10

Después de quedarse solo, trabajó toda la tarde y hasta muy entrada la noche en una zona de la parte baja del mural: los guerreros que, junto a la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla, aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un ejército. La forma de representar a ese caballero solitario -al principio iba a estar en actitud serena, al estilo de El Caballero, la Muerte y el Diablo de Durero- se la había sugerido a Faulques una escena del Micheletto da Cotignola en combate, una de las tres tablas del tríptico sobre la batalla de San Romano: la del Louvre. Allí, los estragos del tiempo habían difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original, convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre lo que a primera vista parecía un solo caballo, el grupo estaba formado por cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si se tratara de la misma en diversas fases de movimiento. Todo ello se fundía en una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica vista fotograma a fotograma; pero ni siquiera una fotografía moderna, deliberada, hecha con baja velocidad de obturación y larga exposición de la película, obtendría nunca el mismo efecto. El tiempo y el azar también pintaban, a su manera.

Faulques, depredador gráfico sin complejos, había ejecutado el jinete del mural teniendo presente todo eso; de ahí la apariencia de foto movida del personaje, los varios contornos que parecía dejar atrás como huellas fantasmales en el espacio. Había trabajado pulverizando agua para mantener frescas las primeras capas, húmedo sobre húmedo: colores diluidos y pinceladas rápidas debajo, densidad y trazo más firme encima. Ahora el pintor de batallas se incorporó sobre la colchoneta manchada de pintura donde había estado arrodillado mientras trabajaba, dejó el pincel en la espiral del recipiente con agua, se frotó los riñones y retrocedió unos pasos. Era correcto. No un Uccello consciente de sí, por supuesto, sino un humilde Faulques que ni siquiera estaría firmado cuando se concluyera. Pero tenía buen aspecto. El grupo de caballeros quedaba ahora completo, a falta de algunos retoques que serían aplicados más adelante. Sobre sus cabezas, en el punto de fuga previsto entre ellos y el jinete que cerraba solitario contra el bosque de lanzas enemigas, se alzaban -se alzarían cuando fuesen algo más que trazos esquemáticos a carboncillo- las torres de Manhattan, Hong Kong, Londres o Madrid; cualquier ciudad de las muchas que vivían confiadas en el poder de sus colosos arrogantes: un bosque de edificios modernos, inteligentes, habitados por seres ciertos de su juventud, belleza e inmortalidad, convencidos de que el dolor y la muerte podían mantenerse a raya con la tecla intro de un ordenador. Ignorantes, todos ellos, de que inventar un objeto técnico era inventar su accidente específico, del mismo modo que la creación del universo llevaba, desde el momento de la nucleosíntesis primordial, implícita la palabra catástrofe. Por eso la historia de la Humanidad estaba tan surtida de torres hechas para ser evacuadas en cuatro o cinco horas, pero que sólo resistían la acción de un incendio durante dos, y de Titanics impávidos, insumergibles, a la espera del témpano de hielo dispuesto por el Caos en el punto exacto de su carta náutica.

Tan seguro de ello como si lo estuviera viendo -en realidad lo había visto, y lo veía- Faulques movió la cabeza, complacido por aquellos trazos de la pared que ya tenían forma y colores en su imaginación o en su recuerdo. No era preciso inventar nada. Todo ese cristal y acero resultaba prolongación directa de aquellos jinetes empenachados y forrados de hierro, por los resquicios de cuya armadura cualquier humilde peón podía introducir, con un poco de desesperación y otro poco de audacia, la hoja afilada de una daga.

Ella lo había expuesto con mucha precisión en Venecia. Ya no hay bárbaros, Faulques. Están todos dentro. Y ni siquiera hay ruinas como las de antes, añadiría más tarde, en Osijek, mientras fotografiaba una casa cuya fachada había desaparecido bajo una bomba, y que tras los escombros amontonados en la calle mostraba, todavía en pie, la cuadrícula íntima de las habitaciones con muebles, enseres domésticos y fotos familiares colgadas en las paredes. En otro tiempo, dijo -se movía con precaución entre los trozos de hormigón y los hierros retorcidos, la cámara cerca de la cara, buscando el encuadre adecuado-, las ruinas eran indestructibles. ¿No crees? Se quedaban ahí siglos y siglos, aunque la gente usara las piedras para sus casas y los mármoles para sus palacios. Y luego venían Hubert Robert o Magnasco con su caballete, y las pintaban. Ahora no es así. Fíjate en esto. Nuestro mundo fabrica escombros en vez de ruinas, y en cuanto puede mete un bulldozer y lo hace desaparecer todo, dispuesto a olvidar. Las ruinas molestan, incomodan. Y claro. Sin libros de piedra para leer el futuro, de pronto nos vemos en la orilla, con un pie en la barca y sin moneda para Caronte en el bolsillo.

