Se había ido con el, sin más. Muy pronto. Quiero acompañarte, dijo. Necesito un Virgilio silencioso, y tú eres bueno en eso. Quiero un guía de agradable aspecto, callado y duro como en las películas de safaris de los años cincuenta. Olvido se lo había dicho un atardecer de invierno frente a una mina abandonada de Portmán, cerca de Cartagena, junto al Mediterráneo. Llevaba un gorro de lana, tenía la nariz roja de frío y los dedos asomaban por las mangas demasiado largas de un jersey rojo y grueso. Habló muy seria, mirándole los ojos, y luego vino la sonrisa. Estoy harta de hacer lo que hago, así que me pego a ti. Decidido. Oh muerte, zarpemos. Etcétera. Mis propias fotos me aburren. Es mentira que la fotografía sea la única de las artes donde la formación no es decisiva. Ahora todas son así. Cualquier aficionado con una Polaroid se codea con Man Ray o Brassaï, ¿comprendes? Pero también con Picasso o con Frank Lloyd Wright. Sobre las palabras arte y artista pesan siglos de trampas acumuladas. Lo que tú haces no sé muy bien qué es; pero me atrae. Te veo tomar todo el tiempo fotos mentales, concentrado como si practicaras una disciplina bushido extraña, con una cámara en lugar de un sable samurái. Sospecho que el único arte actual vivo y posible es el de tus despiadadas cacerías. Y no te rías, tonto. Hablo en serio. Empecé a comprenderlo anoche, cuando me abrazabas como si estuviéramos a punto de morir. O como si alguien fuera a matarnos a los dos de un momento a otro.
Ella era inteligente. Mucho. Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre. Olvido, por su parte, era consciente de haber vivido en un mundo ficticio desde niña, como aquel Buda joven al que, contaba, su familia ocultó durante treinta años la existencia de la muerte. La cámara, decía, tú mismo, Faulques, sois mi pasaporte a lo real: allí donde las cosas no pueden ser embellecidas con estupidez, retórica o dinero. Quiero violar mi vieja ingenuidad. Mi maltrecha inocencia, tan sobrevalorada. Quizás por eso, cuando hacía el amor susurraba densas procacidades o hacía que él la tratara, a veces, casi con violencia. Detesto, dijo en cierta ocasión -ahora estaban en la National Gallery de Washington, ante el Retrato de señora de Van der Weyden-, ese talante hipócrita, casto, difícil, de las mujeres pintadas por esos tipos del norte. ¿Comprendes, Faulques? Por el contrario, las madonnas italianas o las santas españolas tienen todo el aire, en caso de que escape de sus labios una obscenidad, de saber perfectamente lo que dicen. Como yo.
A partir de aquel tiempo, Olvido ya nunca produjo obra alguna desde la estética y el glamour en los que había sido educada y vivido, sino que les volvió la espalda deliberadamente. Todas sus nuevas fotos habrían de ser una reacción contra eso. Ya nunca hubo en ellas personas, ni belleza; sólo cosas acumuladas como en una tienda de ropavejero, restos de vidas ausentes que el tiempo arrojaba a sus pies: ruinas, escombros, esqueletos de edificios ennegrecidos que se recortaban en cielos sombríos, cortinas rasgadas, loza rota, armarios vacíos, muebles quemados, casquillos de bala, huellas de metralla en los muros. Ese fue durante tres años el resultado de su trabajo, siempre en blanco y negro, antítesis de las escenas de arte o de moda que había protagonizado o fotografiado antes; del color, la luz y el enfoque perfectos que hacían el mundo más bello que en la vida real. Mira qué guapa era yo en las fotos, dijo en cierta ocasión, mostrándole a Faulques la portada de una revista -Olvido maquillada, impecable, posando en el puente de Brooklyn reluciente de lluvia-. Qué increíblemente guapa; y repara, si eres tan amable, en el adverbio. Así que dame, por favor, lo que a ese viejo mundo mío le falta. Dame la crueldad de una cámara no cómplice. La fotografía como arte es un terreno peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser; prefiere que yo, vestida por los mejores modistos, le robe las frases a Sasha Stone o a Feuerbach. Por eso te amo, de momento. Eres mi forma de decir: al diablo las revistas de modas, al diablo la colección de primavera en Milán, al diablo Giorgio Morandi, que pasó media vida haciendo naturalezas muertas con botellas, al diablo Warhol y sus latas de sopa, al diablo la mierda de artista que se vende enlatada en las subastas millonarias de Claymore. Pronto no te necesitaré, Faulques; pero estaré siempre agradecida a tus guerras. Liberan mis ojos de todo eso. Es una licencia ideal para ir a donde quiero ir: acción, adrenalina, arte efímero. Me libra de responsabilidades y me hace turista de élite. Puedo mirar, al fin. Con mis ojos. Contemplar el mundo mediante los dos únicos sistemas posibles: la lógica y la guerra. En eso tampoco hay tanta diferencia entre tú y yo. Ninguno de los dos hacemos fotoperiodismo ético. ¿Quién lo hace?
