Enero de 1780
Las fragatas variaban en tamaño y diseño pero, por lo general, tenían una sola batería de cañones, de proa a popa. Cuando un buque se aprestaba para entrar en acción, se apartaban los mamparos que separaban las cámaras del capitán y de los oficiales. Por encima de la cubierta de cañones se situaba el alcázar, desde donde se gobernaba el barco, que llegaba casi hasta el palo mayor. Aquí había también varios cañones y armas ligeras. A proa se elevaba una cubierta parecida, el castillo, que se extendía a popa siguiendo la base del palo trinquete. El castillo de proa y el alcázar estaban conectados por las bandas por pasarelas de madera que se extendían por encima de la cubierta de cañones, un espacio denominado «combés». No obstante, el espacio abierto que quedaba entre las pasarelas se apoyaba en baos y calzas de soporte destinadas a las embarcaciones menores, por lo que la ventilación que debía prestar a la cubierta de cañones era, en el mejor de los casos, deficiente.
Cuando la batería de babor abrió fuego, ese reducido espacio se convirtió en un atronador infierno sin sentido. Los fogonazos de los cañones hacían pasar la escena del resplandor a la negrura. A pesar de estar en pleno invierno, los marineros pronto estuvieron empapados en sudor al limpiar, cebar y disparar su brutal artillería. La percusión de los cañones y el retumbar de las cureñas en su retroceso era ensordecedor. Los hombres trabajaban amontonados en torno al cañón, y los tenientes y sus ayudantes afinaban la puntería cuando pasaron de las andanadas al fuego a discreción. Moviéndose por aquel espacio cubierto de arena, los pequeños pajes de la pólvora, que no eran más que flacos pilluelos mal alimentados, salían a duras penas del lóbrego sollado para llegar hasta donde se había retirado el condestable, con sus pantuflas de fieltro, para hacerse cargo de los misterios alquímicos de la preparación de cada cartucho.
En cada escala estaba estacionado un centinela de los infantes de marina, con las bayonetas dispuestas en sus mosquetes cebados. Tenían orden de disparar contra cualquiera que no fuese un mensajero reconocido o un camillero en su camino al sollado. Resultaba muy eficaz para disuadir los accesos de pánico y cobardía. La única manera de que un hombre descendiese al interior de la fragata era que lo llevasen ante el señor cirujano, Appleby, o sus ayudantes, quienes, al igual que el condestable, mantenían su particular tribuna esotérica en el sollado de la fragata. En ella, los torsos de los guardiamarinas se convertían en las salas de cirugía del barco que, cubiertas con lona, le ofrecían a Appleby la total libertad de hacer una carnicería con los súbditos de Su Majestad. A unos pocos pies del pantoque, foco de infección infestado de ratas, los hombres de la escuadra de lord Sandwich llegaban en busca de socorro y allí también solían emitir su postrer suspiro.
La Cyclops disparó siete andanadas antes de que los dos barcos acercasen sus costados. Los españoles también disparaban, pero cada vez a intervalos más irregulares, pues la aterradora precisión de los cañones británicos destrozaba la estructura del navío.
A pesar de todo, consiguieron destrozar el palo mesana de la Cyclops por encima de las encapilladuras más elevadas. Continuó destensándose el aparejo y, de pronto, la gavia mayor, que presentaba más de una docena de agujeros, se desvaneció azotada a merced del viento, un amasijo de lona rasgada pues el temporal no hacía sino rematar la tarea iniciada por las balas de cañón.
De repente, las dos fragatas estaban de través con el negro mar bramando entre sus costados. Apareció la luna tras la sombra de una nube, resaltando pequeños detalles del enemigo que habrían de grabarse en la memoria de Drinkwater. Vio hombres en las cofas, los oficiales en el alcázar y la actividad de las brigadas de artilleros en la cubierta superior. Una bola de mosquete impactó en el mástil, por encima de su cabeza, y luego otra, y otra más.
– ¡Fuego! -gritó exageradamente a los hombres de la cofa. Tras él se soltó la cofa del mayor y, entonces, Tregembo disparó el cañón. Drinkwater vio que la dispersión del bote de metralla desgarraba las cubiertas de los españoles. Contempló, fascinado, como caía un hombre, dando sacudidas, hasta la cubierta, apenas una marioneta a la extraña luz, y como se extendía alrededor una oscura mancha. Alguien tropezó con Drinkwater y se apoyó contra el mástil. Donde antes estuviera su ojo derecho no había ahora más que un agujero negro. Drinkwater asió su mosquete y apuntó en esa dirección, hacia una figura en sombras que recargaba su arma en la cofa del mayor del enemigo. Nathaniel apretó el gatillo con tanta frialdad como si estuviese en la feria de su pueblo. Chispeó la piedra de sílex y el mosquete le golpeó el hombro. El hombre se desplomó.
