Cuando Faulques miró por la ventana que daba a la parte de tierra, vio al desconocido entre los pinos, observando la torre. Los coches sólo podían llegar hasta la mitad del camino, lo que suponía media hora a pie por el sendero que serpenteaba desde el puente. Un trayecto incómodo a esa hora, con el sol todavía alto, sin un soplo de aire que enfriase los guijarros de la cuesta. Buena forma física, pensó. O mucha gana de hacer visitas. Estiró los brazos para desperezar el largo esqueleto -Faulques era alto, huesudo, y el pelo corto y gris le daba un vago aire militar-, se limpió las manos en una palangana con agua y salió afuera. Allí, los dos hombres estuvieron mirándose unos instantes entre el monótono sonido de las cigarras que chirriaban en los matorrales. El desconocido llevaba una mochila colgada al hombro, y vestía camisa blanca, pantalón vaquero y botas de campo. Miraba la torre y a su habitante con tranquila curiosidad, como si pretendiera asegurarse de que aquel era el lugar que buscaba.
– Buenos días -saludó.
Un acento que podía ser de cualquier sitio. El pintor compuso un gesto de fastidio. No le gustaban las visitas, y para disuadirlas había colocado carteles bien visibles en la cuesta -uno advertía perros peligrosos, aunque no había ninguno-, informando de que se trataba de una propiedad privada. En aquel lugar no frecuentaba a nadie. Sus únicas relaciones eran los contactos superficiales que mantenía cuando bajaba a Puerto Umbría: los empleados de correos o del ayuntamiento, el camarero del bar en cuya terraza del muellecito pesquero se sentaba a veces, los tenderos a quienes compraba comida y materiales de trabajo, o el director de la sucursal bancaria a la que se hacía transferir dinero desde Barcelona. Cortaba de raíz cualquier intento de aproximación; y a quienes franqueaban esa línea defensiva solía despacharlos con malos modos, pues sabía que la impertinencia no se desanima ante una simple negativa cortés. Para los casos extremos -aquel término incluía inquietantes posibilidades, aunque todas remotas- reservaba una escopeta repetidora de caza, que hasta entonces no había tenido ocasión de sacar de su funda, y que estaba en el baúl de arriba, limpia y engrasada, junto a dos cajas de cartuchos de postas.
– Es una propiedad privada -dijo, seco.
El desconocido asintió, tranquilo. Seguía mirándolo con atención desde diez o doce pasos de distancia. Era corpulento, de mediana estatura. Llevaba largo el pelo color pajizo. Usaba lentes.
– ¿Usted es el fotógrafo?
La sensación incómoda se hizo más intensa. Aquel individuo había dicho fotógrafo, y no pintor. Era a una vida anterior a la que se estaba refiriendo, y eso no podía agradar a Faulques. Mucho menos en boca de un extraño. Esa otra vida nada tenía que ver con el lugar, ni con el momento. Al menos de modo oficial.
– No lo conozco -dijo, irritado.
– Quizá no me recuerde, pero sí me conoce.
Lo dijo con tal aplomo que Faulques no pudo menos que observarlo con atención mientras el otro se acercaba un poco, acortando la distancia a fin de facilitar las cosas. Había visto muchos rostros en su vida, la mayor parte a través del visor de una cámara. Algunos los recordaba y otros los había olvidado: una visión fugaz, un clic del obturador, un negativo en la hoja de contactos, que sólo a veces merecía el círculo de rotulador que lo salvaría de verse confinado a los archivos. La mayor parte de quienes aparecían en esas fotos se difuminaba en una multitud de rasgos indiscriminados, con el fondo de una sucesión de escenarios imposible de establecer sin un esfuerzo de la memoria: Chipre, Vietnam, Líbano, Camboya, Eritrea, El Salvador, Nicaragua, Angola, Mozambique, Irak, los Balcanes… Cacerías solitarias, viajes sin principio ni final, paisajes devastados de la extensa geografía del desastre, guerras que se confundían con otras guerras, gente que se confundía con otra gente, muertos que se confundían con otros muertos. Innumerables negativos entre los que recordaba uno de cada cien, de cada quinientos, de cada mil. Y aquel horror preciso, inapelable, que se extendía por los siglos y la Historia, prolongado como una avenida entre dos rectas paralelas larguísimas, desoladas. La certeza gráfica que resumía todos los horrores, tal vez porque no existía más que un solo horror, inmutable y eterno.
