Interludio

Agosto-octubre de 1780


Llegó el otoño antes de que Drinkwater se reincorporase a la Cyclops. A Inglaterra había llegado la noticia de la deserción del americano Benedict Arnold a favor de la causa del rey, y la consiguiente vergonzosa ejecución en la horca del comandante británico John André. Sin embargo, para Drinkwater, que languidecía en Plymouth, no parecía posible que se estuviese luchando una feroz guerra.

A su llegada a ese puerto, fue rápidamente despojado de la Algonquin, que pasó a manos del almirante al mando. Se encontró junto con Stewart, Sharpies y todos los demás esperando con impaciencia a bordo del buque de guardia. Este barco, un obsoleto navío de guerra de sesenta y cuatro cañones, estaba hacinado y apestaba, habitado por los numerosos marineros de leva que aguardaban ser asignados, y por jóvenes oficiales que, al igual que él, esperaban día a día el regreso de sus propios barcos, o la llegada de un nuevo destino. Las condiciones en que se encontraba el barco hacían necesario que su gobierno se asemejase al de una prisión y, por lo tanto, prevalecía la consabida corrupción que suele reinar en dichas instituciones. Se practicaba clandestinamente el juego, la caza de ratas y la lucha de gallos. Casi todas las noches tenía lugar una orgía de desenfreno alcohólico y sexual, y la obligada ociosidad de mil doscientos setenta hombres favorecía las oportunidades de pecaminoso descontrol.

Así, Drinkwater pasó de estar al mando de su propio barco a ser menos que nada, uno de los muchos guardiamarinas y segundos oficiales con el suficiente tiempo entre sus manos como para reflexionar sobre las paradojas de la carrera de un oficial de la Marina.

Fue una época sombría para Drinkwater. Le asediaba el recuerdo de Elizabeth Bower. Falmouth no estaba tan lejos. Se dejaba llevar por el pánico al pensar que la sustitución del padre de la muchacha podría llegar a su fin y que los dos podrían ir a parar a cualquier otro sitio. Nunca antes había estado enamorado y se sometió a la lasitud egocéntrica de la obsesión en un entorno propicio a dichas hurañas emociones.

Tras una semana, transcurría la siguiente y así, hasta la desesperación. Con todo, la depresión amorosa que acompañaba la privación de espacio sirvió para mantenerlo alejado de otras diversiones disponibles. Sus preocupaciones románticas le animaron a leer o, al menos, a soñar despierto con los libros que pudo encontrar en aquel buque.

Con el discurrir del tiempo, el recuerdo de Elizabeth perdió cierta intensidad y pudo, así, prestarle más atención a la lectura. Gastó parte de su pequeña reserva de oro en libros que les compraba a sus compañeros de rancho, necesitados de efectivo para sus apuestas. Adquirió una copia de los Principios básicos de la navegación de Robertson, y un volumen de Falconer, llegando a la conclusión de que el dinero, algunos monedas españolas que había encontrado en la Algonquin y que, por derecho, pertenecían a la Corona, se estaba invirtiendo correctamente en la formación de un oficial del rey, y no engordando los bolsillos de algún lacayo del Almirantazgo.

Tras die£ semanas de aburrimiento, Drinkwater tuvo un golpe de suerte. Una mañana, ancló en la bahía de Jennycliff un cúter de elaborado ornamento. Llegó un bote al buque de guardia solicitando del oficial al mando que se le cediera en préstamo un guardiamarina o un segundo oficial. El segundo oficial del cúter había caído enfermo y su capitán necesitaba a alguien para reemplazarlo durante unos días.

Por casualidad, Drinkwater estaba en cubierta y la primera persona que envió el teniente para encontrar a un «voluntario» fijó sus ojos en él. En menos de diez minutos, estaba en el esquife del cúter que le llevaba por las aceradas aguas de la bahía de Sound. Las gotas de lluvia comenzaron a tamborilear en el agua.

La embarcación rodeó la popa del cúter y Drinkwater miró hacia las lujosas ventanas de la cabina, adornadas suntuosamente en dorado, y vio también un escudo de armas formado por cuatro barcos alojados en la cruz de S. Jorge. La insignia desplegada a popa era roja y mostraba un emblema. El oficial al mando del bote explicó que se trataba de una embarcación de Trinity House, que se dirigía rumbo a las Scilly para revisar el faro St. Agnes.

