4

El visitante fumaba concentrado en un nuevo cigarrillo, como si cada porción de humo fuese valiosa. Faulques identificó los viejos gestos del soldado, o del prisionero. Había visto fumar a muchos hombres en muchas guerras, donde a menudo el tabaco era la única compañía. El único consuelo.

– Cuando aquel hombre fue puesto en libertad -siguió contando Ivo Markovic-, buscó el contacto con su mujer y su hijo. Tres años sin noticias, imagínese… Y bueno. Al poco, las tuvo. La foto famosa también había llegado al pueblo. Alguien consiguió un ejemplar de la revista. Siempre hay vecinos dispuestos a cooperar en esa clase de asuntos: la novia que no pudieron tener, el trabajo que unos abuelos le quitaron a otros, la casa o parcela de tierra que se ambicionan… Lo de siempre: envidia, ruindad. Lo previsible entre seres humanos.

El sol poniente, que llegaba horizontal a través de una de las estrechas ventanas de la torre, aureolaba al croata con un rojo semejante al de los incendios pintados en la pared: la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán lejano que iluminaba piedras y ramas desnudas, el fuego en reflejos metálicos sobre armas y arneses que parecía ahora prolongarse fuera del muro y abarcar también el recinto, los objetos, los contornos del hombre sentado en la silla, las volutas de humo del cigarrillo que sostenía entre los dedos o dejaba colgado de los labios, espirales rojizas que con aquella luz daban una singular animación a las escenas de la pared. Quizá, pensó de pronto Faulques, esta pintura no sea tan mala como creo.

– Una noche -continuó Markovic-, un grupo de chetniks se presentó en la casa donde vivían la mujer serbia y el hijo del croata… La violaron uno tras otro, cuanto quisieron. Como el niño, de cinco años, lloraba y forcejeaba defendiendo a su madre, lo clavaron con un bayonetazo en la puerta: igual que esas mariposas en un corcho, figúrese, las del efecto del que me hablaba antes… Luego, cuando se cansaron de la mujer, le cortaron los pechos y la degollaron. Antes de irse pintaron en la pared una cruz serbia y las palabras: Ratas ustachas.

Un silencio. Faulques buscó los ojos de su interlocutor entre el resplandor rojizo que enmarcaba su rostro, sin hallarlos. La voz que había narrado aquello era tan objetiva y tranquila como si hubiese estado leyendo un prospecto farmacéutico. Entonces el visitante alzó despacio una mano, con el cigarrillo entre dos dedos.

– Excuso decirle -añadió- que, aunque la mujer estuvo gritando toda la noche, ni un solo vecino encendió una luz ni salió a la calle a ver qué pasaba.

Ahora el silencio fue mucho más largo. Faulques no sabía qué decir. Lentamente, los rincones bajos del recinto se velaron de sombras. La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza.

– Dígame una cosa, señor Faulques… ¿Llega uno a endurecerse lo suficiente?… Quiero decir si, al final, cuanto pasa ante el objetivo de la cámara le es indiferente al testigo, o no.

El pintor se llevó a los labios el vaso. Estaba vacío.

– La guerra -dijo tras pensarlo un rato- sólo puede fotografiarse bien cuando, mientras levantas la cámara, lo que ves no te afecta… El resto hay que dejarlo para más tarde.

– Usted ha hecho fotos de escenas como la que acabo de contarle, ¿verdad?

– De los resultados, sí. Algunas hice.

– ¿Y en qué pensaba mientras tomaba foco, calculaba la luz y todo lo demás?

Faulques se levantó en busca de la botella. La encontró sobre la mesa, junto a los frascos de pintura y el vaso vacío del visitante.

– En el foco, en la luz y en todo lo demás.

– ¿Por eso le dieron el premio por mi fotografía?… ¿Porque tampoco yo le afectaba?

Faulques se había servido dos dedos de coñac. Señaló con el vaso la pintura mural, que empezaba a cubrirse de sombras.

– Quizá esté ahí la respuesta.

