Marzo de 1781
La luz del día reveló que la Cyclops navegaba sola, hasta donde se alcanzaba a ver. La Creole había conseguido zafarse y el capitán Hope estaba furioso porque su llegada a la costa no sería en secreto. No tenía otra alternativa más que cumplir sus órdenes lo más rápidamente posible.
Aguardaba, impaciente, el mediodía y la medición de la altitud meridiana de Blackmore. Cuando el piloto concluyó sus cálculos, informó a Hope:
– Nuestra latitud es de 35 grados 12 minutos norte, señor. Es decir -dijo mirando su pizarra-, estamos a cuarenta y tres millas al norte de nuestro objetivo, aunque tendremos que dejar los bajíos de Frying Pan a barlovento.
Hope asintió.
– Muy bien, prepare lo necesario y tenga la amabilidad de regresar con el primer oficial y…, hmm, señor Blackmore, que el joven Drinkwater traiga las cartas de navegación…
Cuando volvió el piloto de derrota con Devaux, Hope los invitó cordialmente a tomar asiento. Drinkwater extendió las cartas de navegación en la mesa.
– Ah, señor Drinkwater -comenzó Hope-. El primer oficial me ha informado de que fue usted quien soltó el ancla de la esperanza en nuestra última acción de guerra contra La Creole.
– Sí, señor. Me ayudó el gaviero Tregembo, pero asumo toda la responsabilidad por la pérdida del ancla.
– Cierto, muy cierto.
– Si me permite la observación, señor -interrumpió Devaux-, es posible que eso haya salvado el barco.
Hope lo miró con severidad. Había cierto leve tono de reproche en la voz de Devaux. Pero Hope no tenía energías para molestarse. Cruzó una mirada con Blackmore. Fue apenas perceptible, pero el viejo piloto de derrota se encogió de hombros. Hope sonrió para sí mismo. Los hombres mayores veían las cosas de otra manera…
– Cierto, señor Devaux. Señor Drinkwater, deseo felicitarlo por su iniciativa. Es una cualidad que usted parece poseer en abundancia. Haré cuanto esté en mi mano por usted y, si faltase a mi palabra, estoy seguro de que el señor Devaux me lo recordaría… Mientras tanto, quedaría muy complacido si tanto el señor Cranston como usted, junto con el teniente Wheeler, el señor Devaux y usted mismo, Blackmore, me acompañasen para cenar. ¿De quién es el turno de guardia, señor Devaux?
– Del teniente Skelton, señor.
– Bien, será mejor que contemos con Keene y, sin duda, ninguna cena en la Cyclops estaría completa sin la presencia de un orador de la talla del cirujano. Tenga la bondad de ocuparse de ello. Y ahora, señor Drinkwater, veamos las cartas…
Los hombres se inclinaron sobre la mesa mientras sus cuerpos se movían a compás de la fragata.
– Nuestro destino -comenzó el capitán- es la desembocadura del río Galuda, aquí, en Long Bay. Como pueden ver, hay una barra, pero en la propia boca del río se halla un pequeño fuerte: el fuerte Frederic. Nuestro cometido es navegar río arriba, aprovisionar a la guarnición con los suministros y la munición que precisen, y entregar cierto paquete a algún representante. Los pormenores de todo esto están en conocimiento del señor Devaux y no es preciso citarlos aquí. -Hope se detuvo y se secó la frente antes de proseguir-. Cuando nos acerquemos a la costa, enviaremos varios botes para medir la profundidad del canal hasta el fondeadero.
Devaux y Blackmore asintieron.
– Para estar prevenidos, tocaremos zafarrancho de combate en cuanto entremos en el río y pondremos un esprín en la cadena del ancla al atracar. No pretendo quedarme ni un segundo más de lo absolutamente necesario, pues temo que nuestro último adversario nos busque y esta vez con refuerzos.
Hope dio unos golpecitos a la carta con el compás.
– ¿Alguna pregunta, caballeros?
Devaux se aclaró la garganta antes de decir:
– Si lo he entendido bien, a usted le inquieta esta misión tanto como a mí.
Hope no contestó, se limitó a mirar fijamente al teniente.
– Me desagrada esta operación. Hay algo raro, yo…
– Señor Devaux -respondió Hope irritado-, no forma parte de su cometido cuestionar las órdenes; imagino que sus señorías sabrán lo que hacen.
Hope habló con una convicción que estaba lejos de sentir y sus propios recelos le confirieron a su voz un tono áspero que pecaba de severidad.
