No vio a Ivo Markovic en el pueblo, ni tampoco en el camino de vuelta a la torre. Dejó la moto junto al cobertizo y observó los alrededores, suspicaz: el bosquecillo de pinos, el borde del acantilado, las rocas sueltas en la pendiente que bajaba hasta la caleta y la playa de guijarros. Ni rastro del croata. El sol, ya en declive con las primeras horas de la tarde, proyectaba en el suelo la sombra inmóvil del pintor de batallas, que no se decidía a entrar en la torre. Algo en su viejo instinto profesional, adiestrado en moverse por territorio hostil, le decía que cuidase dónde ponía los pies. Miró otra vez en torno, atento a indicios de peligro. Estaba cerca -el mismo Markovic se lo había advertido el día anterior- de la línea oscura.
Dentro de la torre olía a tabaco. A colillas apagadas. Era extraño, pues las ventanas estaban abiertas y Faulques había vaciado, antes de salir, el tarro de mostaza que su visitante usaba como cenicero. De eso estaba seguro, decidió perplejo, mirando los restos de tres cigarrillos dentro. Acercó la nariz y frunció el ceño. Colillas recientes. La señal de alarma se intensificó en su cerebro. Fue moviéndose con cautela, despacio, como si Markovic pudiera estar allí escondido. No era razonable, pensó mientras ascendía alerta por la escalera de caracol. No era su estilo. Sin embargo, hasta que llegó arriba y pudo comprobar que estaba solo en la torre, el pintor de batallas no se quedó tranquilo. Sentado sobre el catre buscó más huellas del croata. Había estado allí, sin duda, mientras él se hallaba en el pueblo. Un pensamiento repentino le hizo incorporarse y abrir el baúl en cuyo fondo guardaba la escopeta de caza. No estaba allí, ni tampoco las cajas de cartuchos. Además de husmear a sus anchas, Markovic había tomado precauciones. Y ni siquiera se molestaba en disimularlas.
El dolor llegó todavía leve, sin traiciones esta vez. Se afirmó poco a poco, leal hasta cierto punto, avisándolo con tiempo del pinchazo que vendría después. Y junto al dolor, o su preludio, vino también la dosis adecuada de indiferencia. Al diablo, concluyó mientras bajaba por la escalera. Todo tenía su lado bueno y su lado malo: una calle, una trinchera, un dolor. Aquel, en concreto, lo condenaba a ciertas cosas y lo ponía al resguardo de otras. Markovic se convertía así en sólo un elemento más del paisaje. Cuestión de prioridades. De tiempos y de plazos. Y cuando el verdadero dolor, el intenso, llegó al fin con un espasmo que le envaró la cintura, el pintor de batallas había sacado ya dos comprimidos de la caja, tragándoselos con un vaso de agua. Sólo restaba esperar. De modo que se puso en cuclillas, la espalda contra la pared -el perro que mordisqueaba un cadáver, dibujado a carboncillo y sin pintar todavía, quedaba justo detrás de su cabeza-, apretó los dientes y aguardó, paciente, mientras las punzadas alcanzaban su clímax y luego se espaciaban y debilitaban hasta desaparecer. Y entre tanto, con la mirada absorta en la parte del mural que tenía enfrente -Héctor despidiéndose de Andrómaca antes del combate, pintados junto al lado izquierdo de la puerta-, recordó algo que había oído decir a Olvido, en Roma: Taci e riposa: qui si spegne il canto.
