El mal que hace los hombres

Febrero-abril de 1780


La flota de Rodney estaba anclada en la bahía de Gibraltar lamiéndose las heridas con orgullo. Las pruebas de su victoria estaban a la vista de cualquiera; el pabellón británico ocultaba las insignias de los buques de guerra españoles.

La batalla había aniquilado a la escuadra de donjuán de Lángara. Cuatro buques de guerra habían caído antes de la medianoche. El almirante y su Fénix rindieron sus armas a Rodney, pero el Sandwich había seguido presionando. En torno a las dos de la madrugada del día diecisiete, había adelantado al pequeño Monarca, obligándole a arribar su pabellón con una terrible andanada. A esas alturas, la Cyclops luchaba con denuedo para seguir remolcando a la Santa Teresa, y ambas flotas estaban en aguas someras. Dos barcos de setenta cañones, el San Julián y el San Eugenio, habían embarrancado inútilmente, con pérdidas terribles de vidas humanas. Los que aún quedaban, tanto españoles como británicos, pudieron de alguna manera abrirse camino a barlovento.

En la confusion por asegurarse los botines, se escapó un navío de guerra español y la otra fragata. A excepción del Santo Domingo y los barcos huidos, la escuadra de De Lángara había caído en manos de Rodney. Era un amargo golpe contra el orgullo naval español, orgullo que ya había sufrido humillaciones cuando a finales del año previo una flota cargada con tesoros, procedente de las Antillas, había sucumbido a las patrullas británicas.

Los grandes navíos estaban ahora anclados. El Fénix estaba a punto de convertirse en el Gibraltar; y los otros barcos pasarían a servir en la Armada británica. Su presencia contribuía a levantar la moral de la fatigada guarnición del general Elliott, obligando a los asediadores a pensárselo dos veces antes de atacar. Además de la flota, el convoy había llegado sin novedad y los militares cenaban con sus colegas de la Marina. Sin embargo, los guardiamarinas, al menos los de la Cyclops, que cenaban a bordo, se tenían que conformar con galleta dura, pudín de guisantes y cerdo en salazón.

Durante su estancia en Gibraltar, la Cyclops fue un barco feliz. Había superado una acción de guerra con distinción y la experiencia había convertido a los integrantes de la tripulación en una verdadera dotación. No habían tenido demasiadas víctimas: cuatro muertos y veintiún heridos, en su mayoría a causa de las astillas o de los despojos que se precipitaban sobre cubierta. Todas las mañanas, al reunirse la dotación al completo para pasar revista, todos los ojos se dirigían hacia la Santa Teresa. La fragata española les pertenecía y era una mención de honor especial.

Los hombres trabajaron con entusiasmo en la reparación de los daños de la Cyclops. Esta tarea fascinaba a Drinkwater. Lo que ya sabía del arte de la navegación aumentó con los detalles técnicos de los mástiles y el aparejo, y cuando el teniente Devaux centró su atención en la Santa Teresa, se incrementó aún más su conocimiento. El primer teniente le había cogido cariño a Drinkwater tras su estancia en la fragata capturada. Ya recuperado de su desvanecimiento, Devaux había descubierto a un pupilo inteligente y predispuesto, siempre que su estómago estuviera lleno.

La dotación de la Cyclops no ahorró esfuerzos para enmendar la mayor parte de los daños causados por su propio cañón a la Santa Teresa, a fin de que la fragata mostrase el mejor aspecto posible a la Comisión de los Botines. Presidida por Adam Duncan, vicealmirante de Rodney, este augusto órgano celebraba una vista preliminar sobre la condición de los botines de la flota, enviando a los más adecuados de vuelta a Inglaterra. Cuando la marinería se enteró, trabajó con una feroz energía.

El incansable trabajo de la dotación de la Cyclops significaba que los guardiamarinas se ausentaban a menudo y rara vez coincidían todos ellos a bordo. Por primera vez, Drinkwater se sintió liberado de la influencia de Morris. Tan atareados estaban que no había demasiadas oportunidades para que el guardiamarina de primera hostigase a los desventurados jóvenes. La expectativa de las vastas cantidades del dinero del botín provocaba la euforia de todos ellos, e incluso el retorcido Morris sentía algo de esta euforia colectiva.