Drinkwater había oído hablar de la Honorable Hermandad de Trinity House, encargada del mantenimiento de las boyas en el estuario del Támesis y de algunos faros costeros. Sin embargo, su mejor fuente de información había sido Blackmore. Como piloto de derrota de la Marina Real, Blackmore se había sometido a examen con la Hermandad, que escrutaba a los navegantes de la Marina antes de concederles su autorización. A Blackmore, que había comandado un buque mercante del Báltico, le había contrariado este hecho y había criticado esta práctica con acritud.

A pesar de todo ello, Drinkwater se sintió impresionado de inmediato por la inmaculada apariencia del cúter. La tripulación, compuesta por voluntarios, excepto los marineros procedentes de la leva, tenía buena presencia y parecía bien alimentada, si se comparaba con los pordioseros de la Marina Real. El capitán, un tal John Poulter, parecía agradable y le ofreció una cordial bienvenida. Al explicarle su falta de ropa adecuada (pues su cofre seguía en la Cyclops), el capitán le ofreció unos pantalones limpios, un chubasquero y un chaquetón.

Drinkwater sintió que le embargaba una gran sensación de alivio al instalarse en su minúscula cabina. Disfrutaba de su privacidad, de la que ya se había deleitado a bordo de la Algonquin, si bien había estado acompañada por la preocupante responsabilidad del gobierno del barco. Hasta ese momento, no se había percatado de cuánto le había oprimido su estancia en el buque de guardia.

Más tarde, salió a cubierta. Ahora llovía sin cesar. La orilla de la bahía de Cawsand se desdibujaba por la neblina gris, pero la lluvia caía con el silbido de la libertad. Ciñéndose el chubasquero, examinó el barco. De sólida construcción, artillaba varios cañones giratorios en cada banda. La vela mayor era mucho más grande que en la Algonquin y daba la sensación de ser mucho más sólida y perdurable. Esto se debía a su madera de roble y su abundante aparejo, pues rezumaba de ornamentos en tonos dorados y jengibre. Sus perchas brillaban incluso en aquellas terribles condiciones y Drinkwater examinó su aparejo con gran interés.

El capitán Poulter había salido a cubierta y se le acercó caminando.

– Bien, muchacho, ¿tiene mucha experiencia en este tipo de barco? -dijo con un inconfundible acento londinense.

– No con un cúter, señor, pero hace poco fui el capitán de presa de una goleta.

– Bien. Espero no apartarlo demasiado tiempo de las empresas del rey, pero nos dirigimos junto con el capitán Calvert a las islas Scilly, para examinar su faro. Puede que un oficial del Rey encuentre esta travesía interesante.

Drinkwater detectó una leve insinuación en la voz de Poulter. Lo reconoció como una triquiñuela que utilizaban el viejo Blackmore y otros capitanes de la marina mercante, a quienes molestaba la superioridad social de la Marina. En honor a la verdad, Drinkwater se sonrojó.

– Para serle sincero, señor, le estoy muy agradecido por haberme librado del buque de guardia. Creía que me moriría de aburrimiento antes de pasar de nuevo a la acción.

– Eso es bueno -dijo Poulter girándose hacia a barlovento y olisqueando el aire-. Maldita sea esta costa. Siempre está lloviendo.


El cúter de la Trinity se hizo a la mar desde Plymouth dos días más tarde. Agosto había dejado paso al mes de septiembre. Tras los días de lluvia, llegaron jornadas dominadas por la neblina y los vientos. Pero todo ello no podía afligir el ánimo del joven guardiamarina. Tras la claustrofóbica atmósfera del buque de guardia, encontró que su cometido en aquel barco era altamente estimulante. Aquí estaba, en una pequeña y hermosa embarcación, comandada con tanta eficacia como un navío de primera categoría, pero sin los azotes y la depravación humana que prevalecían en la Marina de Su Majestad.

El capitán Poulter y su segundo demostraron ser instructores generosos y Drinkwater aprendió con rapidez mucho más sobre los pormenores del aparejo de cuchillo que lo que había aprendido en la Algonquin.

Descubrió que el capitán Anthony Calvert se mostraba dispuesto a conversar con él, e incluso interesado en escuchar cómo afrontaría Drinkwater ciertos problemas de navegación. Una noche, acompañó al Honorable Hermano -Calvert- y a Poulter en la cena. Calvert recibía el mismo trato deferente que Drinkwater había visto ofrecer al almirante Kempenfelt. Era cierto que el capitán navegaba con su propia insignia en el tope del mástil del cúter, aunque se consideraba que sus privilegios y responsabilidades no repercutían sobre el gobierno del cúter. Sin embargo, resultó ser un hombre interesante y atento.

