Octubre-diciembre de 1779
Un sol pernicioso rasgó el cielo encapotado para arrojar un rayo de luz pálida sobre la fragata. El poniente fresco y la creciente marea adversa se unieron para escupir un mar enrarecido mientras el navío, largadas las gavias y las velas de estay, navegaba rumbo al este por el Canal del Príncipe, alejado del Támesis.
En el alcázar, el piloto cié derrota dio orden de aflojar el timón para no acercarse demasiado al Pansand y los cuatro timoneles luchaban por contener el navío mientras las cabillas se les escapaban entre los dedos.
– ¡Señor Drinkwater! -El viejo piloto de derrota, cuya cabellera blanca azotaba el viento, se dirigió a un joven enjuto de complexión media y rasgos delicados, casi femeninos, con una pálida tez enfermiza. El guardiamarina dio un paso al frente, con nervioso entusiasmo.
– ¿Señor?
– Transmita mis saludos al capitán. Haga el favor de informarle de que hemos dejado atrás el faro Pansand.
– Sí, señor -respondió, y dio media vuelta para retirarse.
– ¡Señor Drinkwater!
– ¿Señor?
– Haga el favor de repetirme el mensaje.
El joven enrojeció profundamente, le temblaba hasta la nuez.
– Su… sus saludos para el capitán y hemos pasado el Pansand; entendido, señor.
– Bien.
Drinkwater se apresuró a ir bajo el alcázar en dirección al centinela de casaca roja, que indicaba la sagrada presencia del capitán de la fragata de Su Majestad, Cyclops, de treinta y seis cañones.
El capitán Hope se estaba afeitando cuando el guardiamarina llamó a su puerta. Asintió al recibir el mensaje. Drinkwater vaciló inseguro, sin saber si debía retirarse. Tras unos instantes que parecieron siglos, el capitán pareció satisfecho con el estado de su barbilla, se limpió el jabón y comenzó a atarse el corbatín. Atravesó al joven guardiamarina con un par de acuosos ojos azules encajados en una faz cadavérica y muy arrugada.
– ¿Y usted es…? -dijo sin formular del todo la pregunta.
– D… Drinkwater, señor, guardiamarina.
– ¡Ah, sí! El rector de Monken Hadley solicitó que se le diese este puesto, lo recuerdo bien… -El capitán alcanzó su abrigo-. Cumple con tus tareas, muchacho, y no tendrás que temer, pero asegúrate de saber bien cuáles son…
– Sí… Es decir, sí, señor.
– Bien. Dígale al piloto que subiré enseguida, cuando haya desayunado.
El capitán Hope se puso el abrigo y se giró para mirar por las ventanas de popa, mientras Drinkwater se retiraba cerrando la puerta tras de sí.
El capitán suspiró. Creía que el muchacho era demasiado mayor para ser nuevo pero, con todo, no podía dejar de pensar que bien podía haber sido él hacía cuarenta años.
El capitán tenía cincuenta y seis años pero desempeñaba ese rango sólo desde hacía tres. Al carecer de contactos, habría llegado al fin de sus días como oficial con media paga, de no ser por una guerra ingrata contra las colonias americanas rebeldes que obligó al Almirantazgo a darle empleo. Muchos oficiales competentes se habían negado a luchar contra los colonos, sobre todo los que albergaban simpatías liberales y podían permitírselo. Mientras los rebeldes pactaban con aliados poderosos, los recursos de la Armada Real británica se estaban agotando, pues vigilaban la cauta enemistad de los holandeses, la supuesta neutralidad del Báltico y a los hostiles adversarios franceses y españoles. Ante esta tesitura, sus Señorías se habían arañado los bolsillos y, cuando no quedaba qué arañar, dieron con el cumplidor Henry Hope.
