vista, era… impresionante.

Schiffer empezaba a hacerse una idea bastante aproximada de la chica. El instinto le decía que no era una simple obrera. Ni una simple testigo.

– ¿Le administró alguna cosa?

– Primero le inyecté un ansiolítico. Los músculos se relajaron. Empezó a reírse y farfullar. Un verdadero ataque de delirio. Sus frases no tenían ningún sentido.

– De todas formas, hablaba en turco, ¿no?

– No. Hablaba en francés. Tan bien como usted y como yo.

Una idea completamente disparatada cruzó la mente de Schiffer, que optó por mantenerla apartada para conservar la sangre fría.

– ¿Le contó lo que había visto? ¿Lo que ocurrió en el baño truco?

– No. Solo decía palabras sueltas, frases incoherentes.

– ¿Por ejemplo?

– Decía que los lobos se habían equivocado. Sí, eso es… Hablaba de lobos. Repetía que se habían equivocado de chica. Absurdo.

Un fogonazo iluminó la mente de Schiffer. La idea de hacía unos instantes se le impuso con fuerza. ¿Cómo había sabido aquella obrera que los intrusos eran Lobos Grises? ¿Cómo sabía que se habían equivocado de chica? Solo había una respuesta: la auténtica Presa era ella.

Sema Gokalp era la mujer que había que abatir.

Schiffer iba recomponiendo el rompecabezas sin dificultad. Los asesinos habían recibido un soplo: su víctima hacía el turno de noche en la lavandería de Talat Gurdilek. Se habían presentado en el taller y se habían llevado a una mujer muy parecida a la de la fotografía: Zeynep Tütengil. Pero se habían equivocado: la pelirroja, la auténtica, había tomado precauciones y se había teñido de moreno. Se le ocurrió otra idea y se sacó el retrato robot del bolsillo.

– Esa chica, ¿se parecía a esta?

El psiquiatra se inclinó hacia el pasquín.

– No del todo. ¿Por qué lo pregunta?

Schiffer volvió a guardarse el retrato sin responder.

Otra intuición. Otra confirmación. Sema Gokalp -la mujer que se ocultaba tras ese nombre- había llevado la transformación mucho más lejos: había cambiado de rostro. Había recurrido a la cirugía estética, el método clásico de quienes deciden soltar amarras definitivamente. Sobre todo en el mundo del crimen. Luego había adoptado la personalidad de una obrera anónima y se había ocultado entre los vapores de La Puerta Azul. Pero ¿por qué quedarse en París?

Por unos segundos, Schiffer intentó meterse en la piel de la turca. La noche del 13 de noviembre, cuando vio irrumpir en el taller a los Lobos, pensó que había llegado su hora. Pero los asesinos se abalanzaron sobre su compañera. Una pelirroja muy parecida a ella misma tal como era hasta hacía poco. «La paciente había sufrido un intenso estrés.» Era lo menos que se podía decir.

– ¿Qué más dijo? Intente recordar.

– Creo… -El psiquiatra estiró las piernas y volvió a clavar los ojos en los cordones de sus zapatos-. Creo que habló de una extraña noche. Una noche en que habría cuatro lunas. También mencionó a un hombre con un abrigo negro.

Si hubiera necesitado una última prueba, allí la tenía. Las cuatro lunas. Los turcos que sabían el significado de ese símbolo debían de contarse con los dedos de una mano. La verdad superaba todo lo imaginable.

Porque ahora comprendía quién era aquella Presa.

Y por qué la mafia turca había lanzado a los Lobos en su persecución.

– Pasemos a los policías de la mañana siguiente -dijo Schiffer esforzándose en controlar su excitación-. ¿Qué dijeron en el momento de llevársela?

– Nada. Se limitaron a mostrar sus autorizaciones.

– ¿Qué aspecto tenían?

– De armarios roperos. Con trajes caros. Parecían gorilas.

Los esbirros de Philippe Charlier. ¿Adónde la habrían llevado? ¿A un centro de detención administrativa? ¿La habrían devuelto a su país? ¿Sabía la división antiterrorista quién era realmente Sema Gokalp? No, no había medio. Aquel secuestro y aquel misterio tenían otros motivos.

Schiffer se despidió del psiquiatra y cruzó el cuadrado rojo, pero se volvió antes de salir.

– Suponiendo que Sema Gokalp siguiera en París, ¿dónde la buscaría usted?

– En un hospital psiquiátrico.

– Ha tenido tiempo para recuperarse del susto, ¿no?

El larguirucho se puso en pie.

– Me he expresado mal. Esa mujer no pasó miedo. Se encontró con el Terror en persona. Había superado el umbral de lo que un ser humano puede soportar.

46

El despacho de Philippe Charlier estaba en el número 133 de la rue du Faubourg-Saint-Honoré, no muy lejos del Ministerio del Interior.

A unos pasos de los Campos Elíseos, determinados inmuebles de renta de aspecto tranquilo eran en realidad auténticas fortalezas fuertemente custodiadas. Anexos del poder policial en París.

Jean-Louis Schiffer cruzó el portal y entró en los jardines. El parque trazaba un gran cuadrado de grises guijarros, alisado y tan pulcro como un jardín zen; setos de alheña, recortados con primor, formaban paredes impenetrables; los árboles alzaban sus ramas, truncadas como muñones. Aquello no era un lugar de combate, se dijo Schiffer, sino de mentira.

Al fondo, el hotel particular era un edificio con tejado de pizarra y galería acristalada sostenida por estructuras de metal negro. En la parte superior, la blanca fachada exhibía sus cornisas, sus balcones y el resto de sus ornamentos de piedra. «Imperio», decidió Schiffer fijándose en los laureles cruzados sobre orondas ánforas en el interior de nichos. En realidad, calificaba así a cualquier arquitectura que hubiera superado la época de las almenas y las saeteras.

Ante la escalinata, dos policías de uniforme avanzaron a su encuentro.

Schiffer preguntó por Charlier. A las diez de la noche, estaba seguro de que el policía de cuello blanco seguía urdiendo sus tejemanejes a la luz de la lámpara de su escritorio.

Uno de los guardias pasó una llamada sin quitarle ojo. Al escuchar la respuesta, escrutó aún más intensamente al visitante. A continuación, los dos hombres lo hicieron pasar por un detector de metales y lo cachearon.

Al fin, pudo atravesar la galería y entrar en una gran sala de piedra.

– Primer piso -le dijeron.

Schiffer se dirigió hacia la escalera. Sus pasos resonaban como en el interior de una iglesia. Entre dos candeleros de hierro forjado, los escalones de gastado granito con barandilla de mármol ascendían al piso.

Schiffer sonrió: los cazadores de terroristas no escatimaban en decoración.

El primer piso cedía a criterios más modernos: paneles de madera, adornos de caoba, moqueta marrón… Al final del pasillo había un último obstáculo: la barrera de control que informaba sobre el verdadero estatuto del comisario Philippe Charlier.

Detrás de un cristal blindado montaban guardia cuatro hombres vestidos con trajes negros de Kevlar. Llevaban un chaleco de intervención con varias armas de mano, cargadores, granadas y otros juguetes por el estilo. Cada uno tenía un fusil ametrallador de cañón corto de la marca H amp;K.

Schiffer se resignó a otro cacheo. Avisaron a Charlier, esta vez por VHF. Al fin, pudo alcanzar una doble puerta de madera clara coronada por una placa de cobre. Visto el ambiente, era inútil llamar.

El Gigante Verde estaba sentado ante un escritorio de roble macizo, en mangas de camisa. Se levantó y esbozó una amplia sonrisa.

– Schiffer, mi querido Schiffer…

Hubo un apretón de manos silencioso, durante el que los dos hombres se midieron con la mirada. Charlier era el de siempre. Metro ochenta y cinco. Más de cien kilos. Una roca afable, con la nariz rota y bigote de peluche, que, a pesar del cargo, seguía llevando un arma al cinto.

Schiffer advirtió la calidad de la camisa, azul cielo con cuello blanco, el célebre modelo de Charvet. Pero, a despecho de su trabajada elegancia, el físico del policía conservaba algo terrible, un poderío que lo situaba en otra escala que el resto de los humanos. El día del Apocalipsis, cuando los hombres no tuvieran más que las manos para defenderse, Charlier sería uno de los últimos en morir.

– ¿Qué quieres? -preguntó volviendo a hundirse en el cuero de su sillón. Mirando con desdén a su desastrado visitante, agitó los dedos sobre los expedientes que atestaban el escritorio-. Estoy un poco liado.

– El 14 de noviembre de 2001 ordenaste el traslado de un testigo en un asunto de allanamiento de empresa privada. La Puerta Azul, un baño turco del Distrito Décimo. El testigo se llamaba Sema Gokalp. El responsable de la investigación era Christophe Beauvanier. El problema es que nadie sabe adónde trasladaste a esa mujer. Borraste el rastro, la hiciste desaparecer. Tus razones me traen sin cuidado. Solo quiero saber una cosa. ¿Dónde está ahora?

Por toda respuesta, Charlier bostezó. Era una buena imitación, pero Schiffer sabía leer los subtítulos: el ogro se había quedado helado. Acababan de ponerle una bomba encima del escritorio.

– No acabo de entender de qué hablas -murmuró al fin-. ¿Por qué buscas a esa mujer?

– Está relacionada con el asunto en el que trabajo.

– Schiffer: estás jubilado -repuso el comisario en un tono condescendiente.

– Me he reincorporado al servicio.

– ¿Qué asunto? ¿Qué servicio?

Schiffer sabía que tenía que soltar lastre si quería obtener la menor información.

– Investigo los tres asesinatos del Distrito Décimo.

El rostro de boxeador se tensó.

– Es la DPJ del Distrito Décimo la que se ocupa de eso. ¿Quién te ha metido en el asunto?

– El capitán Paul Nerteaux, el responsable del caso.

– ¿Qué relación tiene con esa Sema no sé qué?

– Es el mismo asunto.

Charlier se puso a jugar con un abrecartas. Una especie de puñal de aspecto oriental. Cada nuevo gesto traicionaba un poco más de nerviosismo.