Faulques sonrió para sus adentros, los ojos absortos en el mural. El barquero del río de los muertos había llegado a convertirse en guiño cómplice entre Olvido y él desde que, en compañía de guerrilleros saharauis, habían tenido que cruzar bajo fuego marroquí el lecho de arena de un uad, cerca de Guelta Zemmur. Cuando esperaban el momento de abandonar el refugio de unas rocas y correr cincuenta metros al descubierto -¿Quién va primero?, había preguntado, inquieto, el guerrillero que iba a cubrirlos con el fuego de su Kalashnikov-, Olvido palpó el bolsillo de Faulques con una mueca burlona, mirándolo con mucha fijeza, los iris verdes dilatadísimos por el resplandor del sol en la arena y minúsculas gotitas de sudor en la frente y el labio superior. Espero que lleves moneda para Caronte, dijo, la respiración entrecortada por la avidez con que apuraba el momento. Después se tocó los lóbulos de las orejas, bajo las trenzas, donde relucían unos pequeños pendientes de oro en forma de bolitas -casi nunca usaba joyas; solía referirse a las damas venecianas que, para burlarse de las leyes contra la ostentación, paseaban seguidas por sirvientas que lucían sus alhajas-. A mí me bastará con esto, añadió. Y luego, tras incorporarse estirando sus largas piernas enfundadas en los tejanos sucios de tierra -reía en voz queda, y así la oyó Faulques alejarse-, se aseguró la bolsa de las cámaras fotográficas y echó a correr tras el saharaui que la precedía, mientras el otro guerrillero vaciaba medio cargador sobre las posiciones marroquíes y Faulques la fotografiaba con el motor a 3,4 fotogramas por segundo, avanzando esbelta y veloz sobre la arena, semejante a la gacela con cuyos movimientos la asociaba a cada instante. Y cuando al fin le llegó a él su momento de cruzar, ella lo esperaba al otro lado, a cubierto, aún palpitante de excitación, entreabierta la boca mientras recobraba el aliento. Con una sonrisa de felicidad salvaje. Al diablo Caronte, murmuró tocándole a Faulques la cara con los dedos. Y sonreía.