– ¿De verdad no me recuerda?
El desconocido parecía decepcionado. Pero nada en él resultaba familiar a Faulques. Europeo, concluyó estudiándolo más de cerca. Fornido, ojos claros, manos fuertes. Cicatriz vertical en la ceja izquierda. Un aspecto algo rudo, dulcificado por los lentes. Y aquel leve acento. Eslavo, tal vez. Balcánico o de por allí.
– Me hizo una fotografía.
– Hice muchas en mi vida.
– Aquella era especial.
Faulques se dio por vencido. Metió las manos en los bolsillos del pantalón, encogiendo los hombros. Lo siento, dijo. No me acuerdo. El otro sonreía a medias, alentador.
– Haga memoria, señor. Esa fotografía le hizo ganar dinero -indicó la torre con un ademán breve-… Quizá esto se lo deba a ella.
– Esto no es gran cosa.
Se intensificó la sonrisa del otro. Le faltaba un diente en el lado izquierdo de la boca: un premolar de arriba. El resto tampoco parecía en buen estado.
– Depende del punto de vista. Para algunos sí lo es.
Tenía un modo de hablar algo rígido, formal. Como si sacara las palabras y las frases de un manual de gramática. Faulques hizo otro esfuerzo por identificar su rostro, sin resultado.
– Aquel importante premio suyo -dijo el desconocido-. Le dieron el International Press por hacerme la fotografía… ¿Tampoco recuerda eso?
Faulques lo miró con recelo. Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres milicianos drusos de pie con los ojos vendados -dos cayendo, uno orgulloso y erguido- y los seis kataeb maronitas que los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada de una docena de revistas. Su consagración como fotógrafo de guerra a los cinco años de haberse iniciado en el oficio.
– Usted no pudo estar allí. Los protagonistas murieron, y quienes disparaban eran falangistas libaneses.
El desconocido titubeó, confuso, sin apartar sus ojos de Faulques. Estuvo así unos segundos y al cabo movió la cabeza.
– Yo hablo de otra fotografía. La de Vukovar, en Croacia… Siempre creí que le dieron ese premio.
– No -ahora Faulques lo estudiaba con renovado interés-. La de Vukovar fue otro.
– ¿También era importante?
– Más o menos.
– Pues yo soy el soldado de esa foto.
Faulques se quedó muy quieto, las manos en los bolsillos del pantalón y la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, escrutando de nuevo el rostro que tenía delante. Y ahora, al fin, como en el curso de un lento proceso de revelado fotográfico, la imagen que tenía en la memoria empezó a superponerse despacio sobre los rasgos del desconocido. Entonces se maldijo por su torpeza. Los ojos, naturalmente. Menos fatigados y más vivos, pero eran los mismos. Como la curva de los labios, el mentón con una leve hendidura, la mandíbula fuerte, ahora recién afeitada, que en la antigua imagen llevaba barba de un par de días. Su conocimiento de aquel rostro se basaba casi exclusivamente en la observación de la fotografía que había tomado un día de otoño en Vukovar, antigua Yugoslavia, cuando las tropas croatas, batidas por la artillería y las embarcaciones serbias que bombardeaban desde el Danubio, se mantenían a duras penas en el estrecho perímetro defensivo de la ciudad cercada. El combate era muy intenso en los suburbios, y en el camino de Petrovci, Faulques y Olvido Ferrara -habían entrado una semana antes por el único lugar posible, un sendero oculto entre maizales- se cruzaron con los supervivientes de una unidad croata que se replegaba, derrotada, después de luchar con armas ligeras contra los blindados enemigos. Caminaban dispersos, al límite de sus fuerzas, vestidos con una variopinta mezcla de prendas militares y ropa civil. Eran campesinos, funcionarios, estudiantes movilizados para el recién formado ejército nacional croata: rostros cubiertos de sudor, bocas abiertas, ojos extraviados de fatiga, armas que colgaban