– He visto pasar un informe sobre esa historia del baño turco -admitió al fin Charlier-. Un asunto de extorsión, creo…

Tras años de interrogatorios, Schiffer era capaz de reconocer el menor matiz, la menor vibración de una voz. Charlier era sincero en lo fundamental: a sus ojos, el incidente de La Puerta Azul no era nada. Un poco más de cebo para que mordiera el anzuelo.

– No era un asunto de extorsión.

– ¿No?

– Los Lobos Grises han vuelto, Charlier. Fueron ellos quienes entraron en el baño turco. Esa noche secuestraron a una obrera. La chica que apareció muerta dos días después.

Las pobladas cejas del comisario parecían dibujar dos signos de interrogación.

– ¿Por qué iban a perder el tiempo matando a una obrera?

– Los han contratado para hacer un trabajo. Buscan a una mujer. En el barrio turco. Puedes confiar en mí respecto a esas cosas. Ya es la tercera vez que se equivocan.

– Cuál es la relación con Sema Gokalp?

Era el momento de una verdad a medias.

– La noche de marras, esa chica lo vio todo. Es una testigo capital.

La inquietud enturbió la mirada de Charlier. No se esperaba aquello. En absoluto.

– En tu opinión, ¿de qué se trata? ¿Qué hay en juego?

– No lo sé -volvió a mentir Schiffer-. Pero busco a esos asesinos. Y Sema puede ponerme sobre su pista.

Charlier se hundió aún más en el sillón.

– Dame una sola razón para ayudarte.

Schiffer decidió sentarse. Empezaba la negociación.

– Estoy en plan generoso, así que voy a darte dos. La primera es que podría contar a tus superiores que escamoteas testigos en un caso de homicidio. Eso no está bien.

Charlier le devolvió la sonrisa.

– Puedo presentar todos los papeles -respondió Charlier devolviéndole la sonrisa-. La orden de expulsión, el billete de avión… Todo está en regla.

– Tu brazo es muy largo, Charlier, pero no llega a Turquía. Me basta un telefonazo para demostrar que Sema Gokalp nunca llegó allí.

Al comisario no le llegaba la camisa al cuerpo.

– ¿Quién iba a creer a un policía corrupto? Desde la antibandas, no has dejado de coleccionar asuntos comprometedores. -Charlier abarcó el despacho con un gesto de las manos-. En cambio, yo estoy en lo alto de la pirámide.

– Es la ventaja de mi posición. No tengo nada que perder.

– Será mejor que me des la segunda razón.

Schiffer apoyó los codos en el escritorio. Ya sabía que había ganado.

– El plan Vigipirate de 1995. Cuando te soltabas el pelo con los sospechosos magrebíes en la comisaría de Louis-Blanc.

– ¿Chantaje a un comisario?

– O descargo de conciencia. Estoy jubilado. Podría sentir la necesidad de sincerarme. De acordarme de Abdel Saraoui, al que mataste a golpes. Si abro la marcha, me seguirá todo Louis-Blanc. Los gritos que dio aquel chico esa noche aún les pesan en la conciencia, créeme.

Charlier seguía observando el abrecartas entre sus manazas. Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado:

– Sema Gokalp ya no puede ayudarte.

– ¿La habéis…?

– No. Pasó por un experimento.

– ¿Qué clase de experimento?

Silencio.

– ¿Qué clase de experimento?-repitió Schiffer.

– Un condicionamiento psíquico. Una técnica nueva.

Así que era eso. La manipulación psíquica siempre había sido la obsesión de Charlier. Penetrar en el cerebro de los terroristas, condicionar sus mentes y gilipolleces por el estilo. Sema Gokalp había sido una cobaya, la víctima de un delirio experimental.

Schiffer consideró la situación en todo su absurdo: Charlier no había elegido a Sema Gokalp; le había llovido del cielo. Ignoraba que se había operado la cara. Y, al parecer, también ignoraba quién era en realidad.

Se puso en pie, electrizado de los pies a la cabeza.

– ¿Por qué ella?

– Debido a su estado psíquico, Sema padecía una amnesia parcial que la hacía especialmente apta para someterla a nuestro tratamiento.

Schiffer se inclinó hacia él como si hubiera oído mal.

– ¿Me estás diciendo que le lavasteis el cerebro?

– El programa comporta un tratamiento de ese tipo, si.

El viejo policía golpeó el escritorio con los dos puños.

– ¡Maldito gilipollas! ¡Era la última memoria que tenías que borrar! ¡Esa chica tenía cosas que contarme!

Charlier frunció el ceño.

– No comprendo tanto interés. ¿Qué puede revelarte esa mujer que sea tan importante? Vio a unos turcos secuestrando a una mujer, sí, ¿y qué?

Vuelta a empezar.

– Posee información sobre los asesinos -masculló Schiffer dando zancadas por el despacho como una fiera enjaulada-. Y creo que también conoce la identidad de la Presa.

– ¿La presa?

– La mujer a la que buscan los Lobos. Y a la que todavía no han encontrado.

– ¿Es tan importante?

– Tres asesinatos, Charlier. ¿Te parece poco? Seguirán matando hasta que la cojan.

– ¿Y tú quieres salvarla? -Schiffer se limitó a sonreír. Charlier hizo un gesto con los hombros que estuvo a punto de reventar las costuras de su camisa-. De todas formas -dijo al fin-, no puedo hacer nada por ti.

– ¿Por qué?

– Se ha escapado.

– Estás de guasa.

– ¿Eso te parece?

Schiffer no sabía si echarse a reír o a gritar. Volvió a sentarse y cogió el abrecartas, que Charlier acababa de dejar.

– Siempre igual de gilipollas en la policía. Explícame eso.

– Nuestro experimento pretendía cambiarle la personalidad totalmente. Lo nunca visto. Conseguimos transformarla en una francesa de clase alta, en la mujer de un tecnócrata. A una simple turca, ¿comprendes? Ahora ya no existen límites para el condicionamiento. Íbamos a…

– Me la trae floja tu experimento -lo atajó Schiffer-. Explícame cómo escapó.

– En las últimas semanas -refunfuñó el comisario- habla empezado a manifestar alteraciones. Olvidos, alucinaciones. Su nueva personalidad, la que nosotros le habíamos implantado, se estaba resquebrajando. íbamos a hospitalizarla justo cuando desapareció.

– ¿Cuándo, exactamente?

– Ayer martes. Por la mañana.

Increíble: la presa de los Lobos Grises volvía a estar en libertad. Ni turca ni francesa, con el cerebro como un colador. En medio de aquel marasmo, se encendió una luz.

– Entonces, ¿está recuperando su auténtica memoria?

– No lo sabemos. En todo caso, desconfiaba de nosotros.

– ¿Dónde están tus hombres?

– En ningún sitio. Estarnos peinando todo París. No hay modo de encontrarla.

Era el momento de jugarse el todo por el todo. Schiffer clavó el abrecartas en el escritorio.

– Si ha recobrado la memoria, actuará como una turca. Es mi terreno. Puedo encontrarle el rastro mejor que nadie.-La expresión del comisario cambió-. Es una turca, Charlier -insistió Schiffer-. Una pieza de caza muy particular. Necesitas un policía que conozca ese mundo y actúe con total discreción. -Schiffer podía seguir el recorrido de la idea que daba vueltas en la cabeza del coloso. Se recostó en el asiento como para mejor asestar el golpe-. Este es el trato. Tú me dejas las manos libres durante veinticuatro horas. Si le echo el guante, te la entrego. Pero, antes de eso, la interrogo.

Nuevo silencio, muy marcado. Al fin, Charlier abrió un cajón y sacó una carpeta.

– Su expediente. Ahora se llama Anna Heymes y…

Con un solo movimiento, Schiffer cogió la carpeta y la abrió. Hojeó los folios dactilografiados y los informes médicos y vio el nuevo rostro de la Presa. El retrato exacto que le había hecho Hirsch. Ningún rasgo en común con la pelirroja que buscaban los asesinos. Desde ese punto de vista, Sema Gokalp ya no tenía nada que temer.

– El neurólogo que la trataba se llama Eric Ackermann y… -empezó a decir el guerrero antiterrorista.

– Me importa un bledo su nueva personalidad y los tipos que le hicieron eso. Va a volver a sus orígenes. Eso es lo importante. ¿Qué Sabes de Sema Gokalp? ¿De la turca que era?

Charlier se removió en el sillón. Las venas le palpitaban en la base de la garganta, justo encima del cuello de la camisa.

– Pues… ¡nada! No era más que una obrera amnésica y…

– ¿Guardaste su ropa, sus papeles, sus efectos personales?

Charlier negó con un revés de la mano.

– Lo destruimos todo. En fin, eso creo.

– Compruébalo.

– Son cosas de obrera. No hay nada interesante para…

– Descuelga el puto teléfono y compruébalo.

Charlier cogió el auricular. Tras un par de llamadas, gruñó:

– No puedo creerlo. Esos gilipollas se olvidaron de destruir sus trapos.

– ¿Dónde están?

– En el depósito de la Cité. Beauvanier le dio ropa limpia. Los chicos de la Louis-Blanc mandaron la vieja a prefectura. A nadie se le ocurrió recuperarla. Ahí tienes a mi brigada de élite.

– ¿A qué nombre está registrada?

– Sema Gokalp, en principio. Nosotros no hacemos las gilipolleces a medias.

Charlier sacó un formulario, esta vez en blanco, y empezó a rellenarlo. La autorización para la prefectura de policía.

Dos depredadores repartiéndose una presa, se dijo Schiffer.

El comisario firmó el documento y lo deslizó por encima de la mesa.

– Te doy esta noche. Al menor paso en falso, llamo a la IGS.

Schiffer se guardó el pase en un bolsillo y se levantó.

– No serrarás el trampolín. Estamos sentados en él, los dos.

47

Había llegado el momento de abrirle los ojos al chico. Jean-Louis Schiffer dejó la rue du Faubourg-Saint-Honoré, tomó la avenida Matignon y vio una cabina telefónica en la rotonda de los Campos Elíseos. Seguía con el móvil descargado.

Al primer timbrazo, Paul Nerteaux gritó:

– Por amor de Dios, Schiffer, ¿dónde coño está?

La voz temblaba de cólera.