Movió con lentitud la cabeza mientras repetía aquello en voz baja, entre los dientes apretados, sin apartar los ojos del mural. Calla y reposa: aquí se acaba el canto. Era el primer verso de un poema de Alberto de Chirico que a Olvido le gustaba mucho. Ella lo había mencionado por primera vez en el lugar idóneo, pues Alberto era hermano de Giorgio de Chirico, y en ese momento Olvido y Faulques visitaban la casa del pintor, en Roma. Paseaban por la plaza de España, a pocos pasos de la escalera de la Trinitá dei Monti; y ante el número 31 -un antiguo palacio convertido en viviendas particulares- ella se detuvo, miró las ventanas del cuarto y quinto piso y dijo: aquí me traía mi padre de pequeña, a visitar al viejo don Giorgio y a Isabella. Subamos. La casa, tutelada por una fundación, aún no se había convertido en museo; pero el portero se mostró accesible a la sonrisa de Olvido y a una propina, y durante media hora pudieron pasear bajo los altos techos con manchas de humedad, con el parquet crujiendo bajo los pies, el carrito con polvorientas botellas de grappa y chianti, el comedor con naturalezas muertas en las paredes -stielleben, murmuró Olvido: vidas silenciosas-, el televisor ante el que Chirico se sentaba durante horas a mirar imágenes sin sonido. junto a los cuadros del período neoclásico, inquietantes maniquíes sin rostro alargaban sus sombras entre colores melancólicos verdes, ocres y grises, espacios vacíos que poco a poco se habían ido reduciendo como si, con el tiempo, el pintor hubiese empezado a temer el escalofrío del absurdo y de la nada que él mismo evocaba. Y ante un lienzo de 1958 que reproducía el mismo guante rojo pintado cuarenta y cuatro años antes en El enigma de la fatalidad -aunque el tiempo era sospechoso en un artista que a veces falsificaba la fecha de sus propias obras-, Olvido, contemplando pensativa la pintura, murmuró en italiano lo de calla y reposa, aquí se apaga el canto. De tu vida. Del antiguo llanto. Luego miró a Faulques con ojos extremadamente tristes, y entre aquella luz romana blanca y fantasmal que iluminaba la casa, contó que antes no era así, que en el salón había también otros muebles y cuadros antiguos; y arriba, en el estudio, una especie de autómata o maniquí enorme, siniestro, como los que el artista pintó en sus primeros tiempos, que de pequeña le daba miedo. Lo dijo moviendo afirmativamente la cabeza, y añadió: en serio, Faulques. Cuando mi padre me traía aquí, después, por la noche, ahí cerca -solíamos alojarnos en el Hassler- no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía esos manichini como quien descubre una sonrisa cruel en el rostro de un muñeco de madera. Quizá por eso nunca me gustó Pinocho. Tras decir aquello, Olvido se apartó del lienzo y se detuvo mirando alrededor, ensimismada. Hay dos cuadros de Chirico, comentó de pronto. Especiales. Sin duda los conoces, o deberías, porque uno se parece a tus fotos: está lleno de reglas, escuadras e instrumentos: se llama Melancolía de la partida. ¿Sabes a cuál me refiero? Claro que lo sabes. El de la Tate Modern de Londres. El otro es Enigma de la llegada. Interesantes, ¿verdad? Dijo eso muy seria, alzó una mano para acariciar con afecto el rostro de Faulques y no añadió nada más. Después se internó sola por las habitaciones, y él caminó detrás, observándola, espiando la imagen de una niña que se había movido por aquella casa de la mano de su padre, ante un extraño anciano inmóvil frente a un televisor encendido y sin sonido.
Alejado el dolor, el calmante dejaba, como siempre, un poso de suave lucidez. Faulques se puso en pie, los ojos fijos todavía en Héctor y Andrómaca. Estuvo así unos instantes y luego se acercó a la mesa, preparó pinceles y pinturas y se puso a trabajar en aquella parte del mural. Fue de lo oscuro a lo claro, resaltando la luz natural que procedía de la puerta abierta -el sol entraba ahora por ella, iluminando el interior de la torre desde el intenso rectángulo dorado que reptaba despacio por el suelo- sobre la luz pictórica, rojiza, lejana, del volcán en erupción situado más a la izquierda, al otro lado y sobre el campo de batalla donde los caballeros se acometían con sus lanzas o esperaban el momento de entrar en combate. Entre esas dos luces, al fondo y arriba, enfriados los colores con capas de azul y gris y veladuras blanquecinas que acentuaban el efecto de distancia, despuntaban las torres de cristal y acero de la ciudad moderna, la nueva Troya ante la que, en primer plano, con imágenes de tamaño real, se