Pero Devaux no conocía las circunstancias en que Hope había recibido sus órdenes. Para él, Hope ya no era el hombre que había remolcado a la Santa Teresa desde el bajío de San Lucar. Las tediosas semanas de patrulla le habían producido hartazgo, su preocupación por el dinero del botín había conseguido agotarle y se había enterado gracias a Wheeler de cómo Hope y Blackmore se habían refugiado detrás de las bayonetas en la reciente lucha. La reacción de Devaux estaba preñada de cinismo porque también él había sufrido las mismas presiones por motivos parecidos. Pero ahora veía a Hope como a un tímido anciano, que obedecía ciegamente las órdenes dictadas por un odiado conciliábulo conservador… Conseguía dominar su impaciencia con dificultad, los acontecimientos habían jugado en su contra.
– Con el debido respeto, señor, ¿por qué hemos de llegar hasta este remoto lugar para perjudicar la economía rebelde con billetes falsos?
Blackmore levantó la mirada con un repentino interés y Drinkwater tuvo el suficiente sentido común como para no mover ni un solo músculo. Hope abrió la boca para protestar, pero Devaux continuó.
– Por qué no hacerlos llegar por Nueva York, donde los agentes del comandante Clinton tendrán una cámara de compensación. O quizás Virginia, de donde procede realmente la riqueza rebelde. Incluso Nueva Inglaterra es una mejor opción que las Carolinas…
– ¡Señor Devaux! Debo recordarle que lo que le conté fue en absoluta confianza, pero dado que carece usted de autocontrol, atributo que consideraba innato a los de su clase, voy a explicárselo, tanto para su propio beneficio como para el de estos caballeros. Debo pedirles que traten este asunto de forma confidencial. Las Carolinas están en manos de lord Cornwallis, señor Devaux. Presumo que los billetes son para él. Creo que está ampliando el campo de operaciones tierra adentro, siguiendo órdenes del mayor Ferguson, donde, supongo, se precisa el dinero. Eso es todo, caballeros.
Drinkwater dejó la cámara con una profunda inquietud. Sabía que su presencia había sido motivo de embarazo para el capitán Hope, que le habría respondido al teniente con mayor seriedad de no haber estado presente el guardiamarina. Pero no se trataba sólo del mero distanciamiento entre el capitán y el primer oficial. Achilles le había contado historias muy raras en el sollado, historias que no cuadraban con el resumen que había hecho Hope de la situación militar en las Carolinas.
Tras reflexionar sobre el asunto, Drinkwater buscó a Wheeler y le consultó al respecto. Se trataba de traicionar la confianza del capitán pero, dadas las circunstancias que parecían reinar en la costa, sintió que ese era su deber.
– Bien, mi joven muchacho, será mejor que vayas y tengas unas palabras con tu amigo, ese que afirma ser… ¿cómo has dicho?… ¿tu sirviente?
– Eso es lo que dice, dice que le salvé la vida.
– Haz que venga a la cámara de oficiales.
Descubrieron que Achilles era un hombre inteligente y que había sido esclavo en una plantación. Cuando las autoridades militares británicas ofrecieron la libertad a todos los negros que se levantaran en armas contra los rebeldes, Achilles había escapado sin demora y obtenido puntualmente su libertad. En poco tiempo, consiguió un puesto de criado de un teniente del 23 Regimiento de Infantería, pero se separó de su amo en la batalla de Camden y, por ironías del destino, fue capturado por el hijo de su antiguo dueño, para entonces capitán del batallón de la milicia que más tarde se embarcaría en La Creole.
Su posición privilegiada, su gran agudeza y su inteligente capacidad de observación le habían convertido en el favorito de los oficiales del 23 Regimiento, y por ello conocía muchas de sus conversaciones. En consecuencia, disfrutaba de una idea bastante acertada del estado militar que imperaba en Carolina del Sur. Wheeler intentó sonsacarle la máxima información posible. Poco le costó, puesto que Achilles sentía un gran respeto por los soldados con espléndidas casacas color escarlata y, además, disfrutaba cuando le prestaban atención y los entretenía, pues la descuidada imparcialidad de los soldados contrastaba con la ferocidad de su antiguo amo.
– Sí, señor, esta guerra no es buena, señor. No hay suficientes soldados profesionales en las Carolinas, señor. El tal mayor Ferguson, es un buen soldado, señor, pero las milicias conservadoras están todas desperdigadas y no se juntaron después de que el mayor Ferguson muriese en King's Mountains.