– En el Distrito Octavo. El barrio de los jefazos.

– Es cerca de medianoche. ¿Qué coño ha estado haciendo? Lo he estado esperando en Sancak y…

– Una historia de locos, pero tengo noticias frescas.

– ¿Está en una cabina? Busco una y lo llamo: me estoy quedando sin batería.

Schiffer colgó preguntándose si un día las fuerzas del orden no perderían la detención del siglo por falta de recargas de ion-litio. Abrió la puerta de la cabina: el tufo a menta lo estaba asfixiando.

La noche era agradable, sin lluvia ni viento. Observó a los viandantes, las galerías comerciales, los edificios de sillares… Toda una vida de lujo, de comodidades, que se había perdido, pero que tal vez volvería a tener al alcance de la mano…

Sonó el timbre. Schiffer no dio tiempo a que Nerteaux hablara:

– ¿Cómo va lo de las patrullas?

– Tengo dos furgones y tres coches-radio -respondió Paul con orgullo-. Setenta policías de barrio y agentes de la BAC peinan el barrio, He declarado «criminógena» toda la zona. He repartido retratos robot a todas las comisarías y unidades de policía del Distrito Décimo. Estarnos registrando todos los hogares, bares y asociaciones. No hay alma de la Pequeña Turquía que no haya visto el retrato. Ahora voy a la central de policía del segundo distrito y…

– Olvida todo eso.

– ¿Qué?

– Ha pasado el momento de jugar a soldaditos. No es la cara que buscarnos.

– ¿QUÈ?

Schiffer respiró hondo.

– La mujer a la que buscamos ha sufrido una operación de cirugía estética. Por eso no la encuentran los Lobos Grises.

– ¿Tiene… pruebas?

– Tengo hasta su nuevo rostro. Todo coincide. Se pagó una operación de varios cientos de miles de francos para borrar su antigua identidad. Cambió totalmente su aspecto físico: se tiñó de morena Y perdió veinte kilos. Luego se ocultó en el barrio turco, hace seis meses.

Se produjo un silencio. Cuando Nerteaux retomó la palabra, su voz había perdido varios decibelios:

– ¿Quién… quién es? ¿De dónde sacó el dinero para la operación?

– Ni idea -mintió Schiffer-. Pero no es una simple obrera.

– ¿Qué más sabe?

Schiffer reflexionó unos segundos. Luego se le soltó todo. La incursión de los Lobos Grises, que se habían equivocado de presa. Sema Gokalp en estado de shock. Su paso por Louis-Blanc y su posterior ingreso en Sainte-Anne. El secuestro de Charlier y su delirante programa de condicionamiento psíquico.

Y, para acabar, la nueva identidad de la mujer: Anna Heymes. Cuando se calló, Schiffer creyó oír el cerebro del joven policía trabajando a toda potencia. Se lo imaginaba, totalmente sonado, perdido en algún lugar del Distrito Décimo, encerrado en una cabina telefónica. Igual que él. Dos pescadores de coral suspendidos en sus solitarias jaulas, en la profundidad del océano…

– ¿Quién le ha contado todo eso? -preguntó al fin la escéptica voz de Paul.

– Charlier en persona.

– ¿Ha confesado?

– Somos viejos cómplices.

– Y una mierda…

Schiffer se echó a reír.

– Veo que empiezas a entender en qué mundo vives. En 1995, tras el atentado de la estación de metro Saint-Michel, la DNAT, que entonces se llamaba sexta división, estaba en el disparadero. Una nueva ley permitía multiplicar las detenciones sin motivo concreto. Un auténtico caos: yo estaba allí. Se hicieron redadas a diestro y siniestro dentro de los medios islámicos, especialmente en el Distrito Décimo. Una noche, Charlier apareció en Louis-Blanc. Estaba convencido de tener un sospechoso, un tal Abdel Saraoui. Se ensañó con él, con las manos desnudas. Yo estaba en el despacho de al lado. El chico murió al día siguiente con el hígado reventado, en el hospital de Saint-Louis. Esta noche le he refrescado ese bonito recuerdo.

– Están ustedes tan podridos que eso les da una especie de coherencia.

– ¿Qué más da si se obtienen resultarlos?

– Me había imaginado mi cruzada de otro modo, es todo.

Schiffer volvió a abrir la puerta de la cabina y aspiró otra bocanada de aire fresco.

– ¿Y ahora dónde está Sema? -le preguntó Paul.

– Esa es la guinda del pastel, muchacho. Acaba de hacer las maletas. Los dejó tirados ayer por la mañana. Al parecer, descubrió lo que se traía,, entre manos. Y está recuperando la memoria.

– Mierda…

– Eso digo yo. En estos momentos, una mujer se pasea por París con dos identidades y dos grupos de cabrones siguiéndole la pista, y nosotros estamos en medio. En mi opinión, está haciendo averiguaciones sobre sí misma. Trata de descubrir quién es realmente.

Nuevo silencio al otro lado del hilo.

– ¿Qué hacernos?

– He hecho un trato con Charlier. Lo he convencido de que soy el más cualificado para encontrar a esa chica. Siendo turca, es lo mío. Me ha confiado el asunto por esta noche. Está desbordado. Su operación es ilegal: huele que apesta. Tengo el dossier de la nueva Sema y dos pistas. La primera es para ti, si sigues en la carrera.

Schiffer oyó roce de telas y crujido de papeles. Nerteaux estaba sacando la libreta.

– Adelante.

– La cirugía estética. Sema acudió a uno de los mejores cirujanos plásticos de París. Tenemos que encontrarlo; ese fulano ha tenido contacto con la auténtica Presa antes de que le cambiaran la cara. Antes de que le lavaran el cerebro. Sin lugar a dudas, es la única persona en todo París que puede decirnos algo sobre la mujer a la que buscan los Lobos Grises. ¿Lo coges o no lo coges?

Nerteaux no respondió de inmediato. Debía de estar tomando notas.

– Mi lista tendrá cientos de nombres.

– En absoluto. Limítate a interrogar a los mejores, a los virtuosos. Y, entre esos, a los que carecen de escrúpulos. Rehacer una cara nunca es inocente. Tienes esta noche para encontrarlo. Al ritmo que van las cosas, pronto dejaremos de estar solos sobre estas pistas.

– ¿Los hombres de Charlier?

– No. Charlier ni siquiera sabe que Sema se operó la cara. Hablo de los Lobos Grises. Es la tercera vez que se equivocan. Acabarán comprendiendo que están buscando la cara equivocada. Se les ocurrirá lo de la cirugía estética y buscarán al médico. Nos los encontraremos de frente, lo presiento. Te dejo el dossier de la chica en la rue Nancy, con la foto de su nuevo rostro. Pasa a recogerlo y ponte a trabajar.

– ¿Distribuyo la foto a las patrullas?

Schiffer se cubrió de sudor frío.

– Ni se te ocurra. No se lo enseñes más que a los matasanos, con el retrato robot. ¿Entendido?

El silencio volvió a apoderarse de la línea.

Más que nunca, dos buceadores perdidos en las profundidades submarinas.

– ¿Y usted? -preguntó Nerteaux.

– Seguiré la segunda pista. Los de la DNAT se olvidaron de destruir la ropa de la antigua Sema. Un golpe de suerte. Esas prendas podrían conservar algún detalle, algún indicio, cualquier cosa que nos conduzca a la mujer inicial.

Schiffer consultó su reloj: medianoche. El tiempo apremiaba, pero no podía dejar ningún cabo suelto.

– Y, por tu parte, ¿nada nuevo?

– El barrio turco está patas arriba, pero de momento…

– La investigación de Naubrel y Matkowska, ¿no ha dado ningún fruto?

– Aún no.

La pregunta parecía haber sorprendido al chico. Debía de pensar que ya no le interesaba la pista de las cámaras de alta presión. Se equivocaba. El asunto del nitrógeno le había interesado desde el principio.

Al mencionarlo, Scarbon había añadido: «No soy submarinista». Pero él sí lo era. De joven, había pasado años buceando en el mar Rojo y el mar de China. Incluso se había planteado dejarlo todo y montar una escuela de submarinismo en la costa del Pacífico.

En consecuencia, sabía que las altas presiones no solo causan problemas de gas en la sangre, sino también un efecto alucinógeno, un estado de delirio que todos los submarinistas conocen con el nombre de borrachera de las profundidades.

Al comienzo de la investigación, cuando creían perseguir a un asesino en serie, aquel detalle lo había desconcertado: no veía por qué un asesino capaz de destrozarle la vagina a su víctima con cuchillas de afeitar perdería el tiempo en llenarle las venas de burbujas de nitrógeno. No encajaba. En cambio, en el contexto de un interrogatorio, el delirio de las profundidades tenía pleno sentido.

Uno de los fundamentos de la tortura consiste en alternar el frío y el calor. Hincharlo a hostias y a continuación ofrecerle un cigarrillo. Someterlo a descargas eléctricas y acto seguido darle un sándwich. En la mayoría de los casos, el sujeto se viene abajo precisamente en esos momentos de respiro.

Con la cámara de alta presión, los Lobos Grises se habían limitado a aplicar esa alternancia y llevarla al paroxismo. Tras atormentar a su víctima salvajemente, la habían sometido a un brusco aumento de presión para provocarle una relajación instantánea, una euforia súbita. Sin duda, esperaban que la violencia del contraste hiciera flaquear a su prisionera, o simplemente que su delirio hiciera las veces de suero de la verdad.

Detrás de aquella espeluznante técnica, Schiffer adivinaba la implacable mano de un maestro de ceremonias. Un artista de la tortura.

¿Quién?

– Las cámaras de alta presión no deben ser tan corrientes en París -murmuró Schiffer procurando ahuyentar su propio miedo.

– Los tenientes de la judicial no han descubierto nada. Han visitado las obras donde utilizan esos cacharros. Han hablado con los industriales que hacen pruebas de resistencia. Es un callejón sin salida.

Schiffer percibió un extraño matiz en el tono de Nerteaux. ¿Le estaba ocultando algo? No había tiempo para descubrirlo.

– ¿Y las máscaras antiguas? -preguntó.

– ¿Eso también le interesa? -volvió a extrañarse Paul.