Tregembo tenía a punto su cañón y la luna desapareció tras una nube al dispararlo.
Una violenta oleada de explosiones sobrecogedoras dominó a los dos navíos e hizo que, durante un instante, los combatientes permaneciesen inmóviles. Hacia el sur, seiscientos hombres habían dejado de existir. El Santo Domingo, de sesenta cañones, había volado por los aires al llegar el fuego a su pañol de la pólvora, que provocó su desintegración.
La explosión les recordó que había otros barcos luchando en esa dirección. Drinkwater aprestó de nuevo su mosquete. Ya no zumbaban a su alrededor las balas enemigas. Apuntó hacia arriba. El palo mayor de la fragata española se tambaleaba hacia delante, hasta que se soltaron los estayes y los enormes mástiles cayeron arrastrando al palo mesana tras ellos. La Cyclops sacaba ventaja.
Hope y Blackmore miraron a popa preocupados, hacia donde se bamboleaba el navío español inutilizado. Los restos colgaban por la borda y se escoraba a estribor. Si el capitán español actuaba con presteza, podría cañonear de enfilada a la Cyclops, su andanada penetraría por la amplia popa y recorrería toda la extensión de las cubiertas saturadas.
La pesadilla de todo comandante era ser enfilado, sobre todo de popa, ya que la fragilidad de las ventanas posteriores ofrecían poca resistencia a los disparos del enemigo. Los despojos que colgaban del costado estaban arrastrando a los españoles en círculo. Uno de sus cañones de babor abrió fuego y arrancó de cuajo astillas de la aleta de la Cyclops. Sin duda, no iban a dejar escapar aquella oportunidad.
Se cerró el timón de la Cyclops en un intento por ponerla en paralelo, pero la cangreja estalló al disparar los españoles, luego se desplomó el palo mesana y la Cyclops perdió el equilibrio necesario para virar su popa.
La andanada fue más irregular, comparada con la británica, pero sus efectos no fueron mucho menos letales. A pesar de que los separaba un cuarto de milla, el enemigo estragado había respondido con un acierto destructor. Mientras el capitán Hope inspeccionaba los daños con Devaux, se escuchó una voz que decía:
– ¡Cubierta! ¡Oleaje en la amura de sotavento!
Aunque la fragata británica había comenzado a virar, la pérdida de sus velas posteriores le impedía maniobrar con rapidez. En el alcázar se veían caras consternadas. Los oficiales observaron la jarcia. El palo mesana seguía en su sitio, resquebrajado a unos seis pies de su tope. Los despojos colgaban del costado de babor, arrastrando a la fragata hacia ese lado, mientras que el temporal seguía inflando las velas de proa y empujando al navío inexorablemente en la dirección del viento, hacia donde les aguardaban los bajíos de San Lucar. Las hachas ya cumplían su cometido de liberar los restos.
Hope detecto una posible solución y ordenó cerrar el timón a la banda para seguir virando a babor. Devaux miró a proa y luego al capitán.
– Ajusten la mesana, preparen otra cangreja y desplieguen el velacho -exclamó el capitán con brusquedad. El primer teniente corrió hacia proa llamando a gritos a los gavieros, a cualquiera, apartando a las brigadas de artilleros de la cubierta superior de sus cañones, arrastrando a los ayudantes del segundo oficial allá donde estuviesen.
Los hombres corrieron hacia el aparejo… desaparecieron bajo él, apresurándose azuzados por las histéricas órdenes proferidas por el primer teniente.
– ¡Wheeler! ¡Que sus muchachos halen de la verga de la mesana!
– ¡Entendido, señor!
La brigada de Wheeler se alejó con sus ruidosos pisotones para bracear de la mesana mientras los gavieros desplegaban la vela. Un ayudante del segundo oficial extendió la escota de barlovento y haló junto con otro ayudante, mientras dos o tres marineros soltaban los puños de escota y los brioles. La gran superficie de lona explosionó en un alarde blanco a la luz de la luna, azotada por el temporal; entonces, se estiró y la Cyclops comenzó a virar.
Aún en la cofa, Drinkwater ya divisaba los bajíos, una línea gris a unas cuatro o cinco millas por avante. Entonces se percató de que una voz le llamaba.
– ¡Eh, cofa del trinquete!
