Cerró la puerta con llave y anduvo despacio hacia las siluetas negras de los pinos, que los destellos lejanos del faro recortaban a intervalos bajo un cielo todavía lleno de estrellas. La calma era absoluta; hasta el suave terral había cesado. Faulques sólo oía sus pasos, el chirriar de grillos entre los arbustos y el rumor de resaca que ascendía desde la playa de guijarros con estertor prolongado y sordo, casi humano. Cuando estuvo cerca del bosquecillo se detuvo y aguardó inmóvil entre los minúsculos rastros luminosos de las luciérnagas. Se encontraba tranquilo, limpio de mente. Sereno de memoria e intenciones. No había aprensión ni dolor. Bajo los efectos del calmante, su corazón latía acompasado. Preciso. Siguió latiendo así cuando una sombra se destacó bajo los árboles, cerca, y la luz del faro hizo clarear un instante la camisa de Ivo Markovic.
– Se ha dado prisa -dijo el croata-. Falta una hora para que amanezca.
– No necesitaba más tiempo. Usted tenía razón.
– No comprendo.
– Mi trabajo estaba casi acabado, y yo no lo sabía.
Permanecieron en silencio. Al cabo de un momento, la silueta oscura de Markovic se desplazó un poco. El siguiente destello del faro lo destacó sentado sobre una piedra. El pintor de batallas se puso en cuclillas, cerca.
– ¿Viene armado, señor Faulques?
– Hasta cierto punto.
– No se acerque demasiado, entonces.
Hubo otra pausa larga. Parecía que el croata se riese entre dientes, quedo, pero tal vez fuera el rumor del mar bajo el acantilado.
– ¿Debo entender que está satisfecho con su pintura?
Faulques encogía los hombros en la oscuridad.
– Creo que sí -movió la cabeza-. No. Estoy seguro. Es como debía ser.
Markovic no dijo nada. Los puntitos minúsculos de las luciérnagas revoloteaban entre las dos sombras inmóviles.
– Sin usted no habría sido capaz de verlo -prosiguió el pintor de batallas-. Habría seguido trabajando durante días y semanas hasta llenar la pared entera. Alejándome del momento… Del punto exacto.
– Celebro haberle sido útil.
– Ha sido más que eso. Me hizo ver cosas que no veía.
Una pausa. Quizá Markovic reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar. Faulques se desplazó un poco hasta sentarse apoyado en el tronco de un pino. Miró el destello del faro, el tapiz luminoso de las urbanizaciones que ascendían por la ladera de las montañas, más allá de Puerto Umbría, y la bóveda negra acribillada de estrellas hasta el horizonte.
– ¿Estoy de verdad en el cuadro? -preguntó de pronto el croata.
Su interés parecía real. Sincero. Faulques sonrió en sus adentros.
– Ya se lo dije. Usted, yo mismo… Todos estamos en él.
El otro tardó un poco en hablar de nuevo.
– Simetrías, ¿no?
– Eso es.
– Todas aquellas líneas y ángulos pintados.
– Sí.
Markovic encendió un cigarrillo. Con el resplandor del mechero que se reflejaba en los cristales de las gafas, Faulques vio su perfil inclinado, los ojos entornados por el deslumbramiento de la llama. Era un buen momento, pensó. Cinco segundos de ceguera bastarían para usar el cuchillo y terminar con todo. Su instinto adiestrado calculó ángulos, volúmenes y distancia. Consideraba, desapasionado, la aproximación más conveniente, el gesto que pondría las cosas en su sitio. A tales alturas de su historia, Faulques sabía de sobra que entre el acto de tomar una fotografía -aquel ballet mecánico sobre el tablero que acercaba al cazador a la presa, o la presa al cazador- y el acto de matar a un ser humano, mediaban mínimas diferencias técnicas. Pero dejó extinguirse el pensamiento. Permanecía recostado con indolencia contra el árbol, la espalda pegajosa de resina. Estaba estropeando, pensó absurdamente, su última camisa limpia.
– ¿Hay una conclusión, señor Faulques?… En las películas siempre hay alguien que resume las cosas antes del desenlace.
El pintor de batallas miró la brasa inmóvil del cigarrillo. Las luciérnagas iban y venían alrededor, fugitivas y doradas. Sus larvas, pensó, se alimentaban en las vísceras de caracoles vivos. Crueldad objetiva: luciérnagas, orcas. Seres humanos. En millones de siglos, pocas cosas habían cambiado.
– La conclusión está ahí -señalaba hacia la masa oscura de la torre, consciente de que el otro no podía ver su ademán-. Pintada en la pared.
