Cambio de órdenes

Noviembre de 1780-enero de 1781


Drinkwater se reincorporó a la Cyclops el último día de octubre de 1780. La fragata llevaba en la bahía de Plymouth Sound varios días, reclutando trozos de abordaje y cargando agua potable. Su llegada estuvo precedida por la historia de la Algonquin, que Hagan y los demás relataron a bordo. Por ello, Drinkwater descubrió que era casi un héroe en la cubierta inferior, donde ya era popular tras haberse peleado con Morris.

Sin embargo, Morris había conseguido restablecer parte de la influencia que ejercía en el sollado. La ausencia de Drinkwater le había favorecido, y la incorporación de unos cuantos reclutas, todos ellos jovencísimos guardiamarinas, suponía que Morris tendría más víctimas a su disposición. Con todo, Drinkwater se percató enseguida de que un nuevo miembro del rancho podría ser un aliado potencial. El guardiamarina Cranston, un hombre callado de unos treinta años, a quien poca gracia le hacía el acoso o la ampulosidad de Morris. Antiguo marinero, Cranston había ascendido desde la cubierta inferior simplemente por su habilidad. Era listo y duro, y tenía pocos escrúpulos. A Drinkwater le cayó bien al instante. También sentía simpatía por otra nueva incorporación, aunque era mucho más joven. El señor White era un muchacho pálido y minúsculo de unos trece años. Él era la víctima más obvia a merced de Morris.

En el transcurso de las siguientes semanas, el hacinado sollado, cuyos miembros variaban tanto en edad como en cometidos, se convertiría en un caos ruidoso y conflictivo.

Hacia finales de noviembre, el capitán Hope expresó su disposición a echarse de nuevo a la mar para perseguir al enemigo, y la fragata abandonó Plymouth rumbo sudoeste para retomar su posición. A estas alturas, el tiempo ya se había torcido. A una borrasca la sucedía otra y se estableció, bajo cubierta, un ciclo de desdicha y sobre ella, otro de arduo e infatigable trabajo. Se iniciaron de nuevo los casos de hurto, peleas, insubordinación y ebriedad, consecuencias lógicas del entorno. Cuando un hombre fue azotado por hurto, Drinkwater se preguntó si sería el mismo que había resultado imprescindible para recuperar la Algonquin. En todo caso, ya no eludía estos espectáculos, a los que se había acostumbrado, aunque sabía que existían otros métodos para mantener a los hombres en sus incómodas tareas. Pero no había cabida para dichos métodos en las abarrotadas cubiertas de la Cyclops, y no sentía odio alguno porque el capitán Hope mantuviese la disciplina con aquella mano de hierro que hacía posible que la Marina Real preservase su constante vigilancia.

Para la dotación de la Cyclops, esto no era más que la monótona y tediosa rutina diaria. Un enfrentamiento con el enemigo habría significado un alivio tanto para los oficiales como para la marinería.

El capitán Hope se presentaba en el puente lo menos posible, molesto por no haber recibido aún su parte del dinero del botín por la captura de la Santa Teresa. El teniente Devaux mostraba signos de desazón por motivos similares y su habitual tono jocoso dio paso a un infrecuente hostigamiento de los tenientes a su cargo, sobre todo, del señor Skelton, joven e inexperimentado sustituto del fallecido teniente Price.

El viejo piloto de derrota, Blackmore, lo observaba todo y apenas decía nada. Encontró que estos malhumorados oficiales del rey, privados de su estúpido dinero del botín, y que se comportaban como viejas sirvientas, no eran sino desagradables compañeros de singladura. Acostumbrado a las penurias, esperaba que su estancia en el mar fuera incómoda y pocas veces se le vio contrariado.

El cirujano, el señor Appleby, siempre filosofando, agitaba su cabeza apesadumbrado mientras bebía su ron de melaza, al tiempo que rezongaba, a quien quisiese escucharlo, sobre la condición del barco.

– Observen, caballeros, y vean los frutos del carácter propio del hombre: la corrupción -dijo pronunciando la palabra con fruición profesional, como si percibiese el olor desprendido por un miembro amputado en busca de gangrena-. La corrupción es un proceso al que se llega tras un período de maduración. Desde el punto de vista médico, sucede tras la muerte, bien sea el caso de una manzana que ha caído de su rama y no recibe ya alimento del árbol o, en el caso del organismo humano, sucede irrevocablemente una vez ha dejado de funcionar el corazón. En ambos ejemplos, el intervalo temporal podría entenderse como un ciclo completo.