– ¿Sí, señor? -respondió, mientras se inclinaba para ver al primer teniente observándolo desde abajo.
– ¡Arriba y aferre esas gavias!
Drinkwater comenzó su ascenso. El velacho perdía ya su tirantez, las empuñiduras se aflojaban y los puños de escota y los brioles lo arrastraban hacia la verga. La vela azotaba con fuerza y el mástil tembloroso daba fe de que los cañonazos habían alcanzado muchos de los estayes.
Tregembo ya estaba en el aparejo cuando Drinkwater abandonó la cofa, mareado por la endemoniada excitación de la noche. Cuando terminaron de pelear con el velamen, Drinkwater se apoyó sobre la verga, agotado, hambriento y aterido. Miró a estribor. La línea blanca de los bajíos parecía estar muy cerca y la Cyclops se balanceaba al tiempo que aumentaba el oleaje en torno a los bancos de arena. Pero comenzó ya a navegar con el viento de costado y casi en paralelo a los bajíos. Seguiría desviándose a sotavento pero, al menos, no se dirigía hacia los bancos.
Hacia el sur y el oeste, las negras siluetas y los fogonazos revelaban dónde combatían las dos flotas. Más cerca, a babor, oscilaba la fragata española, azotada de través por el viento y el oleaje y balanceándose hacia los bancos de arena.
Una brigada de hombres exhaustos y ennegrecidos por la pólvora, asignados a la cubierta de cañones, se esforzaba por desplegar la cangreja sobre cubierta. La alargada culebra de resistente lona llegó cimbreando hasta cubierta desde su estante. Trece minutos más tarde, se izó la nueva vela en las perchas intactas.
La Cyclops volvía a estar bajo control. La mesana estaba aferrada y se aflojaron las escotas de las velas de proa. De nuevo, el bauprés giró hacia el bajío y Hope viró en redondo, preocupado, para navegar amurado a estribor, rumbo a la fragata española que seguía bamboleándose inútilmente.
La fragata británica cayó a barlovento. Después, el bauprés viró alejándose del bajío. El viento le dio por la aleta de estribor y, luego, por el través. Se tensaron las vergas y se afianzaron las velas de proa. El viento aulló por la amura de estribor, con más fuerza que antes pues navegaban en su contra. La Cyclops arfó y una cortina de punzante agua barrió la popa. Los cañoneros semidesnudos se apresuraron bajo cubierta para preparar los cañones.
Hope dio órdenes de reiniciar el combate y la Cyclops se echó sobre el adversario, arrastrando poco a poco a la fragata mutilada a sotavento. Los cañones de la Cyclops abrieron fuego y los españoles respondieron con otra andanada.
Devaux intentaba entenderse con Blackmore a gritos, por el rugido de los cañones.
– ¿Por qué no echa el ancla?
– ¿Y hacernos cabecear con el viento de través, tomando a la otra fragata de enfilada? -resopló el piloto de derrota.
– ¿Qué otra cosa puede hacer? Además, no podemos aguantar indefinidamente. Nos hace falta distanciarnos de la costa.
Hope lo oyó. Ahora que ya no estaba sometido a la tensión de un peligro inmediato, volvía a comandar la nave y la conversación le irritó.
– Preocúpese de luchar contra la fragata, señor Devaux, y déjeme las decisiones tácticas.
Devaux no dijo nada. Miró con resentimiento hacia el barco español y escuchó asombrado la orden de Hope:
– Eche un cabo de amarre por una porta de popa, ¡deprisa, muévase!
Al principio, Devaux no lo entendió, pero entonces la luna se dejó ver y el teniente siguió con la mirada el brazo extendido de Hope:
– ¡Mire!
La insignia de tonos rojizos y dorados de Castilla no estaba a popa. La fragata española se había rendido.
– ¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!
Los cañones de la Cyclops enmudecieron mientras continuaba con su cabeceo; los cañoneros se desplomaron extenuados por el esfuerzo. Sin embargo, Devaux, que ya había olvidado la disputa debido a las nuevas circunstancias, estaba de nuevo con ellos, apremiándolos para que se esforzasen un poco más. Devaux gritó sus órdenes, los ayudantes del contramaestre giraron sus viradores y, en un instante, la rendición de los españoles inundó el barco. La fatiga se desvaneció en un periquete, pues la fragata era una presa de guerra si podían evitar que llegase a tierra, en los bajíos de San Lucar.
