Elizabeth

Agosto de 1780


Drinkwater se inclinò sobre la carta de navegación. A su lado, un suboficial llamado Stewart señalaba los peligros marítimos. Stewart había actuado como ayudante en un buque mercante y Drinkwater le agradecía todo consejo que pudiera prestarle.

– Creo que la mejor opción es Falmouth, señor Drinkwater -dijo-. Hay menos distancia y no tendrá que preocuparse por Eddystone. Por el faro no hay problema, pero la luz es tenue. Ah, sin duda, los fanales gemelos del Lizard serán una señal más distintiva.

Drinkwater escuchaba atento a Stewart. El antiguo ayudante era un marino duro y avezado que, a causa de las incongruentes paradojas del ordenamiento social, estaba bajo sus órdenes.

– Muy bien, entonces, rumbo a Falmouth. Pero temo que retomen el barco. Tenemos una travesía de al menos veinte leguas antes de avistar el Lizard…

– No creo que lo intenten. La guardia de Hagan no dejará que nos engañen de nuevo. Los muchachos les clavarían primero las bayonetas y luego preguntarían. Simplemente, niégueles cualquier petición o favor que soliciten, señor Drinkwater.

Subieron a cubierta al tiempo que enrollaban las cartas de navegación.

La Algonquin volaba a todo trapo para aprovechar la fuerza del viento. Su quilla cabeceaba contra las aguas del Canal y a ambos costados, la blanca mar silbaba, apremiante.

La brisa era moderada pero constante y les permitía mantener las velas largadas y arrizar unos siete nudos. Con el sonido de las ocho campanadas de la mañana siguiente, el sol se enroscó en las blancas torres gemelas del Lizard y, a mediodía, la Algonquin arribaba al puerto de Falmouth, a pies de los cañones de St. Mawes y el castillo de Pendennis. En su tope, mostraba pabellón británico sobre la bandera americana. Drinkwater la gobernó hasta echar el ancla cerca de los cañones de una fragata estacionada en la roda de Carrick Roads.

Drinkwater se mostraba reacio a dejar la Algonquin para presentar su informe pero el navío de guerra envió su propio bote. En medio de una cuadrilla de caras desconocidas, fue conducido hasta la fragata, que resultó ser la Galatea.

El tercer teniente le informó de que el capitán se hospedaba en tierra, pero podría informar al primer teniente.

Drinkwater fue conducido a popa, donde un oficial alto y delgado tosía violentamente, doblado sobre los baos de cubierta.

– Disculpe, señor. Este es el guardiamarina Drinkwater, de la Cyclops. Capitán de presa de aquella goleta…

De nuevo, Drinkwater no era más que un muchacho, liberado de toda responsabilidad de mando en la presencia de este intimidante extraño. Se sintió muy cansado, cansado y sucio.

El hombre lo miró y sonrió, y en un acento característico de Northumbria dijo:

– Le he visto anclar. Bien hecho. Tendrá prisioneros, sin duda.

– Sí, señor. Unos veinte.

El teniente frunció el ceño.

– ¿No está seguro? -y reinició su ataque de tos.

– No he permitido que subieran a cubierta, señor. No estoy seguro de cuántos murieron anoche.

El gesto torcido del oficial se acrecentó.

– ¿Y dice que son de la Cyclops, muchacho?

– Sí, señor. Afirmativo.

– La fragata anda por aguas de Irlanda, según creo. ¿Cómo es que lucharon ayer por la noche?

Drinkwater le explicó cómo habían retomado los americanos el barco, cómo habían matado al teniente Price y relató también brevemente el desesperado intento de la dotación de presa de salvar la situación. El ceño fruncido del primer teniente fue reemplazado por una irónica sonrisa.

– Querrá deshacerse, entonces, de esos caballeros conflictivos.

– Sí, señor.

– Le enviaré algunos hombres y nuestra chalupa. Tendrá que llevarlos al Pendennis. Después, informe al capitán Edgecumbe en la posada Crown.

El hombre señaló hacia la rechoncha torre del castillo de Pendennis, situado en la punta de tierra sobre el puerto y, luego, al barullo de casas y cottages que formaban la ciudad mercado de Falmouth. Después se entregó a otro ataque de tos.

