9

– ¿Ya estoy ahí dentro?

Se encontraba de pie ante la pintura mural, y el humo del cigarrillo colgado de sus labios le hacía entornar los ojos tras los cristales de las gafas. Estaba recién afeitado y vestía una camisa limpia, remangada hasta los codos. Faulques siguió la dirección de su mirada. En una zona todavía sin pintar, el dibujo a carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban formas tendidas en el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas.

– Claro -respondió el pintor de batallas-. Ya lo estaba antes. De eso se trata, supongo… O más bien lo sé. Desde que usted apareció, estoy convencido de ello.

– ¿Y qué hay de su responsabilidad?

– No comprendo.

– También es responsable de lo que pasa en el cuadro.

Faulques dejó el pincel corto que tenía en la mano -la pintura acrílica se había secado, endureciéndolo, comprobó malhumorado- y luego se acercó a la pared hasta situarse junto a Markovic, cruzados los brazos. Mirando lo que el otro miraba. Los dibujos eran razonablemente elocuentes, decidió para sí. Pese a que no se tenía en extraordinaria estima como pintor, lo consolaba la certeza de poseer cierta mano para el dibujo. Y a fin de cuentas, aquellos trazos abigarrados y expresivos contenían guerra de verdad. Eran desolación y soledad: la de los hombres muertos. Todos los muertos que había fotografiado a lo largo de su vida parecían estar solos. Ninguna soledad era más perfecta que esa, absoluta e irreparable. Lo sabía muy bien. Dibujo o color aparte, ahí estaba quizá su ventaja, decidió. Lo que daba consistencia al trabajo que realizaba en aquella torre. Nadie le había contado lo que contaba.

– No estoy seguro de la palabra: responsabilidad. Siempre procuré ser el hombre que miraba. Un tercer hombre indiferente.

Sin apartar los ojos de la pintura, Markovic movió la cabeza.

– Se equivocó, diría yo. Creo que nadie es indiferente. También a usted lo contiene el cuadro… Pero no sólo como parte de él, sino como agente, además. Como causa.

– Es singular que diga eso.

– ¿Por qué le parece singular?

Faulques no respondió. Recordaba ahora, un poco desconcertado, lo que su amigo científico había añadido cuando conversaban sobre el caos y sus reglas: que un elemento básico de la mecánica cuántica era que el hombre creaba la realidad al observarla. Antes de tal observación, lo que verdaderamente existía eran todas las situaciones posibles. Sólo al mirar se concretaba la naturaleza, tomando partido. Había, por tanto, una indeterminación intrínseca de la que el hombre era más testigo que protagonista. O, puestos a apurar el asunto, ambas cosas a la vez: víctima tanto como culpable.

Se quedaron mirando el mural, callados, inmóviles. Uno junto al otro. Después, Markovic se quitó el cigarrillo de la boca. Ahora se inclinaba un poco para observar mejor a los dos hombres que se acuchillaban abrazados en primer plano, en la parte inferior de la pintura.

– ¿Es cierto que algunos fotógrafos pagan para que maten a la gente ante sus cámaras?

Faulques movió despacio la cabeza, de un lado a otro. Dos veces.

– No. Ni desde luego fue mi caso -la movió por tercera vez-. Nunca.

El croata se había vuelto a observarlo con interés. Estuvo así un momento, y luego le dio otra chupada al cigarrillo y fue a apagarlo dentro del frasco de mostaza vacío que estaba sobre la mesa, entre las pinturas y los pinceles. The Eye of War seguía allí. Pasó algunas páginas, distraído, y se detuvo en una.

– Buena foto -dijo-. ¿Es la del otro premio?