despedían el hijo de Príamo y su esposa. Y a ti, bañada en lágrimas -el pintor de batallas lo murmuraba entre dientes-, te llevará con él algún aqueo de broncínea loriga. Para la escena, Faulques había estudiado hasta la obsesión, primero directamente en la iglesia de San Francisco de Arezzo y luego en cuantos libros pudo encontrar, las figuras de dos jóvenes situados a un lado de La muerte de Adán pintada por Piero della Francesca en la parte superior derecha de la capilla principal. Como los cuadros de Paolo Uccello, aquellos frescos del siglo XV tenían mucho que ver con su trabajo en la torre; en especial El sueño de Constantino -las armas de Héctor se inspiraban vagamente en uno de los centinelas-, la Batalla de Heraclio y la Victoria de Constantino sobre Majencio. Faulques había obtenido de la joven pintada por Piero della Francesca el aspecto de su Andrómaca -un hombro y un seno desnudos, las ropas en geométrico desorden como recién levantada del lecho, el niño en brazos- y sobre todo la mirada triste, perdida más allá del hombro del guerrero. Esa mirada parecía recorrer la extensión circular del campo de batalla hasta el torrente de fugitivos que abandonaba la ciudad en llamas, como si la mujer pudiera reconocerse de antemano en las otras mujeres, botín del vencedor. Y ante ella, temible con fusil y mezcla de armas y arreos antiguos y modernos, casco de acero, angulosa armadura gris entre medieval y futurista -donde las dan las toman: de nuevo Orozco y Diego Rivera saqueados sin piedad-, Héctor alzaba un guantelete metálico hacia el niño que, asustado, se revolvía en brazos de su madre. Y en el suelo, la mezcla de tres sombras imperfectas formaba una sola sombra oscura como un presagio.
Dio Faulques unos pasos atrás con el pincel entre los dientes, observando el resultado. Funcionaba, se dijo satisfecho. Y la luz de aquella hora de la tarde ponía el resto. Lavó el pincel, lo puso a secar, eligió otro más ancho, y mezclando directamente sobre la pared repasó el rostro de Héctor, aplicando blanco y azul sobre siena para intensificar el escorzo en la parte inferior, oscurecida la sombra del casco sobre el cuello y la nuca. Quedaba reforzado así el aire de dureza estoica del guerrero, sus tonos fríos frente a los cálidos armónicamente graduados del cuerpo y el rostro de la mujer, el gesto resignado, rígido casi en caricatura militar, del hombre sometido a las reglas. Pues digo que ningún varón existe, volvió a susurrar el pintor de batallas, que su propio destino haya esquivado. El mismo Faulques lo sabía mejor que nadie. Una de sus tempranas imágenes de guerra estaba, además, relacionada con aquella: el hijo de Príamo y su esposa trascendían las traducciones escolares de griego clásico; tenían rostros, voz, lágrimas auténticas, y con exacta simetría -eran azares imposibles-, también hablaban la lengua de Homero. La primera vez que Faulques había oído el llanto real de Andrómaca fue a los veintitrés años, en Nicosia. Ese día, inicio de una guerra, bajo un cielo cubierto de paracaidistas turcos que descendían sobre la ciudad mientras la radio llamaba a presentarse en los cuarteles, Faulques fotografió a centenares de hombres despidiéndose de sus mujeres antes de correr a los centros de reclutamiento. Una de aquellas fotos fue portada en medio mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos, quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos.
Carmen Elsken se presentó a las cinco y cuarto. Faulques la oyó llegar. Se lavó las manos, se puso una camisa y salió a su encuentro. Ella estaba admirando el paisaje, asomada a la cortadura sobre la cala para ver desde arriba el lugar por donde pasaba cada día el barco de turistas. Llevaba el pelo suelto, un vestido ibicenco de tirantes largo hasta los tobillos, y las mismas sandalias que por la mañana. Bonito sitio, dijo. Tranquilo y muy bonito. Después sonrió. Creo que lo envidio a usted, añadió. Un poco, al menos. Vivir aquí es tan singular. El pintor de batallas consideró los alcances de la palabra. Si, respondió al fin. Puede que sea eso. Miró el mar, la miró a ella de nuevo, y comprobó que lo estudiaba con la misma curiosidad que en la terraza del bar. También observó que se había maquillado discretamente los ojos y la boca. Dirigió la vista hacia el bosquecillo de pinos, pensativo, preguntándose dónde estaría Ivo Markovic. Luego condujo a Carmen Elsken al interior de la torre, ante el gran mural, donde, deslumbrada al principio por la claridad exterior, se quedó inmóvil. Sobrecogida.