– Gracias, señor.

– No hay de qué, muchacho -le respondió el hombre, que comenzó a alejarse.

– Disculpe, señor -el hombre se giró con un ensangrentado pañuelo cubriéndole la boca.

– ¿Podría saber cómo se llama?

– Collingwood -respondió el espigado teniente, tosiendo de nuevo.

El teniente Wilfred Collingwood era un hombre de palabra. Media hora más tarde, la chalupa de la Galatea abarloaba y subía a bordo una hilera de infantes de marina. Hagan había intentado adecentar a la dotación, pero no se podían comparar con los hombres de la Galatea.

Los americanos fueron conducidos a la chalupa. Drinkwater ordenó estibar el bote de la Algonquin y lo llevaron a tierra junto con Stewart. En el muelle de piedra del puerto interior de Falmouth, los infantes de marina alinearon a los prisioneros americanos. Josiah King iba a la cabeza de mala gana, una alicaída procesión flanqueada por los abrigos escarlata de los infantes. Drinkwater, con los pantalones aún húmedos y apestando a pantoque, caminaba erguido al frente, seguido por Stewart y otros seis hombres con alfanjes.

Hagan, que también apestaba al agua del pantoque, marchaba al lado de Drinkwater. La fila se puso en marcha. Era día de mercado y Falmouth bullía. La gente aplaudió a la pequeña procesión en su marcha por las estrechas calles. Drinkwater era consciente de que era el centro de las miradas de niñas y jóvenes y encontró que la sensación que ello le producía era de gran excitación. Pero tal es la vanidad del ser humano que el sargento Hagan sacó pecho y recibió idénticas miradas, convencido de que él era su legítimo receptor. Aunque, en realidad, iban destinadas al apuesto y malhumorado capitán americano quien, en su romántica derrota, atraía la perversa preferencia de las mujeres.

Josiah King ardía con una rabia furiosa que parecía bramarle en el cráneo como una hoguera. Le consumía la vergüenza de haber perdido su barco una segunda vez. Le quemaba una furia impotente por el hecho de que el destino le hubiese arrebatado los laureles de la victoria, a él, Josiah King de Newport, Rhode Island, concediéndoselas a un guardiamarina flacucho cuyos pantalones húmedos y malolientes se le pegaban a las piernas a cada arrogante paso que daba. También le escocía saber que le habían burlado en el mismo instante en que se felicitaba por su gran previsión. Ese era, quizás, el pensamiento más inconfesable. Tras él, sus hombres marchaban cabizbajos al salir del pueblo y comenzar la escalada.

El camino superó la primera línea de defensa y siguió ascendiendo entre el sotobosque. Hacía calor y el sol apretaba. De pronto, las murallas aparecieron a su izquierda y atravesaron el foso por la prisión de estilo italiano, desde la que pudieron ver la amplísima extensión del recinto del castillo.

El oficial de guardia había llamado al sargento y éste, al capitán. El capitán despachó a un alférez para que se ocupase del asunto y retomó su cabezada tras el yantar. El oficial se comportó con una pomposidad insufrible al descubrir que la escolta estaba comandada por un guardiamarina no demasiado aseado. Su actitud condescendiente molestó al exhausto Drinkwater, que hubo de soportar el tedio del ingente papeleo, con el que no estaba familiarizado, y sin el cual ni siquiera las cuestiones de guerra podían acelerarse. Hubo que identificar a todos los americanos, uno a uno, y tanto el alférez como el guardiamarina tenían que firmar un documento distinto para cada uno de ellos. Durante todo este tiempo, el sol azotaba y Drinkwater sentía la fatiga de una noche en vela mezclarse con la euforia de verse libre de tamaña responsabilidad. Por fin, el despectivo oficial se vio satisfecho.

Los infantes de marina habían formado de nuevo y el reducido grupo comenzó su descenso en dirección a la ciudad.

Acompañado por Stewart, Drinkwater fue a presentar sus respetos a la posada Crown.