Ni siquiera el aristócrata Devaux menospreciaba la avaricia de su capitán y aprovecharía la oportunidad de aumentar su exiguo patrimonio. Devaux deseaba ahora que la Cyclops no hubiese causado demasiados daños…
En el alcázar, el capitán Hope atendía a las objeciones del piloto de derrota. Siendo la única persona a bordo que podía contradecir legítimamente las decisiones del capitán, desde el punto de vista de la navegación, Blackmore se manifestaba vehementemente en contra de abatir a la Cyclops otra vez a sotavento para remolcar a una fragata separada de un peligroso banco de arena por no más de media legua.
Los excesos de la noche afectaban a los hombres de forma distinta. Cuando Blackmore se dio la vuelta, derrotado, Hope vio su última oportunidad. Muchos años había esperado para hacer realidad la captura de un botín como éste, y su precaución fue víctima de la tentación. Tras una vida dedicada a la Armada, que le había escatimado una y otra vez el reconocimiento de su reputación, el destino le ofrecía un botín pecuniario de enorme magnitud. No tenía más que poner en práctica parte de la experiencia que sus años como navegante le habían conferido.
– Vire en redondo, señor Blackmore.
El capitán giró sobre sus talones y tropezó con una silueta esbelta que se apresuraba a popa.
– Dis… Disculpe, señor.
Drinkwater había descendido desde la cofa del trinquete. Saludó al capitán llevándose la mano al sombrero.
– ¿Y bien?
– El banco de arena está a una milla a sotavento, señor. -Durante un momento, Hope estudió la joven faz que tenía delante. Apuntaba maneras.
– Gracias, señor…
– Drinkwater, señor.
– Desde luego. No se retire; me he quedado sin mensajero… -El capitán señaló hacia lo que quedaba del guardiamarina de doce años. Al ver aquel pequeño cuerpo destrozado, Drinkwater se notó desfallecer. Tenía frío y estaba hambriento. Era consciente de que estaban maniobrando muy cerca de la fragata inutilizada, a sotavento…
– El primer teniente se halla en la cubierta de cañones, entérese de cuánto tiempo tardará.
Perplejo, el guardiamarina se fue a toda prisa. En la cubierta de cañones, se encontró con una ordenada escena. Cien cañoneros arrastraban un enorme cabo hacia popa. Drinkwater encontró al primer teniente justo a popa y le transmitió el mensaje. Devaux gruñó y después le ordenó:
– Sígame -y los dos regresaron corriendo al alcázar.
– Está casi preparado, señor -dijo Devaux, dejando atrás al capitán para dirigirse al pasamanos. Con un gran esfuerzo, cortó la corredera con su sable y llamó a Drinkwater.
– Adújela para que sirva de guía, muchacho -indicó señalando la larga corredera que descansaba en su cesta. Por un momento, el muchacho no supo qué hacer pero, luego, recordó lo que le había enseñado Tregembo y comenzó a adujar.
Devaux bullía en torno a un grupo de marineros que llevaban a popa un rollo de un cabo de cuatro pulgadas. Se inclinó sobre el coronamiento de popa, haciendo oscilar uno de los extremos, y a gritos llamó la atención de alguien que estaba más abajo. Por fin, el marinero asió el extremo y haló para asegurarlo a un cable grueso. Devaux se incorporó y uno de los marineros tomó la corredera, atándola al cabo de cuatro pulgadas.
Devaux pareció satisfecho.
– Banyard -le dijo al marinero-, láncela hacia la fragata española cuando se lo diga.
La Cyclops se acercaba a la quebrantada fragata. Contemplada desde tan cerca, parecía enorme y el cabeceo de la nave era de unos quince a veinte pies.
Las dos fragatas estaban ya muy cerca. El bauprés español cabeceó, enfilando por la popa el costado de la Cyclops. Ahora se podían ver las siluetas en su castillo de proa, mientras el bauprés sobresalía, amenazador, sobre el puñado de personas en la popa de la Cyclops. Si hacía jirones la cangreja, la Cyclops estaría perdida y volvería a ser ingobernable, rindiéndose al temporal. El palo arfó y de nuevo volvió a caer. Golpeó el coronamiento de la Cyclops, se enganchó un segundo y luego se separó arrancando una astilla de madera. Cuando Devaux hizo la señal, la guía lanzada por Banyard serpenteó inteligentemente hasta engancharse a la trinca del bauprés, descendiendo luego hacia la popa británica.
– ¡Vamos muchacho! -gritó Devaux. En tan sólo un segundo, se agarró al palo de un salto y pasó por encima, dejando las piernas atrás. Sin pensarlo, impelido por el determinado arrojo del primer teniente, Drinkwater lo siguió. Por debajo, la Cyclops cabeceó, alejándose.
