15

Al día siguiente, Faulques bajó al pueblo. Aparcó la moto en una calle estrecha, sin sombra, entornando los ojos ante la perspectiva cegadora de las fachadas blancas que se escalonaban cuesta abajo, hacia la masa ocre de la muralla antigua del puerto. Luego entró en la oficina bancaria a sacar dinero de su cuenta, fue a la ferretería donde encargaba las pinturas y pagó la última factura pendiente. Después anduvo despacio hasta la dársena pesquera y estuvo un rato inmóvil, mirando los barcos amarrados junto a las redes apiladas en el muelle. Cuando a su espalda el reloj del ayuntamiento dio doce campanadas, fue a sentarse bajo el toldo del bar restaurante más próximo; el que ofrecía mejor vista de la bocana del puerto y la extensión de agua, rizada por el viento de levante, que llegaba hasta la línea gris de Cabo Malo. Pidió una cerveza y estuvo allí inmóvil, frente al mar y al espigón vacío donde solía atracar la golondrina de turistas, pensando en Ivo Markovic y en él mismo. En las últimas palabras pronunciadas el día anterior por el croata, antes de marcharse. Debería usted bajar al pueblo. Conocer a esa mujer. No queda mucho tiempo.

Conocer a esa mujer. Sin apenas darse cuenta de ello, Faulques torció la boca en una sonrisa. Ya no había mujeres que pintar en el gran fresco circular de la torre. Todas estaban allí: la violada con los muslos llenos de sangre, las que se agrupaban como un rebaño asustado bajo los fusiles de los verdugos, la de rasgos africanos que miraba moribunda al espectador, la que en primerísimo plano abría la boca para emitir un silencioso alarido de horror. Y también Olvido Ferrara, en todos los rincones y en todos los trazos del vasto paisaje que habría sido imposible advertir, componer, sin su presencia. Como en aquel volcán rojo, negro y pardo que constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas, todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las flechas siniestras del carcaj de Apolo. El que, frente a Troya, al moverse tensando el arco asesino -también letal combinación de curvas, ángulos y rectas, como de costumbre- iba semejante a la noche. Obediente al tejer inevitable de las Parcas.