– Sí -Markovic se había vuelto a medias, mirando en torno-. Creo que comprendo lo que quiere decir.

El pintor de batallas puso más coñac en el vaso del otro y se lo llevó. Entre dos chupadas al cigarrillo, el croata se lo acercó a los labios mientras Faulques volvía a su silla.

– Asumir las cosas no es aprobar que sean como son -dijo este-. Explicación no es sinónimo de anestesia. El dolor…

Se interrumpió ahí. El dolor. Pronunciada ante su visitante, aquella palabra sonaba impropia. Arrebatada a legítimos propietarios, cual si Faulques no tuviese derecho a utilizarla. Pero Markovic no parecía molesto.

– El dolor, claro -dijo comprensivo-. El dolor… Disculpe si hurgo en cosas demasiado personales, pero sus fotografías no muestran mucho dolor. Reflejan el dolor ajeno, quiero decir; pero no advierto rastros del propio… ¿Cuándo dejó de dolerle lo que veía?

Faulques tocaba con los dientes el borde de su vaso.

– Es complicado. Al principio fue una aventura divertida. El dolor vino luego. A ráfagas. Al final, la impotencia. Supongo que ya no duele nada.

– ¿El endurecimiento al que me refería?

– No. Yo hablo de resignación. Aunque no descifre el código, uno comprende que hay reglas. Entonces se resigna.

– O no -opuso el otro con suavidad.

De pronto, Faulques se sintió cruelmente aliviado.

– Usted sigue vivo -dijo, rudo-. También es una clase de resignación, la suya. Dice que estuvo tres años prisionero, ¿no?… Y cuando supo lo ocurrido a su familia, no murió de dolor, ni se ahorcó de un árbol. Está aquí, ahora. Es un superviviente.

– Lo soy -concedió Markovic.

– Pues fíjese. Cada vez que me tropiezo con un superviviente, me pregunto de qué fue capaz para seguir vivo.

Otra vez un silencio. Ahora, casi con júbilo, Faulques lamentó que la oscuridad creciente le impidiera distinguir las facciones de su interlocutor.

– Eso es injusto -dijo el otro, al fin.

– Tal vez. Pero, injusto o no, es lo que me pregunto.

La sombra sentada en la silla, envuelta en el último resplandor rojizo de la luz sobre el mural, reflexionó sobre aquello.

– Quizá no le falte razón -concluyó-. Quizá sobrevivir donde otros no lo consiguieron implica cierta clase de vileza.

El pintor de batallas se llevó el vaso a la boca. De nuevo estaba vacío.

– Usted sabrá -se inclinó a un lado para dejar el vaso en el suelo-. Según me cuenta, tiene experiencia.

El otro emitió un sonido apagado. Tal vez un amago de tos, o una súbita risa. También usted es un superviviente, dijo. Señor Faulques. Siguió respirando donde otros murieron. Aquel día lo observé arrodillado junto al cuerpo de la mujer. Creo que mostraba dolor.

– No sé lo que mostraba. Nadie me hizo una foto.

– Pero usted sí la hizo. Lo vi levantar la cámara y fotografiar a la mujer. Y es notable: conozco sus fotografías como si las hubiera hecho yo mismo, pero nunca encontré esa foto… ¿La guardó para usted? ¿La destruyó?

Faulques no dijo nada. Se quedó quieto en la oscuridad que dibujaba, como la primera vez que apareció en el lento revelado de la cubeta de ácido, la imagen de Olvido boca abajo en el suelo, la correa de su cámara en torno al cuello, una mano inerte casi tocándose la cara, y la pequeña mancha roja, el hilillo oscuro que empezaba a deslizarse desde el oído por la mejilla hasta mezclarse con la otra mancha más grande y brillante que se extendía por debajo. Mina antipersonal, esquirlas de metralla, objetivo Leica de 55 milímetros, 1/25 de exposición, 5.6 de diafragma, película blanco y negro – la Ektachrome de la otra cámara estaba rebobinada en ese momento- para una fotografía ni buena ni mala, tal vez algo baja de luz. Una foto que Faulques no vendió nunca y cuya única copia había quemado, tiempo más tarde.

