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Faulques nunca recurría al negro puro. Ese color dejaba agujeros; era como un balazo o un boquete de metralla en la pared. Prefería llegar a él de forma indirecta, mezclando sombra tostada con gris Payne o azul prusia, incluso con algo de rojo, y que la mezcla no tuviese lugar en la paleta, sino sobre la pintura misma, frotando a veces directamente con el dedo en las superficies grandes hasta lograr el tono deseado, ceniza muy oscuro entreverado de matices claros que lo enriquecían y le daban volumen. En cierto modo, pensaba el pintor de batallas, aquello equivalía a abrir un punto más el diafragma cuando se fotografiaba a personas de piel negra. Si uno disparaba fiándose del fotómetro de la cámara, la gente salía empastada. Negro plano, sin matices. Un agujero en la foto.

Recordó, mientras aplicaba con un dedo la pintura en la pared -negro de sombras, negro de humo de incendios, negro de noche sin alba prevista-, una piel negra que había fotografiado veinticinco años atrás, a orillas del Chari. También esa foto estaba en el álbum que Ivo Markovic había dejado sobre la silla, y era realmente una buena foto en blanco y negro, hasta el punto de que en su momento mereció una doble página en varias revistas internacionales. Tras un combate en las afueras de Yamena, una docena de rebeldes chadianos, heridos y maniatados, habían sido puestos junto al río para que los devoraran los cocodrilos, a poca distancia del hotel -cristales rotos por disparos y paredes llenas de agujeros que parecían trazos pictóricos hechos con negro frío- donde se alojaba Faulques. Durante media hora este fotografió a esos hombres, uno por uno, calculando diafragma y encuadre, preocupado por el contraste de luz entre la arena y aquellas pieles negras relucientes de sudor, punteadas de moscas, donde se destacaba el blanco de los ojos horrorizados que miraban a la cámara. La humedad hacía el calor insoportable, y Faulques se movía con mucha precaución estudiando a los hombres tendidos en el suelo, paso a paso, empapada la camisa, economizando energía en cada gesto, deteniéndose con la boca abierta para respirar el aire espeso y caliente que olía al agua sucia del río y también a los cuerpos postrados en la orilla. Carne cruda. Nunca como ese día le pareció el olor de los cuerpos africanos tan semejante al de la carne cruda. Y al inclinarse sobre uno de ellos -carne sobre el tajo del carnicero, lista para ser devorada- y acercarle el objetivo de la cámara al rostro, el herido alzó las manos atadas para cubrirse a medias, atemorizado, mientras las córneas blancas se le desorbitaban más. Fue entonces cuando Faulques iluminó un punto el diafragma, tomó foco en los ojos muy abiertos que tenía delante y oprimió el disparador, capturando esa imagen compuesta con horrible perfección técnica: varios volúmenes escalonados en negros y grises, las manos atadas y sucias en primerísimo plano con el matiz más claro de las palmas y las uñas, la sombra que las manos proyectaban sobre la parte inferior del rostro, la superior iluminada por el sol, negro brillante, piel sudorosa, moscas, granulado de arena clara adherida a una mejilla. Y en el centro exacto de todo, aquellos ojos desmesuradamente abiertos, asomados al espanto: dos almendras blancas con dos pupilas negrísimas clavadas en el objetivo de la cámara, en Faulques, en los miles de espectadores que iban a ver aquella foto. Y detrás, al fondo, como término al recorrido de la mirada del observador, la suma de todos esos negros y grises: la sombra de la cabeza del hombre sobre la arena, donde, pese al ligero desenfoque del fondo, se adivinaba -toque maestro del azar y la naturaleza implacables- la huella del arrastre de las patas y la cola de un cocodrilo. Faulques llevaba tomadas diecinueve exposiciones cuando un centinela, con fusil y gafas de sol con la etiqueta de control de calidad pegada sobre el cristal izquierdo, se acercó indicándole por gestos que ya estaba bien, que se acabaron las fotos. Y Faulques, más por convención que por esperanza, hizo un gesto de protesta, una vaga recomendación de piedad que el de las gafas de sol atendió con una sonrisa desaforada y blanca que le descubrió las encías, antes de cambiar de hombro el fusil que llevaba colgado y regresar al resguardo de la sombra. Entonces, sin mirar atrás, el fotógrafo regresó al hotel, rebobinó los carretes, los marcó con rotulador y los puso en un sobre de papel grueso para meterlos al día siguiente en un vuelo de Air France. Y a la puesta de sol, mientras cenaba en la terraza desierta del hotel junto a la piscina vacía, entre los compases de la música de la orquesta -una guitarra, un órgano eléctrico y una cantante negra con la que esa noche se fue a la cama previo pago de su importe-, Faulques escuchó los alaridos de los prisioneros arrastrados por los cocodrilos hasta las aguas del río, y dejó la carne medio cruda intacta en el plato, sin llegar apenas a cortarla con el cuchillo.