La decisión de acompañarlo la tomó Olvido mientras contemplaban el devastado paisaje de Portmán. O al menos fue entonces cuando lo dijo. Sé de un sitio, había sugerido Faulques, idéntico a un cuadro del doctor Atl, pero sin fuego ni lava. Ahora que conozco esos cuadros y te conozco a ti, me gustaría volver allí y fotografiarlo. Ella lo miró, sorprendida, por encima de su taza de café -desayunaban en la casa de Faulques en Barcelona, cuando a él se le ocurrió la idea- y dijo eso no es una guerra, y yo creía que sólo fotografiabas guerras. En cierto modo, respondió él, ahora esos cuadros y ese lugar también forman parte de la guerra. Así que alquilaron un automóvil y viajaron hacia el sur, hasta un atardecer de invierno en el silencio de sinuosas carreteras de tierra asomadas a barrancos y montañas de escoria de mineral, arruinadas torres y casas derribadas, muros sin techos, antiguas minas a cielo abierto que mostraban las entrañas pardas, rojas y negruzcas de la tierra, vetas de óxido ocre, filones agotados, enormes lavaderos cuyo fango agrietado y gris, tras escapar por los taludes rotos, tapizaba el fondo de las ramblas, entre chumberas muertas y troncos secos de higueras, como lenguas de lava solidificada y vieja. Parece un volcán frío, murmuró Olvido, admirada, cuando Faulques detuvo el coche, cogió la bolsa de las cámaras y caminaron por aquel paisaje de belleza sombría, escuchando el crujido de las piedras bajo sus pasos en el silencio absoluto de la inmensidad desierta, abandonada por las manos del hombre desde hacía casi un siglo, pero que el viento y la lluvia habían seguido erosionando con formas caprichosas, torrenteras, surcos entrelazados, derrumbes. Se diría que una mano gigantesca y caótica, manejando herramientas poderosas, hubiera removido la tierra hasta arrancarle sus vísceras de mineral y piedra, y después hubiese dejado al tiempo trabajar en todo aquello como el artista en un taller desaforado. Entonces, el sol, que estaba a punto de ponerse entre las escombreras que se extendían hasta el mar cercano, asomó un instante bajo la capa de nubes plomizas, y un resplandor rojo estalló en el agua para derramarse como una erupción de lava incandescente por el paisaje atormentado, sobre las crestas rotas de los lavaderos, los barrancos de escoria y las arruinadas torres mineras recortadas en la distancia. Y mientras Faulques se llevaba la cámara a la cara para fotografiar aquello, Olvido dejó de frotarse las manos para aliviar el frío, abrió mucho los ojos bajo el gorro de lana, se dio una palmada en la frente y dijo: por supuesto, dios mío, es exactamente lo que ocurre. No es la pirámide de Gizeh, o la esfinge, sino lo que de ellas queda cuando el tiempo, el viento, la lluvia, las tormentas de arena han hecho su trabajo. No será la verdadera torre Eiffel hasta que la estructura de hierro, al fin rota y oxidada, vigile una ciudad muerta a la manera de un espectro en su atalaya. Nada será en realidad lo que es hasta que el Universo, que no tiene sentimientos, despierte como un animal dormido, estire las patas desperezando la osamenta de la Tierra, bostece y dé unos cuantos zarpazos al azar. ¿Te das cuenta? Sí, claro que te la das. Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del ordenador, Arquímedes triunfe sobre Shakespeare y la Humanidad se palpe desconcertada los bolsillos, comprobando que no lleva moneda suelta para el barquero. Fotografiar no al hombre, sino su rastro. Al hombre desnudo bajando una escalera. Pero yo nunca lo había visto así antes. Sólo era un cuadro en un museo. Dios mío, Faulques. Dios mío -la luz rojiza le iluminaba el rostro como las llamas de un volcán colgado en la pared-. Un museo es sólo cuestión de perspectiva. Gracias por traerme aquí.