Se acercó Faulques. Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas cristianos, arrodillados estos a tres metros de sus víctimas, los fusiles encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros sacudiéndoles las ropas -uno encorvado sobre el vientre y dobladas las rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se desvaneciera a su espalda-, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme, esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos cubiertos por un paño alegro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía del cuello, puesta sobre el pecho. Tan sereno y digno en su actitud que los verdugos que le apuntaban, dos maronitas jóvenes, parecían vacilar antes de matarlo, el dedo en el gatillo de sus fusiles de asalto Galil. Al druso de la mano herida le habían disparado un segundo después de que Faulques tomara la foto -oprimió el obturador al escuchar la primera ráfaga, convencido de que todos caerían a la vez-, alcanzándolo en el pecho cuando sus compañeros ya estaban en el suelo; pero Faulques no consiguió fotografiarlo cayendo, pues tiraba con la Leica sin motor, de arrastre manual, y en ese momento pasaba película para la siguiente exposición. Así que esta la tomó cuando el hombre ya se había desplomado boca arriba, la mano vendada un poco en alto, rígida entre el humo de los disparos que flotaba en el aire y el polvo que el cuerpo había levantado al caer. Faulques hizo una tercera foto cuando el jefe de los ejecutores se hallaba de pie entre los cadáveres, después de haberle dado el tiro de gracia al primero y disponiéndose a dárselo al segundo.

– Esto es interesante -comentó Markovic, un dedo puesto sobre la imagen-. La dignidad del hombre, etcétera. Pero no todos mueren así, ¿verdad?… En realidad así mueren muy pocos. Lloran, suplican, se arrastran… Aquella vileza de la que hablábamos el otro día. Con tal de sobrevivir.

Los editores de la agencia a la que Faulques envió el carrete sin revelar, habían seleccionado la foto del druso erguido a causa de la dignidad ante la muerte que traslucía su actitud, la aparente duda de los ejecutores y el dramatismo de los hombres abatidos detrás. En su momento se publicó con gran despliegue -El orgullo de morir, tituló, grandilocuente, una revista italiana- ganando aquel mismo año los veinte mil dólares del International Press Photo. En el libro que Markovic tenía ahora delante, esa imagen estaba enfrentada, página con página, a otra que Faulques había tomado en Somalia quince años después: un miembro de la milicia de Farah Aidid matando a tiros a un saqueador en el mercado de Mogadiscio. Las dos escenas eran diferentes de motivo y composición, y Faulques había dudado mucho hasta decidir emparejarlas en el álbum; pero fue eso lo que terminó convenciéndolo: tenían más sentido juntas. La del Líbano era una foto en blanco y negro, serena, de líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga perfecto -aquella montaña con nieve en la cumbre, apenas visible entre el desenfoque de la bruma- y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los ejecutores y los dos drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término, dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil, extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del arma, cuyas balas destrozaban la cara del caído que alzaba manos y rodillas, vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos -action painting absolutamente puro, diría Olvido más tarde, pálida todavía-, y dos cartuchos vacíos, recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol. Aquella imagen no tenía profundidad, ni fondo, ni líneas lejanas, ni otra cosa que la pared con las sombras a modo de testigos anónimos y el triángulo cerrado, equilátero, geométricamente perfecto -como el triángulo simbólico que en los libros escolares de Faulques representaba a Dios-, formado por el hombre de pie, la víctima tendida en el suelo, y el arma como prolongación del brazo y de la voluntad racional que la ejecutaban. Lloran, suplican y se arrastran, había dicho Markovic. Con tal de sobrevivir. Ese no era el caso, pensó Faulques, de los tres drusos de la primera foto, que se dejaron matar sin decir esta boca es mía ni perder la compostura; pero sí del somalí de la segunda, que se había tirado a los pies del verdugo rogando por su vida mientras este lo maltrataba a puntapiés entre el gozo de los chiquillos que contemplaban la escena -suyas eran las sombras proyectadas en la pared-; y así, de rodillas y agarrado a las piernas del miliciano, había recibido primero el culatazo que lo volvió de espaldas, y luego, suplicante y con las manos alzadas para protegerse el rostro, había gritado cuando vio cerca la boca del fusil, antes del estremecimiento de todo el cuerpo y los espasmos finales entre el golpeteo de las balas. Esa vez Faulques tiró con motor y arrastre automático entre foto y foto, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, ocho veces, una serie completa a 1/500 de velocidad de obturación y 8 de diafragma. La quinta fue la mejor: aquella donde el moribundo, con la cara apenas visible entre sus propios estallidos rojos, levantaba brazos y piernas. Después, al reparar en el fotógrafo -Faulques se había acercado con impecable sigilo táctico mientras Olvido susurraba no lo hagas, por favor, quédate aquí y ni te muevas-, el miliciano somalí hizo un gesto fanfarrón, el fusil empuñado con ambas manos, poniendo un pie sobre el pecho del cadáver a la manera del cazador que posara con su trofeo. Meik mi uan foto. Sonrisa y relax. Y Faulques, alzando otra vez la cámara, fingió tomar también esa imagen, aunque no lo hizo. Ya había conseguido una escena idéntica en Tessenei, Eritrea: dos guerrilleros del FLE posando fusil en mano, uno de ellos con un pie sobre el cuello de un soldado etíope muerto. Y no era cosa de publicar dos veces la misma foto; resultaba absurdo plagiarse a sí mismo. En cuanto a todo aquello, el meik mi uan foto y todo lo demás, la más ajustada definición iba a correr a cargo de Olvido la noche misma de lo de Mogadiscio, mientras bebían a oscuras junto a la ventana, en el hotel. Me fascina África, dijo, porque parece una pista de pruebas del futuro. Supera el disparate dadaísta más extremo. Es como una película de dibujos animados de la tele donde los personajes enloquecieran, armados con machetes, fusiles y granadas.