Entonces, la satisfacción de Drinkwater llegó a su fin.

La Cyclops llevaba once días anclada en la bahía de Gibraltar. Habían concluido las reparaciones y demás quehaceres en la Santa Teresa. Todos los palos estaban preparados y era ya el momento de guindar los masteleros. Devaux había llevado la dotación de la Cyclops al completo a la fragata española para facilitar las tareas. Las cuadrillas de gavieros, marineros de cubierta y del castillo de proa, infantes de marina y cañoneros estaban preparadas para enarbolar los aparejos y la arboladura.

El capitán Hope estaba en tierra con el teniente Keene y sólo un puñado de hombres bajo la autoridad del piloto de derrota gobernaba el puente. El resto, hombres que no estaban de guardia, dormía o descansaba bajo cubierta. Una perezosa atmósfera se había impuesto en la fragata, ejemplificada por el señor Blackmore y Appleby, el cirujano, que holgazaneaban en el alcázar, exhaustos tras los recientes esfuerzos.

A Drinkwater le habían enviado con la lancha a transmitir las órdenes del convoy a una docena de mercantes estacionados en la bahía exterior. El destino de estos barcos era el puerto de Mahón y la Cyclops habría de escoltarlos.

Cuando regresaba a la Cyclops, pasó al lado de la Santa Teresa. El sonido del violin de O'Malley flotaba sobre las aguas tranquilas. Había signos visibles de actividad, y se apreciaba el crujido de las poleas elevando las pesadas cargas, mientras guindaban dos palos sobre los nuevos mástiles. Drinkwater saludó con la mano al guardiamarina Beale cuando la lancha cruzó por la popa de la fragata. El amarillo y rojo de la insignia solapada casi rozaba a los remeros, pues decaía, mustia, bajo el pabellón británico. Drinkwater acercó la lancha a las cadenas principales de la Cyclops.

El señor Blackmore recibió su informe lánguidamente. Drinkwater se dirigió a la cubierta inferior. Había esperado encontrarse a Morris en el puente, pues no quería tropezarse con él en el sollado. Era tan intensa la aversión de Drinkwater hacia Morris que era capaz de regresar a cubierta, sólo por no estar en su compañía. Había algo, algo indefinible en su persona que a Nathaniel le desagradaba, pero no sabía exactamente de qué se trataba.

Entrecubiertas, la luz de la Cyclops era tenue y había un silencio casi absoluto. A Drinkwater le pasó desapercibido el crujir del casco. Varios hombres charlaban ociosos sentados a la mesa del rancho, encajada entre los cañones. Algunos estaban tumbados en sus coyes y otros observaron a Drinkwater con perezosa curiosidad. Uno de ellos, un hombre de expresión taimada llamado Humphries, señaló con la cabeza. Un gaviero enorme se dio la vuelta. Drinkwater apenas se percató de la malicia que inundó los ojos de Threddle.

Bajó al sollado y se dirigió hacia popa donde, ocultos por una lona, vivían los «jóvenes caballeros» de la fragata. Drinkwater era felizmente ajeno a la amenaza que se respiraba. La fétida atmósfera del sollado estaba en penumbra, una oscuridad rota por fanales oscilantes suspendidos a intervalos de la baja cubierta que brillaban débilmente en el aire enrarecido. Drinkwater se aproximó a la portezuela de lona que hacía las veces de puerta para los guardiamarinas.

Se detuvo en seco.

Al principio, le embargó la perplejidad. Luego, el recuerdo de acciones similares, adivinadas más que vistas, y la punzada que sintió en sus propias entrañas al reconocer instintivamente lo que estaba contemplando le golpeó en pleno rostro.

Le invadieron las náuseas.

Morris estaba desnudo de cintura para abajo. El guapo marinero de la cofa del mayor estaba echado sobre uno de los cofres de los guardiamarinas. La situación no dejaba lugar a dudas.