Hope era mucho más que un marino competente. Primer oficial en la batalla de la bahía de Quiberon, había destacado en varias ocasiones durante la Guerra de los Siete Años. Concluyó la guerra como capitán de corbeta pero, para entonces, contaba ya con cuarenta años y pocas esperanzas de ascenso. Aún vivía su madre viuda, que estaba a cargo de una hermana cuyo marido había caído antes de Ticonderoga, en el desatinado ataque de Abercrombie, pero no tenía familia propia. Era un hombre acostumbrado a sinsabores y tribulaciones, un hombre hecho para comandar un barco.
Sin embargo, al contemplar por las ventanas de popa la estela espumosa y borboteante que calmaba las aguas embravecidas del alejado estuario, recordó a un Hope mucho más soñador. El significado de su apellido le hostigaba en silencio [1]. Inadvertidamente, se preguntó por el joven que acababa de abandonar la cabina, pero desechó este pensamiento cuando su sirviente entró con el desayuno.
La Cyclops estuvo tres días anclada en la rada de las Downs, mientras convocaba en derredor a un pequeño grupo de comerciantes y aguardaba viento favorable para seguir rumbo al oeste. Cuando la fragata y el resto del convoy levaron anclas, confiaban en que les acompañase un agradable viento del este Canal abajo. Pero lo cierto fue que el viento cambió de dirección y durante una semana la Cyclops avanzó a barlovento contra el último temporal del equinoccio.
Nathaniel Drinkwater tuvo que soportar una instrucción breve y penosa. Estaba apostado con los gavieros, estremeciéndose de frío y de pavor cuando las juanetes empecinadas se inflaron y le atronaron los oídos. No hubo disculpa alguna cuando un ayudante del contramaestre, en su incansable diligencia, le rebanó accidentalmente las posaderas con un virador. La crueldad formaba parte de la vida y se multiplicaba en las cubiertas apestosas de un hacinado buque de guerra británico. Hostigado y abroncado, exhausto como estaba tras una semana de trabajo incesante bajo un frío inusitado, obligado por pura necesidad a engullir un rancho intragable al que ayudaba con la peor cerveza, una noche Drinkwater se desmoronó.
Lloró en su coy lágrimas de amarga soledad. Sus sueños de gloria y de servicio a un país agradecido se fundieron en un llanto desesperado y, en su desdicha, buscó refugio en imágenes del hogar. Recordó a su madre, angustiada por ver a sus hijos abrirse camino; y también su gozo cuando el rector se presentó con una carta del familiar de un amigo, un tal capitán Henry Hope, en la que aceptaba a Nathaniel como guardiamarina en la Cyclops. Cuál no fue su alegría al ver que su primogénito había logrado, al menos, la respetabilidad de los oficiales al servicio del rey.
También lloró por su hermano, el indomable y despreocupado Ned, siempre metido en problemas y a quien el propio rector había azotado por robar manzanas. El mismo Ned con quien solía adiestrarse con el sable de madera por los campos de Barnet y del que su madre solía exclamar, desesperada, que sólo la mano dura de un padre lo convertiría en un caballero. A Ned esto le había hecho gracia; se había reído y sacudido la cabeza, pero Nathaniel había captado la mirada de su madre al otro lado de la estancia, avergonzándose por la reacción de su hermano.
Nathaniel tenía sólo un vago e impreciso recuerdo de su padre, aupándolo en el aire, un ser que olía a vino y a tabaco y se reía como un loco antes de que se abriese el cráneo al caerse del caballo. Ned poseía toda la pasión temeraria y el amor por los caballos de su padre, mientras que Nathaniel había heredado la fortaleza reposada de su madre.
Pero en aquella miserable noche en que la fatiga, el hambre, las náuseas, el frío y la desesperación asediaron su alma, Nathaniel sufrió las vicisitudes del destino pues, en la oscuridad circundante, su llanto llegó a oídos de su compañero de coy, el guardiamarina de primera.