– Con tal de sobrevivir -repitió Markovic.

Faulques, que regresaba despacio de sus recuerdos, torció el gesto.

– A muchos no les sirve de nada suplicar -murmuró-. Ni siquiera la vileza ante el verdugo garantiza nada.

El croata seguía pasando páginas del álbum. Al fin lo cerró.

– Lo intentan -dijo-. Casi todos, en realidad. Algunos lo consiguen.

Se quedó mirando, pensativo, la tapa del libro cerrado. Foto en blanco y negro, asfalto de la carretera del aeropuerto de Saigón: una mujer muerta en el suelo, con su bebé también muerto y abrazado. El marido un poco más allá, con otro niño cogido de la mano. Muertos también. Todos. Entre ellos, un sombrero de paja de forma cónica sobre un charco de sangre. No era la foto predilecta de Faulques, pero en su momento a él y a sus editores les había parecido una buena portada.

– Cuando me liberaron -prosiguió Markovic- iba con otros, en un camión… Apenas dijimos nada. Ni nos mirábamos siquiera. Avergonzados. Sabíamos cosas unos de otros, ¿comprende?… Cosas que queríamos olvidar.

Seguía de pie ante la mesa y el álbum de fotos, y ahora estuvo callado un rato. Faulques se acercó hasta la botella de coñac y la señaló, inquisitivo. El otro dijo no, gracias, sin volver la cabeza. El pintor se sirvió un poco en un vaso, mojó los labios y lo dejó sobre el álbum. Entonces Markovic levantó la vista.

– Había un chico jovencito. Guapo. Unos dieciséis o diecisiete. Bosnio. Un guardián serbio se encaprichó de él.

Sonreía un poco, el aire evocador. De no ser por la expresión de sus ojos, se habría dicho que era un recuerdo grato.

– Cuando algunas noches el guardián se lo llevaba -prosiguió- aquel chico siempre volvía con algo. Un poco de chocolate, un bote de leche condensada, tabaco… Nos lo daba todo. A veces hasta consiguió medicinas para los enfermos… Aun así, lo despreciábamos. ¿Qué le parece?… Sin embargo, tomábamos cuanto traía. Ávidos, se lo aseguro. Sí. Hasta el último cigarrillo.

El sol, que asomaba por una de las ventanas de la torre, iluminó el rostro del croata, y las pupilas se le aclararon más tras los cristales de las gafas. El apunte de sonrisa se esfumó de sus labios como borrado por la luz: los ojos imponían su dominio real, dando la impresión de que la sonrisa no había existido nunca. Faulques pensó que en otro tiempo se habría movido con cautela, alzando la cámara despacio para no alterar a la presa, a fin de capturar aquella mirada que no estaba al alcance de cualquiera. Era precisa determinada biografía para mirar así. Olvido la llamaba mirada de los cien pasos. Hay seres humanos, decía, que caminan cien pasos más allá que el resto, y ya nunca regresan. Luego entran en los bares y en los restaurantes y en los autobuses y casi nadie lo nota. Qué absurdo, ¿verdad? Todos deberíamos llevar nuestra biografía en la cara, como una hoja de servicios. Algunos la llevan, claro. Deja que te mire. La lleváis. Pero no siempre los otros saben leerla. La gente se cruza con ellos y no se da cuenta. Tal vez porque ahora nadie se mira de verdad. A los ojos.