Durante unos segundos, Drinkwater fue incapaz de moverse mientras contemplaba, impotente, los entrecortados gemidos de Morris. Entonces, Drinkwater se percató de las iniciales grabadas en el cofre: N. D. Se dio la vuelta y echó a correr, tropezando por el sollado, desesperado por alcanzar el frío y fresco aire de la cubierta superior.

Corrió lo más rápido que pudo hasta tropezarse con Threddle, que lo empujó hacia atrás. Drinkwater dio unos pasos tambaleantes y, antes de que se pudiese recuperar, Threddle y Humphries lo llevaban a rastras. El miedo cerval a regresar al lúgubre sollado hacía que Drinkwater luchase por desembarazarse.

Threddle lo empujó hacia delante y él gritó al caer de espaldas. Cerró los ojos y, un minuto más tarde, una patada en los riñones le obligó a abrirlos de nuevo. Morris, totalmente vestido, le observaba de pie, a su lado. Detrás de él estaban Threddle y Humphries. El marinero guapo se había acurrucado en una esquina. Estaba llorando.

– ¿Qué vamos a hacer con él? -preguntó Humphries, con sus brillantes ojos rezumando maldad. Morris miró a Drinkwater con los ojos velados. Se humedeció los labios mientras consideraba las posibilidades físicas. Pero quizás leyó algo en la expresión de Drinkwater, o quizás su lujuria se hubiese aplacado de momento, o puede que temiese las consecuencias de ser descubierto. Por fin, tomó una decisión y se inclinó sobre Nathaniel.

– Si… -dijo Morris, regodeándose en la palabra-, si le mencionas a alguien una sola palabra de todo esto, te mataremos. Será fácil, un accidente. ¿Lo entiendes? O, quizás, prefieras que nuestro amigo Threddle… -el marinero dio un paso al frente, expectante, una de sus manos asida al cinturón- te enseñe lo que es que te den bien.

Drinkwater tenía la boca reseca. Tragó con dificultad y dijo:

– Yo… lo entiendo.

– Pues vete a cubierta, que es donde deberías estar, lameculos.

Drinkwater salió corriendo. La normalidad que se vivía en cubierta le impresionó profundamente. Al llegar al combés, apareció en el puente Tregembo y lo miró con una expresión rara, pero el guardiamarina estaba demasiado aterrorizado como para darse cuenta.

– El señor Blackmore le reclama, señor -dijo Tregembo al pasar por su lado. Drinkwater se dirigió a popa, parecía que el corazón se le fuese a salir del pecho, e intentó lo mejor que pudo dominar el temblor de sus piernas.


Una semana más tarde, Gibraltar era una vez más asediada por los españoles. Rodney había despachado a los mercantes hacia Menorca y las unidades destinadas en el Canal navegaban rumbo a casa bajo el mando del contraalmirante Digby. Los mercantes vacíos iban en esa flota. Puesto que su tarea ya estaba cumplida, el almirante puso proa a las Antillas con refuerzos.

Quinientas millas separan Gibraltar del puerto de Mahón. El breve intervalo de buen tiempo había concluido. Les soplaba de frente un llevantades y tanto la Cyclops como la Meteor se esforzaban por mantener los buques mercantes y de avituallamiento en orden. El convoy navegaba de bolina, ceñida tras ceñida. Al principio, tomaron rumbo sur, evitando la desfavorable corriente que discurre paralela a la costa española y a la minúscula isla de Alborán pero, después de marcar repetidamente hacia el este, mantuvieron un rumbo norte hasta que divisaron los altos picos nevados de Sierra Nevada y pudieron dejar Cabo de Gata a barlovento. El convoy se esparció por el amplio mar y las fragatas de escolta tuvieron aún más problemas para guiarlo.