Al día siguiente, ocho o nueve de los doce guardiamarinas de la Cyclops estaban intentando cenar su budín de guisantes cuando el oficial a cargo del sollado, el señor Augustus Morris, guardiamarina, se irguió solemne a la cabecera de la cochambrosa mesa:
– Caballeros, hay un cobarde entre nosotros -anunció, con un especial brillo malicioso en sus ojos hundidos. Los guardiamarinas, de entre doce y veinticuatro años, se miraron preguntándose sobre quién iba a caer la ira del señor Morris.
Drinkwater se encogía ya porque intuía lo que se le venía encima. Mientras los ojos de Morris barrían las caras atentas, uno tras otro comenzó la observación muda de los platos de peltre y las jarras que se deslizaban por la mesa. Ninguno habría de incitar a Morris, pero tampoco interferiría en cualquiera que fuera su malicioso plan.
– Señor Drinkwater -articuló con sarcasmo-, a fe mía que os corregiré el gusto que mostráis por el lloriqueo, haciendo que supure vuestro trasero. ¡Túmbese sobre ese cofre!
Drinkwater sabía que era inútil resistirse. Al oír su nombre se había puesto de pie, tambaleándose. Miró, enmudecido, el cofre; las piernas le temblaban pero se negaban a moverse. Entonces, una cruel jugarreta del destino hizo que la Cyclops diese una sacudida, descolocándolo todo, y las fuerzas de la naturaleza arrojaron a Drinkwater sobre el cofre. Con un entusiasmo enfermizo, Morris se arrojó sobre él, apartó los faldones de su casaca azul e introduciendo los dedos en la pretina del pantalón, desnudó las posaderas de su víctima desgarrando también la tela de percal. Mucho más que los seis latigazos salvajes que le propinó Morris, el desgarrón se grabó en la memoria de Drinkwater, pues su madre se había afanado con estos pantalones, los dedos artríticos cosiendo con mimo mientras las lágrimas calaban sus ojos por tener que despedirse de su hijo mayor. El joven Drinkwater consiguió sobreponerse y sobrevivir a la travesía hasta Spithead. A pesar del dolor de sus posaderas, hubo de aprender los pormenores del gobierno de un barco de vela, pues las rachas de poniente obligaban a la fragata a virar a barlovento, una y otra vez, en una lucha implacable. Hasta la segunda semana de octubre de 1779, la Cyclops no pudo fondear en St. Helen's Roads, al abrigo de Bembridge.
Apenas había empezado a ciar la Cyclops, con la gavia amurada y el cable deslizándose por el escobén, ya estaba el teniente de tercera pidiendo el esquife del capitán. Morris hacía las veces de contramaestre y apostó a Drinkwater a proa, donde un marinero sonriente le tendió un bichero. El esquife cabeceó siguiendo el cintón del costado de la fragata, enganchado a las cadenas principales. Drinkwater podía oír por encima de su cabeza las fuertes pisadas de los infantes de marina formando en el portalón. Después oyó los sonidos de los silbatos y alzó los ojos. En el portalón aguardaba el capitán Hope, sujetándose el sombrero. Era la segunda vez que Drinkwater le veía cara a cara tras su breve encuentro. Sus ojos se encontraron: sobrecogidos, los del muchacho; indiferentes, los del capitán. Hope se dio la vuelta, se agarró al cabo y se inclinó hacia la embarcación. Descendió por el costado hasta quedar a un pie del cintón y esperó a que el bote se elevase. Luego saltó a bordo, cayendo con muy poca dignidad entre los remos, trepó por la bancada del medio, mientras los marineros se apartaban con deferencia, y se sentó.
– ¡A los remos! -gritó Morris.
– ¡Empujen a proa! -Drinkwater empujó con el bichero todo lo que pudo y al hacerlo se le enganchó en las cadenas. Intentó desengancharlo mientras la proa caía pero no pudo; el mango se le escurrió de las manos y el bichero quedó absurdamente colgado en el costado del navío. Se inclinó y consiguió agarrar el extremo del mango, empapado en sudor por el esfuerzo y la humillación, y al intentar otro fuerte tirón casi se cae por la borda.