Ya entiendo lo que buscas, había comentado Olvido en cierta ocasión. Estaban en Kuwait, recién abandonado por las tropas iraquíes. Habían entrado el día anterior con una unidad mecanizada norteamericana y se encontraban en el quinto piso del Hilton, sin electricidad, sin cristales en las ventanas -cogieron una llave al azar tras el mostrador desierto de la conserjería-, con el agua de las cañerías reventadas corriendo por el suelo, escaleras abajo. Quitaron la colcha cubierta de hollín de petróleo incendiado para dormir toda la noche, exhaustos, con el panorama de los pozos en llamas y el estampido de los últimos cañonazos. Lo entiendo al fin, insistió Olvido -se asomaba a la ventana con una camisa de Faulques puesta y una cámara en las manos, observando la ciudad-, y me ha llevado tiempo, besos, miradas, averiguarlo. Estudiarte moviéndote por las catástrofes con tu cautela de cazador, tan fiable, tan seguro de lo que haces y no haces, tan poco charlatán como un soldado viejo. Preparando cada foto con los ojos antes de hacer un movimiento, evaluando en décimas de segundo si merece la pena o no. No te rías, porque es así. Te lo juro. Y también sé lo que sé de tanto sentirte estallar dentro de mi vientre mientras me abrazas, y tenerte ahí, bien adentro, relajado al fin, en el único momento de tu existencia en que bajas la guardia. Veo lo que ves. Te observo pensar antes y después, pero nunca mientras haces una fotografía, porque sabes que entonces no la harías nunca. Mi única duda es si esa horrible comprensión mía se debe a un contagio, como si se tratara de un virus o una enfermedad secreta e incurable. Si estoy cogiendo la guerra, o si ya estaba en mí y sólo has ejercido de agente provocador, o de testigo. El asunto es algo parecido a lo que mi abuela, mientras alineaba coliflores y lechugas en su jardín -qué bien os entendisteis vosotros dos, la chica Bauhaus y el arquero zen-, llamaba gestalt: una estructura compleja que sólo puede ser descrita en su conjunto, siendo indescriptibles sus partes. ¿Verdad? Pero tienes un problema, Faulques. Un problema serio. Ninguna fotografía puede conseguirlo. Yo soy más práctica, y me limito a coleccionar eslabones rotos: esas ruinas con antecedentes clásicos, hallazgo de los imbéciles literatos románticos y revisitadas por artistas más imbéciles todavía. Pero no es el aroma del pasado lo que busco. No deseo aprender, ni recordar, sino largar amarras. Dicho en tu jerga psicópata, esos lugares desiertos, mecanismos y objetos rotos son las fórmulas matemáticas que señalan el camino. El mío. Un poco de fósforo fugaz en las meninges del mundo. No pretendo resolver el problema, entenderlo o asumirlo. Sólo es parte del viaje hacia donde voy: un lugar que reconoceré cuando llegue a él. Tu caso es distinto: estás en ese lugar toda tu vida, y naciste sospechándolo. Pero dudo que lo confirmes así. ¿Cuántas veces han calificado los críticos y el público esas fotos de bellas? Recuerda al Che Guevara muerto, bello como un Cristo en la foto que le hizo Freddy Alborta. O la belleza de los parias de Salgado, la belleza de los niños mutilados de Gerva Sánchez, la belleza de aquella mujer africana a la que fotografiaste agonizando, la belleza de las fotos que Roman Vishniac hizo en los guetos de Polonia, la belleza de las seis mil fotografías hechas por Nhem Ein a cada preso, niños incluidos, que iba a ser ejecutado por los jemeres rojos. La belleza de toda esa bella gente que sabemos iba a morir. No, querido. ¿Conoces aquel viejo anuncio de la Kodak? Usted aprieta el botón, nosotros hacemos el resto. En un mundo donde el horror se vende como arte, donde el arte nace ya con la pretensión de ser fotografiado, donde convivir con las imágenes del sufrimiento no tiene relación con la conciencia ni la compasión, las fotos de guerra no sirven para nada. El mundo hace el resto: se las apropia apenas suena el obturador de la cámara. Clic, alehop, gracias, ciao. Al menos, la foto es más efectiva que la imagen pasajera de la tele. No fluye indiscriminadamente. Pero ni aun así. Para lo que tú querrías hacer, puede que sólo la pintura tuviera alguna oportunidad; pero lejos del público y sus interpretaciones. Ella posee su propio foco, encuadre y perspectiva, imposibles a través de la lente de una cámara. Aunque dudo que ningún pintor lo haya logrado nunca. ¿Goya? Puede ser. No es lo mismo trasladar de la realidad al lienzo que de la retina al lienzo. ¿Comprendes? Una cosa es reproducir el aspecto de la vida, imitándola o interpretándola: placer, belleza, horror, dolor y cosas así. Es sólo cuestión de buen ojo, de técnica y de talento. Otra cosa sería guiarse con la fatalidad de la retina. Pintar el horror con líneas frías -seguía en la ventana, desnuda bajo la camisa de hombre, observando la sombrilla de humo negro que cubría la ciudad, y de vez en cuando alzaba a medias la cámara como para hacer una foto, pero la bajaba en seguida-. Un paisaje homicida donde engendrar verdugos no fuese ninguna virtud. Pero a ver quién es el guapo que ve eso, y lo pinta.