El dolor se insinuaba de nuevo, así que el pintor de batallas tragó dos comprimidos con un sorbo de agua y se agachó hasta quedar en cuclillas, la espalda contra la pared. Aguardó inmóvil, apretados los dientes, a que hicieran efecto. Cuando se levantó tenía la ropa empapada de sudor. Anduvo hasta el interruptor y apagó los dos potentes focos que iluminaban la pared. Luego se quitó la camisa y salió afuera, a lavarse la cara y las manos, y aún goteando se zambulló en el paisaje nocturno con pasos largos y lentos, las manos mojadas dentro de los bolsillos, mientras la brisa del mar le enfriaba la cara y el torso desnudo, y los grillos, ensordecedores, lo jaleaban desde los arbustos y el bosquecillo negros. El ruido de la resaca sonaba abajo, entre las piedras de la caleta invisible. Anduvo hasta el borde del acantilado -se detuvo un poco antes, cauto, cegado todavía por el resplandor de las bombillas halógenas- y se quedó allí hasta que su retina se acostumbró a la oscuridad, observando el lejano destello del faro, la luna y las estrellas. Pensaba ahora en Ivo Markovic. Parece -eso había dicho el croata por la mañana, cuando ambos miraban el mural- que estemos en un concurso de navajas rotas, señor Faulques. El pintor de batallas acababa de contar algo a su manera, con largas pausas; como repasando la memoria para sus adentros en vez de conversar con un desconocido que ya no lo era tanto. Un manicomio, estaba diciendo. Una vez había fotografiado un combate en un manicomio. Con locos de verdad. La línea del frente pasaba por el patio del edificio, un caserón viejo cerca de San Miguel, en El Salvador. Cuando llegó, guardianes y enfermeros habían huido. Los guerrilleros estaban dentro y los soldados fuera, al otro lado de la tapia y en la casa de enfrente, a unos veinte metros. Se estaban sacudiendo con todo, fusiles y granadas, mientras los locos iban y venían a su aire, de unas posiciones a otras, paseaban por el patio entre disparos o se quedaban de pie junto a los combatientes, mirándolos con fijeza, diciendo incoherencias, riéndose a carcajadas, chillando de terror cuando una bomba estallaba cerca. Murieron ocho o diez, pero aquel día las mejores fotos las hizo Faulques con los vivos: un anciano con chaqueta de pijama y desnudo de cintura para abajo que, de pie entre el tiroteo, observaba con interés y muy tranquilo, las manos cruzadas a la espalda, a dos guerrilleros que disparaban desde el suelo. También fotografió a una mujer de mediana edad, gorda, despeinada, con una bata manchada de sangre, que acunaba a un joven combatiente, herido en el cuello, como si fuera un bebé o un muñeco. Faulques se fue de allí cuando uno de los locos cogió el fusil del herido y se puso a pegar tiros en todas direcciones.

– Volví dos días después, a echar un vistazo… Había agujeros en las paredes y el suelo se encontraba lleno de casquillos de bala. Los soldados y los guerrilleros ya no estaban, y algunos locos seguían en el caserón. Había excrementos y sangre seca por todas partes. Uno se acercó con mucho misterio para mostrarme un frasco que me pareció de melocotón en almíbar… Luego vi que eran orejas cortadas.

Markovic se giró a medias hacia Faulques. Parecía realmente interesado.

– ¿Hizo la foto?

– Nunca se habría publicado. Así que no la hice.

– Pero sí hizo, y fueron publicadas, aquellas de hombres con neumáticos ardiendo en torno al cuello… En Sudáfrica, me parece.

– No crea. Descartaron las más crudas. A los anunciantes de automóviles, perfumes y relojes caros no les gusta ver sus reclamos junto a esa clase de escenas.

El croata seguía mirando al pintor de batallas. Su sonrisa era plácida. Fue entonces cuando dijo:

– Parece que estemos en un concurso de navajas rotas, señor Faulques.

Después de aquello Markovic se había vuelto otra vez hacia el mural. Estuvo así un rato muy largo. Al cabo encogió levemente los hombros, como respuesta a reflexiones íntimas.

– ¿Quién dijo: la guerra ha agotado las palabras?

– No lo sé. Me parece que es frase vieja.

– Y mentira, además. Quien dijo eso nunca estuvo en una.

– Así lo creo -Faulques sonreía a medias-. Puede que la guerra agote las palabras estúpidas, pero no las otras. Las que conocemos usted y yo.

Vuelto a medias, Markovic entornaba los párpados, cómplice.

– ¿Se refiere a esas que apenas se pronuncian, o surgen sólo ante quien las conoce?

– A esas.

El otro siguió contemplando el mural.

– ¿Sabe, señor Faulques?… Cuando después del campo de prisioneros fui a un hospital de Zagreb, lo primero que hice al salir fue sentarme en un café de la plaza Jelacic. A mirar a la gente, a escuchar sus palabras. Y no daba crédito a lo que oía: la conversación, las preocupaciones, las prioridades… Oyéndolos, me preguntaba: ¿Es que no se dan cuenta? ¿Qué importa el abollado del coche, la carrera en la media, la letra del televisor?… ¿Comprende a qué me refiero?

– Perfectamente.

– Eso me pasa todavía… ¿A usted no?… Entro en un tren, en un bar, camino por la calle y los veo alrededor. ¿De dónde salen?, me pregunto. ¿Soy yo un extraterrestre?… ¿De verdad no se dan cuenta de que el suyo no es un estado normal?

– No. No se dan cuenta.

Markovic se había quitado las gafas y comprobaba la limpieza de los cristales.