Desde aquel día, ella lo acompañó siempre. Cazaba a su manera, concentrada en su visión del mundo, que no era idéntica a la de Faulques pero se alimentaba con la misma desolación. El primer lugar fue el Líbano. La llevó allí porque era territorio familiar, donde él había pasado mucho tiempo durante la contienda civil. Conocía carreteras, pueblos, ciudades, conservaba en todos los bandos amigos y contactos que permitirían mantener, hasta cierto punto, la situación bajo control. La guerra se había replegado al sur del Litani, a las incursiones y bombardeos de guerrilleros islámicos contra la frontera norte del estado hebreo, y a las represalias israelíes. Viajaron en taxi a lo largo de la costa, de Beirut a Sidón y de allí a Tiro, donde llegaron un día mediterráneo luminoso y azul, con el sol cegador dorando las piedras del puerto viejo. Aún vivía el septuagenario padre Georges, amigo de Faulques, que seducido de inmediato por Olvido le mostró la cripta de su iglesia medieval, donde se encontraban las estatuas yacentes -sus facciones de piedra desfiguradas a martillazos cuando la ciudad cayó en manos turcas- de los caballeros cruzados. Al día siguiente, ella tuvo su bautismo de fuego en la carretera de Nabatie: un ataque de helicópteros artillados israelíes, un misil contra un coche con jefes de Hezbolá, un hombre sin piernas saliendo a rastras del amasijo de chapa humeante como si saliera de un bricolaje antifuturista de Rauschenberg. Por el rabillo del ojo Faulques la veía trabajar, pálida, ávida, con intensas miradas en torno entre foto y foto, sin abrir la boca. Ni un lamento ni un comentario; dispuesta y sufrida como una alumna voluntariosa. Haz lo que haga yo, había dicho él. Muévete igual. Hazte invisible. No uses prendas militares ni llamativas, no pises fuera de carreteras asfaltadas, no toques objetos abandonados, no te recortes inmóvil en puertas ni ventanas, nunca levantes una cámara al sol cuando haya aviones o helicópteros volando cerca; y recuerda que si puedes ver a un hombre con un fusil, también él puede verte a ti. Nunca aproximes demasiado la cámara a la gente, a los que lloran, sufren o pueden matarte. La única presencia tuya, la primera que deben advertir, es el ruido del obturador de tu cámara. Calcula distancias, foco, luz y encuadre antes de acercarte, hazlo con sigilo, trabaja en silencio y desaparece con discreción. Antes de entrar en zona de riesgo, averigua cómo vas a salir, observa el terreno, busca puntos protegidos, dirígete de uno a otro por etapas o saltos. Recuerda que cada calle, trinchera, colina, árbol, tiene un lado bueno y un lado malo; no te equivoques al identificarlo. No compliques tu vida sin necesidad. Y sobre todo no me la compliques a mí.
A Olvido le gustaba estar con Faulques, y se lo decía. Me gusta ver cómo te mueves con esa cautela de zorro, preenfocando, preparando mentalmente la foto que vas a hacer, antes de intentar hacerla. Me gusta ver tus tejanos gastados en las rodillas y tus camisas remangadas sobre tu cuerpo flaco y duro, y verte cambiar los objetivos o la película recostado contra una tapia, mientras nos disparan, con los mismos gestos de concentración que un soldado usa para cambiar el cargador de su rifle. Me gusta verte en habitaciones de hotel con un ojo pegado al cuentahílos, marcando las mejores imágenes de tus negativos apoyados al trasluz en el cristal de la ventana, o verte pasar horas sobre las copias con regla y rotulador, seleccionando el encuadre, anotando instrucciones mientras calculas por dónde doblará el editor la página. Me gusta que seas tan bueno en tu trabajo y que una lágrima nunca te haya hecho perder el foco de la cámara. O que lo parezca.