Wheeler silbó. Así que el inteligente Patrick Ferguson estaba muerto. El mejor tirador del ejército británico, el que había inventado el fusil de retrocarga, el que blandía su espada con la mano izquierda al perder el uso de la derecha en Brandywine: había muerto. El marinero negro movió los ojos dolorosamente.
– ¿Y qué hay de lord Cornwallis, Achilles?
– También es un buen soldado, señor. Le dio una buena zurra al yanqui rebelde ese, Gates, en Camden. Gates montó su caballo durante sesenta millas después de la batalla, ¡oh sí, señor! Pero el pobre Achilles, señor, me puse en el lado malo de los árboles y me tropecé con el hijo de mi antiguo amo, que está muy loco, porque me escapé corriendo de los casacas rojas…
– Sí, ya, Achilles, eso ya nos lo has dicho, pero, ¿qué hay de su señoría?
– Siguió adelante -dijo el negro, sentándose muy derecho y haciendo pequeños movimientos con sus brazos, como si estuviese caminando- y sigue luchando, pero nunca para… así que los oficiales del 23… ellos dicen que nunca gana nada.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, señor. Después de que el general Gates regresase al maldito Congreso, con el rabo entre las piernas, enviaron al general Greene y este general, también un soldado muy bueno, ganó y se hizo pasar por rebelde… porque todos los oficiales del 23 lo decían, señor -dijo Achilles poniéndose a la defensiva, como si al mostrar admiración por Greene pudiesen creer que simpatizaba con los rebeldes. Entonces, un perplejo Achilles continuó con su relato:
– No lo entiendo bien… pero ese tal general Greene, bueno, no sabes si le zurraste o no. Lucha y luego escapa, después lucha y escapa otra vez… pero no le zurras… -Achilles agitó la cabeza sin entenderlo, moviendo los ojos al mismo tiempo.
– El señor lord Cornwallis envió a lord Rawdon aquí y allá, y envió a ese coronel Tarleton, aquí y más allá, y los dos son buenos soldados, marchan arriba y abajo, por las marismas, intentando atrapar al Zorro y al Gallo de las marismas…
– ¿A quién?-dijo Wheeler, riéndose sin poder contenerse.
– Son los nombres de los rebeldes, señor. Muy listos. Dicen que se parecen a los árboles. El Tarleton casi atrapó a uno, pero siempre escapan. A lo mejor, no son nadie… -aventuró Achilles misteriosamente-. A lo mejor, hacen vudú… -De nuevo, Achilles movió la cabeza y los ojos.
– La guerra no es buena para nosotros, los que apoyamos al rey, señor. Los leales al rey luchan como gatos salvajes, señor. Los soldados de la casaca roja luchan mejor que cualquier maldito yanqui, pero es que no son suficientes, señor. Eso es todo, señor. Achilles dice la verdad, señor. Cada palabra. Oí a los oficiales decir esto mismo, muchas veces, señor, y el 23 es un cuerpo muy bueno de fusileros, señor.
A pesar de la gravedad de estas noticias, Wheeler no pudo reprimir la risa ante el negro Achilles. Al final de su monólogo, Achilles se había puesto en pie y adoptado la postura de firmes, para conferirle la importancia debida a la mención de los Reales Fusileros de Gales. Por desgracia, su entusiasta acción había concluido con un topetazo contra los baos, que eran demasiado bajos para acomodar al negro cuan alto era. Su rápido repliegue hasta una postura acuclillada provocó que Wheeler y Drinkwater soltasen una carcajada.
– Muy bien, Achilles. Y qué te parecería… podrías presentarte voluntario para servir en la Marina.
– No sé nada sobre la Marina, señor -dijo Achilles mientras se frotaba el golpe de la cabeza-. Achilles es un criado muy bueno, señor.
– Bueno, en ese caso, creo que lo mejor será que estés a mi servicio…
– Achilles es el criado de este caballero, señor -indicó con lealtad.
Wheeler miró a Drinkwater.
– No sé qué dirá nuestro honorable John a eso, muchacho… Debería nombrarlo ayudante de rancho.
Wheeler transmitió las noticias a Devaux, que resopló exasperado al escucharlas.
– El joven Nat fue lo bastante perspicaz como para percatarse de las implicaciones de lo que sabe el negro.