El capitán Edgecumbe, de la fragata de Su Británica Majestad, Galatea, era un oficial de la vieja escuela. Cuando aquel guardiamarina pordiosero se presentó ante él con sus inmundos pantalones, el capitán estaba, con razón, indignado. Cuando ese mismo desaliñado guardiamarina intentó darle cuenta del apresamiento y llegada de la nave corsaria Algonquin, el capitán se mostró de todo punto contrario a que los detalles le distrajesen. Tampoco apreciaba las interrupciones.

La diatriba a la que sometió a Drinkwater fue tan larga como innecesaria. Al final, el guardiamarina permaneció en silencio, descubriendo tras varios minutos que ni siquiera estaba escuchando. Fuera, brillaba el cálido sol y Nathaniel albergaba el extraño deseo de no hacer otra cosa que no fuera holgazanear al sol y, quizás, rodear con su brazo el talle de las bellas muchachas que había visto antes. El dulce aroma de Cornualles se coló por la ventana abierta, distrayéndolo de la línea del deber. Sólo cuando el capitán remató su invectiva, el repentino silencio consiguió penetrar su ensoñación y arrastrar su parte consciente de nuevo al aposento de la posada. Miró al capitán.

Sentado, en mangas de camisa, Edgecumbe aparentaba lo que era: un oficial incompetente y disoluto que no se hospedaba en su barco y que satisfacía su apetito sexual con las mujeres del lugar. Drinkwater sintió un repentino desprecio por aquel hombre.

Se llevó la mano a la frente y dijo:

– Sí, sí señor. Gracias señor. -Giró sobre sus talones y salió de la habitación con paso elegante.

Abajo encontró a Stewart en la taberna, charlando amigablemente con una muchacha de rojas mejillas. Drinkwater se percató con un pinchazo en el estómago de que la muchacha tenía los ojos brillantes y los pechos duros como manzanas. Stewart, ligeramente avergonzado, le invitó a una jarra de cerveza.

– ¿Cerveza, mi capitán? -le preguntó la muchacha a Stewart, riéndose incrédula y colocando la jarra delante de Drinkwater.

El suboficial asintió sonrojándose ligeramente.

Drinkwater se sentía confuso por la inusitada proximidad de la muchacha, pero la deferencia que le mostraba Stewart sirvió de estímulo a su hombría. Ella se inclinó en su dirección abiertamente.

– ¿Necesita algo, su señoría? -preguntó solícita.

Gracias a su ganada confianza, los turgentes senos ya no le hacían sentir incómodo. Sorbía con fruición de la jarra, observando a la muchacha y disfrutando de su turbación a medida que la cerveza le calentaba el estómago. Después de todo, era el capitán de presa de la Algonquin y se había pavoneado por las calles de Falmouth bajo las miradas de admiración de docenas de mujeres…

Terminó su cerveza.

– Para serle sincero, señorita, no puedo pagar más que una o dos jarras de cerveza. La muchacha se acomodó en el banco, al lado de Stewart. Sabía que el suboficial tenía una guinea en su poder, o al menos medio soberano, pues había visto el brillo del oro en su mano. La experiencia de Stewart le hacía asegurarse de que jamás desembarcaba sin la cantidad necesaria para disfrutar de un pequeño escarceo o una buena botella. La muchacha le sonrió a Drinkwater. Qué pena, pensó, parecía un buen muchacho, apuesto a pesar de su palidez. Sintió el brazo de Stewart rodeándola. En fin, tengo que ganarme la vida…

– Su señoría tendrá asuntos de gran importancia que atender -dijo intencionadamente. Se recostó contra Stewart, que no dejaba de mirar a Drinkwater. Este veía la presión que ejercía el brazo de Stewart sobre uno de los pechos. La rebosante carne blanca amenazaba con salirse de los sucios e inefectivos confines de aquel corpiño.

Drinkwater sonrió despreocupado. Se levantó y arrojó varios peniques sobre la mesa.

– Esté de vuelta antes del anochecer, señor Stewart.

A su regreso a la Algonquin, Drinkwater vio que estaban limpiando la goleta. Había un fardo en la cubierta. Era un cadáver. El resto de los heridos estaban de nuevo en faena. El cirujano de la Galatea le había entablillado el brazo a Grattan. Durante su ausencia, Collingwood había visitado la goleta y dispuesto que los heridos de la Cyclops fuesen a la Galatea a recibir atención médica. Al resto, les había ordenado que limpiasen el botín.

