El bergantín danés

Enero de 1780


El día de año nuevo de 1780, la flota del almirante Rodney se hizo a la mar. Además de las fragatas de patrulla y veintiún navíos de línea, no menos de trescientos mercantes despejaron el Canal esa gélida mañana. Según sus órdenes, la Cyclops formaba parte de la escolta de los transportes y, por ello, no participó en lo sucedido el ocho de enero.

Frente a las costas del cabo Finisterre, se avistó una escuadra española formada por cuatro fragatas, dos corbetas y el navío de sesenta y cuatro cañones, Guipuzcoano, además de un convoy de quince barcos mercantes. La flota al completo fue rodeada y apresada. Se distribuyeron las dotaciones de presa y el Guipuzcoano, con su nuevo nombre Prince William (en honor al duque de Clarence, que en aquel momento era un guardiamarina más de la flota) escoltó a los navíos de vuelta a Inglaterra. Sólo se quedaron las naves con vituallas, que se sumarían a los suministros con destino a Gibraltar.

La flota siguió su lento navegar por la costa ibérica durante la tarde del día quince. Drinkwater estaba sentado en la cofa de trinquete de la Cyclops, su puesto de combate, y desde allí contemplaba sus dominios, protegido por el mosquete y un pequeño cañón giratorio. Aquí se libraba de las grescas entre cubiertas, del incomprensible acoso de Morris y, durante los turnos de guardia, podía aprender los pormenores del arte de la navegación de un marinero de primera llamado Tregembo.

El joven Nathaniel aprendía deprisa e impresionó a la mayoría de sus superiores por su entusiasmo al acometer cualquier tarea. Esa tarde disfrutaba de un descanso y del lujo inesperado del sol de enero. Parecía imposible que sólo un par de meses antes no hubiese sabido nada de esta vida. Estas semanas habían estado tan preñadas de impresiones y acontecimientos que la despedida de su madre viuda y su hermano se le antojaba muy remota. Ahora pensaba, orgulloso, que formaba parte de la compleja organización que convertía a la Cyclops en un buque de guerra.

Drinkwater observó el barco que crujía a sus pies. Divisó al capitán Hope, no más que una figura lejana y envejecida, tan distinto al primer oficial. El honorable John Devaux era el tercer hijo de un conde, aunque venido a menos, un aristócrata hasta las cejas y, además, liberal. Hope y él eran oponentes políticos y la altiva juventud de Devaux irritaba al capitán. Henry Hope servía en la Marina desde hacía demasiado tiempo como para que se le notase, pues mejor sería no mostrase hostil con el influyente Devaux. En verdad, la valía del joven jamás se pudo en duda. A diferencia de muchos de los de su clase, se interesó por el negocio de la guerra marítima, y no sólo por mera cuestión de supervivencia. Si sus opiniones políticas hubiesen sido diferentes, o el gobierno liberal, la situación de ambos podría haber sido muy distinta. Era éste un hecho que ambos sabían reconocer, por lo que su desacuerdo no se manifestó jamás más que de forma velada.

En cuanto a la Cyclops, se había acomodado como cualquier otro navío sometido al sistema de leva. La dotación fue adiestrada por los oficiales de artillería, y se practicó el sistema de señales hasta la extenuación con el objetivo mantener el orden entre los indisciplinados mercantes. Al fin, tanto el capitán como su primer oficial coincidieron en que el sistema funcionaba aceptablemente. Hope no albergaba ilusiones de alcanzar la gloria, por lo que su carácter no mostraba fanatismo alguno. No pedía más que sus oficiales fuesen capaces y su tripulación, servicial.

Para Nathaniel Drinkwater, que dormitaba a lo alto, la Cyclops era todo su mundo. La mejora del tiempo y su juvenil capacidad de adaptación hicieron que sus dudas se fuesen evaporando. Poco a poco aprendió que, de hecho, se podía sobrevivir en un lugar como la camareta de los guardiamarinas. Aunque detestaba a Morris y odiaba a varios de los miembros de más antigüedad con los que compartía rancho, la mayoría no eran sino muchachos bastante agradables. Se llevaban bien y soportaban el acoso de Morris con entereza, compadeciéndose del odio que les producía.