– En realidad, no -dijo el primer oficial, aún enfadado con Hope. Dio un trago a su jarra de ponche y se secó la boca con el dorso de la mano-. Estaba en la cabina cuando el viejo… oh, maldita sea, cuando yo estallé y lo conté todo… aunque, quizás, no hay mal… Al menos mis sospechas se confirman.
– ¿Qué vamos a hacer? -Devaux reflexionó durante unos minutos y luego bebió otra jarra de ponche.
– Escuche, Wheeler, esta noche, durante la cena, sacaré el tema. Apóyeme en lo que diga.
Era inconcebible que su misión no surgiese durante la cena como el principal tema de conversación. La deficiente calidad de la comida sirvió para recordarles que los habían arrojado al Atlántico Norte con insuficientes provisiones para una prolongada estancia en la costa. El propio Hope aludió al tema en términos generales, explicando su presencia frente a las costas de las Carolinas.
– Sigo sin entender por qué decidieron enviar una fragata a este desolado destino. No parece tener sentido militar, marítimo o de ningún otro tipo -dijo Devaux con cautela, intentando dirigir el ritmo de la charla. Pero fue Appleby, intuyendo una oportunidad para dar rienda suelta a un diálogo más dinámico, quien se metió en la conversación. Drinkwater permaneció sentado con la boca abierta ante el discurso pedagógico del cirujano.
– Si me permiten, caballeros, ofrecerles mi opinión sobre lo que les preocupa… -Devaux suspiró resignado y Hope apenas pudo suprimir una sonrisa-. Su candor dice mucho de usted, señor Devaux. -Devaux protestó ante esa afirmación-. ¡No! Le ruego que me escuche. Con el debido respeto para el capitánHope, me parece que esta operación nuestra es más una expedición política que un ejercicio militar o naval y, por ello, si se me permite, no es fácilmente comprensible para los corteses caballeros de la espada…
Bien, bien, pensó Hope. Appleby era adivino u omnisciente.
– Piensen, messieurs; obviamente ha sido concebida por un político, quién si no ha aprobado las Leyes Coercitivas y ha estado jugando a la guerra con los estatutos parlamentarios. ¡Los políticos! Sus señorías North y Germaine lo han tramado todo. Es probable que Germaine le haya dicho a North que es esto lo que hay que hacer. Tampoco costaría tanto. Imprimir unos cuantos millones de billetes, arruinar la economía rebelde, humillar al Congreso. Ya no se necesitarían más tropas, ni créditos para los generales o almirantes sino que, y esto es lo mejor: ¡sería el golpe de gracia de sus señorías!
Hubo un murmullo apreciativo de los oficiales reunidos en torno a la mesa, repantigados en sus sillas.
– Se percatan ustedes de la situación, caballeros. La idea fue urdida por un hombre expulsado por cobardía tras la batalla de Minden, pero con unas espaldas bien anchas tras las que esconderse… e incluso un nuevo nombre [4].
– ¡Cielo santo! ¡Sackville! -exclamó Wheeler, ignorando el doble sentido de Appleby-. Me había olvidado por completo. ¿No fue el propio rey quien expulsó a Sackville del ejército con una orden para que jamás volviese a prestar sus servicios como militar?
– Exactamente, mi querido amigo, el difunto rey así lo hizo. ¿Y qué hace ahora esta persona? Pues resulta que es el virtual director de las operaciones militares en las Américas, un continente que desconoce de todo punto. Barré sí lo conoce, pero el Gobierno ignora al buen coronel. Burke y Fox y Chatham se han percatado de ello, pero nadie les ha hecho caso. Y ahora, ¡aquí estamos! -dijo Appleby, resoplando con satisfacción y mirándolos a todos como si esperase un aplauso.
– Se equivoca, en parte, sobre Germaine, señor Appleby.
Appleby frunció el ceño y buscó en la mesa hasta encontrar a quien osaba contradecirle. Era Cranston.
– ¿Cómo dice? -dijo con aire de superioridad.
– Lord George Germaine es seguramente lo que usted ha dicho, pero tiene como secretario a un americano leal al rey, del que se dice que es gran experto en varios ámbitos. Se llama Benjamin Thompson.
– ¡Bah! -respondió Appleby-. ¡Thompson es su catamita!
Drinkwater no tenía la menor idea de qué era un catamita salvo que era algo sospechoso a tenor de las medias sonrisas y las risillas que provocó.
– Creo, señor Appleby, que Cranston podría tener algo de razón -replicó Hope con tranquila autoridad, pero a Appleby no se le contradecía así como así.