– ¡Siéntense a proa! -rugió Morris, y Drinkwater se desplomó, desbordado por la desesperación.
– ¡Ciar, todos a una!
Los remos azotaron el agua y gruñeron en los toletes. En pocos minutos, el sudor oscurecía las espaldas de los remeros. Drinkwater lanzó una mirada a popa. Morris oteaba al frente, asido a la caña. El capitán miraba distraído a babor, hacia las lejanas orillas verdes de la Isla de Wight.
Entonces, una idea golpeó a Drinkwater. Había dejado el bichero enganchado al costado de la fragata. ¡Por todos los santos! ¿Qué iba a utilizar cuando llegaran al buque insignia? Le embargó un pánico repentino mientras buscaba por entre las escotas de proa algún otro gancho: no había ninguno.
Durante casi veinte minutos, mientras el esquife se balanceaba en el mar de espuma y la brisa del oeste hacía salpicar las olas, Drinkwater era la viva imagen de la indecisión agónica. Sabía que se dirigían al buque insignia, el buque de Su Majestad Sandwich, de noventa cañones, donde hasta los marineros contemplarían con desdén el ordinario esquife de la fragata. Cualquier irregularidad detectada en el gobierno de la embarcación sería objeto de chanza, para injuria de la Cyclops. Entonces, le golpeó un segundo pensamiento. Cualquier muestra de impericia marinera afectaría también al señor Morris, y no era probable que Drinkwater saliese indemne de semejante ofensa. La perspectiva de recibir otra paliza aterrorizaba al muchacho.
Drinkwater miró al frente. Allí estaba la costa de Hampshire y los bloques parduscos de las fortalezas de Gosport y Southsea, dorados por el sol, protegiendo la entrada del puerto de Portsmouth. Entre el esquife y la costa descansaba una larga hilera de navíos de línea anclados, con sus gigantescos cascos bajo los mástiles y las vergas alineadas. Grandes enseñas se agitaban briosas a popa y el estridente aleteo de las banderas británicas en los castillos de proa le confería un aire festivo a la escena. Aquí y allá también aleteaba en lo alto el banderín cuadrado de algún vicealmirante o contraalmirante. La luz del sol centelleaba sobre los dorados mascarones y los balcones de proa de los navíos de guerra, que se mecían tranquilos proa al viento. El mar estaba salpicado por embarcaciones pequeñas. Las naves de cabotaje navegaban a vela para evitar arrastrar a los botes, que eran de todos los tamaños imaginables. Las pequeñas lanchas y esquifes transportaban oficiales y capitanes. Las chalupas y cúteres gobernados por minúsculos guardiamarinas u orgullosos ayudantes del segundo oficial portaban pertrechos, pólvora o munición del astillero. Las gabarras y chalupas para el reparto del agua, tripuladas por civiles arrogantes bajo la protección de los trozos de leva forzosa, arremetían contra los navíos de guerra. Parecía interminable el duelo verbal de los capitanes y los ansiosos tenientes de navío que agitaban sus órdenes de aprovisionamiento. Drinkwater no había visto jamás este derroche de energía y actividad. Sobrepasaron un pequeño cúter con media docena de rameras acicaladas, pálidas por el balanceo. Dos de ellas saludaron descaradamente a la tripulación del esquife, que sintió una oleada de lujuria, pues estaban poco habituados a aquellos corpiños rebosantes.
– ¡Vista al barco! -gritó Morris, pavoneándose, aunque él mismo ojeaba la exuberancia de los apretados corsés.
Ya estaba cerca el Sandwich y un sudor frío empapó de nuevo la frente de Drinkwater. Mientras se retorcía inquieto, resolvió su problema fortuitamente al dar su mano con algo afilado. Miró hacia abajo y, bajo el enjaretado, pudo entrever algo parecido a un gancho. Levantó uno de los listones. En la sentina había un pequeño rezón con un gancho en el extremo. Así se libró de otra zurra. Al sacarlo, se inclinó hacia la boza del esquife y se enroscó el seno en la mano. Ya tenía un sustituto para el bichero. Pudo tranquilizarse y contemplar de nuevo la escena que le rodeaba.