Mientras el cúter luchaba por seguir su rumbo oeste, Drinkwater relató una vez más cómo retomaron la Algonquin. A medianoche, dejó a Poulter y Calvert para relevar al segundo oficial. Seguía soplando un viento muy fuerte y la noche era oscura, húmeda e inhóspita.

El segundo oficial tuvo que gritarle al oído la posición y el curso.

– Manténgalo amurado a estribor durante otra hora. Estamos lejos del saliente de Wolf Rock, pero mantenga los ojos bien abiertos cuando vaya rumbo norte. Deberíamos haberlo dejado ya al oeste, pero la corriente será de mil demonios con este viento que sopla de popa. Extreme las precauciones.

– Entendido -respondió Drinkwater, gritándole a su vez a la silueta negra cuyo chubasquero estaba empapado de lluvia y salpicaduras de mar. Se quedó solo, cavilando sobre los peligros del Wolf, que no constaba en las cartas de navegación. Este saliente, totalmente aislado, era, junto con Eddystone, el peligro más temido por los marinos en la costa sur de Inglaterra. Bañado en todo momento por el oleaje, incluso en los días de mayor calma, habría que esperar hasta 1795 antes de que se intentase, en vano, erigir una señal luminosa en el saliente. La estructura se vino abajo con el primer temporal y hubo de pasar una generación antes de que se asentase una señal permanente sobre aquel formidable peñasco.

Había quien afirmaba que, con ciertas condiciones de la mar, una caverna subterránea producía el sonido de un aullido y que por eso se le había dado al peñasco aquel nombre, Wolf, es decir, «Lobo»; pero, aullase o no, en aquella noche no se oía nada más que el bramido del temporal y el crujido y el estrépito de la embarcación mientras navegaba con rumbo sursudoeste.

Poulter había ordenado tomar cuatro rizos en la enorme vela mayor antes del anochecer. No tenía prisa puesto que pretendía ponerse al pairo de las Scilly para observar la luz del St. Agnes. A este propósito, Calvert se había acercado desde Londres.

Cuando sonaron las dos campanadas, Drinkwater se preparó para virar por babor. Antes, se acercó a la proa para inspeccionar las velas. El contrafoque estaba arrizado pero más adelante, en el largo bauprés, un pequeño foque temperamental le plantaba cara al temporal. Drinkwater había aprendido que para equilibrar la enorme vela mayor, había que mantener un foque lo más cerca posible del extremo del bauprés. Observó el enorme palo golpear contra la cresta de una ola, incluso mientras la ola de proa sobre la que cabeceaba la embarcación caía sobre su predecesora. Bajo Drinkwater, la silueta del león desaparecía bajo los rociones de agua blanca que se deslizaban silbando por la proa del cúter, en su inexorable singladura.

Regresó a popa, llamó a la brigada de guardia a sus puestos, le echó un vistazo a la brújula, luego a la insignia de Calvert que destacaba en el tope del mástil. Contra la enorme rueda se apoyaban dos hombres. Les gritó:

– ¡Abajo el timón! -y ellos le respondieron con gruñidos de esfuerzo.

El barco se enderezó, el velamen se agitaba furioso y crujía como el trueno. El casco arfaba y se hundía al enfrentarse a la mar.

Drinkwater se mordió el labio preocupado. El cúter tardó bastante en virar contra el viento, pero la tripulación conocía bien su oficio. Las órdenes que emitió Drinkwater fueron tanto para su propia satisfacción como para manejar el barco. Mientras, lentamente, se abatía a estribor y el pequeño y agresivo foque recibió el viento de frente. El viento se enredó en el foque y, de pronto, ejerció su influencia al extremo del bauprés. El cúter viró sobre su talón, hinchada la vela mayor, y luego el contrafoque cazó también el viento. Al final, la escota del foque de barlovento cobró vida y la lona crujió como un mosquete antes de que la acallara la escota de sotavento. La embarcación ganó velocidad rumbo noroeste y Drinkwater dio un suspiro de alivio.

En aquellas condiciones, no hubo oportunidad de estudiar la carta de navegación. Las cortinas de agua bañaban la cubierta sin cesar, de manera que los dos botes calzados en el combés parecían flotar por sí mismos.