de sus correas o eran arrastradas por el suelo. Acababan de correr cuatro kilómetros con los tanques enemigos pegados a las botas, y entre la reverberación del sol sobre el camino se movían ahora con extrema lentitud, casi fantasmales, sin otro ruido que el retumbar sordo de las explosiones lejanas y el roce de sus pies sobre la tierra. Olvido no hizo ninguna foto -casi nunca fotografiaba personas, sino cosas-, pero Faulques, al pasar junto a ellos, decidió registrar la imagen de aquella extenuación. Así que se llevó a la cara una cámara, y mientras buscaba foco, diafragma y encuadre, dejó pasar un par de rostros y eligió el tercero a través del visor, casi por azar: unos ojos claros extremadamente vacíos, unos rasgos descompuestos por el cansancio, la piel cubierta de gotas del mismo sudor que apelmazaba sobre la frente el pelo sucio y revuelto, y un viejo AK-47 apoyado con descuido sobre el hombro derecho, sostenido por una mano envuelta en un vendaje manchado y pardo. Después el obturador hizo clic, Faulques siguió su camino, y eso fue todo. La foto se publicó cuatro semanas después, coincidiendo con la caída de Vukovar y el exterminio de todos sus defensores, y aquella imagen se convirtió en un símbolo de la guerra. O, como concluyó el jurado profesional que la premió con el prestigioso Europa Focus de aquel año, en el símbolo de todos los soldados de todas las guerras.
– Dios mío. Creía que estaba muerto.
– Casi lo estuve.
Se quedaron callados, mirándose como si ninguno de los dos supiera qué decir, o hacer.
– Bueno -murmuró Faulques al fin-. Admito que le debo un trago.
– ¿Un trago?
– Un vaso de algo… Alcohol, si gusta. Una copa.
Sonrió por primera vez, algo forzado, y el otro correspondió con el mismo gesto de antes, descubriendo el hueco en la dentadura. Parecía reflexionar.
– Sí -concluyó-. Quizá me deba ese trago.
– Pase.
Entraron en la torre. El recién llegado miró alrededor, sorprendido, y giró despacio sobre sus pies para abarcar la enorme pintura circular, mientras el pintor de batallas buscaba bajo la mesa donde se amontonaban pinceles, botes y tubos de pintura, y luego entre las cajas de cartón puestas en el suelo, los papeles con bocetos, las escaleras, caballetes y tablones para montar andamios, las dos potentes bombillas de 120 vatios que, situadas sobre una estructura móvil con percha y ruedas, conectadas al generador de afuera, iluminaban el mural cuando Faulques trabajaba de noche. Coñac español y cerveza caliente, dijo este. Es cuanto puedo ofrecerle. Y no hay hielo. El frigorífico sólo funciona un rato cuando enciendo el generador.
Sin dejar de mirar el mural, el otro hizo un ademán negligente. Le daba igual una bebida que otra.
– No lo habría reconocido nunca -comentó el pintor de batallas-. Estaba más flaco entonces. En la foto.
– Llegué a estarlo mucho más.
– Supongo que fueron tiempos malos.
– Supone lo oportuno.
Faulques fue hasta él con dos vasos llenos de coñac hasta la mitad. Tiempos malos para todos, repitió en voz alta. Pensaba en lo ocurrido tres días después, cerca del lugar en donde había hecho aquella foto: cuneta de la carretera de Borovo Naselje, afueras de Vukovar. Le pasó un vaso al visitante y bebió un sorbo del suyo. A esa hora no resultaba adecuado, pero había dicho una copa y aquello era una copa. El desconocido -ese ya no era un término riguroso, pensó de pronto- había dejado de mirar la pintura mural y sostenía el vaso sin prestarle mucha atención. Tras los cristales de las gafas, sus ojos claros, de un gris muy pálido, estaban ahora fijos en el pintor.
– Sé a qué se refiere… Vi morir a la mujer.
Faulques no era propenso a mostrar estupor, ni a desvelar emociones. Pero algo debió de reflejarse en su cara, pues vio asomar otra vez el agujero negro en la boca del visitante.