Collingwood se interesó por la Algonquin, pues pronto sería destinado a las Antillas, donde abundaban este tipo de embarcaciones.

Además, le había gustado el joven guardiamarina que, mirase por donde se mirase, había hecho un buen trabajo. Varias preguntas discretas entre la dotación del botín le dijeron hasta qué punto había estado acertado. El teniente dejó un mensaje para que Drinkwater se presentase ante él a su regreso.

El alcázar de la Galatea le trajo recuerdos de la Cyclops y Drinkwater experimentó una punzada de nostalgia de su propia fragata. Collingwood lo llevó hacia un lado y lo interrogó.

– ¿Ha visto al capitán Edgecumbe?

– Sí señor.

El teniente tuvo un ataque de tos.

– ¿Qué órdenes le transmitió? -le preguntó al fin.

– Ninguna, señor.

– ¿Ninguna? -inquirió el teniente, con una fingida sorpresa frunciéndole el ceño.

– Verá señor… -titubeó Drinkwater. ¿Qué se le dice a un primer oficial cuyo capitán te ha provocado el mayor de los desprecios?

– Me ordenó que me cambiase de uniforme, señor y que… y que…

– Que se presentase ante el oficial al mando, en Plymouth, sin duda. ¿No es cierto, muchacho?

Drinkwater miró a Collingwood y, a pesar de la fatiga, poco a poco cayó en la cuenta.

– ¡Oh sí! Sí, señor, es cierto -contestó.

– Bien. En su lugar, allí me dirigiría mañana mismo.

– Sí, entendido señor. -El guardiamarina saludó y se giró para irse.

– Por cierto, señor Drinkwater.

– ¿Señor?

– No puede enterrar a ese hombre en el puerto. Mi carpintero está construyendo un ataúd. Me he tomado la libertad de preparar su entierro para hoy por la tarde. Se dirigirá usted a la iglesia de St. Charles mártir, a las cuatro en punto. Agradézcale a nuestro Señor su liberación…

El alto teniente se dio la vuelta con otro ataque de tos.

Drinkwater durmió un poco y cuando sonaron las cinco campanadas, lo despertaron y vio que le habían lavado y planchado los pantalones. Hagan también había adecentado a sus infantes de marina y el reducido grupo que marchó, solemne, hasta la iglesia parroquial portando su sombría carga presentaba un cierto aire de ruda dignidad. La organización de un entierro religioso de uno de sus compañeros era un detalle que Drinkwater no apreciaba en aquel momento.

Llamados a verter su sangre al servicio de un país ingrato, los marineros británicos se habían acostumbrado a que les tratasen peor que a una bestia. Cuando un gesto como el que había tenido Wilfred Collingwood les llegaba al corazón, se convertían en una tropa emotiva. Mientras que Edgecumbe se lanzaba por el camino del libertinaje propio de un autócrata insensible, Collingwood y otros como él aprendían la verdadera esencia del liderazgo. Nadie tocaría mejor las cuerdas del corazón de los marineros que Horatio Nelson, pero no era él el único en aprender.

La iglesia resultó maravillosamente fresca tras el calor de la tarde. La escasa congregación se removía en su sitio, incómoda por la extrañeza de la ocasión. Tras el servicio, bajo los tejos, el calor volvió a rodear al grupo. Tres hombres lloraron cuando descendió el sencillo ataúd, exhaustos por el esfuerzo y los nervios crispados.

Una vez concluido el breve funeral, los marineros y los infantes de marina se prepararon para regresar a la ciudad. El sacerdote, un hombre delgado y arrugado cuya cabellera le llegaba hasta los hombros, según la vieja costumbre, se acercó al guardiamarina.

– Sería un honor para mí, señor, si fuese usted tan amable de tomar una taza de té conmigo en la vicaría.

– Gracias, señor -dijo Drinkwater, con una reverencia.

Los dos hombres entraron en la casa, que conservaba parte del frescor de la iglesia. A Drinkwater le recordó brusca y dolorosamente su propio hogar. La mesa tenía tres servicios. Parecía que el sacerdote conociese las hazañas del trozo de abordaje pues se dirigía a Drinkwater con ademanes entusiastas.