»Pero en el caso de la corrupción espiritual, les puedo asegurar, el proceso es mucho más veloz y sucede independientemente del corazón. Observen la dotación de nuestro noble barco. Una manada de leones en medio de la batalla… -aquí Appleby hizo una pausa para apuntalar su monólogo con el ron-. Están corruptos por la fétida atmósfera de la fragata…

»Siéntese, señor Drinkwater, siéntese y recuérdelo cuando sea almirante. En consecuencia, surgen toda suerte de males: ebriedad, riñas, insubordinación, sodomía, robo y el peor de todos, pues es un crimen contra Dios y no sólo contra el hombre: la insatisfacción. ¿Y qué alimenta dicha insatisfacción?

»¡El dinero del botín!

– ¡Qué maldito dinero del botín, doctor! -interrumpió el teniente Keene.

-¡Exacto! amigo mío. ¿Qué dinero? Ustedes se lo ganaron. A ustedes se les concedió pero, ¿dónde diantres está? Ah, pues… en los bolsillos de su señoría, milord Sandwich y sus esbirros liberales. Alguien se está enriqueciendo a costa de los intereses. ¡Por los clavos de Cristo! También ellos están tan corruptos como este apestoso barco. Yo se lo digo, caballeros, se volverá en su contra algún día. Algún día no sólo los malditos yanquis desafiarán a sus señorías sino los mismísimos Tom Bowline y Jack Rattlin… [3]

– ¡Así, señor Appleby! -gritó una voz. Una aburrida risa recorrió la penumbra de la cámara de oficiales. La Cyclops cabeceó contra el mar y los expletivos pasaron a convertirse en breves y exasperados gruñidos. -¿Quién querrá ser un maldito marinero?


Para Drinkwater, estas semanas fueron menos dolorosas que para la mayoría. Es cierto que Elizabeth ocupaba sus sueños, pero ese amor no le oprimía. Antes bien, lo fortalecía. Blackmore se mostró encantado con el certificado obtenido de Calvert y le enseñó algunos de los misterios más obtusos de la navegación celeste. También afianzó una íntima amistad con el teniente Wheeler, del cuerpo de infantes de marina. Siempre que el tiempo lo permitía, ambos se dedicaban a la práctica de la esgrima. La frecuente visión del entretenimiento de su «enemigo» constituía un amargo recuerdo de la humillación sufrida por Morris y, así, cuanto más inmune parecía Drinkwater, más deseaba Morris vengarse del joven. Morris comenzó a formar sus primeras alianzas con otros hombres de su calaña, escogidos de entre los elementos más indeseables de la dotación de la Cyclops.

Sólo que esta vez la conspiración tenía un propósito definido. Morris estaba degenerando en una criatura psicopática para quien la realidad parecía un borrón, una criatura cuyo odio le quemaba más que la llama del amor.

Tanto la Navidad como el día de Año Nuevo pasaron sin pena ni gloria, como sólo puede suceder en el mar. El tiempo siguió su tedioso devenir hasta que en un aburrido día de mediados de enero se rompió la monotonía de la vida a bordo.

– ¡Vela a la vista!

– ¿Dónde?

– ¡Por la aleta de sotavento, señor!

El teniente Skelton trepó por el aparejo de mesana y desplegó su catalejo. Al descender de nuevo sobre el puente, llamó a Drinkwater y le dijo:

– Mis saludos para el capitán y dígale que se divisa una vela a estribor, podría ser una fragata.

Drinkwater fue bajo cubierta. Hope estaba dormido, cabeceando en su coy, y le despertó el guardiamarina al llamar a su puerta. Se apresuró a subir.

– Todos a cubierta, señor Skelton, y vayamos a investigar.

Ahora se divisaba una gavia, blanca como el ala de una gaviota contra una borrasca, pues la cerrazón nublaba la escasa luz del sol. De vez en cuando, surgía un fugaz instante de una órbita de pálido amarillo limón, que Blackmore intentó capturar pacientemente en el horizonte de su cuadrante. Los dos barcos se acercaron con rapidez y, en una hora, estaban ya muy cerca.

Las señales de reconocimiento revelaron que la otra embarcación era amiga, y resultó ser la Galatea. La recién llegada se puso al pairo, al abrigo de la Cyclops y una serie de brillantes banderitas aparecieron en la cofa del palo trinquete.