– ¿Sabe lo que creo después de mucho mirar sus fotos?… Que en la guerra, en vez de que la cámara sorprenda a gente normal haciendo cosas anormales, lo que hace es lo contrario. ¿No le parece?… Fotografiar a gente anormal haciendo cosas normales.

– En realidad es algo más complejo. O más simple. Gente normal haciendo cosas normales.

Markovic se quedó inmóvil. Luego asintió lentamente un par de veces y se puso las gafas.

– Bueno. Tampoco los culpo. Yo mismo no me enteraba antes -se volvió de pronto-. ¿Y usted?… ¿De verdad fue siempre lo que sus fotos dicen que es?

El pintor de batallas le sostuvo la mirada sin abrir la boca. Tras un momento, el otro encogió de nuevo los hombros.

– Nunca fue un fotógrafo común, señor Faulques.

– No sé lo que era… Sé lo que no era. Empecé como todos, me parece: testigo privilegiado de la Historia, peligro y aventura. Juventud. La diferencia es que la mayor parte de los fotógrafos de guerra que conocí descubrieron una ideología a posteriori… Con el tiempo se humanizaron, o fingieron hacerlo.

Markovic indicó el álbum sobre la mesa.

– Humanitario no es algo que yo diría de sus fotos.

– Es que la palabra humanitario estropea al fotógrafo. Lo vuelve consciente de sí mismo, y este deja de ver el mundo exterior a través del objetivo. Termina fotografiándose él.

– Pero usted no se retiró por eso…

– En cierto modo, sí. Yo también me fotografiaba a mí mismo, al final.

– ¿Y siempre sospechó del paisaje? ¿De la vida?

Faulques, que ordenaba unos pinceles con gesto distraído, reflexionó sobre aquello.

– No sé. Supongo que el día que me fui de casa con una mochila al hombro, todavía no. O tal vez sí. Puede que me hiciese fotógrafo para confirmar una sospecha precoz.

– Entiendo… Un viaje de estudios. Científico. Los leucocitos y todo lo demás.

– Sí. Los leucocitos.

Markovic dio unos pasos por el recinto, estudiándolo todo como si acabara de cobrar nuevo interés para él: la mesa llena de frascos de pintura, trapos y pinceles -el álbum de fotos seguía allí-, libros apilados en el suelo y en los peldaños de la escalera de caracol que conducía al piso superior de la torre.

– ¿Siempre duerme arriba?

El pintor de batallas lo observó con recelo, sin responder, y el otro hizo una mueca burlona. Se trata de una pregunta inocente, dijo. Curiosidad por su forma de vida.

– Incluso iba a cometer -añadió Markovic- la impertinencia de preguntarle si siempre duerme solo.

«Este lugar se llama cala del Arráez y fue refugio de corsarios berberiscos»… La voz de mujer y la música ampliadas por la megafonía llegaron desde el acantilado, entre el rumor de los motores de la golondrina de turistas que pasaba, como cada día. Faulques volvió el rostro hacia la ventana por la que llegaba el sonido -«… La torre está habitada ahora por un conocido pintor…»- y estuvo así, inmóvil, hasta que este se alejó, desvaneciéndose.

– Vaya -dijo el croata-. Es una celebridad local.

Se había acercado al pie de la escalera y estudiaba los títulos de los libros apilados allí. Cogió el volumen -subrayado casi en cada página- de los Pensamientos de Pascal y volvió a dejarlo donde estaba, sobre una Ilíada, el Paolo Uccello de Stefano Borsi, las Vidas de Vasari y el Diccionario de la ciencia de Sánchez Ron.

– Es un hombre culto, señor Faulques… Lee mucho.

El pintor de batallas señaló el mural. Únicamente lo que tiene que ver con esto, repuso. Markovic se lo quedó mirando. Al cabo su rostro se iluminó. Ya entiendo, dijo. Quiere decir que sólo le interesa aquello que puede ser útil para este cuadro enorme. Lo que le da buenas ideas.

– Algo así.