– No soy más que un mero sustituto, pero estoy seguro de que el párroco titular desearía que aprovechase la oportunidad para atender a un héroe naval en su casa…

Con un gesto, le señaló una silla a Drinkwater.

– Es usted muy amable, señor -respondió Drinkwater-, pero no creo que mis acciones puedan ser calificadas como heroicas…

– ¡Oh, vamos!

– No, señor. Me temo que la amenaza de terminar en una prisión francesa consiguió revivirnos… -Se levantó al entrar una mujer con la tetera.

– ¡Ah! El té, querida… -El viejo inclinó la cabeza frotándose las manos.

– Señor Drinkwater, me gustaría presentarle a mi hija Elizabeth. Elizabeth, querida, este es el señor Drinkwater… Me temo que no conozco el nombre de pila del caballero, aunque sería un honor para mí saberlo… -dijo, mientras hacía pequeños gestos con las manos, abriéndolas y cerrándolas sin cesar como si manejase una marioneta de guante con manos inexpertas.

– Nathaniel, señor -ofreció Drinkwater.

La mujer se dio la vuelta y Drinkwater se encontró con los ojos de una muchacha muy hermosa, que debía de tener su misma edad. Tomó su mano e improvisó una torpe reverencia mientras se sonrojaba por la sorpresa y la turbación. Los dedos de la muchacha estaban fríos como la iglesia. Drinkwater murmuró:

– Su más humilde servidor, señorita.

– Me honra usted, señor -su voz era baja y clara.

Los tres se sentaron. Drinkwater se sintió inmediatamente intimidado por la loza. La delicadeza de la porcelana después de pasar meses viviendo en un barco le hicieron sentirse muy torpe.

Sin embargo, la aparición de un plato con pan y pepino hizo que se desvaneciesen sus recelos.

– Con que Nathaniel… -murmuró el anciano-. Bueno, bueno… «regalo de Dios» -dijo riéndose suavemente para sí mismo-, muy apropiado… sin duda, muy apropiado…

Drinkwater sintió un repentino ataque de plena felicidad. La salita, muy luminosa por su decoración con brillantes telas de calicó, y la porcelana de finos diseños le recordaron dolorosamente su propio hogar. Había incluso un aire de raída elegancia y de cierto orgullo que, en ocasiones, paliaba los desiguales medios de subsistencia.

Drinkwater observó a la muchacha mientras servía el té. Sin duda alguna, tenía su misma edad, aunque su vestido de otra época le había conferido en una primera impresión una imagen de mayor madurez. Se mordisqueaba el labio inferior, concentrada al servir el té, descubriendo así un hilera de dientes cuasi perfectos. Llevaba suelta su oscura melena, peinada con sencillez hacia atrás, y se unían a ella sus ojos, de un castaño profundo e inteligente, que le daban a su rostro una inexorable sensación de tristeza.

Tanto le impactó dicha melancolía que cuando ella le miró para entregarle su taza, él no apartó la vista. La muchacha sonrió y Nathaniel se vio sorprendido por la repentina vivacidad de su expresión, una vitalidad carente del reproche que su indiscreción merecía. Sintió que su satisfacción se trocaba en la alegría que le había faltado durante tantos meses. Sintió el sincero impulso de agradar a la muchacha, no por mera bravuconería sino porque su tranquilizadora presencia desprendía un aura de calma y sosiego. En medio de la confusión que había caracterizado su vida más reciente, sintió un poderoso anhelo de paz espiritual.

Ocupado por dichos pensamientos, no se dio cuenta de que él solo había consumido la mayor parte del refrigerio.

Isaac Bower y su hija se mostraron algo sorprendidos.

– Espero que sepa disculpar mi atrevimiento, señor, pero, ¿no ha comido usted durante algún tiempo?

– No he comido como hoy durante casi un año, señor… -respondió un sonriente Drinkwater sin inmutarse.

– Pero, cuando están en la mar, ¿no es cierto que almuerzan como caballeros?