– Señales, señor -dijo Drinkwater, ojeando las páginas del libro de códigos-. Reunión a bordo.

Hope torció el gesto.

– ¿ Quién se cree Edgecumbe que es? ¡Maldito sea!

Devaux reprimió una sonrisa mientras Wheeler murmuraba sotto voce:

– Un miembro conservador del Parlamento, quizás…

Tras una pequeña espera, lo suficiente como para que resultase impertinente, Hope gruñió:

– Está bien, responda.

– ¿Su esquife, señor? -preguntó el solícito Devaux.

– ¡No se ría usted, señor! -bramó Hope irritado.

– Discúlpeme, señor -replicó Devaux, sin dejar de sonreír.

– ¡Ya! -y con eso Hope giró sobre sus talones, furioso. Edgecumbe era un maldito y despreciable oportunista, a quien Hope doblaba la edad. Hope había servido como teniente el mismo tiempo que llevaba Edgecumbe navegando.

– Su esquife está listo, señor.

Drinkwater abarloó el esquife al costado de la Galatea. Observó como las piernas larguiruchas del capitán desaparecían de su vista y, a continuación, el sonido de los silbatos. Una cara le observaba desde arriba.

– Buenos días, muchacho.

Era el teniente Collingwood.

– Buenos días, señor.

– Veo que hoy lleva los pantalones limpios -le dijo el oficial sonriendo antes de entregarse a un violento y debilitador acceso de tos. Cuando recuperó el aliento, le entregó un paquete envuelto en papel aceitado.

– Correo para la Cyclops -dijo-, creo que hay una epístola de cierta señorita Bower…

¡Elizabeth!

– Gracias, señor -contestó el sorprendido y alegre Drinkwater mientras el paquete descendía hacia la embarcación. Collingwood empezó a toser de nuevo. Era tuberculosis y una misión en las Antillas la agravaría en poco tiempo, llevando a Wilfred Collingwood a la muerte. Fue su hermano Cuthbert quien se convertiría en el famoso segundo al mando de Nelson.

¡Elizabeth!

Cuán extraño resultaba que la mención de su nombre en medio del bravo y gris Atlántico tuviese el poder de hacer que se le desbocase el corazón en el pecho. El remero le sonreía. Y él le devolvió la sonrisa sin pensar. Después cayó en la cuenta de que era Threddle.

En la cabina de popa de la Galatea Hope daba sorbitos a un vaso de clarete excelente. Pero no lo estaba disfrutando.

Sir James Edgecumbe, cuyo rubicundo rostro y ojos saltones contrastaban con el curtido y delgado semblante de Hope, intentaba mostrarse agradablemente superior y lo único que conseguía era ser ofensivo.

– Achacaré la dejadez en el acuse de recibo de mi señal a la escasa destreza de sus guardiamarinas, capitán. He podido conocer a uno de ellos. Un mocoso altanero con el atuendo sucio. Sin duda, no se trata de un caballero, ¿no es cierto, capitán? -soltó una risotada despectiva que pretendía implicar que, como capitán, se enfrentaban a ciertos problemas que sólo podían apreciar otros comandantes. A Hope le molestó el insulto proferido contra la Cyclops, preguntándose quién habría sido el culpable. No fue más allá de un gruñido, por el que Edgecumbe entendió que se mostraba de acuerdo.

– Sí, mi querido amigo, el problema del rango, ¿sabe usted?

Hope no dijo nada. Estaba empezando a sospechar que sir James tenía otro motivo para requerir su presencia.

– Bien, como yo digo siempre, capitán, problemas del rango y exigencias de la Marina. Tampoco me ayudan demasiado mis responsabilidades en el Parlamento, pardiez. Le aseguro, señor, que hacen que mi vida de servicio público sea una ardua tarea.

»Esto me lleva a una pregunta, querido amigo. ¿De cuánta agua y comida dispone?

– Supongo que tenemos provisiones para unos dos meses, pero si me releva usted de mi misión no veo…

Edgecumbe alzó su mano.

– ¡Ah! Esa es la cuestión, querido amigo. Verá, yo no… -Edgecumbe se interrumpió.

– ¿Más vino? Al menos -dijo, pronunciado muy despacio, con una voz más dura y cierto tono malicioso-, al menos no lo pretendo.

Hope tragó saliva y dijo:

– ¿Está tratando de decirme algo difícil de digerir, sir James?

Edgecumbe se relajó y volvió a sonreír.