Faulques apagó el recuerdo con un sorbo de la cerveza que acababa de traerle la camarera. Luego miró hacia levante, donde el espigón ocultaba el mar. Un ruido distante de motores se acercaba desde el otro lado del rompeolas, y al momento una chimenea blanca y roja se movió a lo largo de este, hacia la farola de entrada al puerto. Un poco después la golondrina de turistas cruzaba la bocana e iba a atracarse al muelle, cerca de la terraza. Tras una maniobra rápida y precisa, un marinero saltó a tierra para hacer firmes las amarras en los norays y tender la pasarela, y una veintena de pasajeros abandonó la embarcación. El pintor de batallas observó con curiosidad, intentando identificar a la mujer de la megafonía mientras los turistas se dispersaban. Al fin quedó un grupo más pequeño, y de él se destacó una mujer aún joven, rubia, alta y fuerte, de rostro agradable, que caminó en dirección a la oficina de turismo. Llevaba un vestido de lino blanco que resaltaba su bronceado, sandalias de cuero y un bolso grande en bandolera. Parecía cansada. Faulques la vio abrir la oficina y entrar. Siguió sentado, mirando a los turistas que se alejaban por el muelle haciéndose las últimas fotos o tomas de vídeo entre las redes de pescadores y junto a los barcos, con el fondo del puerto y el mar abierto más allá de la bocana.

Turistas. Público. Y de nuevo los recuerdos. Nosotros hacemos el resto, decía el anuncio de la Kodak al que había hecho referencia Olvido. La asociación hizo sonreír a Faulques. Durante algún tiempo aún lo había intentado con la fotografía, o casi. Como objeto último habría resultado una fórmula mixta e insatisfactoria; pero se trataba de una preparación, un calentamiento previo, una forma de adiestrarse para el proyecto que iba fraguando en su cabeza. Un modo de afinar los ojos, obligándose a mirar fotografía y pintura de un modo diferente. Después del sesgo que la cuneta de la carretera de Borovo Naselje impuso a su vida -los efectos secundarios los mantuvo a raya con dos años de intenso trabajo que incluyeron Bosnia, Ruanda y Sierra Leona-, Faulques había dejado el fotoperiodismo bélico. La decisión fraguó tras un largo proceso acumulativo: la tierra desgarrada de Portmán, la nube negra sobre Kuwait, Dubrovnik ardiendo en la distancia y el cuerpo de Olvido tiñéndose de luz roja, las noches frías y solitarias, más tarde, en una habitación sin cristales del Holiday Inn de Sarajevo, ante la panorámica de la geometría urbana recortada por las explosiones y los incendios, habían ido encaminando a Faulques, con la inevitabilidad de sus líneas rectas y convergentes, hasta la sala del tribunal donde una mañana de invierno, hacia la mitad de esa guerra, un serbio bosnio llamado Borislav Herak, antiguo miembro de la brigada de exterminio étnico Boica, había relatado con minuciosa frialdad, ejecuciones masivas aparte, sus treinta y dos asesinatos personales -antes se había entrenado degollando cerdos en una carnicería-, incluidos los de dieciséis mujeres, estudiantes y amas de casa, a las que, como sus camaradas a otros cientos de ellas, violó y mató tras sacarlas del hotel-prisión Sanjak, convertido en burdel para las tropas serbias. Y cuando, ante el tribunal y los periodistas, Herak contó, con la mímica oportuna, el asesinato de una joven de veinte años -«le ordené que se desnudara y gritó, pero le pegué otra vez y se quitó la ropa, así que la violé y se la entregué a mis compañeros, y después de violarla todos la llevamos en coche al monte Zuc, donde le disparé un tiro en la cabeza y la echamos entre unos matorrales»-, Faulques, que encuadraba el rostro de Herak en el visor de su cámara -un rostro insignificante, vulgar, que en tiempo de paz se habría considerado propio de un pobre hombre-, bajó esta despacio, sin apretar el obturador, con la certeza de que ninguna fotografía del mundo, ni siquiera la imagen y el sonido que en ese instante grababan las cámaras de televisión, podría reflejar aquello ni interpretarlo -amoralidad geológica, había dicho Olvido una vez hablando de otra cosa, aunque quizá era de lo mismo; imposible fotografiar el bostezo indolente del Universo-. Y de ese modo llegó el final de treinta años de fotografía de guerra por parte de Faulques. La inercia de aquellas tres décadas todavía lo llevó a otros escenarios bélicos durante cierto tiempo; pero entonces ya había perdido los restos de fe en lo que el objetivo mostraba, la antigua esperanza que animaba sus dedos sobre el obturador y los anillos de foco y diafragma. Después -Olvido nunca llegó a saber cuánto había tenido que ver ella con todo- Faulques pasó mucho tiempo recorriendo museos para una colección sobre cuadros de batallas con público incluido; una extraña serie cuya intención él mismo iría descubriendo poco a poco. Tras un trabajo exhaustivo de investigación y documentación, provisto de los permisos adecuados y de una Leica sin flash ni trípode, objetivo de 35 milímetros y película en color idónea para tirar con luz natural y a bajas velocidades, el antiguo fotógrafo de guerra se situaba durante varios días frente a cada uno de los sesenta y dos cuadros de batallas que había seleccionado de una amplia lista que comprendía diecinueve museos de Europa y América, y fotografiaba el cuadro y a la gente que se encontraba ante él, los visitantes aislados o en grupo, los estudiantes y los guías artísticos, los momentos en que la sala estaba vacía, o cuando era tan numeroso el público que el cuadro apenas podía verse. Trabajó así durante cuatro años, seleccionando, descartando, hasta que reunió una serie última de veintitrés fotografías, que incluía desde los ojos enloquecidos del hombre que apuñalaba a un mameluco en El 2 de mayo de 1808 en Madrid, apenas entrevistos entre las cabezas de la gente que abarrotaba la sala goyesca del museo del Prado, hasta el Mad Meg de Brueghel en penumbra, con el guerrero saqueador y su espada a un lado, y al otro el perfil de un escolar contemplándolo en una sala casi vacía del museo Mayer van den Bergh de Amberes. El resultado final de todo aquello fue el álbum Morituri: su último trabajo publicado. El camino más corto entre dos puntos: del hombre al horror. Un mundo donde la única sonrisa lógica era la de las calaveras pintadas por los viejos maestros en los lienzos y en las tablas. Y cuando las veintitrés fotografías estuvieron listas, comprendió que él también lo estaba. Entonces dejó las cámaras para siempre, puso al día cuanto de pintura había aprendido en su juventud, y buscó el lugar apropiado.