– Una noche -seguía contando Markovic- varios de mis compañeros sodomizaron al chico. Si te dejas por el serbio, dijeron, te dejas por nosotros. Le habían metido un trapo en la boca para que no gritara. No hicimos nada por defenderlo.

Sobrevino un largo silencio. Faulques observó la pintura mural, allí donde el niño medio incorporado en la arena miraba a la mujer tendida boca arriba, los muslos desnudos y ensangrentados. El caudal de fugitivos procedente de la ciudad en llamas, vigilado por los esbirros armados, pasaba sin prestar atención. Sólo era una historia más, y cada uno tenía sus problemas.

– El chico se ahorcó al día siguiente. Lo encontramos detrás del barracón.

Markovic miraba ahora al pintor de batallas como si lo invitara a enjuiciar el asunto. Pero este no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza, sin apartar los ojos de la mujer violada y el niño pintados en la pared. El otro siguió la dirección de esa mirada.

– ¿Alguna vez pudo impedir algo, señor Faulques? ¿Una paliza, una muerte?… ¿Alguna vez pudo impedirlo, y lo hizo? -dejó transcurrir una pausa deliberada-. ¿O lo intentó?

– Algunas.

– ¿Muchas?

– Nunca llevé la cuenta.

El croata sonreía, malévolo.

– Bueno. Al menos sé que una vez sí quiso hacerlo.

Pareció decepcionado porque Faulques no hizo comentarios, los ojos fijos en el mural. Había dos figuras medio pintadas detrás del soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo que no encajaba, comprendió Faulques. No era el terror lo que debía reflejar la cara de aquel hombre a punto de morir. Si no observaba a su verdugo sino al testigo, a la cámara transformada en pinceles y mirada del pintor, al ojo imaginario que con tanta impudicia se disponía a presenciar su muerte, la expresión del sentenciado no podía reflejar miedo, sino indignación. Una sorpresa indignada, era el matiz exacto. Naturalmente. Estaba en pijama, acababan de sacarlo de su casa, el pelo revuelto, legañas en los ojos, ante las miradas pasivas, cobardes, regocijadas o cómplices de los vecinos. Estaba exactamente igual que el hombre a quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y rojos, llevándolo hasta el lugar donde ya estaban en el suelo, asesinados, otros cuatro vecinos del inmueble. El hombre del pijama sabía lo que le esperaba, pero su expresión de miedo -llegaba desencajado, la piel de un amarillo ceniciento- se trocó en sorpresa e irritación cuando vio detrás de sus verdugos la cámara con la que Faulques, que una semana antes había cumplido veinticinco años, lo fotografiaba. Y este oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con semejante aspecto. La foto fue oportuna, pues cuando Faulques volvió a oprimir el disparador, el hombre ya tenía balas en el cuerpo y se desplomaba sobre los otros cadáveres. Hubo una tercera foto posible, pero no la hizo. Al ver acercarse a uno de los ejecutores al cadáver e inclinarse sobre él, Faulques pasó el diafragma de 8 a 5.6 y se dispuso a disparar. Pero cuando a través del visor vio que el hombre sacaba del bolsillo unos alicates para arrancarle al muerto los dientes de oro, la náusea le impidió enfocar. Entonces dejó caer la cámara sobre el pecho, caminó sin apresurarse hasta el taxi destartalado que estaba lejos, el cartel Press-Sahafi pegado en el cristal, y ante la mirada risueña del chofer libanés a quien pagaba dos dólares de comisión por cada buena foto que le facilitaba, vomitó cuanto había desayunado esa mañana en el hotel Commodore.

– Un testigo indiferente e ideal -comentó Markovic-. ¿De eso se trata?… Pues nadie lo diría, viendo lo que pinta aquí. Tampoco me pareció indiferente el día que lo vi arrodillado en la cuneta de la carretera de Borovo Naselje… Al menos hasta que cogió la cámara y fotografió a la mujer.