– Sí, mi querido capitán. Consideraría un gran favor si me liberase usted de una tarea bastante odiosa e infructuosa. De hecho, mi querido amigo -bajó el tono de su voz hasta hacerla confidencial-, he de estar en el Parlamento en breve para apoyar la votación de la Marina en uno o dos asuntos. En estos tiempos, todo patriota debería hacer lo máximo posible. ¿No está usted de acuerdo, capitán? Y lo mejor que yo puedo hacer para servir a mi país, y a ustedes, valientes amigos, es fortalecer a la Marina. -Abandonó ahora el falso tono y de nuevo moduló su voz con un deje amenazador-. No sería bueno para ninguno de los dos si yo no pudiese estar en dicha votación, ¿verdad?

A Hope no le gustaron las inflexiones del discurso de Edgecumbe.

Tenía la impresión de que lo estaban arrinconando.

– Estoy completamente seguro, sir James, de que usted hará cuanto esté en su mano para asegurarse de que los buques como Foudroyant, Emerald y Royal George sean debidamente reparados…

Edgecumbe agitaba absurdamente sus manos.

– Eso no es más que un detalle sin importancia, capitán Hope, ya están las autoridades competentes en los muelles para atender a dichos asuntos.

Hope contuvo una agria respuesta pues, como de la nada, había aparecido el sirviente de sir James con otra botella de clarete. Edgecumbe evitó la mirada de Hope y hacía que ordenaba algunos papeles. Levantó la vista sonriente y le tendió un sobre sellado.

– Ah, la vida está llena de coincidencias, ¿no cree, capitán? Esto -dijo mientras señalaba el sobre con un dedo- es una letra de cambio, según creo, de la Casa de Banca Tavistock. He oído que ha tenido usted suerte con las presas; bien, bien, mi esposa es la hija del viejo Tavistock. Es un mal bicho, tacaño y anticuado, pero espero que acepte una letra del Almirantazgo por valor de cuatro mil libras.

Hope terminó el líquido de su copa. Perjuró mentalmente. La legítima indignación era un arma inútil ante algo así. Se preguntó cuántas personas habrían actuado en connivencia para que esta pantomima siguiese su curso. Todo para que él, Henry Hope, hiciera algo desagradable en nombre de sir James, y que éste pudiese ocupar su lugar en el Parlamento. O quizás era aún peor, sir James podría tener otros motivos para no cumplir sus órdenes. Esta idea le dio náuseas y vació otro vaso de clarete.

– Imagino que tendrá usted mi nuevas órdenes por escrito, sir James -preguntó Hope, receloso, aunque ya sabía que se vería obligado a aceptar lo inevitable.

– ¡Desde luego! ¿Creía usted que mis acciones no eran oficiales, mi querido señor? -dijo Edgecumbe, cuyas cejas se habían alzado indignadas.

– Por supuesto que no, sir James -replicó Hope con total honestidad-. Aunque hay ocasiones en que uno duda de la sabiduría de sus señorías…

Edgecumbe le dirigió una severa mirada. Hope encontró la sospecha de traición enormemente divertida. Edgecumbe le ofreció otro sobre.

– Sus órdenes, capitán Hope -dijo con aspereza.

– ¿Y la odiosa e infructuosa tarea, sir James?

– ¡Ah! -suspiró Edgecumbe, alcanzando una recia caja que había estado todo este tiempo al lado de su silla.


En el sollado, el único farol que había se balanceaba siguiendo el violento cabeceo de la Cyclops. Su parpadeante llama arrojaba fantásticas e irregulares sombras que dificultaban la lectura. Drinkwater había esperado hasta el turno de guardia de Morris. Tenía la vaga sensación de que si intentaba leer la carta de Elizabeth en su presencia, en cierto modo conseguiría mancillar su imagen. A pesar de que Morris no había intentado en ningún momento reafirmar su posición como superior de Drinkwater, el instinto le decía que Morris no hacía sino jugar con la espera y observar encubiertamente al guardiamarina, buscando la oportunidad propicia. Leer la carta de Elizabeth en su presencia le proporcionaría, sin duda alguna, dicha ocasión.

Drinkwater abrió el pequeño paquete. Dentro había otro paquete y una carta. La carta estaba fechada unos cuantos días después de su marcha de Falmouth.


Mi querido Nathaniel:

El teniente Collingivood acaba de presentarse aquí y dice que cree que su fragata se encontrará con la Cyclops en el Nuevo Año. Ha venido a saldar la cuenta de tu (sic) funeral y cuando padre le indicó que tu propio barco se haría cargo, dijo qùe él mismo reclamaría el reembolso en cuanto vea a tu capitán.