– En vista del panorama, me interesa todo. Puede que uno de los Lobos tenga una obsesión, una chifladura especial. ¿Adónde te ha llevado esa pista?

– A ninguna parte. No he podido dedicarle tiempo. Ni siquiera sé si mi hombre ha encontrado otros sitios arqueológicos o…

– Nos llamamos dentro de dos horas -lo atajó Schiffer, dando por concluida la conversación-. Y apáñatelas para recargar el móvil.

Colgó el auricular. La imagen de Nerteaux pasó ante sus ojos como un relámpago. Cabello de indio, ojos del color de las almendras tostadas. Un madero de rostro demasiado fino, que no se afeitaba y se vestía de negro para parecer duro. Pero también un policía nato, a pesar de su ingenuidad.

Comprendió que le había cogido cariño. Incluso se preguntó si no se estaba ablandando, si había hecho bien metiéndolo en una investigación que ahora era «su» investigación. ¿Le habría contado demasiadas cosas?

Salió de la cabina y paró un taxi.

No. Se había guardado el as.

No le había revelado el hecho fundamental.

Saltó al interior del taxi y dio la dirección del Quai des Orfévres.

Ahora sabía quién era la Presa y por qué la buscaban los Lobos Grises.

Por lo mismo que él, que llevaba diez meses siguiéndole la pista.

48

Una caja rectangular de madera blanca, de setenta centímetros de largo y treinta de fondo, sellada con el cuño de cera roja de la República. Schiffer sopló sobre el polvo de la tapa con la certeza de que ahora las únicas pruebas de la existencia de Sema Gokalp estaban en el interior de aquel ataúd de recién nacido.

Sacó la navaja suiza, introdujo la hoja más fina bajo el sello, hizo saltar la costra roja y levantó la tapa. Lo envolvió una vaharada a moho. Apenas vio las prendas, se le hizo un nudo en la garganta: allí dentro había algo para él.

Instintivamente, lanzó una mirada por encima del hombro. Estaba en el sótano del palacio de Justicia, en la cabina protegida por una sucia cortinilla en la que los detenidos recién liberados comprueban que se les devuelven todos sus efectos personales.

El lugar ideal para exhumar un cadáver.

Lo primero que encontró fue una bata blanca y un gorrito de papel plisado: el uniforme reglamentario de las obreras de Gurdilek. Luego, la ropa de calle: una falda larga de color verde claro, una rebeca frambuesa de punto y una blusa de cuello redondo. Artículos de saldo, directamente salidos de los almacenes TATI.

Eran prendas occidentales, pero sus líneas, sus colores y sobre todo su combinación traían a la mente el atuendo de las campesinas turcas, que siguen llevando pantalones bombachos de color malva y blusas de color pistacho o amarillo limón. Schiffer se sintió invadido por un deseo siniestro, atizado por la idea de desnudez, de humillación, de pobreza explotada. El pálido cuerpo que imaginaba bajo aquellas prendas le crispaba los nervios.

Pasó a la ropa interior. Un sujetador color carne de talla pequeña; unas bragas negras, rozadas, deshilachadas, con visos que eran resultado del uso. Aquella lencería sugería medidas de adolescente. Schiffer pensó en los tres cadáveres: caderas anchas, pechos generosos. Aquella mujer no se había conformado con cambiar de rostro: se había esculpido un cuerpo de sílfide.

Continuó la inspección. Zapatos apergaminados, panties raídos, abrigo de borreguillo ralo. Los bolsillos estaban vacíos. Buscó en el fondo de la caja con la esperanza de que hubieran conservado aparte su contenido. Una bolsa de plástico transparente confirmó sus esperanzas. Un manojo de llaves, una tarjeta de metro, cosméticos importados de Estambul…

Examinó el llavero. Las llaves eran su pasión. Se conocía todos los tipos: llaves planas, llaves diamante, llaves de bombilla, de dientes activos… También era un hacha para las cerraduras, mecanismos que le recordaban los engranajes humanos, los que le gustaba violar, torcer, controlar.

Observó las dos llaves de la anilla. Una abría una cerradura de garganta, sin duda la de un hogar, una habitación de hotel o una vivienda miserable ocupada desde hacía tiempo por otros turcos. La segunda, plana, correspondía a un pestillo superior de la misma puerta. Nada de interés.

Schiffer ahogó una maldición: su botín era nulo. Aquellos objetos, aquellas prendas dibujaban el perfil de una obrera anónima. Casi demasiado anónima. Aquello apestaba a montaje, a caricatura.

Estaba seguro de que Sema Gokalp tenía un escondite. Alguien capaz de cambiar de rostro, de perder veinte kilos, de adoptar voluntariamente la existencia subterránea de una esclava, sabe guardarse las espaldas.

Schiffer recordó las palabras de Beauvanier: «Encontramos su pasaporte cosido a su falda». Palpó hasta la última prenda, dejando el forro del abrigo para el final. Al pasar los dedos a lo largo del dobladillo, notó un bulto. Un objeto duro, alargado, con dientes.

Desgarró la tela y meneó el abrigo.

Una llave aterrizó en la palma de su mano.

Una llave con la tija perforada y un numero grabado: 4C 32.

Cien contra uno a que es una consigna, pensó.

49

– No. Una consigna, no. Ahora se utilizan códigos.

Cyril Brouillard era un cerrajero genial. Jean-Louis Schiffer había descubierto su cartera en el escenario de un robo en el que habían abierto una caja fuerte considerada inviolable con virtuosismo. Personado en el domicilio del titular de la documentación, se encontró ante un joven de hirsuto pelo rubio y miope. «Con un nombre así, deberías concentrarte más», le había advertido devolviéndole la cartera. Schiffer hizo la vista gorda a cambio ele una litografía original de Bellmer.

– ¿Entonces, qué?

– Un self-stockage.

– ¿Cómo?

– Un guardamuebles.

Desde aquella noche, Brouillard no le negaba nada. Apertura de puertas para registros sin orden judicial; forzado de cerraduras para flagrantes delitos nocturnos; efracción de cajas fuertes para obtener documentos comprometedores… El chaval era una alternativa perfecta a las autorizaciones legales.

Vivía encima de su establecimiento, situado en la rue de Lancry, el taller de cerrajero que había montado con el producto de sus excursiones nocturnas.

– ¿Puedes decirme algo más?

Brouillard inclinó la llave bajo la lámpara direccional. Era un revientacajas fuera de serie: se acercaba a la cerradura, y se producía el milagro. Una vibración, un tacto. Un misterio entraba en acción. Schiffer no se cansaba nunca de observarlo manos a la obra. Tenía la sensación de sorprender una faceta oculta de la naturaleza. La esencia misma de un don inexplicable.

– Surger -murmuró el ganzúa-. Se ven las letras en filigrana, aquí, en el canto.

– ¿Lo conoces?

– Ya lo creo. Tengo cosas allí. Accesible día y noche.

– ¿Dónde está?

– Château-Laudon. Rue Girard.

Schiffer tragó saliva. La tenía en ebullición.

– ¿Se necesita código para entrar?

– AB 756. Tu llave lleva el número 4C 32. Cuarto nivel. La planta de los miniboxes. -Cyril Brouillard alzó los ojos y se tocó la montura de las gafas-. La planta de los pequeños tesoros dijo con voz cantarina.

50

El edificio dominaba las vías de la estación del Este, imponente y solitaria como un carguero entrando en puerto. El inmueble de cuatro pisos tenía aspecto de reformado y recién pintado. Una isla de pulcritud llena de bienes en tránsito.

Schiffer franqueó la primera barrera y cruzó el aparcamiento.

A las dos de la mañana, esperaba ver surgir a un vigilante en mono negro con las siglas SURGER, blandiendo una porra eléctrica y sujetando un agresivo perrazo.

Pero no apareció nadie.

Marcó el código y abrió la puerta acristalada. Al fondo del vestíbulo, sumido en una extraña penumbra roja, había un pasillo con suelo de cemento flanqueado de persianas metálicas. Cada veinte metros, pasillos perpendiculares cruzaban el principal y sugerían un laberinto de compartimientos.

Avanzó en línea recta bajo las luces de emergencia hasta llegar al fondo, ante una escalera de estructura vista. Sus pasos producían ruidos sordos, casi inaudibles, sobre el cemento gris perla. Schiffer saboteó aquel silencio, aquella soledad, aquella tensión mezclada con el poder del intruso.

Al llegar al cuarto piso se detuvo. Ante él se abría otro pasillo con Puertas menos separadas. «La planta de los pequeños tesoros.» Schiffer buscó en el interior de un bolsillo y sacó la llave. Leyó los números de las puertas, se perdió y acabó encontrando la 4C 32.

Iba a abrir la cerradura, pero se quedó inmóvil. Casi podía sentir la presencia de la Otra, de la mujer que aún no tenía nombre, tras la hoja de la puerta.

Se arrodilló, hizo girar la llave en la cerradura y, de un tirón seco levantó la persiana metálica.

En la penumbra, apareció un cubículo de un metro de ancho por un metro de fondo. Vacío. No se desanimó. No esperaba encontrar un cuarto atestado de muebles y electrodomésticos.

Se sacó del bolsillo la linterna que le había cogido prestada a Brouillard. Acuclillado en el umbral, barrió lentamente el cubo de cemento iluminando cada rincón y cada pared, hasta descubrir una caja de cartón en la del fondo.

La Otra, cada vez más cerca.

Penetró en la oscuridad y se detuvo junto a la caja. Sujetó la linterna entre los dientes y empezó la inspección.

Vestidos, invariablemente oscuros, firmados por grandes modistos. Issey Miyake. Helmut Lang. Fendi. Prada… Sus dedos se enredaron en la ropa interior. Una claridad negra: eso fue lo que pensó. Los tejidos eran de una suavidad, de una sensualidad casi indecentes. Los visos parecían retener sus propios reflejos. Los encajes, estremecerse al contacto de sus dedos… Esta vez, no hubo deseo, ni erección: la pretensión de aquellas prendas, el orgullo socarrón que podía leer en ellas le cortaban la excitación.

Siguió buscando y encontró una llave envuelta en un pañuelo de seda.