Drinkwater dio una breve carcajada. Les describió en qué consistía su dieta. Cuando el párroco mostró su gran sorpresa, el propio Drinkwater se percató de lo poco que sabía el pueblo británico sobre las condiciones de vida de los marinos. El anciano estaba sinceramente disgustado y siguió interrogando al joven guardiamarina en cuestiones de comida, rutinas diarias y las tareas propias de las distintas personas que subían a bordo de un buque de guerra, salpicando las respuestas de Drinkwater con expresiones como «¡No es posible!» o «Vaya, vaya, vaya», y numerosos suspiros e incrédulos movimientos de su venerable cabeza. En cuanto a Drinkwater, conversó con un conocimiento entusiasta y enciclopédico, propio del prosélito profesional que no ha hecho otra cosa más que empaparse de los pormenores de su empleo. La imagen que describió sobre la vida a bordo de una fragata, si bien adolecía de detalles escabrosos y engreídos, no se alejaba de la verdad, una vez tamizada por la sagacidad del anciano.

Mientras los hombres conversaban, Elizabeth rellenó sus tazas y estudió al invitado. Dejando aparte el ajado lino que le rodeaba el cuello y las muñecas, lo encontró bastante presentable. Su cabello oscuro estaba sujeto con cuidado en una coleta y enmarcaba un rostro curtido ligeramente por el sol, que acentuaba las arrugas prematuras alrededor de sus ojos. Los ojos eran de un turbio gris, como el cielo sobre el Lizard cuando soplaba temporal del sudoeste, y estaban ensombrecidos por los azulados tonos de la fatiga y las preocupaciones.

Al hablar, su rostro resplandecía con un entusiasmo contagioso y una creciente confianza que, si bien no resultaban aparentes para él mismo, no se le escapaban a Elizabeth.

Elizabeth era mucho más que la hija protegida de un párroco rural. Había sufrido la pobreza casi absoluta desde que su padre perdiera su modo de vida dos años antes. Había cometido la imprudencia de criticar la vida libertina que llevaba el heredero de su patrón, sufriendo la venganza del heredero cuando éste se hizo cargo de las tierras. La muerte de su esposa poco después había dejado a Bower solo, a cargo de la niña que tuvo en su madurez.

La niña se convirtió en una joven que maduró deprisa y asumió la carga del cuidado del hogar sin poner reparos. Aunque criada a la sombra de la profesión de su padre, las privaciones y los rigores de la vida le habían hecho cierta mella. Cuando era más joven, Bower había sido un hombre muy activo y comprometido con su rebaño. En el cerrado mundo de una parroquia rural, las circunstancias habían servido para templar el creciente carácter de Elizabeth. Buena parte de su adolescencia la pasó cuidando a su madre tísica y durante sus últimas semanas de vida, Elizabeth se había enfrentado a la enfermedad y a la muerte.

Mientras contemplaba las migajas de un pastel de fruta que tanto al párroco como a ella les habría durado una semana, se dio cuenta de que sonreía. También ella se sentía agradecida por esta pequeña ocasión. Drinkwater había traído la frescura de la juventud, ausente de su vida hasta ese momento. Era un alentador cambio de la autoritaria ampulosidad de los terratenientes de sonrojados rostros, o de la lánguida indolencia de los oficiales de infantería de la guarnición que, hasta el momento, habían sido casi los únicos representantes del sexo opuesto que había conocido. Detectó cierta afinidad con el joven allí sentado, cierta sensibilidad, algo contenido en su expresión y enfatizado por las prematuras arrugas de su rostro, aquella sombra de extenuación nerviosa alrededor de sus ojos.

Al fin, cesó la conversación. Los hombres eran, ya, amigos íntimos. Drinkwater se disculpó por monopolizar la conversación e ignorar a su anfitriona.

– No es necesario que se disculpe, señor Drinkwater, pues mi padre no disfruta de demasiadas ocasiones para mantener una interesante conversación. -Volvió a sonreír-. Me complace en gran medida que haya venido, a pesar de las circunstancias.

Con una punzada, Drinkwater recordó que esa misma tarde había presenciado un funeral.

– Gracias, señorita Bower.

– Dígame una cosa, señor Drinkwater, en todas estas aventuras, ¿no sintió usted miedo?