La mujer del barco de turistas salió de la oficina y se dirigió hacia las terrazas, camino del aparcamiento. Faulques observó que se detenía a hablar con el vigilante del puerto y que saludaba a los camareros. Parecía locuaz, tenía bonita sonrisa. El pelo, muy rubio y largo, estaba recogido en una cola de caballo. Atractiva a pesar de su corpulencia y algún kilo de más. Cuando pasó frente a la mesa donde estaba sentado, el pintor de batallas la miró a los ojos. Azules. Risueños.

– Buenos días -dijo.

La mujer lo estudió, sorprendida al principio, curiosa luego. Unos treinta años, calculó Faulques. Respondió buenos días, hizo ademán de seguir adelante, pero se detuvo, indecisa.

– ¿Nos conocemos? -preguntó.

– Yo a usted sí -Faulques se había puesto en pie-. Al menos conozco su voz. La oigo cada día a las doce en punto.

Lo miró con atención, confusa. Era casi tan alta como él. Faulques señaló la golondrina y la costa en dirección a la cala del Arráez. Tras un instante, ella ensanchó la sonrisa.

– Claro -dijo-. El pintor de la torre.

El conocido pintor que decora su interior con un gran mural… Quería agradecerle, sobre todo, las palabras conocido y decora. En cualquier caso, tiene usted una voz agradable.

La mujer se echó a reír. Olía ligeramente a sudor, advirtió Faulques. Un sudor limpio, de mar y sol. Parte de su trabajo, supuso, bregando con turistas desde las diez de la mañana.