Una llave extraña, tosca, de tija plana.

Más trabajo para el señor Brouillard.

Le faltaba la última certeza.

Siguió palpando, levantando, revolviendo…

De pronto, un broche de oro que representaba una amapola atrajo el haz de la linterna como un escarabajo mágico. Soltó la linterna cubierta de saliva, escupió y murmuró en la penumbra:

Allaha sükür! [1] Has vuelto.


NUEVE

51

Mathilde Wilcrau nunca había estado tan cerca de una cámara de positrones.

Por fuera, la máquina se parecía a un escáner convencional; un gran cilindro blanco en cuyo interior penetraba una camilla de acero inoxidable provista de instrumentos de análisis y medición; un soporte colocado al lado sostenía un gotero; sobre una mesita con ruedas se alineaban las jeringuillas envasadas al vacío y los tarros de plástico. En la penumbra de la sala, el conjunto dibujaba una estructura extraña, un grandioso jeroglífico.

Para encontrar un aparato como aquel, los fugitivos habían tenido que trasladarse al Hospital Universitario de Reims, a cien kilómetros de París. Eric Ackermann conocía al director del servicio de radiología. Lo localizaron en su domicilio; el médico había acudido de inmediato y recibió al neurólogo con efusividad, como un oficial de puesto fronterizo hubiera recibido la inesperada visita de un general de leyenda.

Ackermann llevaba seis horas atareado en torno a la máquina. Mathilde Wilcrau lo observaba trabajar desde la cabina de control. Inclinado sobre Anna, que estaba tumbada con la cabeza en el interior del aparato, ponía inyecciones, regulaba la perfusión, proyectaba imágenes sobre un espejo oblicuo situado en el interior del arco superior del cilindro y, sobre todo, hablaba.

Viéndolo agitarse como un poseso al otro lado del cristal, Mathilde no podía evitar cierta fascinación. Aquel hombretón inmaduro al que no le habría prestado el coche, había realizado con éxito, en un contexto de violencia política extrema, un experimento cerebral único. Había dado un paso de gigante en el conocimiento y el control del cerebro.

Un avance que, en otras circunstancias, habría podido impulsar el desarrollo de terapias tan revolucionarias como para inscribir su nombre en los manuales de neurología y psiquiatría. ¿Tendría el método Ackermann una segunda oportunidad?

El desgarbado pelirrojo seguía agitándose en torno a la máquina con movimientos nerviosos. Mathilde sabía leer bajo sus gestos. Independientemente de la efervescencia de la sesión, Ackermann era un drogadicto. Enganchado a las anfetaminas u otros estimulantes. Por lo demás, apenas habían llegado, había hecho una visita de «avituallamiento» a la farmacia del hospital. Las drogas de síntesis encajaban perfectamente con aquel hombre de mente insaciable, que había vivido por y para la química…

Seis horas.

Arrullada por el ronroneo de los ordenadores, Mathilde se había quedado dormida varias veces. En cuanto se despertaba, trataba de ordenar sus ideas. En vano. Su mente giraba alrededor de una sola, como una polilla en torno a una lámpara.

La metamorfosis de Anna.

El día anterior había recogido a una criatura amnésica, vulnerable y desnuda como un recién nacido. El descubrimiento de la henna lo había cambiado todo. La mujer se había concretado en torno a esa revelación como un cristal de cuarzo. En ese instante, parecía haber comprendido que ya no había que temer lo peor, sino buscarlo y afrontarlo. La idea de presentarse ante el enemigo y sorprender a Eric Ackermann, a pesar del riesgo que entrañaba, había sido suya.

Ahora era ella quien llevaba las riendas.

Luego, durante el interrogatorio del aparcamiento, había aparecido Sema Gokalp. La misteriosa obrera, llena de contradicciones. La inmigrante ilegal llegada de Anatolia que hablaba un francés perfecto. La prisionera en estado de shock que ocultaba otro pasado tras su silencio y su rostro operado…

¿Quién se escondía tras aquel nuevo nombre? ¿Quién era la mujer capaz de transformarse hasta ese punto para convertirse en otra? La respuesta, cuando recuperara definitivamente la memoria. Anna Heymes, Sema Gokalp… Era cono una muñeca rusa, con identidades superpuestas, con nombres y rostros bajo los que siempre se ocultaba otro secreto.

Eric Ackermann se levantó del asiento. Retiró el catéter del brazo de Anna, apartó el soporte del gotero y plegó el espejo de la cámara de positrones. El tratamiento había terminado. Mathilde se desperezó y, una vez más, intentó ordenar sus ideas. No lo consiguió. Una nueva imagen acaparaba su mente.

La henna.

Las líneas rojas que adornan las manos de las mujeres musulmanas parecían trazar una frontera radical entre su universo parisino y el lejano mundo de Sema Gokalp. Un mundo de desiertos, de matrimonios concertados, de ritos ancestrales. Un universo salvaje y terrible, surgido a la sombra de vientos abrasadores, aves de rapiña y pedregales.

Mathilde cerró los ojos.

Manos tatuadas; oscuros arabescos que se entrecruzan en las palmas de manos callosas, alrededor de muñecas morenas, de fuertes dedos; ni un solo centímetro de piel permanece virgen de esos trazos; la línea roja no se rompe jamás: avanza, se ramifica, vuelve sobre sí misma formando bucles y grecas, trazando una geografía hipnótica…

– Se ha dormido.

Mathilde dio un respingo. Ackermann estaba frente a ella. La bata le colgaba de los hombros como una bandera blanca. Tenía la frente perlada de sudor, y el cuerpo, sacudido por tics y temblores, pero aun así emanaba una extraña solidez, la seguridad del sabio bajo el nerviosismo del drogadicto.

– ¿Cómo ha ido todo?

El neurólogo cogió un cigarrillo de la mesa del ordenador, lo encendió y le dio una larga calada.

– Primero, le he inyectado Flumanezil, el antídoto del Valium -dijo soltando una bocanada de humo-. Luego, he borrado mi condicionamiento activando cada zona de su memoria mediante el Oxígeno-15. He hecho exactamente el mismo camino que la otra vez, pero en sentido inverso -explicó Ackermann trazando un eje vertical con el cigarrillo-. Utilizando las mismas palabras y los mismos símbolos. Es una lástima que no tenga las fotografías y los vídeos de los Heymes. Pero creo que el trabajo principal está hecho. Por el momento, sus ideas son confusas. Sus auténticos recuerdos volverán poco a poco. Anna Heymes se irá borrando e irá cediendo el sitio a la primera personalidad. Ahora bien, estamos en el terreno de la pura experimentación -puntualizó Ackermann agitando el cigarrillo.

Un auténtico chiflado, pensó Mathilde, una mezcla de frialdad y exaltación. Abrió los labios, pero una nueva iluminación le impidió hablar. La henna, una vez más. Las líneas de las manos cobran vida; las asas, las espirales, las volutas serpentean a lo largo de las venas, se enredan alrededor de las falanges hasta alcanzar las uñas, ennegrecidas de pigmentos…

– Al principio no será fácil -siguió diciendo Ackermann entre dos caladas al cigarrillo-. Los diferentes niveles de su memoria entrarán en conflicto. Habrá momentos en que no sepa distinguir lo verdadero de lo falso. Pero, poco a poco, su memoria original se irá imponiendo. También hay riesgo de que sufra convulsiones, a causa del Flumanezil, pero le he dado otra cosa para atenuar los efectos secundarios…

Mathilde se echó el pelo hacia atrás. Debía de tener un aspecto horrible.

– ¿Y las caras?

Ackermann apartó el humo con un gesto vago.

– Eso también debería desaparecer. Sus puntos de referencia se afianzarán. Sus recuerdos se clarificarán y, por tanto, sus reacciones se normalizarán. Pero, como ya he dicho, todo esto es muy nuevo y…

Mathilde percibió un movimiento al otro lado del cristal y corrió a la sala de diagnóstico por imágenes. Anna ya estaba sentada, con las piernas colgando y las manos apoyadas en el borde de la camilla del Petscan.

– ¿Cómo te sientes? -Una extraña sonrisa flotaba sobre el rostro de la joven. Sus pálidos labios apenas destacaban sobre la piel. Ackermann entró en la sala y apagó el resto de los aparatos-. ¿Cómo te sientes? -repitió Mathilde.

Anna le lanzó una mirada dubitativa. De pronto, Mathilde comprendió lo que ocurría. Ya no estaba ante la misma mujer; los ojos índigo le sonreían desde el interior de otra mente.

– ¿Tienes un pitillo? -preguntó la joven con una voz que parecía buscar su timbre.

Mathilde le tendió un Marlboro y siguió con la mirada la frágil mano que lo cogía. Los trazos de henna se superpusieron a la imagen de la chica. Flores, picos, serpientes se entrecruzan sobre un puño. Un puño tatuado, cerrado sobre una pistola automática…

Tras el humo del cigarrillo, la mujer del flequillo negro murmuró:

– Me gustaba más ser Anna Heymes.

52

La estación ferroviaria de Falmiéres, a diez kilómetros al oeste de Reims, era un solitario edificio instalado junto a los raíles en mitad del campo raso. Un caserón de piedra agazapado entre el negro horizonte y el silencio de la noche. Sin embargo, el pequeño farol amarillo y la marquesina de cristal laminado le daban un aspecto tranquilizador. Con su cubierta de tejas, sus fachadas, divididas en dos secciones, azul y blanca, y sus vallas de madera, parecía un lustroso juguete, una estación de tren eléctrico.

Mathilde detuvo el coche en la zona de aparcamiento.

Eric Ackermann había pedido que lo dejaran en una estación. «Una cualquiera. Ya me las arreglaré.»

Desde que habían salido del hospital, ninguno de los tres fugitivos había despegado los labios. Pero la calidad del silencio había cambiado. El odio, la cólera y la desconfianza habían desaparecido, sustituidos por una incipiente y extraña complicidad.

Mathilde apagó el motor. Al alzar los ojos, vio el pálido rostro del neurólogo en el retrovisor. Una chapa de níquel. Salieron los tres a la vez.