Drinkwater reverenciaba al teniente Devaux y sentía un gran respeto por el viejo oficial de derrota, Blackmore, cuyas tareas incluían la instrucción de los guardiamarinas en los rudimentos de navegación, el mismo respeto que podría haber sentido por su padre, de haber seguido vivo. Lo más parecido que tuvo a una amistad fue con el gaviero Tregembo, que manejaba el cañón giratorio en la cofa del trinquete durante las acciones de guerra. Tregembo resultó ser una fuente inagotable de sabiduría e información sobre la fragata y sus pormenores. Era de Cornualles, de edad incierta, y, tiempo atrás, un guardacostas había apresado el lugre de su padre en el Lizard con un cargamento sospechoso en el pañol del pescado. Su padre ofreció resistencia armada a los oficiales y terminó en la horca. Como acto de clemencia, se le impuso a su hijo una sentencia menor (la leva forzosa) que, según afirmaron los magistrados ante el tribunal, mitigaría el dolor de la esposa del ruin contrabandista. Tregembo casi no había vuelto a pisar tierra desde entonces.

Drinkwater sonrió. Allí arriba, en su pequeño reino, exudaba juvenil satisfacción. En la cubierta sonó una campanada. Estaría de guardia en quince minutos. Se puso en pie y miró hacia arriba. Por encima de su cabeza, el mastelero se unía con las juanetes y en el tope estaba el vigía. Entonces, tuvo la ocurrencia de ascender hasta el tope y, desde allí, deslizarse por la burda hasta cubierta. El largo descenso supondría una impresionante exhibición de su habilidad como marino. Así pues, comenzó a escalar.

Alcanzó el tope y se sentó a caballo sobre la verga de la juanete. A sus pies, la Cyclops se balanceaba con suavidad. Las velas hinchadas interrumpían la vista de la cubierta, pero la jarcia le brindaba una buena perspectiva, pues cada cabo llegaba hasta su cornamusa o cáncamo correspondiente.

El vigía le hizo sitio y Drinkwater miró alrededor. El círculo azul de la mar estaba moteado por unos doscientos puntitos blancos que navegaban en dirección sur. Más allá, perdiéndose ya en el horizonte, patrullaban las fragatas más adelantadas. Tras ellas se veían los oscuros cascos de los navíos de línea ordenados en tres divisiones, con algunas tracas aún amarillas que pronto serían uniformes. En medio de la columna central navegaba el Sandwich del almirante Rodney, el responsable de toda aquella demostración de fuerza. Tras los buques de guerra, las naves auxiliares de la flota, un par de cúters y una goleta, seguían su estela como un perrillo faldero. Detrás de todos ellos se extendía el enorme convoy de mercantes y de buques de transporte de tropas y pertrechos, escoltados por cuatro fragatas y dos corbetas de guerra. La posición de la Cyclops, que navegaba siguiendo la costa, la convertía en la fragata más cercana a la retaguardia de los navíos de guerra y en la nave más avanzada de todo el convoy.

Desde su posición privilegiada, Drinkwater miró a babor. A unas ocho o nueve leguas, matizada por el tono pardusco del sol de poniente, se divisaba la costa de Portugal. Sus ojos recorrieron la línea del horizonte y cuando estaba a punto de bajar a cubierta, algo le llamó la atención. En lontananza, se adivinaba un minúsculo puntito blanco por el través. Le hizo un gesto al marinero y señaló.

– Un barco, señor -respondió el marinero como si tal cosa.

– Sí, yo daré el aviso -y luego, con el mayor aplomo del que fue capaz, gritó:

– ¡Cubierta!

Muy amortiguada por la distancia, se oyó la voz del tercer oficial, Keene:

– ¿Qué sucede?

– ¡Barco a la vista, ocho grados a babor!

Drinkwater asió la burda e inició su espectacular descenso, aunque nadie se percató de ello por el revuelo que causó el barco desconocido.

– Envían una señal, señor -le comunicaba el oficial Keene al capitán Hope cuando Drinkwater llegó a popa.

– ¿Y bien?