– Sí -proseguía Markovic sin esperar respuesta-. De algún modo es así, ¿verdad?… Por muy intenso que sea, hay un momento en que el dolor deja de actuar en nosotros. Quizá fue su remedio. Esa foto de la mujer muerta… En cierta forma, la vileza que lo ayudó a sobrevivir.

Faulques regresaba despacio a aquel lugar y a aquella conversación.

– No sea melodramático -dijo-. Usted no sabe nada de aquello.

Entonces no sabía, en efecto, concedió el otro mientras apagaba su cigarrillo. Tardé mucho tiempo en saber. Pero comprendí cosas que antes se me escapaban. Este lugar es un ejemplo. Si yo hubiera entrado aquí hace diez años, sin conocerlo como lo conozco ahora, ni miraría estas paredes. Sólo le habría dado tiempo para recordar quién soy antes de arreglar nuestro asunto. Ahora es diferente. Esto me lo confirma todo. Explica de verdad mi presencia aquí.

Una vez dicho todo eso, Markovic se inclinó hacia adelante, como para observar mejor a Faulques con la última luz.

– ¿Y es así? -añadió de pronto-… ¿Le basta con asumirlo?

El pintor se encogió de hombros. Lo sabré cuando haya terminado mi trabajo, dijo, y a él mismo le sonó rara su respuesta, con aquella absurda amenaza de muerte flotando entre ambos. El otro se quedó un rato callado, pensando, y luego dijo que él también hacía su propio cuadro. Eso fue lo que dijo: su paisaje de batallas. Al ver aquella pared, añadió, se había dado cuenta de qué lo llevaba hasta allí. Todo debía encajar, ¿no era cierto?… Encajar con extraña perfección. Y resultaba curioso. A Markovic no le parecía un pintor nada clásico el autor del mural. Ya confesó antes que no entendía de pintura, pero conocía cuadros famosos, como todo el mundo. Aquel tenía, en su opinión, demasiados ángulos. Demasiadas aristas y líneas rectas en las caras, en las manos de las personas pintadas en aquella pared… ¿Cubismo, llamaban a eso?

– No exactamente. Algo hay, pero no del todo.

– Me lo pareció, fíjese. Esos libros que tiene amontonados por todas partes… ¿Toma sus ideas de ellos?

– «Tanto da que se diga que me serví de palabras antiguas…»

– ¿Es una respuesta suya, o una frase de otro?

Ahora Faulques rió en voz alta, seco. Su interlocutor y él eran dos bultos entre las sombras. Se trataba de una cita, respondió, pero daba lo mismo. Lo que pretendía decir era que esos libros lo ayudaban a ordenar ideas propias; eran herramientas como los pinceles, los colores y el resto. En realidad un cuadro, una pintura como aquella, era un problema técnico que debía ser resuelto con eficacia. Esa eficacia la proporcionaban las herramientas unidas al talento de cada cual. Él mismo no tenía demasiado talento, apuntó. Pero tampoco era obstáculo para lo que pretendía hacer.

– No soy capaz de juzgar su talento -repuso Markovic-. Pero a pesar de los ángulos me parece interesante lo que hace. Original. Y algunas de esas escenas están… Bueno. Son reales. Más que sus fotos, supongo. Y eso, claro, es lo que busca.

Sus facciones se iluminaron de improviso. Encendía otro cigarrillo. Aún con el fósforo ardiendo en la mano se levantó y anduvo hasta el mural, acercando la parva luz a las imágenes allí pintadas. Faulques advirtió el rostro de mujer en primerísimo plano, descompuesto en sus trazos violentos de color ocre, siena y rojo de cadmio, la boca abierta en alarido de pinceladas burdas, densas, silenciosas, viejas como la vida. Una visión fugaz, hasta que se consumió la llama del fósforo.

– ¿De verdad es así? -preguntó el otro, ya sin luz.

– Así lo recuerdo.