Pasada una hora, de pronto las velas se agitaron. Al unísono, varios de los hombres percibieron el cambio de dirección del viento.

– ¡Manténganla ceñida! -les gritó Drinkwater a los timoneles, y estos respondieron con cierto tono de reproche:

– Entendido, pero eso es dirección norte, señor.

Drinkwater comprobó este hecho reflexionando que no estaba en un buque del rey y que la respuesta del timonel no era insubordinada, simplemente, informativa.

Norte.

Agitó la cabeza para librarse de la fatiga y el exceso del vino de oporto de Calvert. Con la deriva y la rabiosa pleamar empujándoles hacia el este, podría estar dirigiendo el barco hacia Wolf Rock. Sintió el pánico anudándole el estómago; consiguió controlarse pensando que el área del peñasco era menor que la superficie de la cubierta. Con toda seguridad, no era posible que fueran a chocar contra aquella aislada roca…

A su lado surgió una silueta. Era Poulter.

– He oído la caída de grátil, muchacho. Supongo que le preocupará el Wolf.

Aquello no fue una pregunta, simplemente una afirmación. Drinkwater sintió que se desvanecía la carga que llevaba sobre sus hombros. Aclaró sus ideas y nuevamente fue capaz de pensar.

– ¿Quiere que viremos de nuevo, capitán Poulter? Con el cambio del viento, podrá seguir un rumbo más hacia el oeste, señor.

Poulter estudiaba la brújula mal iluminada. Drinkwater creyó apreciar una breve sonrisa en la húmeda oscuridad.

– Creo que será lo mejor, señor Drinkwater. Haga el favor de ocuparse de ello.

– Entendido, señor.

El cúter llegó a la costa de Hugh Town ese mismo día y allí se quedó varios días. Calvert y Poulter se habían acercado a St. Agnes y la tripulación descargó varios calderos de carbón para alimentar el hornillo del faro.

Diez días después de abandonar Plymouth, Calvert se declaró satisfecho con el estado del faro y durante su última visita a bordo, Drinkwater pudo oír su conversación con Poulter.

– Bien, Jonathan, nos haremos a la vela mañana, con las primeras luces, y esta noche continuaremos observando la lámpara de aceite. Desde Falmouth, me dirigiré hacia Londres y, después, podrás continuar hacia el este.

Las palabras de Calvert sonaron poco interesantes a oídos de Drinkwater hasta que oyó nombrar Falmouth.

En Falmouth estaba Elizabeth.

A su llegada a Falmouth se supo que el segundo oficial del cúter se había recuperado lo suficiente como para regresar al barco. Por ello, Poulter excusó a Drinkwater con una carta que explicaba su ausencia y un certificado de competencia. Encantado con su buena suerte, Drinkwater se sorprendió aún más cuando Calvert requirió su presencia y le dio cuatro guineas en pago por sus servicios y otro certificado atestiguando que, en calidad de Honorable Hermano de Trinity House, había examinado al señor Drinkwater y daba fe de su competencia en el arte de la navegación y la pericia marinera. El documento que entregó a Drinkwater certificaba que había aprobado el examen para ocupar el cargo de ayudante del segundo oficial.

– Aquí tiene, señor Drinkwater. De conformidad con los más recientes reglamentos, se le permite abordar las presas como capitán del trozo de abordaje por propio derecho. Buena suerte.

Tartamudeando por la agradable sorpresa, Drinkwater le dio la mano a Calvert y fue conducido a tierra junto con el Honorable Hermano. Después de despedir a Calvert en la diligencia, Drinkwater se dirigió hacia la casa del párroco.

Ya se podía oler el otoño, pero Nathaniel caminaba sin preocupación alguna, con el corazón desbocado ante la posibilidad de volver a ver a Elizabeth.

Empujó la puerta del jardín. Al llegar a la puerta de la casa, le asaltaron las dudas, su mano a medio camino, aún asida a la aldaba. Cambió de opinión y se dirigió hacia una de las ventanas. Daba al estudio del párroco. Observando con atención, pudo ver la coronilla calva del anciano, los blancos mechones cayéndole a los lados y el cogote ladeado, en la postura del sueño.

Drinkwater rodeó la casa, con sigilo, hasta llegar a la parte posterior. Allí encontró a Elizabeth, en el jardín. No se había percatado de su presencia y, por un momento, Nathaniel se quedó observándola.