– Discrepo, señor.
– Yo también. Los hechos hablan por sí mismos. Sin duda, Thompson, si es el genio que dice ser, sabe que se puede causar mucho más daño a los rebeldes si nosotros llegáramos a las costas de Charleston o de Nueva York -apuntó Devaux, intentando de nuevo llevar la conversación hacia su terreno.
– ¡ Ah! ¡Fisa es la cuestión! ¿Es que no lo entienden? -apuntó Appleby otra vez-. Germaine le dice a Thompson: «Maldita sea, Benjamin» -dijo Appleby imitando el altivo tono de voz de Germaine-. «No me gusta Clinton, ese tipejo sin redaños, y el maldito traidor de Arnold, tan trajeado, seguramente está jugando a dos bandas. Será mejor que no enviemos el dinero a esta zona». Entonces, Germaine mira hacia el mapa y dice: «¿Adónde lo enviaremos, Benjamin? A Cornwallis, ese mentecato, nunca me he fiado de sus ojos bizcos, ni de su segundo, el joven Rawdon, ni de ese malnacido sabelotodo Ferguson…».
– Ferguson está muerto -dijo Wheeler, en tono neutral.
Appleby arqueó las cejas implorando al cielo por la nueva interrupción.
– «Oh no, no, no, así no me gusta, Benjamin. Acércame ese mapa; veamos, ¿cuál de estos trocitos es Carolina? ¡Ah, sí! Bueno, ¿y por qué no ahí?» -Con los ojos cerrados, Appleby señaló con su dedo sobre el mantel de damasco a un mapa imaginario-. «¡Eso es, Benjamin! Ahí está bien. Ocúpate de todo, pues son ya las cinco en punto y me debo al juego, una o dos horas de relajación…». Recoge su sombrero y sale. -Appleby se reclinó por fin en su silla, sonrió con autosuficiencia y cruzó las manos sobre la tripa.
Varios oficiales aplaudieron lánguidamente. Todos ellos sonreían petulantes con el generoso desdén que los marinos reservaban para los políticos; después de todo, según parecían decir aquellas sonrisas, qué podemos esperar…
Hope tenía que disipar aquellos pensamientos de las mentes de sus hombres. Era una actitud que engendraba despreocupación.
– Encuentro su valoración muy divertida, señor Appleby, pero incorrecta. No puede decirse que sea una novedad que en una guerra naval se le ordene a una fragata como la Cyclops desempeñar una parte que a nosotros nos parece incomprensible. La propia esencia de la Marina está fundamentada en la observancia de unas órdenes sin las cuales nada puede alcanzarse.
– Señor -dijo Devaux, lenta y deliberadamente-, el teniente Wheeler ha interrogado al negro que se rindió en La Creole. Según dice, las Carolinas se encuentran en un estado de máxima confusión y que nadie sabe quién va ganando. Lord Cornwallis no dispone de los hombres necesarios para hacer nada más allá de defender algunas posiciones y perseguir a los rebeldes.
Hope ya había oído suficiente.
– Señor Devaux -dijo, casi gritando-, ¿qué espera que diga un maldito negro? Es un rebelde. ¿Cree que nos va a decir que estamos ganando?
Pero Devaux estaba igual de airado.
– ¡Por el amor de Dios! ¡Escúcheme, señor! -dijo con vehemencia-, en primer lugar, es leal al rey y tiene un certificado que así lo atestigua, y no es este un logro menor teniendo en cuenta que ha estado entre rebeldes; y en segundo lugar, es un esclavo por nosotros liberado, con pocas probabilidades de simpatizar con los rebeldes y someterse voluntariamente a la esclavitud; y en tercer lugar, ha servido como ordenanza de uno de los tenientes del 23 Regimiento de Infantería.
– Y supongo -replicó Hope con tono sarcàstico-, que considera todo ello prueba fehaciente de que dice la verdad.
Hope estaba verdadera y profundamente enfadado. Enfadado con Devaux y Appleby por hacerse eco de las dudas que albergaba su propio corazón, consigo mismo por someterse dócilmente a los halagos de Edgecumbe y a las cuatro mil libras del dinero del botín que en esa parte del océano no le servían para nada, y con el sistema en su conjunto, que había creado esta ridícula situación.
– El tiempo dirá, señor, quién de los dos está en lo cierto.