El viento soplaba con fuerza. Las ráfagas barrían el asfalto con ruidosa violencia. A lo lejos, delgadas nubes de acero se alejaban como un ejército de azagayas, desvelando una luna muy pura, una gran fruta de pulpa azul.

Mathilde se abrochó el abrigo. Habría dado cualquier cosa por un tubo de crema hidratante. Tenía la sensación de que cada ráfaga de viento le secaba la piel y ahondaba las arrugas de su rostro un poco más.

Caminaron hasta la florida valla sin decir palabra. Mathilde se imaginó un intercambio de rehenes en la época de la guerra fría, en un puente del viejo Berlín, sin posibilidad de decirse adiós.

– ¿Y Laurent? -preguntó Anna de pronto.

Había hecho la misma pregunta en el aparcamiento de la place d'Anvers. Era la otra cara de su historia: un amor que persistía, a pesar de la traición, las mentiras, la crueldad…

Ackermann parecía demasiado cansado para mentir:

– Francamente, hay muy pocas probabilidades de que siga con vida. Charlier no dejará ninguna huella comprometedora. Y Heymes no era fiable. Se habría venido abajo en el primer interrogatorio. Incluso habría sido capaz de entregarse voluntariamente. Desde la muerte de su mujer…

El neurólogo calló. Durante unos instantes, Anna plantó cara al viento; luego dejó caer los hombros, dio media vuelta y se refugió en el coche.

Mathilde contempló por última vez al desgarbado neurólogo de pelo zanahoria, perdido en el interior de su impermeable.

– ¿Y tú? -le preguntó casi con lástima.

– Me voy a Alsacia. Me perderé entre la muchedumbre de los «Ackermann». -Una risa nerviosa agitó su descarnado cuerpo-. Después, buscaré otro destino. ¡Soy un nómada! -añadió con exagerado lirismo. Mathilde no respondió. Ackermann balanceaba el cuerpo con la cartera apretada contra el pecho. Exactamente igual que en la facultad. Entreabrió los labios, dudó y, al fin, murmuró-: De todas formas, gracias.

Le apuntó con el índice en un saludo de pistolero, dio media vuelta y se alejó hacia el solitario edificio de la estación con los hombros inclinados contra el viento. ¿Adónde iría exactamente? «Después, buscaré otro destino. ¡Soy un nómada!»

¿Se refería a algún país del planeta o a una región inexplorada del cerebro?

53

– La droga.

Mathilde estaba concentrada en las líneas blancas de la autopista. Agitados por la velocidad, los trazos fosforecían ante sus ojos como el plancton submarino que titila en la proa de los barcos algunas noches. Pasaron unos segundos antes de que se volviera hacia su acompañante. Un rostro de tiza, liso, indescifrable.

– Soy una traficante de droga -murmuró Arma sin inflexión en la voz-. Lo que vosotros llamáis un correo. Un proveedor.

Mathilde asintió como si se esperara aquella revelación. En realidad, se esperaba cualquier cosa. Ya no había limites para la verdad. Esa noche, cada paso produciría vértigo.

Volvió a concentrarse en el asfalto. Pasaron muchos segundos antes de que preguntara:

– ¿Qué tipo de droga? ¿Heroína? ¿Cocaína? ¿Anfetaminas? ¿Qué?

– Heroína -respondió la voz-. Exclusivamente heroína. Varios kilos en cada viaje. Nunca más. De Turquía a Europa. Encima. En mi equipaje. O por otros medios. Hay trucos, sistemas. Mi trabajo consistía en conocerlos. Todos.

Mathilde tenía la garganta tan seca que cada inspiración era un suplicio.

– ¿Para…? ¿Para quién trabajabas?

– Las reglas han cambiado, Mathilde. Cuanto menos sepas, mejor.

Anna había adoptado un tono extraño, casi condescendiente.

– ¿Cuál es tu verdadero nombre?

– Ninguno. Eso formaba parte del trabajo.

– ¿Cómo actuabas? Dame detalles.

Anna le opuso un nuevo silencio, denso como el mármol.

– No era una vida muy divertida -respondió al cabo de unos instantes-. Envejecer en los aeropuertos. Conocer los mejores puntos de escala. Las fronteras peor vigiladas. Las correspondencias más rápidas y, a la inversa, las más complicadas. Las ciudades donde el equipaje te está esperando en la pista. Las aduanas donde te cachean y donde no te cachean. La distribución de las bodegas y las zonas de paso… -Mathilde escuchaba, pero sobre todo estaba atenta a la calidad de la voz: Anna no había hablado con tanta sinceridad desde que la conocía-. Un trabajo de esquizofrénicos. Cambiar de lengua constantemente, utilizar varios nombres, tener varias nacionalidades… Sin más hogar que el confort impersonal de las salas VIP de los aeropuertos. Y siempre, en todas partes, el miedo.

Mathilde parpadeó varias veces para ahuyentar el sueño. Su campo de visión se reducía. Las líneas de la autopista ondulaban, se segmentaban…

– ¿De dónde procedes exactamente? -siguió preguntando Mathilde.

– Todavía no tengo un recuerdo preciso. Pero ya vendrá, estoy segura. Por ahora, me atendré al presente.

– Pero ¿qué ocurrió? ¿Cómo acabaste en París, metida en la piel de una obrera? ¿Por qué te cambiaste el rostro?

– La historia clásica. Quise quedarme con el último cargamento. Estafar a mis jefes. -Anna hizo una pausa. Cada recuerdo parecía costarle un gran esfuerzo-. Fue en junio del año pasado. Tenía que entregar la droga en París. Un cargamento especial. Muy valioso. Tenía un contacto aquí, pero elegí otro camino. Escondí la droga y consulté a un cirujano plástico. Creo… En fin, me parece que en ese momento tenía muchas probabilidades… Pero durante la convalecencia ocurrió algo que no había previsto. Que no había previsto nadie: los atentados del 11 de septiembre. De la noche a la mañana, las aduanas se convirtieron en murallas. Los registros y comprobaciones estaban a la orden del día. No podía volver a marcharme con la droga, como tenía planeado. Ni dejarla en París. Tenía que quedarme y esperar hasta que las cosas se calmaran, sabiendo que mis socios removerían cielo y tierra para encontrarme…

»Así que me escondí donde, a priori, nadie buscaría a una turca que trata de ocultarse: entre turcos. Entre las obreras ilegales del Distrito Décimo. Tenía un nuevo rostro y una nueva identidad. Nadie me reconocería.

La voz se apagó, como agotada. Mathilde trató de reavivar la llama:

– ¿Qué paso luego? Cómo te encontró la policía? ¿Sabían lo de la droga?

– No ocurrió de ese modo. Todavía no lo recuerdo con claridad, pero entreveo la escena… En noviembre trabajaba en un taller de tintorería. Una especie de lavandería subterránea, en un baño turco. Un lugar que no te puedes imaginar. A menos de un kilómetro de tu casa. Una noche se presentaron allí.

– ¿Los policías?

– No. Los turcos enviados por mis jefes. Sabían que me había escondido allí. Debió de traicionarme alguien, no sé… Pero estaba claro que ignoraban que había cambiado de rostro. Se llevaron, ante mis propios ojos, a una chica que se me parecía. Zeynep no sé qué… Dios mío, cuando vi aparecer a aquellos asesinos… Solo tengo el recuerdo de un miedo atroz.

– ¿Cómo caíste en manos de Charlier? -le preguntó Mathilde, empeñada en reconstruir la historia, en rellenar las lagunas.

– No tengo recuerdos claros sobre eso. Estaba en estado de shock. Supongo que los polis me encontraron en el baño turco. Veo una comisaría, un hospital… En cualquier caso, Charlier se enteró de mi existencia. Una obrera amnésica. Sin estatuto legal en Francia. La cobaya perfecta. -Anna se quedó pensativa, como si sopesara su hipótesis-. En mi historia, hay una ironía increíble -murmuró al cabo de unos instantes-. Porque los polis nunca han sabido quién era realmente. Sin pretenderlo, me han protegido de los otros, de los turcos

Mathilde empezaba a sentir un dolor en las entrañas: el miedo, agravado por la fatiga. Cada vez lo veía todo mas borroso. Las líneas blancas se convertían en gaviotas, en pájaros desdibujados que aleteaban convulsivamente.

En ese momento, vio los paneles indicadores del bulevar periférico. París se insinuaba en el horizonte. Mathilde se concentró en la cinta de asfalto y reanudó el interrogatorio:

– Esos hombres que te buscan… ¿quiénes son?

– Olvídate de eso. Te repito que cuanto menos sepas, mejor para ti.

– Te he ayudado -replicó Mathilde apretando los dientes-. Te he protegido. ¡Habla! Quiero saber la verdad.

Anna seguía dudando. Aquel era su mundo, un mundo del que sin duda nunca le había hablado a nadie.

– La mafia turca tiene una particularidad -dijo al fin-. Utiliza sicarios procedentes del frente político. Los llaman los Lobos Grises. Nacionalistas. Fanáticos de extrema derecha que creen en la instauración de la Gran Turquía. Terroristas entrenados en campos desde niños. Te aseguro que a su lado los esbirros de Charlier parecen boy scouts armados con navajas suizas.

Los indicadores azules se agrandaban. PORTE DE CLIGNANCOURT. PORTE DE LA CHAPELLE. Mathilde ya solo pensaba en una cosa: soltar aquella bomba en la primera parada de taxis. Volver a casa y encontrar la comodidad y la seguridad de su vida diaria. No deseaba nada más; dormir veinticuatro horas seguidas y despertarse al día siguiente pensando: Solo ha sido una pesadilla.

– Seguiré a tu lado -declaró tomando la salida de la Chapelle.

– No. imposible. Tengo algo importante que hacer.

– ¿Qué?

– Recuperar mi cargamento.

– Voy contigo.

– No.

Mathilde sintió que un nudo se endurecía en el fondo de su estómago. De orgullo, más que de coraje.

– ¿Dónde está? ¿Dónde tienes la droga?

– En el cementerio Pére-Lachaise.

Mathilde le lanzó una mirada: Anna parecía más vieja, pero también más dura, más densa. El cristal de cuarzo comprimido sobre sus estratos de verdad…

– ¿Por qué allí?