El tiempo empeoró. El estado de la Cyclops era desolador. La humedad penetraba por todas las esquinas del barco y propiciaba la aparición de moho. Se desmontaron las pasarelas y el agua se filtraba por las portas cerradas, por lo que el pantoque requería de la bomba de achique. La falta de ventilación entrecubiertas llenaba los espacios habitados de una hedionda miasma que provocaba las náuseas de los hombres bajo cubierta. Tras una guardia, venía la siguiente, cuatro horas de trabajo y cuatro de descanso. Se apagó el fuego de la cocina y sólo la ración diaria de grog mantenía en pie a los hombres; eso y el temor al látigo. Con todo, se desataron conflictos, hubo peleas y los nombres de los implicados fueron a parar al libro de castigos.

Las cosas no mejoraron cuando la Meteor mando la señal de que vigilaría el convoy en el puerto de Mahón mientras la Cyclops navegaba siguiendo la costa a la espera de que descargasen los barcos. Aunque Hope doblaba en edad al capitán de la Meteor; éste le superaba en antigüedad. Se le conocía su debilidad por el buen vino, las mujeres de cabello negro y el juego. Así, la Meteor ató un cabo a la boya del Lazareto de Mahón mientras la Cyclops navegaba cerca de la costa, arrizada a medias y poco entusiasmada en su búsqueda de las patrullas españolas.

Cuatro días después de que el convoy llegase a Mahón sano y salvo, Humphries desapareció por la borda. No hubo testigos, simplemente no contestó a la orden de formar en cubierta y, tras una concienzuda búsqueda por la fragata, no apareció. Al enterarse, Drinkwater tuvo miedo. Morris le lanzó una mirada maligna.

Al séptimo día comenzó a amainar, pero el océano, con su típica perversión, les proporcionó aún más sufrimiento. Por la noche, el viento dejó de soplar por completo y dejó a la Cyclops girando penosamente en un mar embravecido, al tiempo que se levantaba oleaje del sudeste.

El caos siguió asediando a la fragata y llevando las fuerzas del guardiamarina Drinkwater hasta el límite. De alguna manera, la felicidad que había sentido en Gibraltar parecía irreal, no más que una falsa emoción sin esencia. Se sintió traicionado por su propia càndida ingenuidad. La fealdad de Morris y su perverso círculo de compinches de la cubierta inferior parecían estar infectando el barco, tal como lo hacía la humedad y el intenso hedor. Tanto lo asociaba su mente con el olor de los cuerpos malolientes, hacinados en pañoles sin ventilación, que jamás podría dejar de asociar ese olor con la imagen de Morris que se formaba en su mente. Lo que había hecho tenía nombre y Morris se enorgullecía de ello. El mero recuerdo hizo sudar a Drinkwater. Empezó a ver indicios en todas partes aunque, en verdad, de una dotación de doscientos sesenta hombres, sólo una docena eran homosexuales. Sin embargo, para Drinkwater, en plena fiebre adolescente, suponían una amenaza que fue dejando su poso debido a la continua tiranía de Morris y el convencimiento de que éste contaba con secuaces como el peso pesado de Threddle y sus esbirros.

Drinkwater empezó a vivir en su propio mundo de temor. Luchaba indeciso con lo que sabía y deseaba compartir.


Tras dejar atrás, por fin, las molestias del mal tiempo, la Cyclops navegó durante una semana en circunstancias agradables. Una brisa entre débil y fresca y los vientos más cálidos les llevaron de marzo a abril. La fragata olía mejor entrecubiertas cuando el aire fresco renovó los habitáculos. Se dieron friegas de vinagre y Devaux ordenó a los marineros del combés y a los desocupados pintar y barnizar hasta que el agua circundante brillase carmesí, reluciesen los maderos del alcázar y refulgiesen los metales al sol primaveral.

El último domingo de marzo, en vez del servicio religioso anglicano, el capitán Hope leyó las Ordenanzas Militares. Drinkwater escuchaba erguido junto con los otros guardiamarinas la voz de Hope entonar la cruda cantinela del Almirantazgo. Sintió cómo se ruborizaba, avergonzado de su propia debilidad, cuando Hope leyó el artículo 29: «Si algún miembro de la flota cometiera el detestable y pervertido acto de sodomía con hombre o animal será castigado con la pena de muerte…».