Drinkwater se mordió el labio, molesto porque no había pensado en ello. Siguió leyendo.


Todo lo anterior no es más que una forma poco hábil de decirte que espero que estés bien. Espero que te guste lo que te mando, padre dice que los oficiales de la Marina sois en exceso vanidosos las primeras veces que asumís el mando. Lo pinté la mañana tras tu primera visita, pero no creí que fuese lo suficientemente bueno para dártelo antes.

Hemos recibido noticias de que nos trasladaremos a Portsmouth en abril y rezo para que nos visites allí. Le rezo a nuestro Señor para que ni la enfermedad ni la guerra hagan mella en ti, pues temo que la Marina dé a sus hombres un trato brutal, como la tos del pobre teniente Collingwood atestigua.

Ya ha cambiado el tiempo y esperamos un invierno sombrío. Padre reza ahora regularmente por la Marina. Debo concluir a prisa pues el teniente Collingwood ya se marcha.


Que Dios te bendiga.

Siempre tuya.

Elizabeth


Drinkwater releyó la carta cuatro veces antes de abrir el paquete.

Dentro, había un pequeño marco con una minúscula acuarela. Mostraba una superficie de agua rodeada por verdes orillas y el gris bastión de un castillo. Un barco destacaba en primer plano, una pequeña goleta oscura con la insignia británica sobre la americana.

– La Algonquin -murmuró en voz alta, acercando la acuarela a la luz-, la Algonquin frente a la costa de St. Mawes.

Guardó el cuadro cuidadosamente en el fondo de su cofre, se tumbó en el coy y leyó una vez más la carta de Elizabeth.

Elizabeth deseaba que estuviera sano y salvo. Quizás Elizabeth lo amaba.

Se quedó tumbado disfrutando de la cálida sensación transmitida por aquellas letras. En su pecho explotó algo parecido a una carcajada irreprimible. Le embargó una sobrenatural sensación de triunfo y ternura, hasta tal punto que se reía suavemente para sí mismo mientras la Cyclops crujía a barlovento en medio del temporal.


El mes de enero de 1781 se caracterizó por el casi permanente mal tiempo en el Atlántico Norte. Los «ciclos» de borrascas que atravesaban de forma oblicua la gran superficie de agua hicieron trizas a una flota francesa en las rocosas costas de las islas del Canal. Se habían embarcado dos mil soldados franceses para capturar las islas, pero cientos de ellos perecieron al hacerse añicos sus buques. Los ochocientos que consiguieron llegar a tierra, en St. Helier, casi consiguieron tomar la ciudad, hasta que el mayor Pearson, de veintiséis años, lideró una desesperada carga con bayoneta que consiguió derrotar a los franceses sin paliativos, pero acabó también con la vida del joven.

Pero no fue sólo la flota francesa la que sufrió. Antes de este mes, en octubre de 1780, la flota de Rodney estacionada en las Antillas había quedado virtualmente destrozada por un huracán. La mayor parte de la escuadra de Hotham fue desarbolada y se perdieron seis barcos. Aunque sir Samuel Hood se dirigía ya entonces a ayudar a Rodney, las cosas se estaban torciendo para los ejércitos británicos. La situación en Norteamérica, comandada con mano dictatorial por lord North y lord George Germaine, era crítica. Ninguno de los principales implicados lo sabía en ese momento pero la combinación de los ejércitos francés y americano en las inmediaciones de una oscura península en el río James, en Virginia, sería decisiva. Mientras lord Cornwallis luchaba en las marismas y las áridas planicies de Carolina con un ejército de patéticas dimensiones, su adversario, Nathaniel Greene, «luchaba y huía, luchaba y huía otra vez», agotando poco a poco a los británicos, que, tambaleándose, iban de una victoria pírrica a la siguiente, cada vez con menos soldados.

En Gibraltar, Augustus Elliot y su pequeña guarnición seguían resistiendo, al mismo tiempo que la Cyclops sufría la furia de los elementos, como si fuese un peñasco azotado por la marea.

Se quebraron los palos de las juanetes y en dos ocasiones la fragata derivó a sotavento, regresando hacia Europa, mientras Hope luchaba por dejar el viejo continente atrás pues se dirigía hacia la costa de Carolina.