– Nuestro número. Perseguir.

– Responda -dijo el capitán-. Señor Keene, viento en popa.

Drinkwater ayudó a preparar la señal de respuesta mientras el oficial gritaba sus órdenes por la bocina. Los ayudantes del contramaestre apremiaban a la dotación. Se elevó el timón. La Cyclops osciló hacia el este, las brazas se deslizaron con rapidez por las poleas mientras las vergas viraban en redondo.

– A toda vela, si es tan amable, señor Keene.

– ¡Entendido señor! -La voz del oficial sonó entusiasmada y un gran alborozo recorrió el barco. Libre de toda obligación de mantener su puesto, la fragata desplegó sus alas. Se soltaron los puños de escota y los brioles de sus cornamusas y los gavieros se apresuraron por los pujámenes, desplegando las velas. Los ayudantes del segundo oficial se situaron en los brioles de cada vela e hicieron señas a cubierta, donde se dio la orden de sujetar empuñiduras. Las juanetes se hincharon, se fruncieron y se hincharon de nuevo a medida que los marineros del combés enderezaban las drizas y las vergas se elevaban desde los tamboretes. La Cyclops se escoró por el viento, la jarcia de cáñamo se estiró y el navío se estremeció suavemente al ganar velocidad. La fragata surcó el oscuro Atlántico dejando tras de sí una uve perlina que surgía bajo el espejo de popa.

En cubierta, hubo cambio de guardia y el combés se vació al regresar bajo cubierta los hombres que habían subido con el alboroto.

Drinkwater se dio cuenta de que el capitán le miraba fijamente.

– ¿Señor? -se arriesgó.

– Señor…

– Drinkwater, señor.

– ¡Ah! Señor Drinkwater, ¿cree usted que podría subir al tope del palo trinquete con un catalejo y ver si se distingue algo?

– Desde luego, señor. -Drinkwater cogió de un estante un catalejo muy abollado donado por la generosidad de una Junta Naval para el uso exclusivo de los «jóvenes caballeros» de a bordo, e inició su ascenso por la jarcia del palo trinquete.

Se demoró casi un cuarto de hora antes de regresar a cubierta. Consciente de que Hope estaba probando su destreza, había esperado a tener algo de que informar. Saludó al capitán y le dijo:

– Es un bergantín, señor, y no lleva pabellón.

– Muy bien, señor Drinkwater.

– Se divisa desde cubierta, señor -dijo lentamente Devaux, que había subido a cubierta.

El capitán asintió.

– Despeje los cañones de proa, señor Devaux…

Drinkwater también divisaba el navío de doble mástil al que se aproximaban. Aguardó, al igual que una docena de catalejos expectantes, a que surgiera el puntito de color que, sin duda, pronto les revelaría su nacionalidad. Hasta el tope se elevó una mota roja, con una cruz blanca.

– ¡Es danés! -exclamó al unísono un coro de voces.

La Cyclops se abalanzó sobre su presa y, a señal de Hope, rugió un cañón de proa y de la apresurada fragata salió despedido un humo cimbreante.

Por delante del barco danés, se elevó una cortina de agua blanca. Se había quedado a un cable de distancia pero ocasionó el efecto buscado pues los daneses abroquelaron la verga de la gavia mayor y el bergantín se detuvo.

– Señor Devaux, dirija el abordaje.

Las órdenes se sucedieron. Emergió el caos donde antes reinaba la atenta observación de todos los ociosos de la nave. A pesar del aparente desorden, se largaron la mayor y la trinquete en sus brioles y varias cuadrillas organizadas se dispusieron a descolgar el bote por la aleta de estribor mientras la Cyclops viraba para abroquelar la gavia mayor.

Devaux bramó más órdenes y, en la confusión, Drinkwater oyó su propio nombre.

– ¡Sube al bote, mequetrefe! -rugió el primer oficial y, entonces, Nathaniel se apresuró hasta el combés donde se había extendido una red por el costado. La tripulación del bote estaba ya a bordo, pero se estaban descolgando más marineros armados con alfanjes. Drinkwater pasó un pie por encima del pasamanos y oyó el desgarro del tejido al engancharse los calzones en una cornamusa. Esta vez, no le importó.