Faulques no respondió. Había ido hasta la pared, e inclinándose un poco sobre la escena pintada la estudiaba de cerca. Era tan evidente que se maldijo por no haberlo advertido antes. Cogió estropajo verde de cocina y frotó con suavidad y mucho cuidado el rostro del hombre que iba a morir, difuminando ligeramente sus rasgos, sobre todo en la parte de la boca, hasta que algunas irregularidades arenosas de la imprimación blanca sobre el cemento de la pared asomaron debajo. Luego pasó un cepillo de panadero para limpiar la superficie raspada y volvió a la mesa, revolviendo los pinceles secos, agavillados en los botes de conserva y latas de café, hasta encontrar uno redondo del número 4. Sentía en su nuca los ojos de Markovic. El pintor de batallas nunca había trabajado delante de nadie, pero en ese momento le daba igual.

– Qué extraño -murmuró el croata-. Hay quien identifica el arte con algo culto, delicado. Yo mismo lo creía así.

Era difícil establecer si se refería a los dramáticos motivos del mural o al estropajo, pero Faulques no se entretuvo en averiguarlo. Destapó dos frascos de cristal con tapa hermética donde tenía mezclas de color -solía preparar las mas usuales en cantidad suficiente para no perder tiempo en busca del matiz deseado-, e hizo una prueba con el pincel sobre la gran bandeja de horno que usaba como paleta. Las mezclas mantenían la textura adecuada. Enjuagó el pincel, lo secó con un trapo, chupó la punta, puso un poco de cada frasco sobre la bandeja y volvió junto a la pared. Markovic le fue detrás. Había cogido un pincel inglés plano, de pulgada y media, que estudiaba con curiosidad.

– ¿Es pelo auténtico?… ¿De ardilla, marta, o material así?

Sintético, respondió Faulques. El roce de la pared desgastaba mucho los pinceles. El nailon era más resistente y barato. Después estuvo un momento observando la figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado -de cerca una simple maraña de colores superpuestos-, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con azul, rojo y una pizca de ocre, en firmes pinceladas verticales en torno a la boca raspada del hombre muerto casi treinta años atrás.

– Aquella conversación de ayer, sobre la tortura -dijo de pronto Markovic-… Hay algo que no le dije. Una vez torturé a un hombre.

Seguía junto a Faulques, viéndolo trabajar. Le daba vueltas al pincel entre los dedos, probando su suavidad en el dorso de una mano. El pintor se había agachado para enjuagar su pincel, y tras secarlo en el trapo aplicaba ahora la otra mezcla, sombra tostada con azul prusia, a fin de marcar la cara, las mejillas hundidas bajo los pómulos, el efecto de luz en la cabeza vuelta hacia el observador. Lo hizo arriesgándose un poco, húmedo sobre húmedo, dejando que las dos mezclas se fundieran a su vez en los contornos, antes del rápido secado de la pintura acrílica. Después se apartó de la pared para comprobar el resultado. Ahora la expresión del hombre que iba a morir era adecuada: asombro, indignación. Qué diablos miras, observas, fotografías, pintas. Faulques sabía que, en última instancia, todo dependería al final de su buena o mala mano al ejecutar la boca, aún raspada y borrosa; pero de eso se ocuparía más tarde, cuando el resto estuviera seco. Se agachó para dejar el pincel en la espiral del recipiente lleno de agua, observó desde abajo lo que había hecho, y al erguirse siguió trabajando en conformar los contornos, esta vez frotando directamente con los dedos pulgar y medio. Entonces volvió a prestar atención a lo que decía Markovic. Fue al principio de la guerra, contaba el croata. Me refiero a la mía, naturalmente. A mi guerra. Antes de Vukovar. Llevaba una semana movilizado cuando nos ordenaron limpiar de civiles serbios las afueras de Vinkovci. El sistema era el mismo que usaban ellos: llegabas a una casa, sacabas a todo el mundo, abrías la espita de la cocina de gas, tirabas una granada y pasabas a la siguiente casa. Poníamos aparte a los hombres en edad de combatir, de catorce a sesenta años más o menos. Nada que usted no sepa. Pero no violábamos a las mujeres, como hacían los otros. Al menos, no de forma organizada. No como parte de un programa deliberado de terror y limpieza étnica. A los hombres se los llevaban en camiones. No sé qué hacían con ellos. Ni me importaba, ni me importa. El caso es que, al llegar a una casa, en Vinkovci, uno de mis camaradas dijo que conocía a esa familia; que eran campesinos ricos y tenían dinero escondido. Padre y madre mayores. Un hijo. Joven. Veintipocos años. Retrasado mental.