Estaba recogiendo fruta de un árbol cuyas retorcidas ramas se inclinaban por el peso de las manzanas reineta. Al estirarse para arrancar la fruta, veía su rostro de perfil. Se mordisqueaba el labio inferior en una expresión que reconoció de concentración. Había algo dulcemente pastoral en aquella escena para alguien cuyos ojos se habían acostumbrado a la monotonía del mar.

Nathaniel tosió y ella se sobresaltó, dejando caer su delantal. Una cascada de manzanas se derramó por el césped.

– ¡Oh! ¡Nathaniel!

Él se rió y corrió a recoger las manzanas.

– Siento haberte asustado.

Ella le sonrió. Al ponerse en cuclillas, sus rostros estaban muy juntos. Él sintió su respiración en la mejilla y a punto estaba de abandonar toda precaución cuando Elizabeth se puso en pie, apartando un mechón de su cabello.

– Me complace que hayas venido. ¿Hasta cuándo te puedes quedar?

Drinkwater no lo había pensado aún. Se encogió de hombros y dijo, sonriendo:

– ¿Cuánto te gustaría que me quedase?

Ahora fue ella quien se encogió de hombros. Rió, negándose a contestar, pero era obvio que estaba contenta.

– Debo regresar a Plymouth mañana, bueno, debería volver hoy pero… -dijo con ademán indiferente-, digamos que me estoy recuperando.

– El paquebote de Nueva York debería llegar en cualquier momento y también hay una diligencia que debe salir pronto. ¿Te quedarás hasta entonces?

– Bueno, yo…

– A padre le encantaría que te quedases. Quédate, por favor.

Pronunció estas últimas palabras en tono suplicante, por lo que Nathaniel no tenía demasiadas opciones, ni ganas de escoger. Miró hacia aquellos ojos castaños, que esperaban, ansiosos, su respuesta.

– ¿Querrías que me quedara?

Ella sonrió. Ya había dicho demasiado. Recogió las últimas manzanas que restaban y se dirigió hacia la casa.

– ¿Te gusta la tarta de manzana, Nathaniel? -preguntó.

Fue una jornada deliciosa. La Cyclops, Morris y los miedos y preocupaciones de los últimos meses parecían pertenecerle a otra persona, un joven asustado e inmaduro comparado con el enérgico joven en el que se había convertido Drinkwater.

Como había dicho su hija, el viejo párroco se mostró encantado de dar conversación al guardiamarina. Se mostró muy orgulloso al enseñarle su biblioteca a Drinkwater y estaba claro que aquella colección de libros constituía prácticamente el compendio de las posesiones de Bower, pues los demás artefactos de la casa pertenecían al clérigo ausente. Al pasar más tiempo con él, Isaac Bower se reveló como un hombre de considerable instrucción que no sólo había criado a su hija sino que también la había instruido. Según le dijo a Nathaniel con cierto tono confidencial, Elizabeth igualaba e incluso superaba a numerosos hombres en su conocimiento de las matemáticas, astronomía, griego y latín, mientras que sus gustos literarios englobaban a los autores franceses que no abjuraban de la existencia de Dios. En caso de que hubiese dudas sobre otras habilidades de Elizabeth, quedaron disipados en la cena, cuando al pollo a la brasa le siguió un pastel de manzana de proporciones generosas.

Tras la cena, Drinkwater se encontró solo en la ensombrecida estancia, con una botella del oporto que Bower había desenterrado de la bodega de su anfitrión. Había ya bebido dos vasos cuando el anciano entró en la habitación. Alimentó el fuego con varios leños y se sirvió un vaso.

– Hmm, tuve noticias el otro día, tras su marcha. Su señoría, el obispo de Winchester, me ha destinado a una parroquia cercana a Portsmouth. Es una parroquia pobre, creo, pero… -dijo el anciano, con ademán resignado- eso no importa. Al menos -continuó ya más animado-, estaremos más cerca de los valientes muchachos de la Marina y espero -y al decir esto, miró intencionadamente a Nathaniel-, espero que nos siga visitando.

Reconfortado por el vino, Nathaniel respondió con entusiasmo:

– Con muchísimo gusto, señor, con muchísimo gusto. Tras mi última visita, he de decir que me reconfortó el pensamiento de volver a verlos, tanto a usted como a Eliz… a la señorita Bower.