– No esperaba esto.
Faulques no le preguntó qué esperaba. Se limitó a aguardar, paciente. La mujer cruzaba los brazos desnudos frotándoselos un poco, como si el lugar, o la pintura, le produjeran frío. No entiendo demasiado, dijo tras un momento. Pero me parece extraordinaria. Impresiona, se lo aseguro. Mucho. ¿Tiene nombre?
– No.
El pintor de batallas no hizo más comentarios. Ella siguió en silencio, y al cabo se movió a lo largo de la pared circular, observando cada detalle. Se detuvo un buen rato ante la mujer de muslos ensangrentados y frente a los hombres que se apuñalaban en el suelo. También la ciudad en llamas atrajo su atención, pues la estuvo contemplando largo rato antes de volverse hacia Faulques. Parecía desconcertada.
– ¿Usted lo ve así?
– ¿A qué se refiere?
– No sé. A lo que sea… A lo que pinta.
– Sólo es un mural. Un viejo edificio decorado con historias.
– No es sólo una escena histórica, me parece. Es antiguo y moderno a la vez. Es…
Se interrumpió, buscando la palabra adecuada. Faulques esperó, mirando el holgado escote de la mujer. Senos abundantes, bronceados. Libres. Los tirantes en los hombros desnudos parecían una sujeción frágil para aquel vestido.
– Terrible -concluyó ella al fin.
Faulques sonrió con suavidad.
– No es terrible -dijo-. Es la vida, nada más. Una parte de ella.
Los iris azules parecían ahora muy atentos. Carmen Elsken le estudiaba los ojos y la boca, buscando allí la explicación de las imágenes pintadas en la pared.
– Ha debido de tener -dijo de pronto- una vida extraña.
Sonrió de nuevo el pintor de batallas, esta vez para sus adentros. Así era, entonces. Los Ivo Markovic y los Faulques, las retinas impresionadas, no contaban para ese punto de vista. Así era como iban a verlo quienes no habían estado allí. O mejor dicho -rectificó mirando las torres de cemento y cristal a medio pintar en la pared-, los que pensaban, erróneamente, que no estaban allí.
– No más extraña que la suya, o la de cualquiera.
Ella reflexionó sobre aquello, sorprendida, y movió la cabeza. Parecía rechazar una proposición intolerable.
– Yo nunca vi eso.
– Que no lo vea no significa que no esté.
La mujer tenía la boca entreabierta, los ojos aún risueños y un poco desconcertados. El vestido amplio de algodón, observó Faulques, favorecía sus caderas demasiado anchas.
– ¿Siempre fue pintor?
– No siempre.
– ¿Y qué hacía antes?
– Fotografías.
Carmen Elsken preguntó qué clase de fotografías, y él señaló The Eye of War, que seguía sobre la mesa, entre los utensilios de pintura. Ella pasó algunas páginas y alzó la vista, sorprendida.
– ¿Son suyas?
– Sí.
La mujer siguió hojeando el libro. Al fin lo cerró despacio y permaneció con la cabeza baja, cavilando. Ahora comprendo, dijo. Luego hizo un gesto abarcando el mural y se quedó mirando a Faulques, inquisitiva.
– Pinto -dijo este- la foto que no pude hacer.
Ella se había movido hacia la pared. Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado.
– ¿Sabe una cosa?… Hay algo en usted que no me gusta.
Sonrió Faulques, prudente.
– Creo saber a qué se refiere.
– Eso es lo que no me gusta. Que sabe a qué me refiero.
Lo observaba fijamente, sin parpadear, y sus ojos ya no parecían risueños. Al poco rato se volvió otra vez hacia la pintura.
– Hay algo maligno aquí.
Observaba la escena del niño llorando junto a la madre violada. Una Piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba. Quizá había sido necesaria la presencia de una mujer -real, de carne y hueso- para que la imagen cobrase todo su sentido. Como aquella vez que, a su lado, un visitante tuvo un ataque al corazón en el museo del Prado, delante del Descendimiento de Van der Weyden; y entre el público arremolinado, el médico y los sanitarios que acudieron para llevarse el cadáver, la camilla, el aparato de oxígeno, el cuadro y la sala cobraron de improviso un sentido diferente, como si se tratara de un happening de Wolf Vostell.