Consiguió alcanzar el bote y, para su sorpresa, Devaux ya estaba allí, sin dejar de gritar.

– ¿Dónde está Wheeler? ¡Por el amor de Dios! -tronó al aire. Entonces, el teniente de marina, con su casaca roja, y seis de sus hombres se descolgaron por la red, enredando sus mosquetes en el cordaje.

– ¡Vamos! ¡Muévanse! ¡Malditos cimarrones! -gritó Devaux, ante las muecas divertidas de los marineros. Al teniente Wheeler le ofendió el insulto, pero no podía hacer gran cosa pues bastante tenía ya con descender al bote, con su sable, sin por ello perder la poca dignidad que le quedaba.

– ¡Empujen! ¡A los remos! ¡Todos juntos! ¡Quiero ver como sudan!

La embarcación se movió y Devaux le cedió la caña a Drinkwater.

– Llévenos a sotavento y manténganos allí. -Se giró y le dijo a Wheeler:

– Es un barco neutral, no lo aborde a menos que yo se lo diga. -Y elevando la voz, llamó:

– ¡Ayudante del contramaestre! -El suboficial, que se hallaba a proa entre los marineros, se puso en pie:

– ¿Señor?

– No se le ocurra abordar si yo no se lo pido. Pero si grito pidiendo ayuda, ¡les quiero ver moviendo las posaderas!

Los marineros sonrieron y acariciaron las hojas de sus alfanjes. Tras unos minutos, la voz insegura de Drinkwater exclamaba:

– ¡Esos remos! ¡Arriba los remos! ¡Aferrar! -El teniente Devaux alcanzó las cadenas del barco danés. Durante unos instantes, sus elegantes piernas colgaron inapropiadamente y luego, se elevó hasta la cubierta del bergantín.

El bote cabeceó al costado del extraño barco. De vez en cuando, se asomaba una cabeza albina que los observaba con curiosidad. En el bote, todos estaban nerviosos. Varias balas de cañón se deslizaron por el pasamanos precipitándose a la tablazón del bote. A Drinkwater le pareció que el primer oficial se había marchado horas atrás. Observó el balanceo del pasamanos al empujar el Atlántico su bote, arriba y abajo, al costado del bergantín. Miró nervioso a Wheeler. El infante de marina sonrió y dijo:

– No te preocupes, muchacho. Si el honorable John nos necesita, le oiremos aullar.

Por fin, para alivio de Drinkwater, las piernas de Devaux aparecieron sobre el pasamanos. Oyó la aterciopelada voz del oficial, sin rastro de aspereza:

– A sus pies, señora, -y al momento estaba ya en el bote. Sin ceremonias, le arrebató el timón a Drinkwater.

– ¡Vamos! ¡A los remos! ¡Todos a una, boguen! -Devaux se agachó a popa, con una urgencia física que no podía soslayar por más tiempo.

– ¡Boguen! ¡Con fuerza! ¡Como si tuviesen que apartar a un condenado francés del lecho de su madre! -Los hombres sonrieron ante esa obscenidad. Devaux sabía lo que hacía y los marineros remaban a destajo, las palas salían del agua y se precipitaban para la siguiente palada. A popa, el bergantín danés se hizo a la vela. Devaux se volvió y, siguiendo su mirada, Drinkwater adivinó un fugaz destello de color allá donde saludaba una mujer.

– Wheeler -dijo Devaux-, tenemos trabajo. Con parsimonia, Devaux le contó las novedades. Sabía que aquellos hombres transmitirían la información a la cubierta inferior. También sabía que Hope no se molestaría en hacerlo y que, a menos que Devaux divulgase la información, sólo llegaría un mensaje incomprensible a los rincones más recluidos de la Cyclops. Estos hombres podrían estar llamados a dar sus vidas en breve y el primer oficial pretendía provocar su pulsión sanguinaria. Ya había visto la exaltación que podía provocar un frenesí combativo entre los marineros británicos y sabía que, quizás, la Cyclops habría de necesitarlo muy pronto.