– ¿También su sentimiento por lo que me hizo?
Aquello irritó a Faulques.
– Yo no le hice nada -repuso, áspero-. No tengo nada que sentir. Creí que había entendido eso.
– Lo entiendo. Las alas de la mariposa no son culpables, ¿verdad?… Nadie lo es.
– Al contrario. Lo somos. Usted y yo mismo. Su mujer y su hijo. Todos formamos parte del monstruo que nos dispone sobre el tablero.
De nuevo un silencio. Al cabo sonó la risa queda de Markovic. Esta vez no era el rumor del mar en las piedras de abajo.
– Topos locos -apuntó el croata.
– Eso es -Faulques también sonreía, retorcido-. Usted lo expresó bien el otro día… Cuanto más evidente es todo, menos sentido parece tener.
– ¿No hay salida, entonces?
– Hay consuelos. La carrera del prisionero que, mientras le disparan, cree ser libre… ¿Comprende lo que quiero decir?
– Me parece que sí.
– A veces basta eso. El simple esfuerzo por comprender las cosas. Vislumbrar el extraño criptograma… En cierto modo, una tragedia tranquiliza más que una farsa, ¿no le parece?… También hay analgésicos temporales. Con suerte, dan para ir tirando. Y bien administrados, sirven hasta el final.
– ¿Por ejemplo?
– La lucidez, el orgullo, la cultura… La risa… No sé. Cosas así.
– ¿Las navajas rotas?
– También.
Se avivó la brasa del cigarrillo.
– ¿Y el amor?
– Incluso el amor.
– ¿Aunque se acabe o se pierda, como el resto?
– Sí.
La brasa del cigarrillo se avivó tres veces antes de que Markovic hablase de nuevo.
– Creo que ahora lo entiendo bien, señor Faulques.
Hacia el este, donde la isla de los Ahorcados destacaba su cresta oscura adentrándose en el mar, la línea del alba empezaba a insinuarse en tonos más claros, intensificando el contraste entre el agua y el cielo todavía negros. El pintor de batallas sintió frío. Maquinalmente tocó el mango del cuchillo que llevaba en el cinturón, a la espalda.
– Deberíamos acabar con esto -dijo en voz baja.
Markovic no dio muestras de haberlo oído. Había apagado el cigarrillo y prendía otro. La llama del encendedor daba al croata un aspecto demacrado. Hundía sus mejillas y acentuaba la sombra en las cuencas de los ojos, tras las gafas.
– ¿Por qué fotografió a la mujer muerta?
Más irritación, fue el primer sentimiento de Faulques al oír aquello. Una cólera templada que le recorrió las venas como un latido suplementario. Era la segunda vez que Markovic formulaba esa pregunta.
– No es asunto suyo.
El otro parecía reflexionar sobre si lo era o no lo era.
– En cierto modo lo es -concluyó-. Piénselo y tal vez esté de acuerdo conmigo.
Faulques lo hizo. Tal vez, se dijo al fin, esté de acuerdo con él.
– Porque debo decirle -proseguía el otro- que fue sorprendente… Iba con mis compañeros por la carretera, oímos el estampido y algunos se acerca ron a mirar. Pero estábamos en zona batida, y nuestro oficial nos ordenó seguir adelante. Una mujer muerta, dijo alguien. Entonces los reconocí. Usted me había fotografiado tres días antes, cuando huíamos de Petrovci… A la mujer no la pude ver bien, pero supe que era la misma. Y cuando pasaba cerca, lo vi levantar la cámara y hacer una foto.
Hubo un silencio y se avivó la brasa del cigarrillo. Faulques miraba aquel punto rojo, semejante a los innumerables puntos rojos, más oscuros y líquidos, que salpicaban el cuerpo de Olvido, inmóvil, insólitamente pálida -la piel emblanquecida de pronto, como en una sobreexposición-, tumbada boca abajo en la cuneta, la mano derecha asomando junto a la cámara fotográfica a la altura del estómago, el brazo izquierdo doblado, esa otra mano con el reloj en la muñeca, la palma vuelta hacia arriba y cerca del rostro, el pendiente en forma de pequeña bolita de oro en el lóbulo de la oreja por donde salía el hilillo rojo que manchaba una trenza, corría por la mejilla hasta el cuello y la boca y bordeaba los ojos entreabiertos, fijos en la hierba y en los fragmentos de tierra removida sobre la que se extendía un charco de sangre. Arrodillado junto a ella con las cámaras colgando, ensordecido y confuso por el estallido próximo de la mina, mientras la sahariana y los pantalones de la mujer se iban empapando de rojo oscuro en la parte del cuerpo que estaba en contacto con el suelo, Faulques había extendido las manos, primero en busca de un sitio donde taponar la hemorragia, y después palpando el cuello inerte, al acecho de latidos ya imposibles.