Se mordió el labio y, con un gran esfuerzo, dominó el miedo visceral que le embargaba, pero siguió evitando los ojos que sabía que le observaban.

Tras el solemne y opresivo recuerdo del poder conferido al capitán, toda la tripulación se vio obligada a presenciar el castigo. Mientras persistió el mal tiempo, dos habían sido los infractores impenitentes. Hope no era un comandante malévolo y Devaux, que profesaba una simple fe aristocrática en ser obedecido, nunca se inclinaba hacia los castigos estrictos, siendo más pródigo en la indolencia y falta de acción. Hope se contentaba con que los ayudantes del contramaestre se asegurasen de que se cumplían las tareas debidas. Pero estos dos hombres se habían embarcado en una trifulca y ni el capitán ni el primer teniente podían hacer caso omiso.

Se oyó el redoble de un tambor y los infantes de marina dieron fuertes pisotones para llamar la atención puesto que el enjaretado se estaba atando a la jarcia principal. Se llamó a un hombre. Antes de leer la sentencia, Hope se había preocupado por descubrir el origen del problema, sin conseguirlo. La cubierta inferior tenía sus propios abogados y guardaba sus secretos. El hombre dio un paso al frente y los ayudantes del contramaestre lo agarraron y le amarraron por las muñecas al enjaretado. Le metieron un trozo de cuero en la boca para evitar que se mordiera la lengua. Era Tregembo.

Sonó el redoble de tambor y un tercer ayudante del contramaestre agitó el flexible gato de nueve colas, descargando la primera docena de latigazos. Fue relevado para la segunda docena y, de nuevo, para la tercera. Arrojaron un cubo de agua sobre el desdichado prisionero y cortaron sus amarras.

A trompicones, Tregembo regresó a su sido entre la huraña dotación. Llegó el turno del segundo hombre. La poderosa espalda de Threddle mostraba pruebas de castigos previos pero soportó los latigazos con la misma valentía que Tregembo. Cuando soltaron sus amarras, se mantuvo en pie sin ayuda y sus ojos relucían llenos de lágrimas y fiero odio. Dirigió su mirada hacia Drinkwater.

El guardiamarina se había vuelto inmune a la brutalidad de estas escenas públicas de latigazos. De alguna forma, este espectáculo le afectaba muchos menos que la entonación sonora de la Ordenanza Militar número 29.

Al igual que muchos de los oficiales y marineros, consiguió pensar en otra cosa y concentrarse en cómo la hilera de los cubos para apagar el fuego, con su elaborado diseño real pintado a mano, se bamboleaba al compás de la fragata. Encontró que le tranquilizaba y le ayudaba a controlarse tras la inquietud suscitada por aquella sentencia inexorable. Así de vulnerable se sentía cuando captó la mirada de Threddle.

Drinkwater sintió que le golpeaba la intensidad velada del desprecio, sintió casi el impacto físico. El guardiamarina estaba seguro de que, en cierta medida, estaba relacionado con la animadversión que existía entre los dos hombres, un odio que había estallado en forma de constantes y problemáticas escaramuzas. A duras penas Drinkwater consiguió no desmayarse. Uno de los marineros no lo aguantó. Era el apuesto gaviero que había sido la obsesión de Morris.

Más tarde, Drinkwater pasó al lado de Tregembo cuando este trabajaba dolorosamente en un ayuste.

– Siento que te hayan azotado, Tregembo -dijo discretamente.

El hombre levantó los ojos. Su frente estaba perlada de gotas de sudor por el esfuerzo que le suponía trabajar con la ensangrentada espalda hecha trizas.

– No se preocupe, señor -respondió. Y luego añadió:

– No debería haber llegado hasta ese extremo… -Drinkwater siguió adelante, reflexionando sobre este último e incomprensible comentario.