– Fue días después de que me hiciera la fotografía -prosiguió este-. Usted no advirtió mi presencia, pero yo estaba aquella tarde en la carretera de Borovo Naselje. Cuando oí la explosión pensé en uno de los nuestros… Al pasar lo vi arrodillado en la cuneta, junto al cuerpo.
Había titubeado un instante con la última palabra, como si tras dudar entre cadáver y cuerpo hubiese optado por esta. Y resultaba pintoresco, decidió Faulques, aquel modo entre cortés y anticuado de rebuscar ciertas palabras, con pausas en demanda del término exacto. Ahora el visitante se llevó por fin el vaso a los labios, sin dejar de mirar a su interlocutor. Los dos permanecieron un poco más en silencio.
– Lo lamento -dijo Faulques-. No lo recordaba a usted.
– Es natural. Parecía sensiblemente afectado.
– No me refiero a lo de Borovo Naselje, sino a la foto que le hice días antes… Su cara fue portada de varias revistas, y desde entonces la he visto cientos de veces. Ahora sí, claro. Sabiéndolo, resulta más fácil. Pero ha cambiado mucho.
– Usted lo dijo antes, ¿no?… Tiempos malos. Y después pasaron muchos años.
– ¿Cómo me ha encontrado?
Preguntando, repuso el otro volviendo a mirar la pintura. Aquí y allá. Es usted un hombre notorio y famoso, señor Faulques, añadió mojando distraído los labios en el coñac. Aunque lleve tiempo retirado, mucha gente lo recuerda. Se lo aseguro.
– ¿Cómo logró salir de allí?
El visitante le dirigió una extraña mirada. Supongo que habla de Vukovar, repuso. Me hirieron dos semanas después de que me hiciera la fotografía. No la herida de la mano que se ve en la imagen -mire, conservo la cicatriz-, sino otra más grave. Fue cuando los chetniks aún no habían cortado el paso de los maizales. Me evacuaron a un hospital de Osijek.
Se tocaba el costado izquierdo indicando el lugar exacto. No con un dedo, sino con la mano abierta; así que Faulques dedujo que el destrozo habría sido grande. Asintió con vaga simpatía.
– ¿Metralla?
– Una bala del doce punto siete.
– Tuvo mucha suerte.
No se refería a que su visitante no hubiese muerto de la herida, sino a que esta se produjera mientras aún era posible sacar de Vukovar a los heridos. Cuando los serbios cortaron también aquel sendero, nadie pudo abandonar la ciudad cercada. Y al caer esta, todos los prisioneros en edad de combatir fueron asesinados. Eso incluyó a los heridos, arrastrados fuera del hospital, muertos a tiros y enterrados en gigantescas fosas comunes.
Al oír la palabra suerte, el otro había mirado a Faulques de modo extraño. Seguía haciéndolo. Al cabo puso el vaso sobre la mesa y echó otra larga ojeada circular.
– Curioso lugar. Pero no veo recuerdos de otros tiempos.
Faulques señaló la pintura: la ciudadela de sombras en contraluz sobre el fuego semejante a un volcán, los reflejos metálicos de las armas modernas, el tropel acerado desbordando la brecha de un muro, los rostros de mujeres y niños, los ahorcados pendiendo como racimos de los árboles, las naves alejándose en el horizonte gris.
– Esos son mis recuerdos.
– Me refiero a fotos. Usted es fotógrafo.
– Lo fui.
– Lo fue, eso es. Y los fotógrafos suelen colgar fotos en las paredes. Fotos que han hecho. Y más cuando tienen importantes premios. ¿No se avergonzará de sus fotos, verdad?
– Ya no me interesan. Es todo.
– Claro -el visitante sonrió de un modo extraño-. Eso es todo.
Ahora estudiaba las imágenes del mural con atención, fruncido el ceño.
– ¿También están entre sus recuerdos las guerras antiguas?… ¿Troya y sitios así?
Le tocó a Faulques el turno de sonreír a medias.
– De eso se trata. Los sitios así siempre son el mismo sitio.
Aquello debió de parecerle interesante al otro, pues se quedó quieto, la mirada inmóvil, meditando sobre lo que acababa de escuchar. El mismo sitio, repitió en voz baja. Dio unos pasos, observando los detalles de cerca. De pronto parecía incómodo.