Se lo había planteado algo más tarde a un amigo, en un restaurante de Madrid. Necesito saber si es parte del juego, preguntó. Si hay una base científica para toda esa carne racional tendida al sol, en espera de que la despachen. Unas leyes ocultas en la vida o el mundo. Necesito saber si realmente mis fotos son la línea más corta entre dos puntos. El amigo era un hombre de ciencia joven y con buena cabeza, miembro de un par de academias y autor de libros divulgativos. Aristóteles, empezó este, y Faulques lo interrumpió diciendo no me salgas con Aristóteles, maldita sea. Yo hablo de vida y muerte real. Olor a cadáver bajo los escombros, olor a muerte que repta por la orilla de un río. Su amigo lo miró tres segundos en silencio. Aristóteles, prosiguió imperturbable, nunca se limitó a exponer lo que sucedía, sino que buscó el porqué. Para comprendernos, decía, hemos de comprender el universo; y para comprender el universo, hemos de comprendernos a nosotros mismos. Lo que pasa es que desde entonces ha llovido mucho. Al divorciarnos de la naturaleza, los hombres hemos perdido la capacidad de consuelo frente al horror que acecha ahí afuera. Cuanto más observamos, menos sentido tiene todo y más desamparados nos sentimos. Fíjate en que, gracias al aguafiestas de Gödel, ya ni siquiera es posible encontrar refugio en el único lugar que creíamos seguro: la matemática. Pero ojo. Si no hay consuelo como resultado de la observación, sí puede haberlo en el acto de la observación misma. Me refiero al acto analítico, científico, incluso estético, de esa observación. Es -Gödel aparte- como los procedimientos matemáticos: poseen tal seguridad, claridad e inevitabilidad, que proporcionan alivio intelectual a quienes los conocen y manejan. Son analgésicos, diría yo. Así volvemos a un Aristóteles algo maltrecho, pero todavía útil: la comprensión, incluso el esfuerzo por comprender, nos salva. O al menos consuela, porque convierte el horror absurdo en leyes serenas.

Habían seguido comiendo y conversando sobre todo eso, mientras Faulques hacía las preguntas adecuadas y escuchaba las respuestas en silencio, cual alumno interesado por la exposición del profesor. No lo sabía entonces, pero aquello alteraba -completaba, era en cierto modo la palabra justa- una visión del mundo que hasta entonces había tenido, así lo creía él, las lentes de sus cámaras como única vía de acceso, o de conocimiento. Situaba, en fin, intuiciones e imágenes inconexas sobre el escaqueado riguroso de un inmenso tablero de ajedrez que abarcase el mundo, la razón y la vida. Y es duro, estaba diciendo su amigo, asumir la ausencia de sentimientos del universo: su despiadada naturaleza. Los viejos científicos lo contemplaban como un enigma que podía leerse con la posesión del código adecuado: algo así como un jeroglífico dispuesto por Dios. Eso significa que en cierto modo puedes tener razón, ya que si cambiamos la palabra Dios por el concepto de sistema de leyes ocultas, la idea sigue siendo válida, aunque determinarla resulte difícil. ¿Comprendes? Pasa como con la conjetura de Goldbach: sabemos cosas que no podemos demostrar. La ciencia clásica conocía la existencia de problemas asociados a sistemas no lineales -me refiero a los de comportamientos irregulares, arbitrarios o caóticos-, pero no pudo entenderlos por la dificultad matemática de su tratamiento. Ahora, según progresa nuestra capacidad de observación, encontramos más y más caos aparente en la naturaleza. Hace ya medio siglo que sabemos que las verdaderas leyes no pueden ser lineales. En aquellos sistemas confortables con los que la ciencia nos tranquilizó durante siglos, los cambios minúsculos en las condiciones iniciales no alteraban la solución; pero en los sistemas caóticos, cuando varían un poco las condiciones de partida, el objeto sigue un camino distinto. Eso sería aplicable a tus guerras, claro. Y también a la naturaleza y a la vida misma: terremotos, bacterias, estímulos, pensamientos. Vivimos en interacción con el confuso paisaje que nos rodea. Pero es verdad que un sistema caótico está sujeto a leyes o reglas. Es más: hay reglas hechas de excepciones, o de azares aparentes, que podrían describirse con leyes formuladas en expresiones matemáticas clásicas. Resumiendo la conferencia, amigo mío, y antes de que pagues tú la cuenta: aunque no lo parezca, hay orden en el caos.