– ¿La amaba? -preguntó Markovic.
Faulques miró hacia levante. No había un soplo de brisa y la línea de claridad era más concreta: viraba a tonos azules y grises mientras por aquella parte se amortiguaba la luz de las estrellas.
– Quizá por eso hizo la foto… ¿No? Para devolver las cosas a su estado natural.
El pintor de batallas permaneció callado. Ante sus ojos, en la cubeta del laboratorio, iban apareciendo, a la manera de aquella sutil línea de horizonte que se insinuaba en la distancia, los contornos y sombras de la imagen fotográfica. Es oscura la casa donde ahora vives, recordó. Había mirado a Olvido muerta a través de la cámara, borrosa primero y nítida luego, a medida que giraba de infinito a 1,6 metros el anillo de la distancia focal. La imagen en el visor aparecía en color; pero el recuerdo principal superpuesto a todo lo demás, lo que el tiempo o la memoria de Faulques conservaban -había destruido aquella única copia en papel, y el negativo yacía sepultado entre kilómetros de película archivada-, era la gama de grises afianzándose despacio en el papel fotográfico, la lenta impresión revelada por el proceso químico bajo la luz roja del laboratorio. La bolita del pendiente de oro en el lóbulo de la oreja fue lo último en aparecer bajo el líquido de la cubeta. Caronte debía de estar satisfecho.
– Vi la mina -dijo.
Seguía observando la línea azulgris del horizonte. Cuando al fin se volvió hacia Markovic, el destello del faro recortó un instante la silueta de este.
– ¿Quiere decir -inquirió el croata- que vio la mina antes de que ella la pisara?
– Sí. O mejor dicho, la adiviné.
– ¿Y no dijo nada?
– Dudé tres segundos. Sólo eso. Tres. Ella se iba, ¿comprende?… Me estaba dejando ya. De pronto quise saber hasta qué punto… No sé. Irse de una forma u otra no dependía de mí. Quizá la geometría tuviese algo que decir al respecto.
Markovic escuchaba muy quieto. De no ser por la brasa de su cigarrillo o por los destellos periódicos del faro, que lo silueteaban a intervalos, Faulques habría pensado que no estaba allí.
– Ella dio dos pasos adelante -continuó-. Exactamente dos. Quería fotografiar algo que estaba en el suelo, un cuaderno escolar… Observé que en la cuneta la hierba se mantenía derecha. Alta e intacta. Nadie la había pisado.
Ahora Markovic chasqueó la lengua. Familiarizado con hierba pisada y sin pisar.
– Ya entiendo -murmuró-. Siempre hay que desconfiar de eso.
– Pensé… Bueno. Ella podía detenerse donde estaba. ¿Comprende?
El otro parecía comprender muy bien.
– Pero ella se movió -dijo.
Se movió, confirmó Faulques. Igual que una pieza sobre un tablero de ajedrez. Había dado un paso más, esta vez hacia la izquierda. Uno sólo.
– Y usted estaba mirando todas aquellas líneas y recuadros… Quieto y fascinado.
Era la palabra exacta, concedió el pintor de batallas. Fascinado. Antes de terminar el último movimiento, ella levantaba la cámara para hacer la foto. Sólo tres segundos: un instante casi imperceptible. El caos y sus reglas, por decirlo de ese modo, habían tenido su oportunidad. Entonces él pensó que era suficiente, y abrió la boca para decirle que se detuviera. En ese momento hubo un fogonazo, y Olvido cayó de bruces.
– ¿Recuerda sus últimas palabras?… ¿No lo miró antes ni le dijo nada?
– No. Ella iba caminando, fue a hacer la foto y pisó la mina. Es todo. Murió ajena a mí, sin advertir que la observaba. Sin darse cuenta de que moría.
Se extinguió la brasa del cigarrillo de Markovic. Las luciérnagas también habían desaparecido, y la forma compacta de la torre iba afirmándose lentamente donde el cielo viraba de negro a azul oscuro.
– Ella se iba -insistió Faulques.
Oyó al croata. Un roce en el suelo, una agitación entre los arbustos. El pintor de batallas tocó el mango del cuchillo, pero se quedó así, rozándolo con los dedos, sin empuñarlo. De pronto estaba tan cansado que se habría dormido allí mismo. A fin de cuentas, pensaba, lo que iba a ocurrir venía sucediendo desde hacía cuatrocientos cincuenta millones de años. Algo tan común como la vida y el universo mismo. También era muy tarde para todos, pensó. Sobre todo para él.