– No entiendo de pintura -dijo.
Después fue hasta su mochila, que había dejado junto a la puerta, y cogió una carpeta de cuyo interior extrajo una hoja doblada por la mitad. Papel viejo, manoseado: una página de revista. La portada de Newszoom con la fotografía hecha diez años atrás. Se acercó con ella a la mesa, la puso junto a los frascos de pintura y los pinceles, y ambos la contemplaron en silencio. Era realmente una foto singular, se dijo Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían complaciéndolo las líneas geométricas invisibles -o visibles para un observador atento- que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del incendio, vertical como una columna negra y barroca, sin un soplo de brisa. Todo aquello, encuadrado en un visor fotográfico e impreso en un negativo de 24x36 milímetros, era más fruto del instinto que del cálculo, aunque el jurado que premió la imagen subrayara que lo casual resultaba relativo. No es sólo su perfección, declaró un miembro del comité del Europa Focus. Es nuestra certeza de que el punto de vista, la mirada de quien la obtuvo, se ha formado con una intensa experiencia, y que esa imagen es el sedimento final, la culminación de un largo proceso personal, profesional y artístico.
– Yo tenía veintisiete años -dijo el visitante, alisando la página con la palma de la mano.
Lo dijo en tono neutro, sin nostalgia ni melancolía; pero Faulques no le prestó atención. La palabra artístico oscilaba en su memoria, produciéndole un malestar retrospectivo. En nuestro oficio, había dicho una vez Olvido -rebobinaba la película sentada en un sillón destripado, las cámaras en el regazo, ante el cadáver de un hombre sin cabeza del que sólo había fotografiado los zapatos-, la palabra arte siempre suena a mixtificación y a paños calientes. Mejor seamos amorales que inmorales. ¿No te parece? Y ahora, por favor, bésame.
– Es una buena foto -prosiguió el visitante-. Se me ve cansado, ¿verdad?… Y lo estaba. Supongo que el cansancio es lo que le da a mi cara ese aspecto dramático… ¿El título lo eligió usted?
Aquello era precisamente lo opuesto al arte, pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con la ética que otros fotógrafos usaban -o decían usar- como filtro de sus objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el arte se convertía -y tal vez las palabras adecuadas eran de nuevo- en una fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la vida.
Tardó en darse cuenta de que el otro aguardaba su respuesta. Se esforzó en recordar. El título, eso era. Había preguntado por el título de la foto.
– No -dijo-. Eso lo hacían las revistas, los diarios y las agencias, por su cuenta. No era cosa mía.
– El rostro de la derrota. Muy apropiado. ¿Cuáles son sus recuerdos de aquel día, señor Faulques?… ¿De aquella derrota?
Lo observaba con curiosidad. Tal vez una curiosidad demasiado formal, como si la pregunta estuviese menos motivada por interés que por cortesía. El pintor de batallas movió la cabeza.
– Me acuerdo de casas que ardían y de su grupo retirándose del combate… Poco más.
No era exacto. Recordaba otras cosas, pero no lo dijo. Recordaba a Olvido caminando en silencio por el lado opuesto de la carretera, una cámara sobre el pecho y la pequeña mochila a la espalda, el pelo trigueño sujeto en dos trenzas, las piernas largas y esbeltas enfundadas en los vaqueros, las deportivas blancas haciendo crujir la gravilla de la carretera suelta por las granadas de mortero. A medida que se acercaban al frente y el combate sonaba próximo, el paso de ella parecía más vivo y firme, como si se esforzara, sin saberlo, en llegar a tiempo a la cita ineludible que la aguardaba tres días más tarde en la carretera de Borovo Naselje. Y al remontar una cuesta que los dejaba al descubierto, cuando las líneas curvas se hicieron tangentes con rectas hostiles y sobre sus cabezas pasó el ziaaang, ziaaang de dos balas perdidas y al límite de su alcance, Faulques la había visto detenerse ligeramente encorvada, mirando alrededor con la cautela de un cazador cercano a su presa, antes de volverse hacia él y sonreír con ternura feroz, un poco distraída y como ausente, dilatadas las aletas de la nariz, los ojos brillando cual si estuviesen a punto de llorar adrenalina.