También aquella grieta de la pared -una entre muchas- formaba parte del caos. Pese al denso enfoscado de cemento y arena aplicado por Faulques en la pared circular de la atalaya, una de las hendiduras más grandes había progresado algunos centímetros en las últimas semanas. Ya afectaba a una de las zonas pintadas del mural, entre el negro de la humareda y la ciudad que ardía sobre la colina con oscuros contraluces geométricos sobre un fondo de llamas, que el pintor de batallas había logrado muy razonablemente -una vida fotografiando incendios daba de sí- con la aplicación de rojo inglés en la zona exterior y rojo cadmio con algo de amarillo en el centro. La evolución en zigzag de aquella grieta -de aquel sistema no lineal, habría dicho el científico amigo de Faulques- respondía también a leyes ocultas, a una dinámica evidente cuyo desarrollo resultaba imposible prever. Había intentado remediar la grieta rellenándola a base de resina acrílica con polvo de mármol, aplicada con una espátula, y repintando encima; pero eso no cambiaba mucho las cosas: la grieta seguía, lenta, su progresión implacable. Mientras se limpiaba el gris y el azul de los dedos con un trapo y un poco de agua, Faulques observó resignado la hendidura de la pared. Después de todo, se consoló, aquello formaba parte del criptograma. El zigzag del caos y sus sentidos ocultos. También la naturaleza, recordó, tenía sus pasiones. Con tales ojos estudió durante un largo rato el recorrido de la grieta: su punto de partida en el límite superior del mural, y el camino descendente en forma de abanico o concha, dividido en otras grietas más pequeñas, siguiendo la principal su curso hacia abajo, abriéndose paso entre el cielo del amanecer lluvioso que se prolongaba hacia la playa de la que zarpaban las naves, en dirección al espacio abierto que había entre las dos ciudades: la moderna, lejana, casi bruegheliana torre de Babel todavía dormida y tranquila, ignorante de que ese amanecer era el de su último día, y la antigua, despierta e incendiada, de donde provenía el tropel de refugiados que llegaba hasta la parte baja de la pintura, en primerísimo plano: las mujeres y niños aterrorizados que caminaban entre alambradas y amenazantes soldados de futuristas reflejos metálicos, en cuyos ojos pretendían leer su destino como quien interroga a la Esfinge. La grieta, observó Faulques, adoptaba la forma de un rayo indeciso entre ambas ciudades, pero el pintor de batallas sabía que esa indecisión era sólo aparente; que había una norma oculta bajo la pintura y la imprimación acrílica y el enfoscado de cemento, una ley rigurosa e ineludible que terminaría convirtiendo las lejanas torres de acero y cristal, apoltronadas en la bruma del alba, en un paisaje similar al de la colina en llamas; y que en algún lugar de aquella grieta acechaban caballos de madera y aviones volando muy bajo hacia las torres gemelas de todas las Troyas dormidas.