– A mí me pasó lo mismo. Ya le dije que nunca fui hombre de lecturas. Aunque por su causa lo intenté varias veces. He llegado a leer libros, se lo aseguro… Pero sólo cuándo tenían que ver con usted. O cuando creí que me ayudarían a comprender. Muchos eran libros difíciles. Otros no pude acabarlos, por más que quise… Pero leí algunos. Y es cierto: aprendí cosas.

Mientras hablaba, recorría con la mirada las ventanas de la torre, la puerta, el piso superior. Faulques sintió un poco de aprensión. El croata parecía un fotógrafo estudiando la forma de entrar en terreno hostil y la forma de irse. También un asesino estudiando el futuro escenario del crimen.

– ¿No hay ninguna mujer?

Faulques no tenía intención de responder. Sin embargo, lo hizo cinco segundos después. La acaba de oír, dijo, pasando por ahí abajo. Markovic, sorprendido, parecía considerar la posibilidad de que le estuviese tomando el pelo. Debió de concluir eso, pues sonrió un poco y movió la cabeza.

– Hablo en serio -insistió Faulques-. O casi.

El croata volvió a mirarlo. Su sonrisa era más amplia.

– Vaya -dijo-. ¿Qué aspecto tiene?

– No tengo la menor idea… Sólo conozco su voz. Cada día a la misma hora.

– ¿No la ha visto en el puerto?

– Nunca.

– ¿Y no siente curiosidad?

– Relativa.

Una pausa. Markovic ya no sonreía. Su mirada se había vuelto suspicaz. Inteligente.

– ¿Por qué me cuenta eso?

– Porque me lo ha preguntado.

El otro se ajustó las gafas con un dedo y se quedó un rato callado, observándolo. Luego se sentó en un peldaño de la escalera, junto a los libros, y sin apartar los ojos del pintor de batallas hizo un ademán que abarcaba la torre.

– ¿Cómo se le ocurrió esto?… ¿Hacer algo así, aquí?

Faulques se lo contó. Historia vieja. Había estado en un molino antiguo y en ruinas, cerca de Valencia, en cuyas paredes un autor anónimo del XVII, sin duda un soldado de paso por allí, pintó en grisalla escenas del asedio del castillo de Salses, en Francia. Eso dejó en su cabeza ciertas ideas que fraguaron más tarde, entre una visita a la sala de batallas de El Escorial y cierto cuadro visto en un museo de Florencia. Era todo.

– No creo que sea todo -discrepó Markovic-. Están esas fotos suyas… Qué extraordinario. Nunca pensé que fuera un hombre insatisfecho con su trabajo. Tal vez horrorizado, me dije. Pero no insatisfecho. Aunque en esta pintura lo que menos parece es horrorizado. Quizá porque los cuadros no se pintan con sentimientos. ¿No?… O si. Tal vez lo que no puede pintarse con sentimientos sea un cuadro como este.

– Fotografiar un incendio no implica sentirse bombero.

Y sin embargo, pensó el pintor de batallas aunque no lo dijo, Markovic tenia razón. O la tenía en cierto modo. Un cuadro como aquel no podía pintarse con sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego verse despojado de ellos. O liberado. A él era Olvido quien lo había cambiado de verdad, por dos veces y en dos direcciones. También le había enseñado a mirar. Y, en cierto modo, a pintar. Fue una suerte. Cuando ella murió y la lente de la cámara se volvió borrosa, eso fue su salvación. Pintaba con la mirada que ella le dejó impresa.

– Dígame una cosa, señor Faulques… ¿Sentir el horror desenfoca la cámara?

Ahora el pintor de batallas no pudo menos que reír. Aquel individuo había hecho un buen trabajo de rastreo e interpretación, aunque no del todo. A menudo rozaba la verdad sin tocarla, pero algunas de sus toscas aproximaciones eran correctas. Tenia, resolvió admirado, buena intuición. Cierto estilo.

– Esa -admitió- es una buena apreciación.

– Respóndame, por favor. Estoy hablando de piedad, no de técnica.

Faulques guardó silencio. Su incomodidad se acentuaba. Todo iba demasiado lejos. Pero había un placer siniestro en aquello, decidió. Como el marido que sospecha de su esposa y rebusca hasta alzarse, triunfante, con la certeza. Pasar un dedo, suavemente, por el borde afilado de una navaja rota.