Bower le pidió que le contara algo sobre su familia y él le habló de su madre viuda. Elizabeth les acompañó durante un rato y después anunció que se retiraba. La conversación era relajada e informal. Cuando se hubo ido, Nathaniel dijo:

– Señor, le estoy profundamente agradecido por su amabilidad. Ha significado mucho para mí.

Los dos hombres terminaron la botella. El comentario de Nathaniel acalló el mayor de los temores del anciano.

– Mi querido muchacho, no espero permanecer en este mundo mucho más tiempo. No poseo fortuna que dejar tras de mí, excepto mi hija, y es por ella por lo que se preocupa mi espíritu -dijo, tosiendo, con cierta timidez.

»La habría dejado a cargo de algún amigo, pues me temo que no ha tenido la oportunidad de establecerse, al seguirme en mis viajes… -se detuvo, inseguro, para luego, con tono firme, decir:

– ¿Entiende lo que le digo?

– Estoy seguro, señor -dijo Nathaniel- de que haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a su hija, si llegase a necesitar de mi protección.

El anciano sonrió en la oscuridad. Lo supo en el mismo instante en que el muchacho le dijo su nombre. Nathaniel. En la lengua hebrea significaba «regalo de Dios». Suspiró satisfecho.

El extraño canto de los pájaros despertó a Drinkwater a la mañana siguiente. Se despejó al percatarse de que se hallaba bajo el mismo techo que Elizabeth. Ya no podía seguir durmiendo, se levantó y se vistió.

Bajó las escaleras sigilosamente, cruzó la cocina y descorrió el pestillo. El estimulante frío de la mañana le hizo estremecerse mientras paseaba por el césped húmedo de rocío.

Sin ser consciente de ello, empezó a caminar por el césped, arriba y abajo, una y otra vez, con la cabeza baja y las manos tras la espalda, sumido en los pensamientos de la conversación mantenida la noche previa con el viejo párroco.

Sintió una enorme emoción y alivio al recibir la aprobación de Bower y sonrió para sí, autocongratulándose. Se detuvo a medio camino entre los manzanos y la casa.

«Ah, Nathaniel, eres un granuja afortunado», musitó.

El sonido de una ventana al abrirse y el repiqueteo de la risa lo devolvió a la realidad.

Desde la ventana de la cocina, Elizabeth, con su cabello suelto, le sonreía.

– ¿Acaso pasea usted por su alcázar, señor? -le dijo con tono burlón.

De pronto, Nathaniel cayó en la cuenta de lo ridículo de sus acciones. Tenía todo Cornualles a sus pies y había caminado insistentemente por una zona cuya superficie equivalía al alcázar de una fragata.

– Yo… -dijo con un gesto-. No me había dado cuenta.

Elizabeth se reía y el sonido de su risa por la ventana vino acompañado por el aroma de unos huevos fritos.

Las inquietantes paradojas de la Cyclops y la malicia de Morris ya no le parecían importantes. Ahora, todo lo que le importaba era aquella risa, y la cara sonriente… y el chisporroteo de los huevos fritos.

«Eres un granuja con suerte», murmuró de nuevo mientras cruzaba el césped hasta la cocina.

La posta para Londres abandonó Falmouth ese mismo día con Nathaniel acomodado en su exterior, dirección a Plymouth. Para cuando llegaron a Truro, un Nathaniel plenamente seguro de sí mismo había decidido que poseía los suficientes fondos para un billete de ida y vuelta a Londres.

Siguió el tiempo agradable, y la experiencia de atravesar villas y pueblos resultaba tan grata y armónica con su propio estado de ánimo que decidió que el barco de guardia de Plymouth podría aguantarse sin él otros tres o cuatro días. Se le había ocurrido mientras paseaba aquella mañana. Hablar sobre su familia le había hecho anhelar el hogar y no le importaba que su visita tuviese que ser breve. No se sabía nada de la Cyclops cuando abandonó Plymouth en el cúter de la Trinity y Poulter, estaba seguro, no se dirigiría a Plymouth a informar a las autoridades de que lo habían desembarcado en Falmouth. Por lo tanto, resultaba posible que no se percatasen de su ausencia.

Alcanzó un trato para pagar sólo la mitad por ir en el «excusado» y se dispuso a disfrutar de la inaudita satisfacción de atravesar el verde sur de Inglaterra, con un tiempo singularmente bueno.