Olvido se había burlado de él cuando empezó a manifestar aquello. Por ese tiempo Faulques aún no se adentraba en las grietas y anfractuosidades del problema, pero ya vivía entre intuiciones, cual si llevase un enjambre de molestos mosquitos zumbándole alrededor. Fotografías a la gente buscando las rectas y curvas que la matarán, decía riéndose de pronto después de observarlo un rato en silencio. Fotografías las cosas buscando los ángulos por donde empezarán a desmoronarse. Vas a la caza de cadáveres y ruinas adivinados, prematuros. A veces pienso que me haces el amor con esa desesperación desolada y violenta porque al abrazarme sientes el cadáver que seré un día, o que seremos ambos. Estás acabado a medio plazo, Faulques. Empiezas a dejar de ser un soldado callado y flaco. No lo sabes, pero has contraído el virus que terminará impidiéndote hacer tu trabajo. Un día te llevarás la cámara a la cara, y al mirar por el visor sólo verás líneas, volúmenes y leyes cósmicas. Espero no estar a tu lado en ese momento, porque te volverás insoportable, de puro autista: un arquero zen que ejecuta movimientos en el aire con las manos vacías. Y si aún sigo contigo, te dejaré. Ciao. Lo prometo. Detesto a los soldados que se hacen preguntas, pero mucho más a los que obtienen respuestas. Y si algo me gusta de ti es el silencio que guardan tus silencios, tan parecido al de tus fotos frías y perfectas. No soporto los silencios rumorosos, ¿comprendes?… Una vez oí decir, o leí, que el excesivo análisis de los hechos termina por destruir el concepto… ¿O es al revés? ¿Los conceptos destruyen los hechos?

Se lo había dicho riendo tras el cristal de una copa de vino, en Venecia, la última noche de fin de año que estuvieron juntos. Ella se había empeñado en regresar allí, donde pasó varias nocheviejas en su niñez, para ver la exposición de los surrealistas en el palacio Grassi. Quiero que me lleves al mejor hotel de esa ciudad fantasma, pidió, y que deambules conmigo de noche por sus calles desiertas, porque sólo esos días es posible encontrarlas así: hace tanto frío que los mochileros mueren congelados en los bancos, todo el mundo se encierra en hoteles y pensiones, en las calles sólo hay góndolas meciéndose silenciosas en los canales, la calle de los Asesinos parece más estrecha y sombría que nunca, y las cuatro figuras talladas en piedra de la Piazzetta se acercan más unas a otras como si poseyeran un secreto que quien las contempla, ignora. De jovencita me escapaba a pasear con bufanda y gorro de lana, oyendo el eco de mis pasos mientras los gatos me miraban desde los soportales oscuros. Hace mucho que no vuelvo a esa ciudad, y ahora deseo hacerlo de nuevo. Contigo, Faulques. Quiero que me ayudes a buscar la sombra de esa niña, y después, de vuelta al hotel, me la cosas de nuevo a los talones con hilo y aguja, silencioso, paciente, mientras me haces el amor con la ventana abierta y el frío de la laguna erizándote la espalda, mis uñas clavadas en ella, hasta que sangres y me olvide de ti, de Venecia y de todo cuanto he sido y cuanto me espera.

Ahora Faulques recordaba esas palabras y la recordaba a ella caminando aquellos días por las calles estrechas cubiertas de nieve, el suelo resbaladizo y las góndolas tapizadas de blanco entre el chapoteo del agua verde y gris, el frío intenso y el aguanieve, los turistas japoneses acurrucados en los cafés, el vestíbulo del hotel con brocados engalanando las escaleras centenarias, las grandes arañas del salón adornado con un enorme y absurdo árbol de Navidad, el director y los viejos conserjes que salían a saludar a Olvido llamándola signorina Ferrara como diez o quince años atrás, los desayunos en la habitación ante la vista de la isla de San Giorgio y, a la derecha, la Aduana y la entrada al Gran Canal, entre la bruma. La noche de San Silvestre se vistieron para cenar, pero el restaurante estaba lleno de norteamericanos vociferantes y mafiosos eslavos con mujeres rubias, así que cogieron los abrigos y caminaron por las calles blancas y heladas hasta una pequeña trattoría del muelle Zattere. Allí, él de esmoquin, ella con collar de perlas y un vestido negro y ligero que parecía flotar alrededor de su cuerpo, cenaron espaguetis, pizza y vino blanco antes de pasear hasta la punta de la Aduana para besarse a las doce en punto, temblando de frío, mientras un castillo de fuegos artificiales coloreaba el cielo con estrépito sobre la Giudecca, y regresaron luego despacio al hotel, cogidos de la mano por las calles desiertas. En adelante, Venecia siempre sería para Faulques las imágenes de aquella noche singular: luces difusas por la neblina y copos pálidos que caían sobre los canales, lenguas de agua que rebasaban los peldaños de piedra blanca y se extendían en ondas suaves por el empedrado, la góndola que vieron pasar bajo el puente con dos pasajeros inmóviles cubiertos de nieve y el gondolero cantando en voz baja. También las gotas de agua en el rostro de Olvido y su mano izquierda deslizándose por la balaustrada de la escalera camino de la habitación, el crujido del suelo de madera, la alfombra en la que a ella se le enganchó el tacón de un zapato, el espejo enorme a la derecha donde la vio mirarse de soslayo al pasar, los grabados en las paredes del pasillo, la tenue luz amarillenta que entraba por la ventana cuando, ante la gran cama del dormitorio, tras despojarse de los abrigos mojados, él le alzó muy despacio el vestido hasta las caderas mientras ella le miraba los ojos en la penumbra con una intensidad fija e impasible, medio rostro iluminado apenas, bella como un sueño. En ese momento Faulques se alegró en su corazón -un gozo tranquilo y salvaje a un tiempo- de que no lo hubiesen matado ninguna de las veces que eso hubiera sido posible; porque en tal caso no estaría allí esa noche, desnudando las caderas de Olvido, y nunca la habría visto retroceder hasta recostarse en la cama, sobre la colcha intacta, sin dejar de mirarlo entre el cabello suelto y mojado de aguanieve que se le derramaba sobre la cara, la falda subida hasta la cintura, abriendo despacio las piernas con una deliberada mezcla de sumisión e impúdico desafío, mientras él, impecablemente vestido todavía, se arrodillaba ante ella y acercaba la boca, entumecida por el frío de la noche, a la oscura convergencia de aquellos muslos largos y perfectos, en cuyo centro latía cálida, suavísima, deliciosamente húmeda al contacto de sus labios y su lengua, la carne espléndida de la mujer a la que amaba.