También ella era razonablemente buena trabajando, comprobó Faulques en carreteras peligrosas y controles hostiles bajo la lluvia, en pueblos desiertos, amenazadores en su silencio, donde sólo escuchaban el crujido de los propios pasos sobre cristales rotos. Olvido no era una fotógrafa brillante, pero sí concienzuda y original en su concepción de la imagen. Pronto empezó a revelar dotes adecuadas, instinto y una frialdad técnica utilísima en situaciones extremas. Poseía, además, el don de hacerse adoptar por la gente peligrosa, imprescindible para deambular por las guerras con una cámara. Era capaz de convencer sin palabras a cualquiera, con sólo una de sus elegantes sonrisas, de que era bueno para todos que la dejaran estar allí, a modo de testigo necesario. Que era más útil viva que muerta, o violada. Pero en seguida dejó de fotografiar a personas, o casi. No le interesaban. Sin embargo, podía pasar un día entero deambulando por el interior de una casa abandonada o un pueblo en ruinas. Pese a su afición a hacerse con objetos en la vida de retaguardia -esos objetos falsos o banales que coleccionaba con frívola pasión y luego regalaba o abandonaba por todas partes-, allí nunca cogía nada, ni un libro, ni una porcelana, ni un casquillo de bala; sólo tomaba carretes y carretes, fotografiándolo todo. La guerra, decía, está llena de objetos trouvés. Pone el surrealismo en su sitio. Es como el encuentro, sobre una mesa de disección, de un ser humano sin paraguas y una máquina de picar carne.
Faulques, que hasta entonces había trabajado casi siempre solo y nunca con mujeres -opinaba que en la guerra traían problemas; entre otros que te mataran para conseguirlas-, averiguó que la compañía de Olvido tenía ventajas profesionales: cerraba algunas puertas, pero abría otras con su talento especial para despertar el instinto de protección, la admiración y la vanidad de los hombres. Y lo aprovechaba. Como en Jafji, durante la primera guerra del Golfo, cuando un coqueto coronel saudí no sólo les permitió merodear por allí -habían llegado sin permiso desde Dahran, camuflados en un vehículo con marcas militares aliadas- sino que les ofreció café en mitad del combate y luego le preguntó a Olvido dónde quería que acertara su artillería para hacer mejores fotos. Ella dio las gracias con mucha distinción y una sonrisa radiante, señaló un sitio al azar -la altísima Water Tower, ocupada por los iraquíes-, dispuso la cámara con un objetivo de 90, el amable coronel hizo que trajeran una silla para que estuviera cómoda, y tuvo tiempo de ordenar el disparo de cuatro cañonazos y un misil Tow contra el lugar elegido antes de que un destacamento de marines norteamericanos llegase a toda prisa, abroncara al coronel y los expulsara a todos de allí. Quiero un hijo, le dijo a Faulques aquella noche mientras bebían zumos de frutas en el abstemio bar del hotel Meridien, riendo a carcajadas al recordar. Quiero uno para mí sola, llevarlo a cuestas en una mochila y criarlo en aeropuertos, hoteles y trincheras. ¿Qué haré, si no, cuando termine nuestra dulce camaradería? Esa noche hicieron el amor hasta el alba, en silencio, sin interrumpirse ni durante una alarma de misiles Scud iraquíes, ni abrir la boca más que para besar, morder o chupar. Y luego, exhaustos, ella estuvo lamiendo el cuerpo de Faulques hasta que se quedó dormida.