– Espero no haberle causado problemas -dijo ella-. Lamentaría que hayan ido a molestarlo… Pero no tenemos muchas celebridades locales de las que presumir ante los visitantes.

– No se preocupe. El camino es largo, incómodo y cuesta arriba. Apenas sube nadie allí.

La invitó a sentarse, y ella lo hizo. Pidió una coca-cola al camarero, encendió un cigarrillo, le contó a Faulques algunos pormenores de su trabajo. Era de una ciudad del interior y atendía la oficina de Puerto Umbría durante la temporada turística. En invierno trabajaba como intérprete y traductora para consulados, embajadas, juzgados y oficinas de inmigración. Estaba divorciada, tenía una niña de cinco años. Y se llamaba Carmen Elsken.

– ¿Origen alemán?

– Holandés. Vivo en España desde niña.

Charlaron durante quince o veinte minutos. Una conversación intrascendente, cortés, sin demasiado interés para Faulques, salvo el hecho de que a aquella mujer pertenecía la voz que durante mucho tiempo había estado oyendo cada mañana. Así que la dejó hablar, manteniéndose en un relativo silencio del que sólo salía para las preguntas adecuadas. De cualquier modo, era inevitable que la charla acabara recayendo en él y en su trabajo de la torre. Se dice en el pueblo que es original, comentó Carmen Elsken. Muy interesante. Una pintura enorme que cubre toda la pared interior, en la que lleva trabajando casi un año. Es una lástima que no pueda visitarse, pero comprendo que prefiera que lo dejen tranquilo. Aun así -añadió observándolo con renovada curiosidad- me gustaría ver esa pintura algún día.

Faulques dudó un instante. Por qué no, se dijo. Ella era agradable. Su compatriota Rembrandt no habría vacilado en pintarla como una burguesa de carne cálida y escote propicio. El pelo recogido estaba tenso y liso en su frente y sus sienes, en bonito contraste con la piel. El pintor de batallas casi había olvidado lo que se sentía con una mujer cerca. La imagen de Ivo Markovic pasó fugazmente por su imaginación. No queda mucho tiempo, había dicho el croata. Debería usted bajar al pueblo. Una pausa para reflexionar. Tregua antes de la conversación final. El pintor de batallas estudió los ojos azules que tenía ante sí. Estaba acostumbrado a observar, y advirtió en ellos un destello de interés. Puso la mano derecha sobre la mesa y comprobó que ella la miraba, siguiendo el movimiento.

– Tengo cosas que hacer a partir de mañana, pero esta tarde quizá sea posible… Si quiere subir allá arriba, verá la torre. Pero un coche sólo puede llegar hasta medio camino. El resto tendrá que hacerlo a pie.

Carmen Elsken tardó cuatro segundos en responder. Sí, subiría con mucho gusto. ¿A partir de las cinco estaba bien? A esa hora cerraba la oficina de turismo.

– Las cinco es una hora perfecta -respondió Faulques.

La mujer se levantó y él también lo hizo, estrechando la mano que le tendía. Un apretón cálido y franco. Observó que el destello de interés seguía presente en los ojos azules.

– A las cinco -repitió ella.

La estudió mientras se alejaba, el pelo rubio, la falda blanca del vestido balanceándose sobre las caderas anchas y las piernas bronceadas. Luego volvió a sentarse, pidió otra cerveza y miró en torno con suspicacia, temiendo ver a Ivo Markovic apostado por allí cerca y con una sonrisa de oreja a oreja.