A última hora de la tarde, entumecido por el largo viaje y cansado por el traqueteo del Gran Camino del Norte, Drinkwater llegó a Barnet. Siguió adelante hasta Monken Hadley llegando, por fin, a la casita.

El deseo de ver a su madre y a su hermano se había fortalecido por el creciente amor que sentía por Elizabeth. Su feliz estancia en aquel hogar le había recordado el suyo propio, y los achaques de Bower habían subrayado el efecto del tiempo sobre su madre. La duración de su visita a Falmouth estuvo limitada por el decoro, pero tampoco pretendía acelerar su vuelta al ocioso discurrir de sus días en el inmundo buque de guardia.

A pesar de la fatiga, Nathaniel estaba satisfecho de sí mismo. La libertad y la independencia que había experimentado en la Algonquin y en el cúter de la Trinity le habían ayudado a madurar y la responsabilidad asumida por el manejo de la presa había dejado su impronta en su carácter. Su creciente relación con Elizabeth, asentados al menos los cimientos, le dieron esperanza y estabilidad, desvaneciéndose así muchas de las incertidumbres del pasado.

Veía ahora la vida de forma distinta y había podido aplicar esta nueva actitud, y recibir recompensa por ello. Había saqueado la pequeña carga de oro del rey a bordo de la Algonquin, avergonzado hasta cierto punto, y consciente de que su moralidad era cuestionable a pesar de los usos y costumbres de la guerra. A estas monedas se sumaron las respetables guineas ganadas con Calvert y, lo más importante de todo, contaba con el certificado de haberse examinado para segundo oficial, y todo ello le confería cierto grado de autonomía por vez primera en toda su existencia. Así, dio los últimos pasos que le separaban de su madre con desenvoltura.

Llamó y levantó el pestillo.

Más tarde, cuando tuvo tiempo de reflexionar, se dio cuenta de que había hecho bien en venir. La inmensa alegría que demostró su madre por la visita se vio ensombrecida sólo por la brevedad de la misma. Sin embargo, encontró que la mala salud de su madre y el obvio aumento de sus penurias le agobiaban y consternaban. No se había quedado mucho tiempo. Había hablado con su madre y le había leído y, al quedarse ella dormida, se había acercado a solicitar del rector que se ocupase de encontrar a alguien de Barnet que le prestase ayuda. Las guineas de Calvert habían desaparecido y el rector le había contado que Ned apenas se dejaba ver por Monken Hadley. El hermano de Nathaniel había encontrado empleo de mozo en la posada West Lodge, cuidando de sus queridos caballos; vivía amancebado con una las doncellas que allí trabajaban y casi le había roto el corazón a su madre. En este punto, el rector había agitado la cabeza y murmurado: «De tal palo, tal astilla…», pero prometió hacer todo lo posible por la señora Drinkwater, mientras tomaba el oro entre sus manos.

Nathaniel se sentó en la tranquila estancia observando las motas de polvo del oblicuo rayo de sol que se colaba por la pequeña ventana. Regresaría a Plymouth por la mañana. Le turbaba la inactividad y el extraño silencio. Su madre seguía adormilada y, recordando la razón de su visita, retomó en silencio la carta que escribía a su hermano Ned. Adolecía de mala sintaxis y de una extraña admonición, pero mostraba la nueva autoridad encontrada por un hombre joven.

– ¿Qué haces? -dijo la voz de la anciana, sobresaltándolo.

– ¡Madre! Estás despierta… Es sólo una breve nota para Ned, para decirle que se ocupe un poco más de ti.

Nathaniel vio su sonrisa.

– Querido Nathaniel -dijo, sencillamente-. ¿No te puedes quedar más tiempo?

– Madre, debo regresar. Ya voy…

– Claro, tesoro… Ahora eres un oficial del rey, lo entiendo…

Estiró la mano y Nathaniel se arrodilló a su lado. Sintió como aquella frágil y artrítica mano le acariciaba el cabello. No podía pensar en las palabras adecuadas para aquel momento y perdió la oportunidad de decirlas.

– No seas demasiado duro con Edward -dijo, tranquila-. Tiene su propia vida y se parece mucho a su padre.

Nathaniel se levantó e, inclinándose sobre su madre, la besó en la frente y dio media vuelta para esconder las lágrimas que inundaban sus ojos.

Cuando se fue a la mañana siguiente, todavía era de noche. No lo sabía, pero su madre lo oyó marchar. Sólo entonces se entregó a las lágrimas.


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