El visitante cogió su vaso de la mesa, y tras sostenerlo un momento volvió a dejarlo donde estaba, sin probarlo.
– Pues yo recuerdo muy bien cuando me hizo la foto.
Aunque nuestras circunstancias eran distintas, añadió. Para Faulques era un trabajo más, claro. Rutina profesional. Pero él era la primera vez que se veía en algo así. Lo habían reclutado pocos días antes, y terminó entre camaradas tan asustados como él, con un fusil en las manos frente a los tanques serbios.
– Nos destrozaron, oiga. Literalmente. De cuarenta y ocho que éramos, volvimos quince… Los que vio en la carretera.
– No tenían buen aspecto.
– Imagínese. Habíamos corrido como conejos, campo a través, hasta reagruparnos en las afueras de Petrovci. Estábamos tan asustados que los jefes nos ordenaron retirarnos hacia Vukovar… Fue entonces cuando usted y la mujer se cruzaron con nosotros. Recuerdo que me sorprendió verla. Es una fotógrafa, pensé. Una corresponsal. Pasó por nuestro lado caminando rápido, como si no nos viera. Me quedé mirándola, y al volver la cara me encontré con usted delante. Me apuntaba, o encuadraba, o como se diga, haciéndome la foto… Sí. Hizo clic y siguió camino sin un gesto ni un saludo. Nada. Creo que ya había dejado de pensar en mí, incluso de verme, cuando bajó la cámara.
– Es posible -concedió Faulques, molesto.
El visitante indicó la fotografía con un vago ademán. No puede sospechar, dijo luego, la cantidad de cosas en que he pensado estos años, mirándola. Todo cuanto he aprendido de mí, de los otros. De tanto estudiar mi cara, o más bien la que tenía entonces, he llegado a verme como desde fuera, ¿comprende?… Se diría que es otro el que mira. Aunque lo que ocurre, supongo, es que realmente es otro el que ahora mira.
– Pero usted -concluyó volviéndose muy despacio hacia el pintor- no ha cambiado mucho.
Su tono era extraño. Faulques lo interrogó con una mirada suspicaz, en silencio, y vio que alzaba levemente una mano, cual si aquella pregunta no formulada careciera de sentido. Nada de particular. Pasaba por aquí y quise saludarlo, apuntaba el gesto. Qué otra cosa quiere que yo quiera.
– No -prosiguió al cabo de un momento-. Lo cierto es que no ha cambiado casi nada… El pelo gris, tal vez. Y más arrugas en la cara. Aun así, no ha sido fácil encontrarlo. Anduve por muchos sitios, preguntando. Fui a sus agencias de fotos, a revistas… Sabía poco de usted, pero, a medida que iba averiguando cosas, supe que era un fotógrafo famoso. De los mejores, dicen. Que casi siempre trabajó en guerras, que tiene muchos premios… Que un día lo dejó todo y desapareció. Al principio pensé que la muerte de aquella mujer tenía que ver con eso, pero luego comprobé que aún siguió trabajando unos años más. No se retiró hasta después de lo de Bosnia y Sarajevo, ¿verdad?… Y alguna cosa en África.
– ¿Qué quiere de mí?
Imposible saber si el otro sonreía, o no. La mirada parecía ir por su cuenta, fría, ajena al rictus benévolo de la boca.
– Me hizo famoso. Decidí conocer a quien me había hecho famoso.
– ¿Cómo se llama?
– Eso tiene gracia, ¿verdad? -los ojos seguían fijos y fríos, pero se ensanchó la sonrisa del visitante-. Usted le hizo una foto a un soldado con quien se cruzó un par de segundos. Un soldado del que ignoraba hasta el nombre. Y esa foto dio la vuelta al mundo. Luego olvidó al soldado anónimo e hizo otras fotos. A otros cuyo nombre también ignoraba, imagino. Tal vez los hizo famosos como a mí… Era un curioso trabajo, el suyo.
Se calló, reflexionando quizá sobre las singularidades del antiguo trabajo de Faulques. Miraba absorto el vaso de coñac, que estaba junto a la fotografía. Pareció reparar en él y lo cogió, llevándoselo a los labios.
– Me llamo Ivo Markovic.