Drinkwater respondió sin dudar.

– Oh sí, en gran medida… como le he dicho a su padre… pero creo que el miedo podría ser el detonante del valor… -se detuvo. De pronto, era imperativo que expresase exactamente lo que quería decir. No quería que aquella joven le malinterpretase, que lo juzgase por lo que no era.

– No deseo presumir de coraje pero he descubierto que cuando más temía las consecuencias de la inactividad, más encontré la… la determinación de hacer todo cuanto estuviera en mi mano para alterar nuestras circunstancias. Por supuesto, recibí la inestimable ayuda de los otros miembros del trozo de abordaje.

La muchacha sonrió sin coquetería.

Nathaniel se deleitó en lo radiante de aquella sonrisa. Parecía iluminar toda la estancia.

Una vez consumido el pastel y el té, y con la conversación deteniéndose en aquellos silencios de amigable exceso, Drinkwater se levantó. El sol se perdía por el oeste y la estancia estaba llena de sombras. Se despidió del párroco. El anciano le apretó la mano.

– Adiós, muchacho. Regrese a vernos siempre que esté en Falmouth, aunque no sé cuánto tiempo hemos de quedarnos aquí. -Su cara se entristeció brevemente con la incertidumbre, pero se alegró de nuevo al tornar la mano del joven-. Que Dios le bendiga, Nathaniel…

Drinkwater dio media vuelta extrañamente emocionado. Hizo una reverencia hacia Elizabeth.

– Su más humilde servidor, señorita Bower…

Ella no respondió, pero volviéndose hacia su padre le dijo:

– Padre, he de acompañar al señor Drinkwater hasta la puerta; siéntese y descanse pues parece fatigado tras la larga conservación. -El anciano asintió y volvió a sentarse con ademán cansado.

Eufórico por tener la oportunidad de pasar un instante a solas con la muchacha, Drinkwater siguió a Elizabeth que, al salir de la casa, se echó un chal sobre los hombros.

Abrió la puerta del jardín y salió al camino. Nathaniel estaba a su lado, contemplando su rostro y jugueteando con su sombrero, sintiéndose de pronto abatido por el recuerdo de aquella sencilla velada, que le había hecho evocar a su propia familia y los pormenores de la vida en Inglaterra. Pero había algo más. La presencia de esta muchacha la había hecho memorable. Consiguió, con gran esfuerzo, tragar saliva.

– Gracias por su hospitalidad, señorita Bower…

El aire estaba preñado del aroma del boscaje. En la penumbra que se cernía sobre aquel camino de Cornualles, las hojas de los helechos se enroscaban como dedos de pálido fuego verde en las grietas de las piedras que marcaban la frontera de los campos. Por encima de sus cabezas, graznaban los vencejos mientras descendían en picado.

– Gracias por su amable hospitalidad, señorita Bower…

Ella le respondió con una sonrisa y le tendió la mano. Se la tomó ansioso, manteniéndole la mirada con eufórico atrevimiento.

– Elizabeth… -dijo ella, desafiando las barreras del decoro y, al mismo tiempo, dejando su mano, sin resistencia, entre las suyas-, por favor, llámame Elizabeth.

– Entonces, llámame Nathaniel…

Ambos se detuvieron, inseguros. Durante un instante, la sombra de la incomodidad les sobrevoló. Entonces, sonrieron y se rieron juntos.

– He pensado… -comenzó a decir Elizabeth.

– ¿Sí?

– He pensado… me gustaría que no desaparecieras por completo… que sería muy agradable volver a verte…

Como respuesta, Nathaniel se llevó la mano de la muchacha a los labios. De nuevo sintió la frescura de su piel, no la frialdad del rechazo, sino el bálsamo de la serenidad.

– Soy -dijo con absoluta convicción- tu más humilde servidor, Elizabeth…

Sujetó su mano sólo unos instantes más y luego, giró sobre sus talones.

Miró hacia atrás antes de llegar a la curva del camino en su descenso. Pudo ver su pálido rostro entre las luces del crepúsculo y su mano agitándose en la despedida.

Esa noche, la Algonquin le pareció una prisión.


Загрузка...