Siguió observando el mar y la lejana línea de la costa hacia Cabo Malo, mientras Carmen Elsken se difuminaba despacio en sus pensamientos. El sol empezaba a declinar, y la luz intensa daba a los objetos una claridad precisa, de especial belleza, como veladuras que en vez de espesar aclarasen los tonos de color en una inmensa transparencia. Belleza, se dijo volviendo a sus recuerdos, era una de las palabras posibles; pero sólo una de ellas. También había reflexionado sobre eso un par de veces junto a Olvido, en otro tiempo. Paisajes bellos no siempre significaban luz y vida, ni futuro más allá de las cinco de la tarde o de cualquier otra hora que los seres humanos estableciesen con inexplicable optimismo -Faulques pensó de nuevo en Ivo Markovic y curvó los labios en una mueca breve y cruel-. Olvido y él habían hablado de eso ante unas acuarelas de Turner, en la Tate Gallery de Londres: Venecia al alba hacia San Pietro di Castello o desde el hotel Europa podía ser un idílico paisaje visto con los ojos de un pintor inglés de mediados del XIX, pero también la frontera difusa -la acuarela y sus ambiguos matices eran perfectos para eso- entre la belleza de un amanecer y la representación plástica que la variada paleta del Universo, el fascinante espectro cromático del horror, ponía a disposición de cualquier observador situado en el punto propicio. Trazos de nubes podían extenderse sobre el mar, en el horizonte oriental de la mañana, como el anuncio de un nuevo día perfecto de luz y formas; pero también como el humo que, llevado por la brisa de tierra, arrastraba el olor a muerte de una ciudad devastada -smell of war, solía decir Olvido tocándose la ropa con una sonrisa horrorizada: este olor morirá conmigo-. Del mismo modo, la llamarada roja, naranja y amarilla recortando el campanile de San Marcos sobre el primer estallido del día resultaba, para una retina previamente impresionada con otras y semejantes llamaradas, más próxima al resplandor fugaz de un cañonazo que a la lenta, deliciosa afirmación -no siempre exacta, en la experiencia del ahora pintor de batallas- de que a la noche suceden el día y la belleza. Había noches sin alba, sombras últimas que eran el final de todo, y días pintados con paleta de sombras.