– ¿Por qué me busca?
El otro había dejado el vaso y se limpiaba la boca con el dorso de la mano.
– Porque voy a matarlo a usted.
Durante un rato sólo se escuchó el rumor de las cigarras afuera, entre los matorrales. Faulques cerró la boca -la había dejado entreabierta al oír aquello- y miró alrededor. El corazón le latía lento y sin compás. Lo notaba agitarse en el pecho.
– ¿Por qué? -preguntó.
Se había movido despacio, sólo unos centímetros. Con extrema precaución. Ahora estaba de lado, oponiéndole al visitante el hombro izquierdo. Lo que tenía más a mano era una espátula ancha y acabada en punta, cuyo mango asomaba entre los botes y frascos de pintura. Alargó una mano hacia ella sin que el otro hiciera observación alguna, ni mostrase alarma.
– La suya es una pregunta de respuesta difícil -el visitante miraba, pensativo, la espátula en poder de Faulques-. Después de tantos años dándole vueltas, planificando cada paso y cada circunstancia, el asunto es más complejo de lo que parece.
Sin dejar de prestarle atención, el pintor de batallas calculó líneas, ángulos y volúmenes: espacios libres, distancia a la puerta, cualidades físicas. Para su íntima sorpresa, no se sentía alarmado. Quedaba por establecer si era por el tono y actitud del visitante, o por su propio modo de ver las cosas.
– No me diga. ¿Más?… A mí ya me parece complejísimo. Siempre y cuando se encuentre en sus cabales.
– ¿Perdón?
– Que no esté mal de la cabeza. Loco.
Asintió el otro, casi solícito. Me hago cargo de sus reservas, dijo con naturalidad. Pero lo que pretendo decirle es que antes, al principio, todo se me antojaba extremadamente simple. Entonces habría podido matarlo sin que mediara una palabra. Sin explicaciones. Pero el tiempo no pasa en balde. Uno piensa, y piensa. He tenido tiempo para pensar. Y matarlo sin más no me parece suficiente.
– ¿Pretende hacerlo aquí?… ¿Ahora?
– No. Precisamente vengo a conversar por eso. Ya he dicho que no puedo hacerlo sin más. Necesito que hablemos antes, conocerlo mejor, conseguir que también usted conozca ciertas cosas. Quiero que sepa y comprenda… Después podré matarlo, al fin.
Dicho aquello se lo quedó mirando con aire tímido, cual si no estuviera seguro de haber sido cortés explicándose, o de emplear la construcción sintáctica adecuada. Faulques dejó salir el aire que retenía en los pulmones.
– ¿Qué es lo que quiere que comprenda?
– Su foto. O mejor dicho: mi foto.
Los dos miraban la espátula que Faulques sostenía en la mano derecha. De pronto, a este le pareció ridícula. La devolvió a su sitio. Cuando alzó la vista leyó en los ojos del visitante una sobria aprobación. Entonces el pintor de batallas sonrió un poco, esquinado.
– ¿Se le ha ocurrido pensar que puedo defenderme?
El otro parpadeó. Parecía molesto porque su interlocutor creyera que no había considerado eso. Claro que sí, repuso. Todos merecemos una oportunidad. También usted, por supuesto.
– ¿O que puedo -Faulques vaciló un segundo, pues la palabra parecía absurda- huir?
El visitante tardó en responder. Había alzado ambas manos, como para mostrar que nada ocultaba o que nada se disponía a esgrimir, antes de ir hasta la mochila y sacar un ajado libro de fotografías. Mientras se acercaba de nuevo, Faulques reconoció la edición inglesa de uno de sus trabajos recopilatorios: The Eye of War. El otro puso el libro abierto sobre la mesa, junto a la portada de Newszoom.
– No creo que huya -hojeaba páginas, indiferente al hecho de que Faulques no mirase el álbum, sino a él-. Llevo años estudiando su trabajo, señor. Sus fotografías. Las conozco tan bien que a veces creo que he llegado a conocerlo a usted. Por eso sé que no huirá, ni hará nada por el momento. Se quedará aquí mientras conversamos. Un día, varios… Todavía no lo sé. Hay respuestas que necesita tanto como yo.