La vida entrecubiertas había vuelto a su sombrío ciclo que tan familiar resultaba para la dotación del barco. La humedad penetraba en todas las esquinas y el moho crecía libremente, los hombres enfermaban por la incomodidad y la lasitud. De nuevo se usaba el látigo con nauseabunda regularidad. Los hombres se volvieron hoscos y la atmósfera estaba cargada de descontento.

En esta tesitura, no florecieron sólo las esporas de los parásitos. Estas condiciones parecieron liberar la energía latente del guardiamarina Morris, quizás porque el barco no estaba tan bien vigilado, quizás porque en aquellas condiciones, los hombres no estaban tan interesados en recordarle la humillación sufrida.

La posición de Morris como guardiamarina de primera era poderosa y el joven White era el principal objeto de sus rudas maneras. Ningún sarcasmo era nimio y, además, aprovechaba cuanta oportunidad estuviera a su alcance para herir al desdichado joven, pues su voz no había cambiado aún, ni tampoco le crecía pelusilla sobre el labio superior. Se le obligó a «servir» a Morris, aunque éste se cuidó muy mucho de que no pareciese muy evidente en presencia de Drinkwater o Cranston. Estas maneras, cuyo propósito no era otro que el de aterrorizar a los más débiles hasta convertirlos en criaturas serviles, podrían haberles sido de ayuda en el vida pública, pero no era la formación más adecuada para los oficiales de un buque de guerra.

Una noche, amoratado por los azotes de Morris, el desafortunado White yacía tumbado, incapaz de conciliar el sueño. Le brotaron las lágrimas y las derramó en silencio en la negrura subterránea del sollado.

En cubierta, había empezado a llover. Drinkwater se escabulló bajo cubierta para buscar su chubasquero y lo oyó llorar. Durante un instante, se quedó inmóvil escuchando en la oscuridad y luego, recordando que Morris lo había encontrado en idénticas circunstancias, fue hacia donde estaba el niño.

– ¿Qué sucede, Chalky? -le preguntó suavemente-. ¿Estás enfermo?

– N… no, señor.

– Déjate de «señores», Chalky, soy yo, Nat. ¿Qué pasa?

– N… nada, Nn… Nat. Nada.

No le resultò muy difícil a Nathaniel averiguar quién era el responsable del sufrimiento del niño, pero fue una prueba de su nueva madurez que asumiese que el crimen iba más allá del mero acoso psicológico.

– ¿Es Morris, Chalky?

El silencio del coy resultaba muy elocuente.

– ¿Es él, verdad?

Un «sí» apenas perceptible surgió de la oscuridad.

Drinkwater dio unas palmaditas en aquel hombro delgado y asustado.

– No te preocupes, Chalky, yo lo arreglaré.

– Gracias, N… Nat -contestó el niño, llorando, y mientras Drinkwater se marchaba sigiloso pudo percibir un suspiro apenas audible:

– ¡Ah! mm… madre…

Al regresar a su puesto, Nathaniel Drinkwater recibió una reprimenda del teniente Skelton por haber dejado la cubierta.

Al día siguiente era domingo y tras el servicio religioso, se silbó la llamada a la cena para la guardia de entrecubiertas. Drinkwater se encontró cara a cara con Morris en el rancho. También había otros guardiamarinas en el sollado, forcejeando con su cerdo en salazón. Uno de ellos era Cranston.

Drinkwater tragó lo que le quedaba de ron de melaza y, luego, se dirigió a Morris con un tono deliberadamente formal.

– Señor Morris, puesto que es usted el guardiamarina de mayor antigüedad en este rancho, tengo una petición para usted.

Morris levantó la vista. En su cerebro sonaron los ecos de una advertencia, pues recordaba la última vez que Drinkwater había pronunciado palabras de tamaña formalidad. Aunque apenas había intercambiado dos palabras con su enemigo más allá de las estrictamente necesarias para gobernar el barco, observaba a Drinkwater con mirada sospechosa.

– Bien, ¿de qué se trata?

– Simplemente, que cese su abominable conducta tiránica sobre el joven White.

Morris se quedó mirando a Drinkwater. Se sonrojó y luego comenzó a decir furioso:

– Ese condenado chivato, cuando le ponga la mano encima…

Morris se levantó, pero Drinkwater tenía algo que objetar.

– No ha dicho nada, Morris, pero se lo advierto; déjelo tranquilo.