Faulques bebió otro sorbo de cerveza, observando la delgada línea gris que se adentraba en el mar, a lo lejos. Aquellas acuarelas venecianas también se relacionaban en su memoria con circunstancias distintas. Entre otras, con la luz fría y difusa de un amanecer de otoño en las afueras de Dubica, antigua Yugoslavia, esperando el momento de acompañar a un grupo de soldados en el cruce del río Sava. Olvido y él habían pasado la noche tiritando de frío en la nave de una fábrica abandonada, entre ciento noventa y cuatro croatas que iban a combatir cuando amaneciera. Al principio Olvido fue acogida con las deferencias masculinas usuales -en aquel tiempo todavía lo eran- hacia una mujer que se encontraba en la guerra por voluntad propia. A la luz de sus linternas, los soldados la observaron con curiosidad. Qué hace aquí, podía leerse en sus sonrisas asombradas, en sus comentarios en voz baja. Le habían buscado un sitio razonablemente cómodo donde instalarse, y unos jóvenes le dieron, de sus provisiones, una lata de piña en almíbar. Luego, según pasaba el tiempo, los soldados fueron retornando a su aislamiento personal, al silencio ensimismado de quien está cerca de un encuentro crucial con la suerte y el destino. Unos treinta de ellos eran casi niños: tenían de quince a diecisiete años y se agrupaban en torno a un maestro de su colegio con el que habían sido alistados en bloque. El maestro era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que pese a los cascos de acero, las armas y las cinchas militares atiborradas de munición y granadas, se movía entre ellos con los gestos del profesor que hasta sólo semanas antes había sido, y a quien los padres de aquellos chicos rogaron que los cuidara como en la escuela. Iba de unos a otros hablando en voz baja y tranquila, comprobando sus equipos, dándoles cigarrillos y sorbos de una botella de rakia a los mayores o pintándoles con rotulador el grupo sanguíneo, a quienes lo sabían, en la camisa, los cascos o el dorso de las manos. Faulques y Olvido pasaron la noche tumbados muy juntos para darse calor, sin despegar los labios pese a que el frío impedía dormir, sintiendo sobre los párpados cerrados el haz de alguna linterna alumbrándolos un instante. La primera claridad del alba llegó al fin por los agujeros del techo y las ventanas de cristales rotos de la nave; y en aquella penumbra fantasmal los soldados empezaron a ponerse en pie y a salir al exterior, bajo la luz sucia que recortaba siluetas como en las acuarelas venecianas, docenas de hombres y muchachos mirando alrededor como perros que olfatearan el aire antes de dirigirse hacia una línea horizontal de niebla, un gris algo más claro que parecía flotar a ras del suelo: la humedad que subía del río cercano y difuminaba, en la indecisión del amanecer, una mancha más oscura, sombría, irregular; un conjunto de rectas, de superficies quebradas en ángulos extraños: el destruido puente sobre el Sava que los soldados debían cruzar, aprovechando sus ruinas, antes de remontar una larga cuesta entre dos lomas y atacar Dubica, invisible al otro lado. Frotándose los miembros entumecidos por el frío, Faulques y Olvido se dirigieron al río con los otros, las cámaras dentro de las bolsas pues no había luz suficiente para hacer fotos. Parece una de aquellas cosas de Turner, dijo ella entonces. ¿Recuerdas? Sombras en la luz del alba. Pero al maldito inglés se le olvidó pintar el frío. Luego se había cerrado el cuello del chaquetón, y tras colgarse la bolsa de las cámaras fotográficas a la espalda, le sonrió a Faulques. Nunca habrá, dijo de pronto en mitad de la extraña sonrisa -y lo dijo con melancolía-, otra guerra como esta. Lo besó en la mejilla, repitió la palabra nunca en voz más baja, y echó a andar tras los soldados mientras, entre todas aquellas siluetas que parecían suspendidas sobre el manto de niebla que cubría la orilla, empezaban a sonar, primero uno aislado, luego dos o tres, y al fin multiplicándose alrededor, los cerrojazos de las armas al amartillarse. Había una insinuación de tonos naranjas y dorados en el cielo, hacia el este, cuando se metieron hasta la cintura en el agua, cruzando sobre los escombros del puente gracias a cuerdas tendidas durante la noche. Y al otro lado, cuando empezaban a remontar la cuesta entre las dos lomas, mojados de cintura para abajo y los pies chapoteando dentro de las botas, la luz grisazulada empezaba a ser suficiente para que Faulques, con el diafragma de una cámara abierto al máximo -1.4 de exposición y 1/60 de velocidad en el obturador-, fotografiase a los soldados que se dividían en grupos y subían detrás de sus oficiales hacia la loma de la derecha o la de la izquierda: expresiones obstinadas, vacías, valerosas, tensas, impasibles, suspicaces, desencajadas, cautas, aterrorizadas, inquietas, serenas, indiferentes. Toda, en suma, la variedad posible entre hombres enfrentados a idéntica prueba, en aquella luz que un pintor de acuarelas habría calificado de extraordinariamente bella, y que envolvía como un