En cuanto a lo de fotografiar cosas y no personas, él apenas la vio enfocar nada vivo. La verdad está en las cosas y no en nosotros, decía. Pero nos necesita para manifestarse. Era paciente. Aguardaba a que la luz natural fuese la que deseaba, la adecuada. Y con el tiempo desarrolló su propio estilo. Después, en Barcelona -se mudó muy pronto al piso de techos altos que él tenía junto a la Boquería-, al salir del cuarto de revelar iba a tumbarse en la alfombra, rodeada de todas aquellas imágenes en blanco y negro, y pasaba horas marcando detalles con rotulador, agrupando las imágenes según códigos que sólo ella conocía y en los que Faulques nunca logró penetrar del todo. Luego volvía a las cubetas y al proyector, y trabajaba en los sectores de las fotos que había marcado antes, ampliándolos una y otra vez en nuevos encuadres hasta quedar satisfecha. Las cosas, le oyó Faulques murmurar una vez, sangran como las personas. Una de sus obsesiones eran las fotos encontradas en casas devastadas. Las fotografiaba tal y como estaban, sin tocarlas ni componerlas nunca: pisoteadas, chamuscadas por los incendios, colgadas y torcidas en la pared con cristales o marcos rotos, álbumes familiares abiertos y deshechos. Las fotos abandonadas, afirmaba, son como las manchas claras en un cuadro tenebrista: no iluminan, sino que oscurecen las sombras. La primera y única vez que Faulques la vio llorar en la guerra fue ante un álbum, en Petrinja, Croacia, veintidós días antes de la cuneta de la carretera de Borovo Naselje. Lo encontraron en el suelo, sucio de yeso y mojado por la lluvia que goteaba del techo roto, abierto por dos páginas donde estaban pegadas fotos de una familia en Navidad, matrimonio, abuelos, cuatro hijos pequeños y un perro, fotos felices en torno a un abeto decorado y una mesa bien provista: la misma familia, abuelos y perro que Faulques y ella acababan de ver fuera de la casa, en un charco del jardín, revoltijo de ropas mojadas y carne rota, acribillada a tiros y rematada con una granada de fragmentación. Olvido no hizo ninguna foto allí; se quedó mirando los cadáveres, con las cámaras protegidas bajo el chubasquero, y sólo al entrar en la casa y ver el álbum en el suelo empezó a trabajar. Era un día muy húmedo y tormentoso, y ella tenía el cabello y la cara cubiertos de gotas de lluvia; así que Faulques tardó un poco en darse cuenta de que lloraba, y sólo lo advirtió al verla retirar la cámara de los ojos y frotárselos para secar lágrimas que le impedían enfocar. Nunca habló de eso, ni él tampoco. Más tarde, de regreso a Barcelona, cuando todo había terminado y Faulques vio los contactos que Olvido no tuvo tiempo de positivar, comprobó que, por una de las singulares simetrías en que tan pródigos eran el caos y sus reglas, había hecho exactamente veintidós encuadres de las fotos pegadas en el álbum; tantos como días le quedaban de vida. Lo comprobó con un calendario en una mano y los contactos en la otra, recordando. No había estado tan asombrado desde que, al regreso de un viaje a África -Somalia, el hambre y las matanzas fueron una experiencia intensa-, ella pasó una semana en un matadero industrial, fotografiando herramientas afiladas y enormes pedazos de carne de res colgados en sus ganchos, envueltos en plásticos, estampillados con los sellos de sanidad. Todo en blanco y negro, como de costumbre. Olvido positivo aquel extraño trabajo y lo guardó en una carpeta en cuya cubierta había escrito: Der müde Tod. La Muerte cansada. En esas imágenes, como en sus despobladas fotos de guerra -a lo sumo, un pie muerto con la suela de un zapato agujereada, una mano muerta con anillo de casado-, la sangre se asemejaba a aquellas lenguas de fango gris oscuro que había visto entre los lavaderos de mineral derruidos de Portmán. La lava de un volcán frío.
El silencio en la torre era absoluto. Ni siquiera se oía el mar. Faulques guardó la foto en la que aparecían ambos -él y el fantasma de ella en el espejo roto-, y cerró la tapa del cajón. Después apuró el vaso y bajó por la escalera de caracol en busca de más bebida, sintiendo que los peldaños se retiraban bajo sus pies. Espero, pensó fugazmente, que a Ivo Markovic no se le ocurra hacerme una visita ahora. La botella seguía entre los frascos y los pinceles, sin hacer preguntas ni aportar otra cosa que lo que Faulques llevaba consigo. Eso está bien, se dijo. Es lo adecuado, sin duda. Lo perfecto. Puso más coñac en el vaso, lo vació de golpe, y al sentir el trago abrasar su garganta pronunció en voz alta el nombre de Olvido. Singular nombre, meditó. Incierta palabra. Cogió de nuevo la botella, aturdido, asomado al río de los muertos, vislumbrando al otro lado sombras que se movían despacio, cercadas de tinieblas y negro rastro. El pintor de batallas observó el mural en penumbra mientras consideraba la paradoja: algunas palabras cometían suicidio semántico, negándose a sí mismas. Olvido era una de esas. Desde la orilla oscura de su recuerdo, ella lo miraba beber coñac.