Más silencio entre ambos. Markovic se movió, tal vez buscando su silla. Faulques no quiso ayudarlo encendiendo una linterna ni el farol de gas que tenía cerca. La oscuridad le daba una sensación de ligera ventaja. Recordó la espátula sobre la mesa, la escopeta que tenía en el piso superior. Pero el visitante hablaba de nuevo, y su tono parecía relajado, ajeno a las suspicacias del pintor de batallas.

– El aspecto técnico, por muy buenas herramientas de que disponga, debe de ser complicado. ¿Pintaba usted antes, señor Faulques?

– Algo. Cuando era joven.

– ¿Era artista entonces?

– Quise serlo.

– Leí en alguna parte que estudió arquitectura.

– Muy poco tiempo. Prefería pintar.

La brasa del cigarrillo brilló un instante.

– ¿Y por qué lo dejó?… Hablo de la pintura.

– Terminé muy pronto. Cuando comprendí que cada cuadro que empezaba ya lo habían hecho otros.

– ¿Por eso se hizo fotógrafo?

– Puede -Faulques seguía sonriendo en la oscuridad-. Un poeta francés consideró la fotografía refugio de pintores fracasados. Creo que en su momento tenía razón… Pero también es cierto que la fotografía permite ver en fracciones de segundo cosas que la gente normal no advierte por mucho que mire. Pintores incluidos.

– ¿Creyó eso durante treinta años?

– No tanto. Dejé de creerlo mucho antes.

– ¿Esa es la razón por la que volvió a los pinceles?

– No fue tan rápido. Ni tan sencillo.

La brasa del cigarrillo se avivó de nuevo entre las sombras. Qué tenía que ver la guerra con eso, preguntó Markovic. Había modos más tranquilos de ejercer la fotografía, o la pintura. Faulques respondió con sencillez. Se trataba de un viaje, aclaró. De niño había pasado mucho tiempo ante la estampa de un cuadro antiguo. Y al cabo decidió viajar a él, o más bien al paisaje pintado al fondo. El cuadro era El triunfo de la Muerte , de Brueghel el Viejo.

– Lo conozco. Está en su libro Morituri: algo pretencioso el título, si permite que se lo diga.

– Se lo permito.

Aun así, comentó Markovic, ese libro de fotos de Faulques era interesante y original. Hacía reflexionar. Todos aquellos cuadros de batallas colgados en museos, con gente mirando como si la cosa les fuera ajena. Sorprendidos por su cámara en pleno error. Era inteligente el ex mecánico croata, decidió Faulques. Mucho.

– Mientras hay muerte -apuntó- hay esperanza.

– ¿Es otra cita?

– Es un chiste malo.

Era malo. Era de ella, de Olvido. Había hecho el comentario en Bucarest, un día de Navidad, después de las matanzas de la Securitate de Ceaucescu y la revolución en las calles. Faulques y ella estaban en la ciudad tras haber cruzado la frontera desde Hungría en un coche de alquiler y hecho un viaje de locos a través de los Cárpatos, veintiocho horas turnándose al volante, derrapando sobre carreteras heladas, entre campesinos armados con escopetas de caza que bloqueaban los puentes con sus tractores y los miraban pasar desde lo alto de los desfiladeros, como en las películas de indios. Y un par de días más tarde, mientras las familias de los muertos cavaban con perforadoras neumáticas en la tierra helada del cementerio, Faulques había observado a Olvido moviéndose con pasos de cazador cauto entre cruces y lápidas sobre las que caía la nieve, fotografiando los míseros féretros hechos con cajas de embalaje, los pies alineados junto a las fosas abiertas, las palas de los sepultureros apiladas sobre terrones gélidos de tierra negra. Y cuando una pobre mujer vestida de luto se arrodilló ante una fosa recién cubierta, los ojos cerrados y canturreando algo parecido a una oración, Olvido recurrió al rumano que les hacía de intérprete. Es oscura la casa donde ahora vives, tradujo este. Y le reza a su hijo muerto. Entonces Faulques vio a Olvido asentir despacio, limpiarse con una mano la nieve del pelo y la cara, y fotografiar de espaldas a la mujer enlutada y de rodillas, silueta negra junto al montón de tierra negra salpicado de nieve. Después Olvido dejó caer la cámara sobre el pecho, miró a Faulques y murmuró: mientras hay muerte, hay esperanza. Y al decirlo sonreía ausente, casi cruel. Como él no la había visto sonreír nunca.