sudario anticipado, en tonos sutiles y delicadísimos, a los que estaban a punto de morir. Faulques miró a Olvido y la vio caminar cuatro o cinco metros a su izquierda, entre los soldados, con los tejanos mojados pegados a las piernas, el tres cuartos negro de corte militar abrochado hasta el cuello, las trenzas rematadas con cintas elásticas en los extremos, las cámaras todavía dentro de la bolsa que cargaba a la espalda, como si hacer fotografías fuera la última cosa que le pasara por la cabeza, el pretexto que no necesitaba en aquel amanecer de belleza equívoca y terrible. Y cuando arriba y al otro lado de las lomas empezó el retumbar de disparos y estampidos, y los soldados que caminaban alrededor apretaron los dientes y las armas que sostenían, agachándose cada vez más a medida que se aproximaban a la cima, ella empezó a mirar en torno, a observar los rostros cercanos con una curiosidad intensa, despiadada; cual si buscara respuestas silenciosas a preguntas que sólo podían resolverse en un alba incierta como aquella, entre las aguadas de una acuarela cósmica en la que cada silueta, incluida la propia, era miserable trazo. Entonces las granadas de mortero empezaron a estallar justo detrás de la cima de la colina, y un oficial -último reflejo del macho que protege a la hembra antes de volver la espalda y cruzar su propia línea de sombra- se volvió hacia Olvido y le dijo stop, stop, indicándole con gestos enérgicos que permaneciera donde se encontraba. Ella obedeció sin protestar, arrodillándose con las cámaras dentro de la bolsa, la mirada fija en los soldados que seguían adelante, en el maestro de escuela que se alejaba cuesta arriba con sus chicos que agachaban la cabeza y tenían los rostros blancos y desencajados en aquella luz ambigua de la mañana; y se quedó allí, de rodillas, mientras Faulques, que también se había detenido, iba cambiando la velocidad de obturación y el diafragma a medida que la luz se asentaba sobre las lomas, a las que el humo de las explosiones rodeaba ahora con un halo polvoriento y dorado, y empezaba a fotografiar también a los primeros hombres que regresaban de la cima o eran bajados por sus camaradas dejando en el suelo prolongados rastros rojos, cojeando, sujetándose apósitos y vendajes sobre las heridas, salpicados de barro y de sangre, alcanzados por esquirlas, ciegos horrorizados que se llevaban las manos a la cara tropezando cuesta abajo. Y aún seguía Olvido así, arrodillada, cuando Faulques se incorporó y corrió un poco ladera arriba, se agachó y volvió a correr otro trecho, a fin de acercarse y tomar foco en el perfil del maestro de escuela al que dos chicos traían sosteniéndolo por las axilas, los pies dejando dos surcos en la hierba húmeda y media mandíbula arrancada por un fragmento de metralla. Y detrás de ellos bajaban más chicos llorando, gritando o en silencio, heridos o ilesos, que venían solos, sin armas, o traían a otros cubiertos de sangre, más trazos escarlata que se entrecruzaban en aquella acuarela que algún paisajista minucioso componía con esmero desde su olímpico caballete. Y cuando, mientras rebobinaba la tercera película fotográfica, Faulques miró de nuevo hacia Olvido, vio que esta había sacado al fin su cámara y, vuelta de espaldas a esa escena, fotografiaba el puente desierto y destruido en el lecho del río color de plomo: el camino inseguro que habían dejado atrás entre ambas orillas, como si fuera allí, y no en los hombres destrozados que se retiraban de las lomas, donde estuviera la imagen clave, la explicación de lo que había ido a buscar. Así supo Faulques que ella estaba cerca de conseguirlo, y que no se iba a quedar a su lado mucho tiempo más, porque también el tiempo tenía sus viejas reglas. Aritmós kinesios. Aritmética del movimiento según el antes y el después. Especialmente el después. Y un fotógrafo -a ella le gustaba repetir esa frase, que había oído en boca de Faulques- nunca pertenece al grupo al que parece pertenecer. Hasta entonces, pese a todo, él había tenido la absurda esperanza de que el tiempo la hiciera más suya: unos ojos soñolientos vistos cada mañana, un cuerpo marchitándose cerca, entre sus manos, día a día. Una vejez serena, recordando. Pero esa mañana, cuando la vio volver la cara salpicada de barro hacia el puente y alzar despacio la cámara, buscando la imagen del camino azaroso que habían dejado atrás -la fotografía del antes de aquella aritmética del movimiento que los llevaba a la orilla donde los hombres morían-, Faulques miró a su vez hacia el después y sólo vio su propio pasado. De ese modo supo que no envejecerían juntos, y que ella viajaría hasta otros lugares y otros brazos. El hombre, recordaba haberle oído decir más de una vez, cree ser el amante de una mujer, cuando en realidad sólo es su testigo. Aritmós kinesios. Entonces Faulques tuvo miedo de regresar a la soledad que acechaba en las palabras antes y después, pero tuvo más miedo de que Olvido sobreviviera a esa última guerra.

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