Markovic seguía sentado en la escalera. Movió la cabeza despacio, afirmativo, cual si acabara de escuchar una respuesta que nadie había dado. Supuse que se trataba de algo así, dijo.

– ¿De verdad no hay ninguna mujer real? -inquirió de pronto.

Faulques no respondió. Había cogido algunos pinceles y los lavaba con jabón bajo la espita del bidón de agua. Después de sacudirlos con cuidado, chupó la punta de los más finos y los dejó todos en su sitio. Luego se dispuso a limpiar la bandeja de horno que usaba como paleta.

– Disculpe mi insistencia -prosiguió el croata-, pero es importante. Forma parte de lo que me trajo aquí. En cuanto a la mujer de la carretera de Borovo Naselje…

Se interrumpió en ese punto, sin dejar de observar al pintor. Faulques seguía limpiando la bandeja, impasible.

– Antes -prosiguió Markovic- hablábamos de horror y desenfoques de cámara. ¿Y sabe lo que creo?… Que era usted un buen fotógrafo porque fotografiar es encuadrar, y encuadrar es elegir y excluir. Salvar unas cosas y condenar otras… No todo el mundo puede hacer eso: erigirse en juez de cuanto pasa alrededor. ¿Comprende a qué me refiero?… Nadie que ame de verdad puede dictar esa clase de sentencias. Puesto a elegir entre salvar a mi mujer o a mi hijo, yo no habría podido… No. Creo que no.

– ¿Y qué habría elegido entre salvar a su mujer, a su hijo o salvarse usted?

– Sé lo que insinúa. Hay gente que…

Se interrumpió de nuevo, contemplando el suelo entre sus pies. Tiene razón, dijo entonces Faulques. La fotografía es un sistema de selección visual. Uno encuadra parte de su ángulo de visión. Se trata de estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. De ver la jugada, como en el ajedrez.

Markovic seguía mirando el suelo.

– Ajedrez, dice.

– No sé si es un buen ejemplo. El fútbol también puede valer.

El otro alzó la cabeza, sonrió de modo extraño, casi provocador, e hizo un ademán hacia la pintura mural.

– ¿Y dónde está ella?… ¿Le reserva un lugar especial en el tablero, o forma parte de toda esa masa de gente?

Faulques dejó la bandeja. No le gustaba aquella repentina sonrisa insolente. Y, para su íntima sorpresa, por un instante se vio calculando las posibilidades que tenía de golpear a Markovic. El croata era fuerte, decidió. Más bajo que él, pero también más joven y fornido. Tendría que pegarle antes de que tuviese tiempo de reaccionar. Cogiéndolo de improviso. Miró alrededor: necesitaba un objeto contundente. La escopeta estaba en el piso de arriba. Demasiado lejos.

– No es asunto suyo -dijo.

El otro frunció los labios de modo desagradable.

– Estoy en desacuerdo con eso. Todo lo que a usted se refiere es asunto mío. Incluyo ese ajedrez del que habla con tanta sangre fría… Y a la mujer que fotografió muerta.

Había un tubo de andamio en el suelo, junto a la puerta, a unos tres metros de donde Markovic estaba sentado. Un tubo de aluminio grueso, de tres palmos de longitud. Con el viejo instinto del espacio y el movimiento, como si de tomar una foto se tratara, Faulques calculó los pasos necesarios para hacerse con el tubo y llegar hasta el croata. Cinco hacia la puerta, cuatro hacia el objetivo. Markovic no iba a levantarse hasta que lo viera empuñarlo. En dos pasos rápidos podía llegar cerca de él antes de que terminara de incorporarse. Uno más para golpear. En la cabeza, naturalmente. No podía darle oportunidad de rehacerse. Quizá un par de golpes bastarían. O uno solo, con suerte. No tenía intención de matarlo, ni de avisar luego a la policía. En realidad no tenía intención de nada. Sólo estaba irritado y deseaba hacerle daño.

– Cuentan que era fotógrafa de modas y de arte -dijo Markovic-. Que usted la apartó de su mundo y se la llevó consigo. Que se hicieron compañeros y… ¿Cuál es la palabra?… ¿Marido y mujer?… ¿Amantes?