– ¡Ah! Entonces es que te gusta, ¿verdad? Lo mismo que la guapa zorrita que tienes en Falmouth…

Drinkwater no se lo esperaba. Entonces, recordó la cara de Threddle en el bote y la carta en el fondo de su cofre. Durante un segundo, no dijo nada. Demasiado tiempo. Había perdido la iniciativa.

– Y ahora qué, ¿eh?, maldito señor Drinkwater -dijo Morris, con tono amenazador.

– Le daré una paliza, como ya hice -siguió diciendo Drinkwater con firmeza.

– Un paliza… porque tenías un garrote, maldito seas.

– Los dos teníamos espadas de… -Drinkwater no llegó a terminar la frase. El puño de Morris le alcanzó en la mandíbula y luego, cayó hacia atrás, golpeando la cubierta con la cabeza. Morris se abalanzó sobre él pero ya estaba inconsciente.

Morris se levantó. Sin duda, qué dulce era la venganza, pero no había terminado aún con Drinkwater. No, le aguardaba un destino infinitamente más maligno pero, de momento, Morris estaba satisfecho. Al menos, había restaurado su superioridad sobre aquel cabroncete.

Morris se sacudió el polvo y, dando media vuelta, les dijo a los otros guardiamarinas:

– Muy bien, hideputas. Recordad que habréis de recibir el mismo trato si me contrariáis.

Cranston no se había movido; seguía sentado, con la jarra de grog en la mano. Sacó a relucir la paciente sabiduría de la cubierta inferior para desconcertar a Morris.

– ¿Me está amenazando, señor Morris? -le preguntó con tono neutral-, porque si así fuese, lo denunciaría al primer oficial. Su ataque contra el señor Drinkwater no fue provocado y constituye una ofensa que serviría para hacer azotar a un marinero común. Espero sinceramente que no le haya causado heridas graves a nuestro amigo, porque si ese fuese el caso, lo pagará con la máxima pena que permiten las Ordenanzas Militares.

Morris palideció tanto como la gavia de la Cyclops. Semejante discurso procedente de un hombre que, por lo general, permanecía callado y, además, pronunciado con una evidente circunspección, le provocaron un miedo visceral. Miró preocupado hacia el abatido Drinkwater.

Cranston se dirigió hacia otro de los compañeros de rancho y dijo:

– Señor Bennett, haga el favor de ir en busca del cirujano.

– Sí, sí, desde luego -contestó el niño, apresurándose.

Morris dio un paso hacia Drinkwater pero Cranston se le anticipó.

– ¡Fuera! -escupió con genuina furia.

Appleby llegó a la camareta de los guardiamarinas seguido por un preocupado Bennett. Cranston ya le estaba dando golpecitos en las muñecas a Drinkwater.

Appleby le tomó el pulso y preguntó:

– ¿Qué ha pasado?

Cranston se lo resumió. Appleby levantó una ceja.

– Mmm, écheme una mano.

Entre los dos, incorporaron a Drinkwater y el cirujano colocó sales bajo la nariz del paciente.

Drinkwater emitió un gruñido de dolor y Appleby le palpó la base del cráneo.

– Tendrá dolor de cabeza, pero se le pasará.

Drinkwater volvió a gruñir y abrió los ojos, los volvió a cerrar y abrir una vez más.

– Dios, ¿qué ha…?

– Con cuidado, muchacho, con cuidado. Le han dado un golpe en el cráneo y un puñetazo en la mandíbula, pero vivirá. Eh, vosotros, ponedlo en su coy durante un rato. ¿Prestará usted su testimonio de lo ocurrido? -dijo el cirujano, dirigiendo este último comentario a Cranston.

– Sí, si fuese necesario -respondió Cranston.

– He de informar al primer oficial. Queda por ver si el asunto sigue su curso. Appleby recogió su maletín y salió.

Devaux consideró el asunto seriamente. Ya era consciente de ciertas dudas que rondaban sobre la naturaleza de las tendencias sexuales del guardiamarina Morris y, aunque desconocía hasta qué punto Morris ejercía su influencia sobre ciertos miembros de la dotación, sabía que aquel hombre era un peligro. Además, dada la sombría atmósfera que prevalecía en la fragata, sólo hacía falta un estúpido incidente como aquel para provocar más problemas. Con la rapidez de un incendio forestal, un detalle allí podría llevar a otro y sería ya imposible tranquilizar la situación. Una infracción no castigada en la camareta de los guardiamarinas podría llevar a sólo Dios sabría qué desconocidos horrores. Buscó la oportunidad de tener una entrevista con el capitán Hope.