Se agitó el pintor de batallas, pasando los dedos por los bordes de la grieta del muro, ásperos y fríos. Carne cruda, recordó de pronto, junto a huellas de un animal en la arena. El horror siempre al acecho, exigiendo diezmos y primicias, listo para degollar a Euclides con la guadaña del caos. Mariposas aleteando por todas las guerras y todas las paces. Cada momento era una mezcla de las situaciones posibles combinadas con las imposibles, de grietas previstas desde aquel primer instante a la temperatura de tres mil millones de grados Kelvin, situado entre los catorce segundos y los tres minutos después del Big Bang, inicio de una serie de casualidades precisas que crean al hombre, y lo matan. Dioses borrachos jugando al ajedrez, albures olímpicos, un meteorito errante de sólo diez kilómetros de diámetro que, golpeando la Tierra y aniquilando a todos los animales con más de veinticinco kilos de peso, despejó el camino a mamíferos entonces pequeños y temerosos que, sesenta y cinco millones de años después, terminarían siendo homo sapiens, homo ludens, homo occisor.

Una Troya previsible bajo cada foto y cada Venecia. Venerar caballos de madera con el vientre preñado de bronce, aplaudir por las calles a los maestros florentinos o quemar, con idéntico entusiasmo, sus obras en las hogueras de Savonarola. El balance de un siglo, o de treinta siglos, fue el resumen que hizo Olvido aquella noche en la punta de la Aduana, observando a la multitud congregada al otro lado de la boca del canal, en San Marcos, los petardos y cohetes que estallaban y el vocerío de quienes celebraban la llegada del nuevo año sin saber qué les deparaba este. Ya no hay bárbaros, murmuró estremeciéndose. Están todos dentro. O tal vez somos nosotros los que nos hemos quedado fuera. ¿Te digo por qué estamos tú y yo juntos esta noche? Porque sabes que el collar que ahora llevo puesto es de perlas auténticas. No porque te hayas fijado en ellas, sino porque me conoces a mí. ¿Lo entiendes?… Este mundo me asusta, Faulques. Me asusta porque me aburre. Detesto que todos los tontos se proclamen parte de la Humanidad y todos los débiles se escuden en la Justicia, que todos los artistas sonrían o escupan, que es lo mismo, al marchante y al crítico que los inventan. Cuando mis padres me bautizaron, erraron el nombre por milímetros. Hoy, para sobrevivir en la caverna del cíclope es preciso llamarse Nadie. Sí. Creo que necesitaré pronto otra dosis fuerte. Otra de tus hermosas e higiénicas guerras.

El pintor de batallas decidió dejar la grieta como estaba. A fin de cuentas era parte de la pintura, como todo lo demás. Como Venecia, como el collar de perlas de Olvido, como él mismo. Como Ivo Markovic, que en ese momento, sin que lo hubiera oído llegar, se recortaba a contraluz en la puerta de la torre.

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