Faulques se secó las manos con un trapo. Quién cuenta eso, preguntó. Luego fue despacio hacia la puerta, el aire casual. Primero sólo un paso. Por el rabillo del ojo miraba el tubo en el suelo. Cogió el recipiente lleno de agua sucia de los pinceles y se dispuso a vaciarlo afuera, para justificar el movimiento. Me lo contó, estaba diciendo Markovic, gente que la conoció a ella y lo conoció a usted. Le aseguro que hablé con muchas personas antes de llegar aquí. Hice trabajos incómodos en varios países, señor Faulques. Viajar cuesta dinero. Pero tenía una poderosa razón. Ahora sé que mereció la pena.

– Yo pienso mucho en la mía, ¿sabe? -añadió tras quedarse callado un momento-. En mi mujer. Era rubia, dulce. Tenía los ojos castaños, como mi hijo… Y fíjese: en el niño no soporto pensar. Me viene una desesperación negra, ganas de gritar hasta romperme la garganta. Una vez lo hice, grité, y casi me la rompo de verdad. Sucedió en una pensión, y la dueña creyó que estaba loco. Dos días sin poder hablar, figúrese… En ella sí pienso. Es distinto. He ido con otras mujeres, después. Soy un hombre, al fin y al cabo. Pero hay noches que me revuelvo en la cama, recordando. Tenía la piel muy blanca, y la carne… Tenía…

Faulques estaba en la puerta. Arrojó el agua sucia y se inclinó para dejar la lata en el suelo, junto al tubo de andamio. Casi lo rozaba cuando comprobó que su cólera se había desvanecido. Se irguió despacio, las manos vacías. Markovic lo estudiaba ahora con curiosidad, atento a su cara. Por un momento los ojos del croata se posaron en el tubo de andamio.

– ¿Ese barco de turistas pasa a la misma hora, con la misma mujer, y no piensa ir al puerto y ver cómo es ella?

– Quizá lo haga un día.

Markovic sonrió apenas, el aire distraído.

– Un día.

– Sí.

Puede verse desilusionado, lo previno el otro. La voz parece joven y bonita, pero ella tal vez no lo sea. Dijo eso mientras se apartaba, dejando sitio para que Faulques subiese al piso superior, abriese el frigorífico apagado y sacara dos cervezas.

– ¿Ha estado con mujeres desde lo de Borovo Naselje, señor Faulques?… Supongo que sí. Pero es curioso, ¿verdad? Al principio, con la juventud, crees imposible pasarte sin ellas. Luego, cuando las circunstancias o la edad obligan, uno se acostumbra. Se resigna, tal vez. Pero creo que no; que la palabra adecuada es esa: costumbre.

Cogió la lata que Faulques le ofrecía y se la quedó mirando sin abrirla. El pintor abrió la suya tirando de la lengüeta. Estaba tibia, y un borbotón de espuma se derramó entre sus dedos.

– Vive solo, entonces -murmuró Markovic, pensativo.

Faulques bebía a sorbos cortos, observándolo. Sin decir palabra, se secó la boca con el dorso de la mano. El otro movía la cabeza con leve gesto afirmativo. Parecía confirmar algo. Al fin abrió su cerveza, bebió un poco, la puso en el suelo y encendió un cigarrillo.

– ¿Quiere que hablemos de la mujer muerta en la carretera?

– No.

– Yo he hablado de la mía.

Se miraron los dos en silencio, un rato largo. Tres chupadas al cigarrillo de Markovic, dos sorbos a la cerveza de Faulques. Fue el croata quien habló de nuevo.

– ¿Cree que mi mujer intentó congraciarse con los hombres que la violaban, para salvarse?… ¿O para salvar a nuestro hijo?… ¿Cree que consintió por miedo, o por resignación, antes de que mataran al niño y la mutilaran y degollaran a ella?

Se llevó el cigarrillo a la boca. La brasa se avivó entre sus dedos, y una bocanada de humo veló un instante los ojos claros tras los cristales de las gafas. Faulques no dijo nada. Miraba una mosca que, tras revolotear entre ambos, había ido a posarse sobre el brazo izquierdo del croata. Este la observaba muy quieto. Impasible. Sin moverse ni espantarla.

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