Esa misma noche, el viento refrescó. A las cuatro de la mañana, Drinkwater fue requerido para empezar su turno de guardia. Mientras caminaba a trompicones por la pasarela, se percató de que, una vez más, la Cyclops cabeceaba y se bamboleaba. «Pronto aferrarán velas» murmuró para sí mismo, mientras se ponía el impermeable para salir a cubierta. La noche era oscura y gélida. Un roción salpicó la cubierta y le aguijoneó el rostro. Relevó de su puesto a Beale, que le sonrió amistosamente.

A las cuatro y cuarto se dio orden de tomar dos rizos de gavia. Drinkwater subió hasta el tope. Ahora ya no le parecía gran cosa y con gran agilidad alcanzó la posición de honor en el peñol. Tras diez minutos, se arrizó la enorme vela y los hombres regresaron a las burdas, desapareciendo en la oscuridad al bajar a cubierta. Cuando se descolgaba del peñol para transferir su peso a la burda, una mano le agarró la muñeca.

– ¡Pero qué c…! -exclamó. Casi se cae. Entonces, apareció una cara en medio de la oscuridad azuzada por el viento. Era el apuesto gaviero del palo mayor cuya mirada emitía un desesperado grito de ayuda.

– ¡Señor! ¡Por Dios bendito, ayúdeme!

Drinkwater, balanceándose a cien metros sobre la cubierta de la Cyclops, no pudo evitar sentir repulsión por el contacto físico de ese hombre. Pero, incluso en la penumbra, vio las lágrimas en los ojos del marinero. Intentó liberar su mano, pero se lo impidió la precaria situación en la que se encontraba.

– No soy como ellos, señor, se lo juro. Me obligan a hacerlo… me fuerzan, señor. Si no lo hago, ellos… me pegan, señor…

Drinkwater sintió que las náuseas remitían.

– ¿Le pegan? ¿A qué se refiere? -preguntó, aunque casi no oía la voz de aquel hombre pues el viento se llevaba las confidencias a sotavento.

– Los genitales, señor… -dijo entre sollozos-. Ayúdeme, por el amor de Dios.

La presión en su muñeca disminuyó. Drinkwater se apartó de él y bajó a cubierta. Reflexionó sobre el problema durante el resto de la guardia, mientras el amanecer iluminaba el este y la luz del día se extendía sobre el mar. No alcanzaba a ver una solución. Si le contara a un oficial lo que sabía sobre Morris, ¿le creería? Era una acusación muy grave. ¿Acaso no había oído al capitán Hope leer el artículo 29 de las Ordenanzas Militares? Para el delito de la sodomía, la pena era la muerte… Era una acusación terrible y muy grave para lanzarla contra un hombre, y a Drinkwater le aterrorizaba la posibilidad de que su intervención llevase a un hombre a la horca. Morris era una mala persona, de eso estaba seguro, más allá de la perversión pues Morris estaba aliado con la intimidante presencia física del marinero Threddle, y éste no se pararía ante nada.

Drinkwater se sentía morir de miedo, por su propia persona y por su impotencia para ayudar al gaviero. Sintió que estaba fallando su primera prueba como oficial… ¿A quién podría recurrir?

Entonces recordó el comentario de Tregembo. ¿Qué había dicho? Extrajo la frase de entre los pliegues de su memoria: «No debería haber llegado a ese extremo». ¿A qué extremo? ¿Qué es lo que había dicho Tregembo antes de ese comentario?…

«No se preocupe». Eso era todo.

Significaba que él, Drinkwater, no tenía por qué preocuparse. Pero otra duda le reconcomía. Había expresado su pesar porque habían azotado al marinero por pelearse. Entonces, lo comprendió. Tregembo fue azotado por pelearse con Threddle y había dicho que el guardiamarina no tenía que preocuparse. Por lo tanto, Tregembo sabía algo de lo que había pasado. No debería haber llegado al extremo de que alguien como Drinkwater se enterase. ¿Acaso la cubierta inferior no aplicaba su propia ley dura? ¿Habría emitido ya sentencia y ejecutado a Humphries?

Drinkwater entendía ahora que lo había sabido desde siempre. Los ojos de Threddle le había culpado de sus azotes y, en su subconsciente, Drinkwater había admitido su parte de responsabilidad por el dolor que sufrió Tregembo.