El viento jugueteó con las solapas de la casaca de Drinkwater que, cauteloso, iba tras Devaux siguiendo el bauprés. La maraña de aparejos proveía de numerosos puntos de apoyo y en poco tiempo ambos se erguían sobre el castillo de proa español.
Un atildado y resplandeciente oficial le hacía una reverencia a Devaux, presentándole su espada. Devaux, impaciente ante la inactividad de los españoles, lo ignoró. Le hizo señas al oficial que había asido la guía y una cuadrilla de marineros pronto se puso a halar del cabo de cuatro pulgadas. De nuevo salió la luna y Devaux se giró hacia Drinkwater, señalándole con un gesto al insistente español, que no cejaba de hacer reverencias.
– ¡Por amor de Dios! ¡Acepte la espada y, a continuación, devuélvasela! Necesitamos su ayuda.
Y así fue como Nathaniel Drinkwater aceptó la rendición de la fragata de treinta y ocho cañones, Santa Teresa. Improvisó una torpe inclinación en la cabeceante cubierta y con tanta elegancia como pudo, consciente de su ineptitud, le devolvió el arma. La luz de la luna brilló con ganas sobre la enhiesta hoja toledana.
Devaux gritaba de nuevo:
– ¡Hombres! ¡Hombres! -y luego en castellano-¡Hombres! ¡Hombres!
La guía de cuatro pulgadas estaba ya a bordo y con él, el peso del enorme cabo de amarre. Con profusión de gestos, Devaux apremió a los españoles vencidos a que se uniesen a la extenuante actividad. Señaló hacia sotavento y exclamó:
– ¡Muerto! ¡Muerto!
Y le entendieron.
A barlovento, Hope viraba la Cyclops. Era fundamental que Devaux asegurase la remolcada en pocos segundos. El cabo de cuatro pulgadas serpenteó, luego se enganchó. El grueso cabo de amarre de diez pulgadas que salía del agua se había enredado bajo la proa de la Santa Teresa.
– ¡Halar! -gritó Devaux, fuera de sí. La Cyclops sentiría el tirón de este cabo. Quizás no pudiera abatir a estribor…
De repente, el cabo se precipitó a bordo. El cáñamo flotante se elevó con una ola y saltó a la Santa Teresa mientras su proa caía en un abrupto seno.
Drinkwater no salía de su asombro. Donde antes la fragata había cabeceado sin freno, ahora las ondas rompían suavemente en derredor. Supo que algo no iba bien, que el mar se había tranquilizado. Miró alrededor. El mar estaba blanco a la luz de la luna y rompía como en una playa. Estaban en el rompiente de San Lucar. Más que el ulular del viento y los gritos de los oficiales españoles, el tronar del Atlántico arrojándose contra el escollo resultaba un estruendo profundo y terrorífico.
Devaux se afanaba al extremo del cabo de diez pulgadas.
– ¡Dispare un tiro, rápido!
Drinkwater señaló al cañón, imitó el movimiento de retroceso y gritó:
– ¡Bang!
Los marineros comprendieron y rápidamente se preparó una carga. Drinkwater agarró el botafuego y tiró de la pequeña driza. El cañón se disparó. Miró preocupado hacia la Cyclops. Varios españoles miraban temblorosos a sotavento.
– ¡Dios! -exclamó uno de ellos, persignándose. Algunos más le imitaron.
Lentamente, Devaux expulsó el aire contenido. La Cyclops había conseguido virar. El cáñamo surgió del agua y aguantó el tirón. Crujió y Drinkwater miró hacia donde Devaux había pasado el cabo por el palo trinquete de la Santa Teresa y los restos que de él colgaban. Los marineros seguían asegurando el cabo. La Santa Teresa se estremeció. Los hombres se miraban asustados. ¿Era por ser remolcada o es que había tocado fondo?
La popa de la Cyclops arfó y volvió a caer. El cabo se volvía invisible en la oscuridad que de nuevo se los había tragado, pero estaba bien asegurado y la Santa Teresa comenzó a virar hacia el viento. Muy despacio, la Cyclops haló de su adversario hacia el suroeste, dando un paso hacia a barlovento por cada yarda que recorría hacia el sur.
Devaux se giró hacia el guardiamarina y le dio una palmadita en la espalda. Su rostro presentaba una sonrisa juvenil.
– ¡Lo hemos conseguido, muchacho! ¡Por Dios! ¡Lo hemos conseguido!
Drinkwater resbaló lentamente hasta quedar sobre la cubierta, superado por la fatiga que le hizo perder el conocimiento.