– Quizá tenga usted razón -concedió Markovic-. Bien mirado, el mundo ha dejado de pensar en la muerte. Creer que no vamos a morir nos hace débiles, y peores.

Por primera vez frente a su extraño visitante, Faulques sintió un impulso de interés real. Eso lo inquietó. No se trataba de interés por los hechos, por la historia del hombre que tenía delante -tan convencional como cuanto había fotografiado a lo largo de su vida-, sino por el hombre mismo. Desde hacía rato, cierta singular afinidad flotaba en el ambiente.

– Qué raro -prosiguió Markovic-. El triunfo de la Muerte es el único cuadro de su libro que no trata de una batalla. El asunto es el Juicio Final, me parece.

– Sí. Pero se equivoca. Lo que hizo Brueghel fue pintar la última batalla.

– Ah, claro. No se me había ocurrido. Todos aquellos esqueletos como ejércitos, y los incendios a lo lejos. Ejecuciones incluidas.

Un poco de luna amarillenta despuntaba en una ventana. El rectángulo rematado en un arco se aclaró en tono azul oscuro, y eso perfiló los contornos de los objetos dentro de la torre. La mancha clara de la camisa del visitante se hizo más visible.

– De modo que usted decidió que lo mejor para viajar a un cuadro de guerra era quedarse mucho tiempo dentro de la guerra…

– Como resumen puede valer.

Pues hablando de lugares, comentó Markovic, no sé si le pasa lo que a mí. En la guerra sobrevives gracias a los accidentes del terreno. Eso deja un sentido especial del paisaje. ¿No le parece? El recuerdo del sitio que pisaste no se borra nunca, aunque se olviden otros detalles. Hablo del prado que observas esperando ver aparecer al enemigo, de la forma de la colina que remontas bajo el fuego, del suelo de la zanja que protege de un bombardeo… ¿Comprende lo que digo, señor Faulques?

– Perfectamente.

El croata permaneció un momento en silencio. La brasa del cigarrillo brilló por última vez antes de que lo apagara.

– Hay lugares -añadió- de los que nunca se vuelve.

Hubo otra larga pausa. A través de las ventanas, el pintor de batallas podía oír el rumor del mar batiendo al pie del acantilado.

– El otro día -prosiguió Markovic en el mismo tono- se me ocurrió algo viendo la televisión en un hotel. Los hombres antiguos miraban el mismo paisaje durante toda su vida, o mucho tiempo. Hasta el viajero lo hacía, pues todo camino era largo. Eso obligaba a pensar sobre el camino mismo. Ahora, sin embargo, todo es rápido. Autopistas, trenes… Hasta la televisión nos muestra varios paisajes en pocos segundos. No hay tiempo para reflexionar sobre nada.

– Hay quien llama a eso incertidumbre del territorio.

– No sé cómo lo llaman. Pero sé lo que es.

Calló de nuevo Markovic. Al cabo se movió en la silla como si fuese a levantarse, pero siguió sentado. Tal vez buscaba una postura más cómoda.

– Yo tuve mucho de ese tiempo -dijo de pronto-. No puedo decir que fuese una suerte, pero lo tuve. Durante dos años y medio, mi única vista fue una alambrada y una montaña de piedra blanca. Ahí no había incertidumbre ni nada parecido. Era una montaña concreta; desnuda, sin vegetación, de la que en invierno bajaba un viento frío. ¿Comprende?… Un viento que hacía moverse la alambrada con un sonido que tengo dentro de la cabeza y no se apaga jamás… El sonido de un paisaje helado e inflexible, ¿sabe, señor Faulques?… Como sus fotografías.

Fue entonces cuando se puso en pie, buscó a tientas la mochila y salió de la torre.

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