Decidió que le podría preguntar a Tregembo…

Era ya el segundo turno de guardia cuando por fin pudo llevar a Tregembo a un lado con la excusa de revisar la corredera para el señor Blackmore.

– Tregembo -comenzó con cautela-, ¿por qué te peleaste con Threddle? Tregembo no contestó durante un rato. Después, suspiró y dijo:

– Pero bueno, ¿por qué me pregunta eso, señor?

Drinkwater respiró hondo.

– Porque si fue por lo que creo que fue, entonces, les afecta tanto a los guardiamarinas como a la cubierta inferior… -Aguardó mientras la expresión desconcertada de Tregembo se suavizaba en un gesto de comprensión.

– Lo sé, señor -dijo discretamente y, mirando a Drinkwater a los ojos, añadió:

– Vi lo que le hicieron en Gibraltar, señor… -Ahora Tregembo era el avergonzado-. Se podría decir que me cayó usted en gracia, señor -dijo sonrojándose, antes de explicar con una inocente simpleza-, por eso a Humphries le pasó lo que le pasó.

Drinkwater estaba horrorizado.

– ¿Mataste a Humphries?

– Resbaló y yo le ayudé un poco -dijo Tregembo encogiéndose de hombros-. En el botalón del foque, señor. Él fue el primero -dijo para aliviar el patente horror de Drinkwater. El guardiamarina asimiló poco a poco la información. La carga que soportaba se había doblado, no dividido, como él pensaba. El respeto por la ley engendrado por su educación sufría otro asalto. La actitud despreocupada y ajena a la ley de Tregembo era un fenómeno nuevo para él. La expresión de su rostro traicionaba su gran inquietud.

– No se preocupe, señor Drinkwater. Estamos acostumbrados a los invertidos y a cómo se las gastan. Los hay en la mayoría de los barcos, pero no nos gusta cuando la gente no se ocupa de sus asuntos y no nos deja tranquilos -dijo señalando con la cabeza al apuesto marinero que adujaba un cabo en el combés. Les miró. Sus ojos reflejaban un desesperado grito de ayuda, como si supiera de qué se estaba hablando a unos sesenta pies de distancia.

– John Sharpies es un buen gaviero, pero les tiene miedo, sabe usted. No me extraña, si supiese lo que le han hecho… -Tregembo se metió la mano en el bolsillo y sacó tabaco de mascar.

– No tendrá que esperar mucho más -concluyó, pensativo.

Drinkwater miró a Tregembo con dureza.

– La cubierta inferior sabe cómo cuidar de los suyos, señor, pero el señor Morris es un problema del sollado. Los sollados tienen su propia ley, señor. -Tregembo no dijo más, pues sintió la incomodidad de Drinkwater.

– A usted no le resultaría difícil encontrar ayuda, señor, ¿no es cierto?

La corredera estaba primorosamente adujada en su cesta y Tregembo se levantó. Echó a andar hacia proa saludando, al pasar, al primer teniente. Drinkwater se quedó a popa, junto al coronamiento, mirando al mar sin llegar a verlo. No se avergonzaba de la sugerencia de que él, por sí solo, no podría con Morris, pero le entristecía pensar que Morris pudiese aterrorizarlo, y no sólo a él y a los otros guardiamarinas, sino al menos afortunado Sharpies. Había tantas cosas del mundo que no comprendía y que no casaban con lo que recordaba haber aprendido o leído… quizás… pero no, no era posible.

Giró sobre sus talones para ir a proa. Desde allí, tenía la Cyclops a sus pies. Devaux y Blackmore estaban junto al paso mesana. La cangreja y la escandalosa, sobre sus cabezas. Este barco era, en verdad, una belleza, producto de la ingenuidad humana y de su determinación conquistadora, pues la humanidad seguía adelante, en pos de un destino incierto, sin importar el coste que hubiese que pagar por ello. Y en la estela de dicha determinación, como ilustraba la propia fragata, Nathaniel trató de encontrar la fuerza de voluntad para hacer lo que creía que era justo.


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