– Veinte kilos. Había que encontrar una consigna.

– No veo la relación con el cementerio.

Sonrisa de Anna, soñadora, como dirigida hacia su interior.

– Un poco de polvo blanco entre el polvo gris…

Un semáforo en rojo las obligó a parar. Al otro lado del cruce, la rue de la Chapelle se convertía en la rue Marx-Dormoy.

– ¿Cuál es la relación con el cementerio? -repitió Mathilde alzando la voz.

– Está verde. En la place de la Chapelle, continúa en dirección a Stalingrad.

54

La ciudad de los muertos.

Amplias avenidas rectilíneas, flanqueadas de enormes árboles conscientes de su dignidad. Bloques macizos, monumentos elevados, tumbas lisas y negras.

En la clara noche, aquella parte del cementerio desplegaba sus parterres con generosidad. Un derroche, una ostentación de espacio.

En el aire flotaba un perfume a Navidad; todo parecía cristalizado, cuajado bajo la cúpula de la noche, como en el interior de esas pequeñas esferas que hay que agitar para que la nieve cubra el paisaje. Habían asaltado la fortaleza por la entrada de la rue Pére-Lachaise, próxima a la place Gambetta. Anna se había encaramado al canalón paralelo a la puerta y, con Mathilde a la zaga, había saltado al otro lado entre las puntas de hierro que coronan la tapia. La bajada aún había sido más fácil: los cables eléctricos recorrían la otra cara de la pared longitudinalmente.

En esos momentos subían por la avenue des Combattants-Étrangers. Bajo la luna, las tumbas y sus epitafios se dibujaban con nitidez. Un bunker recordaba a los muertos checoslovacos de la guerra del 14; un monolito blanco honraba la memoria de los soldados belgas; una espiga colosal multiplicaba sus aristas, al estilo Vasarely, en homenaje a los caídos armenios…

Al mirar hacia lo alto de la cuesta y ver un gran edificio acabado en dos chimeneas, Mathilde lo comprendió todo. «Un poco de polvo blanco entre el polvo gris». El columbario. Con un extraño cinismo, Anna la traficante había escondido su alijo de heroína entre las urnas cinerarias.

Recortada contra el cielo nocturno, la construcción recordaba una mezquita crema y oro coronada por una gran cúpula y flanqueada por los minaretes de sus chimeneas. Bloques alargados formaban un cuadrilátero a su alrededor.

Las dos mujeres penetraron en el recinto y avanzaron entre los macizos de un jardín flanqueado de espesos setos. Tras ellos, Mathilde distinguía las hileras de nichos, salpicadas de flores, como páginas de mármol cubiertas de escritura y manchas multicolores.

Todo estaba desierto.

Ningún guarda a la vista.

Anna siguió hasta el fondo del parque y se detuvo ante la escalera de una cripta, oculta tras unos arbustos. Abajo había una puerta de hierro negro cerrada con candado. Durante unos segundos, buscaron otra vía de entrada. A modo de inspiración, un batir de alas les hizo levantar la vista: a dos metros de altura, dos palomas se arrullaban acurrucadas en una lucerna enrejada.

Anna retrocedió para apreciar las dimensiones del vano. Luego apoyó los pies en los adornos metálicos de la puerta y trepó a él. Al cabo de unos segundos, Mathilde la oyó arrancar la reja y romper el cristal.

Sin pensárselo dos veces, tomó el mismo camino.

Una vez arriba, se coló por la abertura y saltó al otro lado. Cayó al suelo al tiempo que Anna daba la luz.

Era un santuario inmenso. Dispuestas en torno a un pozo cuadrado, sus rectilíneas galerías, excavadas en el granito, se perdían en la oscuridad. Las lámparas, colocadas a intervalos regulares, daban al lugar una claridad difusa.

Mathilde se acercó al pretil del pozo: bajo sus pies había otros tres niveles con sus correspondientes túneles. En el fondo se veía una cisterna de azulejos que desde aquella altura parecía diminuta. Era como si estuvieran en una ciudad subterránea, construida tan cerca de una fuente sagrada como había sido posible.

Anna tomó una de las dos escaleras. Mathilde la siguió. A medida que bajaban, el zumbido del sistema de ventilación subía de tono La sensación de templo, de tumba gigantesca, era más intensa en cada rellano.

En el segundo sótano, Anna tomó uno de los pasadizos situados a la derecha, enlosado con baldosas blancas y negras y flanqueado de hileras de nichos. Caminaron largo rato. Mathilde lo observaba todo con una extraña distancia. De vez en cuando, a medida que avanzaba bajo las lámparas, un detalle captaba su atención. Un ramo de flores frescas en el suelo. Un adorno, un detalle, que distinguía determinado nicho. Como el rostro serigrafiado de aquella mujer negra cuyos ensortijados cabellos destacaban en la superficie del mármol. El epitafio decía: SIEMPRE ESTABAS AHÍ. SIEMPRE ESTARÁS AHÍ. O, unos metros más adelante, la fotografía de una niña de ojeras grises pegada sobre una simple placa de escayola. Debajo, alguien había escrito con rotulador: NO ESTA MUERTA, SINO DORMIDA. SAN LUCAS.

– Aquí -dijo Anna. Un nicho más grande cerraba el pasillo-. El gato -ordenó la joven.

Mathilde abrió el bolso que llevaba en bandolera y sacó la herramienta. Con un gesto, Anna la introdujo entre el mármol y la pared e hizo palanca con todas sus fuerzas. Una fisura atravesó la superficie. Anna volvió a hacer presión. La placa cayó al suelo partida en dos mitades.

Anna plegó el gato y lo utilizó como martillo para golpear el tabique del fondo del nicho. Los fragmentos de escayola volaban a su alrededor y se le enredaban en el pelo, pero la joven seguía aporreando con obstinación, sin preocuparse del ruido.

Mathilde contenía la respiración. El ruido de los golpes retumbaba en las paredes y debía de oírse hasta en la place Gambetta. ¿Cuánto tiempo tenían antes de que volvieran los guardas?

Volvió a hacerse el silencio. Envuelta en una nube blanquecina, Anna introdujo medio cuerpo en el nicho y empezó a sacar cascotes. El polvo se iba extendiendo hacia la entrada del pasillo.

De pronto, se oyó un tintineo a sus espaldas.

Las dos mujeres se volvieron.

A sus pies, entre los trozos de yeso, brillaba una llave.

– Prueba con eso. Acabarás antes. -Un hombre con el pelo cortado a cepillo las observaba desde el umbral de la galería. Su cuerpo se reflejaba en el damero del suelo y daba la sensación de mantenerse de pie sobre una superficie de agua-. ¿Dónde está? -preguntó levantando un fusil de pistón. Llevaba un impermeable arrugado que disimulaba su corpulencia, pero no disminuía un ápice la sensación de fuerza que emanaba. El rostro, sobre todo, iluminado lateralmente por una lámpara, era de una ferocidad estremecedora-, ¿Dónde está? -repitió avanzando un paso. Mathilde se sintió mal. Una punzada de dolor le atravesó el estómago, y las piernas se negaron a sostenerla. Tuvo que agarrarse a la puerta de un nicho para mantenerse en pie. Aquello no era ningún juego. Ni tiro deportivo, ni triatlón, ni ningún otro riesgo calculado. Iban a morir, sencillamente. El intruso dio otro paso y, con un gesto preciso, armó el fusil-. ¿Dónde está la droga, cojones?

55

El hombre del impermeable recibió un disparo.

Mathilde se arrojó al suelo. Aún no había tocado las baldosas cuando comprendió que el fogonazo había salido del fusil. Rodó sobre los cascotes de yeso. En ese instante, una segunda evidencia iluminó su mente: Anna había sido la primera en disparar. Debía de tener una pistola automática escondida en el nicho.

Las detonaciones se multiplicaron. Mathilde encogió el cuerpo y se protegió la cabeza con los puños apretados. Las puertas de los nichos estallaban sobre ella y las urnas saltaban por los aires derramando su contenido. Cuando la ceniza empezó a cubrirla, no pudo reprimir un grito. Las balas silbaban en el aire saturado de nubes grises y rebotaban en las paredes. Entre la niebla, Mathilde veía las chispas que saltaban de las aristas de mármol, los filamentos de fuego que culebreaban por los escombros, los floreros que rebotaban en el suelo y rodaban lanzando reflejos plateados… El pasillo parecía un infierno sideral, sembrado de oro y hierro…

Mathilde se encogió cuanto pudo. Los proyectiles destrozaban nichos, troceaban flores y reventaban urnas, que derramaban su contenido por el embaldosado, mientras las balas se cruzaban sobre su cabeza. La psiquiatra cerró los ojos y, estremeciéndose a cada detonación, empezó a arrastrarse.

De pronto, el silencio se apoderó del pasillo.

Mathilde se inmovilizó y esperó varios segundos antes de abrir los párpados.

No se veía nada.

La galería estaba totalmente cubierta de cenizas, como tras una erupción volcánica. El tufo a cordita y el polvo en suspensión hacían irrespirable el aire.

Mathilde no se atrevía a moverse. Abrió la boca para llamar a Anna, pero se contuvo. No quería llamar la atención del asesino. Mientras trataba de pensar, se palpó el cuerpo y comprobó que no estaba herida. Volvió a cerrar los ojos y se concentró. A su alrededor no se movía ni respiraba nada, salvo los cascotes que seguían cayendo con un ruido amortiguado.

¿Dónde estaba Anna?

¿Dónde estaba el hombre?

Entrecerró los párpados y trató de distinguir alguna cosa. Al fin, a dos o tres metros de donde estaba, vio una lámpara que lanzaba una tenue luz. Había observado que las luces del techo guardaban unos diez metros de separación. Pero aquella, ¿cuál era? ¿La de la entrada del pasillo? ¿A qué lado estaba la salida? ¿A la derecha o a la izquierda?

Reprimió la tos, tragó saliva y se irguió sobre un codo procurando no hacer ruido. Empezó a gatear hacia la izquierda evitando los escombros, los casquillos, los charcos que había formado el agua de los floreros.

De pronto, la neblina se materializó ante ella. Una figura totalmente gris: el asesino.