– Creo que no me interesa ese episodio -lo interrumpió Faulques, sin dejar de frotar la pintura con los dedos-. Es poco original y demasiado previsible.

Markovic se quedó callado un momento, considerando aquello.

– Se reía, ¿sabe? -prosiguió de pronto-. Aquel desgraciado se reía mientras le pegábamos delante de sus padres… Nos miraba con los ojos muy abiertos, tanto como la boca que le babeaba, y seguía riéndose… Como si quisiera congraciarse con nosotros.

– Y no había dinero escondido, naturalmente.

Markovic miró al pintor con respetuosa atención. Luego hizo un gesto leve con la cabeza.

– Nada. Ni un céntimo. Lo que pasa es que tardamos mucho en averiguarlo.

Dejó el pincel en su sitio y se quedó con las manos colgadas por los pulgares en los bolsillos del pantalón, viendo lo que hacía Faulques.

– Cuando salimos de allí también tardamos en mirarnos a la cara unos a otros.

El pintor dejó de frotar, retrocedió dos pasos y comprobó el resultado. A falta de concluir la boca del hombre sentenciado, el rostro había mejorado mucho. Indignación en lugar de miedo. Y aquellas sombras verticales, sucias, que resaltaban la expresión del rostro. Volumen y vida, a un paso de la muerte. Real como sus recuerdos, o casi. Satisfecho, fue hasta la jofaina y se enjuagó las manos manchadas de pintura.

– ¿Por qué participó?… Pudo limitarse a mirar. Tal vez hasta pudo impedirlo.

Markovic encogió los hombros.

– Eran camaradas, ¿comprende?… Hay rituales de grupo. Códigos.

– Claro -Faulques torció la boca, sarcástico-. ¿Y qué habría hecho, de tratarse de una violación? ¿Atenerse a qué códigos?

– Nunca violé a nadie -el croata se removía, molesto-. Tampoco vi hacerlo.

– Quizá no tuvo ocasión.

La mirada de Markovic era insólitamente aviesa.

– Usted también cometió vilezas, señor fotógrafo. Cuidado. Su cámara fue cómplice pasivo muchas veces… O activo. Recuerde su maldita mariposa. Recuerde por qué estoy aquí.

– La diferencia es que mis vilezas las cometí solo. Mis cámaras y yo. Punto.

– Decir eso es presuntuoso.

– ¿De veras?

– Tuvo suerte.

– No -Faulques alzó un dedo-. Fue deliberado. Lo elegí así desde el principio.

– Quizá se equivoca. Puede que usted haya sido siempre como es, y la palabra elegir no tenga nada que ver. Eso lo explicaría todo, incluida su supervivencia.

Dicho eso, Markovic se indicó la cabeza, aclarando a qué supervivencia se refería. Luego señaló la pintura. También explica su trabajo en este lugar, prosiguió. Confirma lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una… En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?… Un teorema.

– ¿Una especie de conclusión científica?

Se iluminó el rostro del croata. Eso es, repuso. Acabo de comprender que no le dolió nunca. Ni tampoco ahora. Ver cuanto vio no lo hizo mejor ni más solidario. Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta. Pero pintura, fotos o palabras, con usted da lo mismo. Creo que siente la misma compasión que el investigador que observa, a través de un microscopio, la batalla en la infección de una herida. Microbios contra amebas.

– Leucocitos -le corrigió Faulques-. Los que se enfrentan a los microbios son leucocitos. Glóbulos blancos.

– De acuerdo. Leucocitos contra microbios. Usted mira y toma nota.

Faulques regresó junto a él, secándose las manos con el trapo. Los dos estuvieron un rato callados, mirando la pintura.

– Puede que tenga razón -dijo el pintor.

– Eso lo haría a usted peor de lo que soy yo.

A través de la ventana, un haz de luz recorría en el mural la fila de fugitivos. Había puntitos dorados, motas de polvo suspendidas en el aire que daban a este una consistencia casi sólida. Parecía el foco de vigilancia de un campo de concentración.

– Una vez fotografié un combate en un manicomio -dijo Faulques.

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