– Entiéndalo, no es que usted me desagrade -estaba diciendo Carmen Elsken-. Todo lo contrario. Es un hombre interesante. Un hombre guapo, además, si permite que se lo diga… ¿Qué edad tiene?… ¿Cincuenta?
Faulques no respondió. Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito. Maldito sea el fruto de tu vientre. Y Carmen Elsken tenía razón. La maldad como paisaje. Quien lo llamaba Horror con mayúscula -demasiada literatura al respecto- no hacía sino intelectualizar la simpleza de lo obvio.
– ¿Por qué se dirigió a mí en el puerto?
Faulques regresó con dificultad. Ante él estaba la mujer. Sus hombros desnudos bajo los delgados tirantes del vestido. Olía peculiar, descubrió de pronto. Un olor próximo, casi olvidado. A hembra fuerte y sana.
– Ya se lo dije: oigo su voz cada día, a la misma hora. Además, es una mujer guapa. Si permite que se lo diga.
Hubo un silencio y ella apartó los ojos. De nuevo miraba el mural, pero esta vez sus pensamientos parecían hallarse en otra parte. Después observó las manos del pintor de batallas con aire indeciso, como esperando alguna palabra o actitud; pero Faulques permaneció callado e inmóvil. La mujer se removió un poco. Parecía incómoda.
– Le agradezco que me haya mostrado su trabajo.
– Soy yo quien agradece la visita.
– ¿Puedo volver alguna vez?
– Claro.
Carmen Elsken anduvo hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró alrededor. Es todo tan extraño, dijo. Como usted mismo. Entonces se encaró de nuevo con él, recortada en la claridad de afuera, los ojos color azul prusia rebajado con blanco clavados en los suyos. Y Faulques supo que si daba un paso adelante, alzaba una mano y deslizaba aquellos tirantes de los hombros bronceados, el vestido caería a sus pies, sin resistencia, y la luz exterior doraría el cuerpo desnudo. Sintió un estremecimiento leve. Fugaz. Hay un tiempo para cada cosa, se dijo. Y aquel no lo era. No podía serlo. Apartó la vista, miró el suelo y encogió un poco los hombros. Realmente, pensó con intimo asombro, no costaba ningún esfuerzo dejar las cosas como estaban. Ya no. De modo que pasó junto a la mujer -intuyó su desconcierto al rozarla-, salió de la torre y aguardó a que se reuniese con él. Ella vino despacio, estudiándolo pensativa, y al llegar a su lado sonrió, la boca entreabierta a punto de pronunciar palabras que no llegaron a salir de sus labios. Entonces Faulques la acompañó hasta el arranque del sendero, estrechó la mano que le tendía y se quedó viéndola alejarse. Antes de desaparecer cuesta abajo, entre los pinos, Carmen Elsken se volvió dos veces a mirar atrás.
Cuando Faulques regresó a la torre, el sol estaba más bajo en su lento descenso sobre Cabo Malo, y la luz que entraba por la puerta daba tonos amarillentos a la imprimación blanca de la pared opuesta, donde, dibujadas a carboncillo bajo la ventana de levante, figuras de aire entre bruegheliano y goyesco -la frontera de la atrocidad vista con ojos modernos- se escalonaban al pie del volcán en llamas: el hombre que remataba al herido a golpes de arcabuz, el que despojaba a los muertos, el perro que devoraba cadáveres, las ejecuciones, la rueda del tormento, el árbol con cuerpos colgados como racimos. La maldad fuera del control de la razón y como instinto natural del hombre. El pintor de batallas se quedó parado ante la escena, observándola. Maligno, había dicho Carmen Elsken con extraordinaria lucidez, o intuición. La palabra era exactamente esa, y ahora culebreaba por cada circunvalación de la memoria de Faulques cuando cogió los pinceles y se puso a trabajar en aquella zona del mural, espiando de reojo el Mal encarnado en la mirada del soldado, en la del niño sentado en el suelo junto a la madre. Aquel rostro infantil e inquietante no era fruto de su imaginación. Tenía una localización exacta en el espacio y el tiempo, además de constancia gráfica: página cuarenta y dos del álbum que estaba sobre la mesa. Era una de las fotografías más simples y más terribles de Faulques. Un niño sonriendo, un estadio de fútbol vacío. Pero nunca hubo desastre de la guerra tan siniestro como ese.