Mathilde abrió los labios, se los aplastó. «Si gritas, te mato», leyó en los ojos inyectados de sangre que la miraban fijamente. Sintió el cañón de un revólver clavado en la garganta y parpadeó furiosamente a modo de asentimiento. El hombre retiró la mano lentamente. Mathilde seguía implorándole con una mirada de sumisión total.

En ese segundo, sintió una sensación inmunda. Acababa de ocurrir algo que la anonadaba aún más que el miedo a morir: se lo había hecho encima.

Se le habían relajado los esfínteres.

La orina y los excrementos le empapaban los panties y le resbalaban por los muslos.

El hombre la agarró del pelo y echó a andar arrastrándola por el suelo. Mathilde tuvo que morderse los labios para no gritar mientras atravesaban nubes de polvo removiendo cascotes, floreros y cenizas humanas.

Cambiaron de galería varias veces. Arrastrada con implacable brutalidad, Mathilde se deslizaba por el polvo con un chapoteo sordo. Agitaba las piernas, pero sus pataleos no producían ningún ruido. Abría la boca, pero de su garganta no salía ningún sonido. Sollozaba, gemía, jadeaba, pero la polvareda lo absorbía todo. A pesar del dolor, comprendía que el silencio era su mejor aliado. Aquel hombre la mataría al menor ruido.

La marcha se hizo más lenta. Mathilde sintió que la presión aflojaba. Luego, el hombre volvió a tirar con fuerza y empezó a subir una escalera. Mathilde se tensó. Una ola de dolor le irradió del cráneo y le inundó el cuerpo hasta la rabadilla. Era como si unas garras de acero le tiraran de la piel del rostro. Sus piernas, pesadas, empapadas, cubiertas de inmundicia, seguían agitándose. El hedor que ascendía de sus muslos la llenaba de vergüenza.

El hombre volvió a detenerse.

La pausa duró apenas un segundo, pero fue suficiente.

Mathilde retorció el cuerpo para ver lo que pasaba. La silueta de Anna se recortaba en la niebla. Sin hacer ruido, el hombre alzó el brazo y la encañonó.

Sobresaltada, Mathilde apoyó una rodilla en el suelo para avisar a Anna.

Demasiado tarde: el asesino apretó el gatillo, y un estallido ensordecedor llenó la cripta.

Pero no ocurrió lo previsible. La silueta explotó en mil pedazos y las nubes de ceniza descargaron un granizo afilado. El hombre lanzó un alarido. Mathilde se soltó, cayó de espaldas y rodó por las escaleras.

Comprendió lo que había ocurrido antes de aterrizar en el suelo. El asesino no le había disparado a Anna, sino a una puerta de cristal cubierta de polvo que devolvía la imagen de la chica. Mathilde cayó boca arriba y descubrió lo increíble. Al tiempo que golpeaba el suelo con la nuca, vio a Anna, gris y mineral, suspendida de los nichos destrozados. Los había estado esperando allí, como flotando sobre los muertos.

De pronto, saltó. Agarrada a la puerta de un nicho con la mano izquierda, balanceó el cuerpo con todas sus fuerzas y se arrojó sobre el hombre. En la otra mano tenía una puntiaguda astilla de cristal. El improvisado puñal se hundió con fuerza en el rostro del desconocido.

Cuando quiso encañonarla, Anna ya había retirado el cristal. El proyectil se perdió en la nube de polvo. Al segundo, Anna volvió a atacar. La astilla rasgó la sien de su enemigo y rechinó sobre el hueso. Otra bala atravesó el vacío. Anna ya se había arrojado contra la pared.

Frente, sienes, boca… La mujer volvió a la carga una y otra vez. El rostro del asesino se convirtió en un amasijo sangriento. Se tambaleó, dejó caer la pistola y agitó los brazos desesperadamente, como si lo acosara un enjambre de abejas asesinas.

Anna se dispuso a asestarle el golpe de gracia, cogió impulso y se arrojó sobre él. Los dos cuerpos rodaron por el suelo. La astilla de cristal se hundió en la mejilla derecha del hombre. Anna mantuvo la presión y le desgarró la carne hasta dejar al descubierto las encías.

Entretanto, Mathilde retrocedía ayudándose con los codos y gritando a pleno pulmón, sin poder apartar los ojos del salvaje combate.

Anna soltó el cristal y se levantó. Agitándose en el barrizal de sangre y ceniza, el hombre intentaba arrancarse la astilla de la órbita. Anna cogió el revólver del suelo y apartó las manos del agonizante. Luego agarró el cristal, lo retorció bajo el arco ciliar y lo arrancó de un tirón. Un ojo sanguinolento salió con él. Mathilde quiso apartar la vista, pero no pudo. Anna hundió el cañón de la pistola en la órbita vacía y apretó el gatillo.

56

De nuevo el silencio.

De nuevo el acre olor a ceniza.

Las urnas, desperdigadas por el suelo, con sus tapas labradas. Las flores de plástico, desparramadas y multicolores.

El cuerpo se ha derrumbado a unos centímetros de Mathilde, que esta cubierta de sangre, fragmentos de cerebro y esquirlas de hueso. Uno de los brazos le toca una pierna, pero a la psiquiatra no le quedan fuerzas para apartarse. El corazón le bombea sangre con tan poca fuerza que cada intervalo entre dos latidos le parece el último.

– Hay que marcharse. Los guardas aparecerán de un momento a otro.

Mathilde alza los ojos.

Lo que ve le desgarra el corazón.

El rostro de Anna parece de piedra. El polvo de los muertos se ha acumulado sobre sus rasgos, que están surcados de grietas, como una tierra reseca. En contraste, tiene los ojos inyectados en sangre, como en carne viva.

Mathilde piensa en el ojo clavado a la astilla de cristal: va a vomitar.

Anna sostiene una bolsa de. deporte, que sin duda guardaba en el nicho.

– La droga está hecha una mierda -dice-. pero no queda tiempo para lamentaciones.

– ¿Quién eres, Dios mío? ¿Quién eres?

Anna deja la bolsa en el suelo y la abre.

– No nos habría hecho ningún regalo, créeme. -Saca unos fajos de dólares y euros de la bolsa, los cuenta rápidamente y vuelve a guardarlos-. Era mi contacto en París -explica-. Tenía que repartir la droga por toda Europa. El responsable de las redes de distribución.

Mathilde baja la vista hacia el cadáver. Ve una mueca negruzca en la que destaca un ojo abierto, clavado en el techo. Darle un nombre, a modo de epitafio.

– ¿Cómo se llamaba?

– Jean-Louis Schiffer. Un madero.

– ¿Tu contacto era policía? -Anna no responde. Busca en el fondo de la bolsa y saca un pasaporte, que hojea rápidamente. Mathilde sigue a vueltas con el muerto-: ¿Erais… compañeros?

– Él no me había visto nunca, pero yo sabía qué cara tenía. Teníamos una señal de reconocimiento. Un broche en forma de amapola. Y también una especie de contraseña: las cuatro lunas.

– ¿Qué quiere decir?

– Olvídalo.

Con una rodilla hincada en el suelo, Anna sigue buscando. Encuentra varios cargadores de pistola automática. Mathilde la observa con incredulidad. El rostro de la chica parece una máscara de barro seco; una cara cubierta de arcilla para un ritual. Sin un vestigio de humanidad.

– ¿Qué vas a hacer? -pregunta Mathilde.

La joven se levanta y se saca una pistola de debajo del cinturón, sin duda el arma que guardaba en el nicho. Acciona el resorte de la empuñadura y saca el cargador vacío. Su seguridad trasluce los reflejos del entrenamiento.

– Marcharme. En París no tengo futuro.

– ¿Adónde?

– A Turquía -responde Anna encajando un cargador lleno en el arma.

– ¿A Turquía?, Pero ¿por qué? Si vuelves allí, te encontrarán.

– Vaya donde vaya, me encontrarán. Tengo que cortar la fuente.

– ¿La fuente?

– La fuente del odio. El origen de la venganza. Tengo que regresar a Estambul. Sorprenderlos. No esperan que vuelva.

– ¿Quiénes? ¿De quién hablas?

– Los Lobos Grises. Tarde o temprano, conocerán mi nueva cara.

– ¿Y qué? Hay mil sitios donde esconderse.

– No. Cuando sepan qué cara tengo ahora, sabrán dónde buscarme.

– ¿Por qué?

– Porque su jefe ya la ha visto, en una situación totalmente distinta.

– No entiendo nada.

– Te lo repito: ¡olvida todo esto! Me perseguirán hasta su muerte. Para ellos no es un contrato corriente. Es una cuestión de honor. Los he traicionado. He violado mi juramento.

– ¿Qué juramento? ¿De qué hablas?

Anna pone el seguro y se desliza el arma bajo el cinturón, a la espalda.

– Soy de los suyos. Era una Loba.

Mathilde siente que se le corta la respiración y la sangre se le hiela en las venas. Anna se arrodilla junto a ella y la coge de los hombros. Su rostro no tiene color, pero cuando habla se le ve la lengua, casi fosforescente, entre los labios.

Una boca de res sacrificada.

– Estás viva y eso es un milagro -le dice con suavidad-. Cuando todo haya acabado, te escribiré. Te daré los nombres, las circunstancias, todo. Quiero que sepas la verdad, pero desde la distancia. Cuando yo esté a punto de acabar y tú a salvo.

Mathilde, aturdida, no responde. Durante unas horas -una eternidad- ha protegido a esa mujer como si fuera de su misma sangre. La ha convertido en su hija, su bebé.

Y en realidad es una asesina. Un ser violento y cruel.

En el fondo de su cuerpo despierta una sensación atroz. Un cieno que se remueve en un estanque de agua podrida. La verdosa humedad de sus entrañas vacías, abiertas.

De pronto, la idea de un embarazo la deja sin aliento.

Sí: esa noche ha parido un monstruo.

Anna se levanta y coge la bolsa de deporte.

– Te escribiré. Te lo juro. Te lo explicaré todo.

Y desaparece tras la cortina de cenizas.

Mathilde permanece inmóvil, con los ojos clavados en la galena desierta.

A lo lejos, las sirenas del cementerio empiezan a aullar.

Загрузка...