La voz de Markovic sonó queda, reflexiva. En vez de conversar parecía expresar un pensamiento en voz alta. El faro escorzó otra vez su contorno. Se había incorporado un poco.
– Cuando vine en su busca, señor Faulques, creía que iba a matar a un hombre vivo.
El pintor de batallas recostó la cabeza en el árbol y aguardó tranquilo, abiertos los ojos en la oscuridad. Se recordaba durante otros amaneceres, preparando de madrugada el equipaje con precisa rutina, parado en el umbral antes de cerrar la puerta, echando un último vistazo para comprobar que todo cuanto dejaba atrás se veía ordenado y limpio. Sentado en un taxi camino del aeropuerto, recorriendo las calles desiertas de una ciudad dormida, ignorando si volvería o no.
– Pues tendrá -dijo en voz baja- que arreglárselas con lo que hay.
Mantuvo la cabeza apoyada en el tronco y siguió así, inmóvil, mientras la claridad gris y luego dorada y naranja se afirmaba en el horizonte, la silueta negra de la torre se recortaba en la primera luz de la mañana, y todo alrededor, los árboles, los arbustos y las rocas, iba tomando forma despacio. El destello lejano del faro se apagó justo cuando una suave brisa de tierra volvía a soplar hacia el acantilado, donde el mar estaba tranquilo y había cesado el rumor de las piedras arrastradas por la resaca. Entonces, al fin, Faulques miró hacia el lugar donde estaba Ivo Markovic y sólo vio media docena de colillas aplastadas en el suelo.
El pintor de batallas aún permaneció un largo rato sentado, sin cambiar de postura hasta que el disco rojo del sol rebasó la línea del mar junto a la isla de los Ahorcados y sus primeros rayos horizontales le calentaron la piel, haciéndole entornar los ojos. Entonces se levantó sacudiéndose las agujas de pino del pantalón, y dirigió una lenta mirada circular al paisaje. Las gaviotas chillaban volando en torno a la torre, cuyas piedras doraba aquella luz rojiza de levante. En el lado opuesto del horizonte, los accidentes de la costa se perfilaban en la suave bruma del amanecer, escalonadas sus puntas en perspectiva con diferentes tonos de gris, desde el más oscuro y próximo al más difuso y lejano. Como en los cuadros antiguos.
Era, decidió sereno, un hermoso día.
Bajó por el estrecho y empinado sendero de guijarros, y al llegar a la playa, que todavía se hallaba en sombra, observó el mar, quieto y dilatado como una enorme lámina de mercurio, que la luz ascendente empezaba a volver azul en la distancia. Se quitó las zapatillas y la camisa y se adentró un poco en el agua, metiendo los pies desnudos entre las piedras redondeadas de la orilla. Estaba fría, como cada mañana antes de las acostumbradas ciento cincuenta brazadas de ida y ciento cincuenta de vuelta. El frescor vigorizó sus músculos y despejó su cabeza. Retrocedió para dejar sobre el tronco descolorido del árbol seco, junto a la camisa y las zapatillas, las llaves de la torre, algunas monedas que llevaba en los bolsillos, y el cuchillo que aún tenía metido en la parte de atrás del cinturón. Entonces miró hacia arriba y sonrió, deslumbrado: el sol asomaba por la cortadura del acantilado, entre las ramas de los pinos, y sus rayos iluminaban oblicuamente la pequeña playa. En ese momento sintió una molestia en el costado; un aviso del dolor que se insinuaba de nuevo, reclamando sus derechos. La certeza le hizo mover la cabeza, ensimismado. Esta vez, se dijo, llega demasiado tarde.
Antes de volver al agua, cogió una de las monedas que había puesto sobre el tronco seco y se la introdujo en la boca, bajo la lengua. Luego, sumergido hasta la cintura, observó cómo en las piedras de la orilla se desvanecían sus huellas, semejantes a pinceladas del mural por fin acabado, secándose bajo el sol de la mañana.
Cuando llegó la nueva punzada de dolor, el pintor de batallas apenas se dio cuenta. Nadaba concentrado, vigoroso, adentrándose en el mar con buen ritmo y precisión geométrica, en una línea recta que cortaba en dos mitades exactas el semicírculo de la caleta. Sentía en la boca, junto al sabor de la sal, el cobre de la moneda para Caronte. Se preguntó qué habría más allá de las trescientas brazadas.
La Navata , diciembre de 2005