Encontró a Hope más preocupado con su llegada a la costa de Carolina que con el futuro del señor guardiamarina Augustus Morris.

– Haga lo que considere necesario, señor Devaux -le contestó levantando la mirada de la carta de navegación-, pero ahora, le ruego que preste atención a esta carta.

Durante varios segundos, los dos hombres estudiaron las mediciones de las sondas y la línea de costa.

– ¿Cuál es el propósito exacto de nuestro fondeo en esta zona, señor? -preguntó, al fin, Devaux.

Hope lo miró.

– Supongo que es mejor que sepa los pormenores de nuestra misión, pues si a mí algo me sucediese, sería usted el responsable de seguir adelante… Hemos de atracar aquí. -Hope señaló una zona en la carta.

– Iremos en busca de un destacamento de las tropas del fuerte Frederic, probablemente, la Legión Británica, un cuerpo de provincias bajo las órdenes del coronel Tarleton. Un oficial reconocido aceptará el paquete que se encuentra en mi caja de seguridad. En dicho paquete hay varios millones de dólares continentales…

Devaux dejó escapar un silbido.

– El Congreso Continental -continuó Hope- ya ha devaluado el valor de su propia moneda hasta tal punto que si se produce una inundación de billetes en los mercados de las zonas rebeldes, arruinará toda credibilidad en su propia competencia para gobernar, atrayendo a numerosos yanquis a la causa del rey. Creo que hay previstos considerables ataques contra las plantaciones de tabaco de Virginia para arruinar aún más la economía rebelde.

– Entiendo, señor -dijo Devaux pensativo. Los dos reflexionaban sobre el asunto y, entonces, el más joven dijo:

– Lo cierto es que parece una forma muy peculiar de suprimir la rebelión, señor.

– Sin duda, lo es, señor Devaux, decididamente peculiar. Pero su señoría, lord George Germaine, secretario de Su Majestad para las Colonias, parece ser de la opinión de que resultará infalible.

– ¡Ah, Germaine! -replicó con indignación Devaux-. Esperemos que su juicio sea mejor que en la batalla de Minden.

Hope no respondió. A su edad, el desdén juvenil era un derroche de energía totalmente innecesario. Se refugió en un cinismo silencioso. Germaine, North, Sandwich, Arbuthnot y Clinton eran los comandantes en jefe militares y navales destacados en Norteamérica, todos ellos nombrados por la gracia de Dios.

– Gracias, señor Devaux.

– Gracias, señor -respondió Devaux, cogiendo su sombrero y abandonando la cabina.

Morris estaba abajo cuando el primer oficial solicitó su presencia. Irónicamente, White le transmitió el mensaje. Al no percibir amenaza alguna en el muchacho, Morris se dirigió a la cabina con aire arrogante.

– ¿Señor?

– Ah, sí, señor Morris -dijo Devaux con consideración-. Entiendo que se ha producido cierta diferencia de opiniones entre sus compañeros de rancho y usted. ¿Es eso cierto?

– Bueno, hmm, sí señor, en realidad, así ha sido, señor. Pero ya se ha solucionado, señor.

– A su entera satisfacción, creo -preguntó el primer oficial, sin apenas poder contener el sarcasmo de su voz.

– Sí, señor.

– Pero no a la mía. -Devaux le dirigió una dura mirada a Morris-. ¿Fue usted el primero en golpear?

– Bueno, señor, yo…

– ¿Fue usted, señor? ¿Lo fue?

– Sí señor -susurró Morris.

– ¿Fue provocado?

Morris sintió que era una trampa. No podía decir que le habían provocado, puesto que Cranston testificaría en su contra y ello le perjudicaría.

Se conformó con un ademán resentido.

– Señor Morris, ha sido usted fuente de problemas en este barco y debería destituirlo, por no hablar de la soga que contempla el artículo 29 de las Ordenanzas Militares…-Morris palideció y comenzó a respirar con dificultad-. Pero haré que le transfieran a otro barco cuando nos reunamos de nuevo con la flota. No intente conseguir un puesto en ningún barco del que yo sea primer oficial o, por Dios, que le haré tirar por la borda. Mientras tanto, no ejercerá influencia alguna en el sollado, ¿me entiende?

Morris asintió.

– Muy bien, y de momento, irá usted a la cofa del juanete de proa, donde permanecerá hasta que considere que se requiere su presencia en cubierta.


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