Era una vista espléndida. Más allá de los barcos de guerra había varias fragatas ancladas. Ya habían cumplido una guardia nocturna en la boya Warner y si Drinkwater se hubiese mostrado menos turbado por la pérdida del bichero, habría prestado más atención. Sin embargo, ahora podía regalarse los ojos con una escena que su educación provinciana le había negado. Más allá del fuerte Gilkicker, se erguían aún más mástiles sobre los cascos que, con la distancia, parecían de un azul grisáceo. Los inexpertos ojos de Drinkwater no reconocieron las siluetas de los buques de transporte.
Era una flota magnífica. Gran Bretaña se esforzaba para conjurar la amenaza que se cernía sobre sus posesiones de las Antillas y socorrer a la renqueante flota estacionada en América del Norte. Durante dos años, desde la rendición del ejército de Burgoyne, Gran Bretaña había intentado que el artero Washington presentase batalla, al tiempo que contenía la creciente partida de enemigos europeos, que intentaban arrebatarle las distantes colonias en cuanto bajaban la guardia.
Este afanoso esfuerzo se había visto agravado por la corrupción, la malversación y la especulación que infectaban la vida pública en general, y la flota de lord Sandwich en particular. Aunque todo esto no preocupaba a Drinkwater pues ante él se extendía un espectáculo grandioso. Conforme el esquife se acercaba al enorme costado del Sandwich, el capitán Hope llamó la atención de Morris y este viró para encarar el mar.
– ¡Esos remos! -ordenó, y las palas se colocaron en horizontal, chorreando.
Drinkwater miró alrededor buscando la causa para dejar de bogar, pero no pudo encontrar ninguna. Al mirar de nuevo al Sandwich percibió cierto trajín en cubierta.
Los rutilantes oficiales, vestidos de azul y blanco, dirigían sus límpidos catalejos a popa, en dirección a Portsmouth. Drinkwater podía apenas vislumbrar los sombreros negros de los infantes de marina en formación. Entonces, se oyó el redoble de un tambor y los sombreros desaparecieron tras una hilera de bayonetas plateadas al hombro. Sonó un pitido estridente que hizo detener toda la actividad en el Sandwich. El enorme buque parecía aguardar anhelante mientras una pequeña esfera negra se erguía en el mástil del palo mayor.
Entonces, a popa, en el ángulo de visión de la Cyclops, surgió majestuosa la barcaza de un almirante. En su proa se agitaba la roja cruz de San Jorge. Los remeros bogaban con unánime precisión, sus cabezas adornadas por gorras negras, sus camisas rojas y blancas moviéndose al unísono. Un guardiamarina, bajo y atildado, se erguía en la popa, gobernando la caña. Su uniforme estaba inmaculado y su gorra, ladeada con gracia. Drinkwater examinó azorado su propio abrigo arrugado y los remiendos de los pantalones.
En la popa de la barcaza, iba sentado un hombre mayor envuelto en una capa. La impresión que habría de perdurar en Drinkwater fue la de su boca, delgada y adusta. La barcaza alcanzó el costado del Sandwich y el almirante sir George Brydges Rodney ascendió a su buque insignia. Se precipitaron, entonces, los pitidos de silbatos, redobles de tambor y el centelleo de las bayonetas erguidas, mientras que en el palo mayor la esfera negra se abrió dejando al descubierto la cruz de San Jorge. Fue en ese preciso instante que los cañones de la flota lanzaron sus salvas.
El almirante Rodney había llegado para hacerse cargo de la flota.
Unos minutos más tarde, Drinkwater lanzaba su rezón a las cadenas del Sandwich. La buena fortuna quiso que se enganchara a la primera y, sin ceremonias, el capitán Hope fue a presentar sus respetos.