Había ocurrido en la confusa línea de demarcación serbocroata, poco antes de Vukovar. El pueblo se llamaba Dragovac: una iglesia ortodoxa, otra católica, un ayuntamiento, un polideportivo. Un lugar campesino, tranquilo. El conflicto de los Balcanes había pasado por allí sin ruido aparente; la única huella visible era un solar arrasado donde antes se levantaba la iglesia católica. Por lo demás no había ninguna casa incendiada, en ruinas o con huellas de combates ni disparos. Los habitantes se dedicaban a sus tareas y apenas se veían soldados. Todo habría sido casi bucólico de no mediar un detalle: los croatas de Dragovac, un centenar de personas, habían desaparecido de la noche a la mañana. Allí sólo quedaban serbios. Corrían rumores de otra matanza; así que Faulques y Olvido se proveyeron de salvoconductos del ejército yugoslavo y viajaron por la carretera que corría a lo largo del Vrbas. Llegaron a Dragovac por la mañana, cuando casi todos los vecinos estaban trabajando en el campo. Estacionaron el coche frente al ayuntamiento y pasearon sin que nadie los molestara. No hubo hostilidad, ni cooperación; a cada pregunta la gente respondía con evasivas o silencios. Nadie sabía nada de croatas, nadie había visto croatas. Nadie los recordaba.
El único incidente ocurrió en la explanada donde estuvo la iglesia católica, cuando dos milicianos con el águila serbia en las gorras les pidieron la documentación. No foto, fue el comentario. Verboten. Prohibido. Al principio Faulques se inquietó, pues pronunciaron verbluten; y aquello significaba morir desangrado -más tarde consideró que no era mucha la diferencia, y que tal vez eso mismo habían querido decir-. Una oportuna sonrisa de Olvido, unos cigarrillos y algo de charla distendieron el ambiente. Los milicianos tampoco sabían nada de croatas. Punto final, concluyó Faulques. Vámonos. Volvieron al automóvil, y estaban a punto de salir del pueblo cuando pasaron ante el polideportivo. No se veía un alma. De pronto él tuvo una sensación extraña y detuvo el coche. Se quedaron sentados, Faulques con las manos en el volante, Olvido con la bolsa de las cámaras en el regazo, mirándose. Luego, sin pronunciar palabra, bajaron del coche y caminaron. No había nadie, excepto un niño que los observaba de lejos, junto a un árbol seco. Flotaba algo siniestro en el ambiente, en la ausencia de sonidos del edificio de cemento gris, tan sombrío y desierto que ni siquiera los pájaros volaban por encima. Y cuando pasaron bajo el arco de entrada y salieron al campo de fútbol desprovisto de césped, con la tierra removida y aquel curioso olor, Olvido se detuvo, estremeciéndose. Están aquí, dijo en voz baja. Todos. Fue entonces cuando se les unió el niño. Los había seguido, y ahora fue a sentarse cerca, en una grada del estadio. Debía de tener ocho o diez años y era flaco, rubio, de ojos muy claros. Un niño serbio. Llevaba una tosca pistola de madera metida en la cintura del pantalón corto. Y entonces, sin que ninguno de los dos hubiese pronunciado una palabra, el niño sonrió. ¿Buscáis croatas?, preguntó en inglés escolar. Después, sin aguardar respuesta, acentuó la sonrisa. En este pueblo no encontraréis ninguno, dijo burlón. Nema nichta. Aquí no hay croatas ni los hubo nunca. Entonces Olvido se estremeció otra vez, como si por aquel lugar corriese un soplo de aire frío. Lo sabe igual que tú y que yo, murmuró. Pero Faulques negó con la cabeza. Lo sabe mejor que nosotros, dijo. Y le gusta. Luego alzó la cámara para enfocar el rostro del niño: los ojos helados como escarcha, y aquella sonrisa despiadada y maligna.