– Quizás así sea, señor, pero eso no impedirá que cumplamos con nuestro deber -exclamó el capitán, lanzando furibundas miradas a los oficiales. Sus esquivas miradas y avergonzadas expresiones consiguieron exasperarle aún más.
Se puso en pie y los oficiales se levantaron apresuradamente.
– Usted, señor Devaux, tome las medidas de precaución que crea convenientes. Buenas noches, caballeros.
El sonido de las sillas al arrastrarse y el murmullo de la retirada acompañaron la marcha de los oficiales. Las palabras de Devaux sonaban en sus oídos: «El tiempo dirá, señor, quién de los dos está en lo cierto».
El problema era que Hope ya lo sabía.
Drinkwater dejó la cena con la desagradable sensación de que había presenciado algo que no debería haber visto. Hasta el momento, había considerado que la posición de Hope era irrebatible y estaba escandalizado por el ataque directo de Devaux. Además, le habían sorprendido las risillas de algunos de los invitados, sobre todo Devaux y Wheeler, que parecían, en cierta forma, complacidos con lo que habían conseguido. Pero, quizás, lo que mejor recordaba era el rostro de Blackmore. La cabellera blanca del anciano lucía recogida con severidad y su rostro contempló al guardiamarina con una expresión imperturbable, como si estuviese contemplando el mascarón de proa. La expresión que mostró al mirar hacia Wheeler y Devaux era de un desdén absoluto.
Drinkwater siguió a Cranston bajo cubierta. Entre las sombras, un brazo le agarró el codo. Su exclamación fue silenciada por una cara que sostenía un autoritario dedo ante los casi invisibles labios. Era Sharpies.
– ¿Qué quieres? -le preguntó Drinkwater entre susurros, incapaz de liberarse de la aprensión engendrada por la reciente conversación. En cierta forma, la aparición de Sharpies, al que había ignorado durante meses, no le sorprendió.
– Disculpe, señor. Debería saber que creo que Threddle y el señor Morris están tramando algo, señor. Pensé que lo debería saber, señor. -Drinkwater sintió que se aflojaba la presión sobre su brazo y Sharpies se desvaneció en las sombras.
Drinkwater entró en el sollado.
– Así que ya has vuelto de tu cenita a la mesa del capitán, ¿eh?
La voz de Morris estaba inyectada de veneno. Al principio Drinkwater no contestó. Luego, como sabía que Cranston todavía seguía allí, decidió azuzar a su enemigo.
– Dígame, Morris. ¿Por qué me odia?
– Porque tú, lameculos, vales menos que la mierda de perro, pero no me has dado más que problemas desde que llegaste a bordo. Eres un cabroncete insufrible.
Drinkwater apretó los puños y lanzó una rápida mirada hacia Cranston. Este estaba trepando a su coy, con desinterés.
– Exigiré una satisfacción por esas palabras cuando lleguemos a Nueva York.
– Ya, pero no ahora, ¿verdad? No eres tan valiente sin tu maldito garrote, ¿eh? Andas con más cuidado desde que te agenciaste a esa zorrita en Falmouth, ¿verdad? O quizás ahora te relacionas con oficiales, ese Wheeler es bastante guapo, ¿verdad?
Drinkwater palideció cuando oyó mencionar el nombre de Elizabeth, pero contuvo su rabia. Vio a Cranston, sentado en su coy, diciendo que no con las manos. Morris se estaba internando en una espiral propia de violenta furia; de su boca manaba un torrente de improperios entre los que incluyó toda cuanta obscenidad conocía su fértil y retorcida imaginación. Drinkwater cogió su capote y subió a cubierta.
– ¿Por qué no cierras tu sucia bocaza, Morris? -preguntó Cranston desde las sombras.
Pero Morris no oyó a Cranston. El odio, una aversión ciega e irracional, quemaba su corazón con la intensidad de una fiebre. No podía haber justificación alguna para dicha amarga emoción, como tampoco la había para el amor. Lo único que sabía Morris, por sus propios errores, era que Drinkwater representaba todo cuanto frustraba su ascenso profesional: competencia, atractivo, afabilidad y esa manera de inspirar lealtad en los demás, todas ellas cualidades de las que carecía.
Morris era víctima de sí mismo, de sus propios celos, de su sexualidad y de todo cuanto ello implicaba. Quizás era el principio de la enfermedad lo que alteraba su equilibrio mental, o quizás los amargos frutos de una pasión retorcida y perversa; un amor frustrado que sufría ya las enrevesadas consecuencias de la tortura autoinflingida por su propia perversidad.