– El bergantín acaba de partir de Cádiz. Los caballeros españoles se han hecho a la vela y tienen toda una flota. Tenemos suerte de que el bergantín sea pro británico-declaró reflexivo-. Casado con una muchacha inglesa, y muy guapa -sonrió, y también lo hicieron los marineros. El mensaje estaba en camino.


Había anochecido ya cuando la Cyclops se reincorporó a la flota. La luna llena le permitió a Hope navegar entre los navíos hasta donde los tres fanales, colgados en horizontal de la jarcia del Sandwich, indicaban la presencia del almirante.

La fragata arrió parte del velamen y envió un bote para que Devaux informase a Rodney. A consecuencia de las trascendentales noticias, se ordenó que la Cyclops se hiciese a la vela para advertir a las fragatas más avanzadas. La flota había recogido parte del velamen a la puesta del sol para evitar dispersarse y que fuese más sencillo mantener la posición. La ágil fragata pronto rebasó a los buques de guerra y dejó atrás aquellos colosales costados que la empequeñecían y que avanzaban torpemente, crujiendo bajo la luz de la luna.

Al alba, la Cyclops divisaba ya las fragatas. A popa, se podían distinguir las gavias de la flota, si bien un barco, de setenta y cuatro cañones y de doble cubierta, el Bedford, navegaba a toda vela para alcanzar al resto de la escuadra.

El ineficiente código de señales que había de utilizar Hope dificultaba la transmisión de los mensajes a las fragatas más alejadas. Sin embargo, por una mera coincidencia, la señal emitida de «Zafarrancho» recibió dos horas más tarde idéntica respuesta del Bedford, del que ya se vislumbraban las bocas de sus dos baterías de cañones, pues Rodney había emitido su orden al amanecer.

Al primer redoble del tambor de los infantes de marina, Drinkwater percibió la tensión en la Cyclops. Se apresuró a su puesto en la cofa del trinquete, donde el cañón estaba cargado y cebado. Pero no hubo ocasión de precipitarse. Durante toda la mañana, los británicos permanecieron en sus puestos sin que se percibiese el menor indicio del enemigo. Una tras otra, todas las divisiones de la flota fueron alterando su rumbo hacia el sureste, rodeando los rosáceos acantilados del cabo de San Vicente y dirigiéndose hacia el Estrecho de Gibraltar. Al mediodía, la mitad de la dotación de la Cyclops abandonó su estado de alerta para ingerir un almuerzo compuesto de cerveza, ponche y galleta.

Tras un apresurado almuerzo, Drinkwater regresó a la cofa del trinquete, ansioso por no perderse ni un segundo de lo que se rumoreaba que habría de ser una acción de guerra. Miró en derredor. Las fragatas ocupaban de nuevo su puesto en la división principal y el Bedford estaba estacionado por la banda de costa.

En la cofa del trinquete, los hombres habían cargado los mosquetes. Tregembo acariciaba, pensativo, el pequeño cañón giratorio. A su espalda, en el tope del mayor, se veía con claridad la casaca azul de Morris. Se inclinaba por encima de un joven marinero de Devon, cuyos finos rasgos habían provocado las mofas de sus compañeros de rancho. Drinkwater no sabía identificar el sentimiento que le provocaba ver a Morris en esa postura, aunque sí le provocaba cierto desasosiego. Seguía siendo aún muy ingenuo ante las perversiones humanas.

Detrás de Morris, el sargento Hagan estaba a cargo de la cofa de mesana y de los tiradores de primera. Los uniformes escarlata suponían una vivida explosión de color que contrastaban con la oscura jarcia de cáñamo que casi nublaba la vista. Al mirar abajo, Nathaniel podía ver el alcázar al completo pues, al estar todo listo para entrar en acción, se había aferrado la vela mayor y la mesana.

Divisó al capitán Hope y al teniente Devaux, acompañados por el viejo oficial de derrota, el suboficial de señales y los timoneles. También había un grupo de guardiamarinas y de ayudantes del segundo oficial, a la espera de transmitir mensajes y señales. Además de azul, la popa era también escarlata. Wheeler, resplandeciente en su fulgurante abrigo, fajín carmesí y brillante gorjal, como corresponde a un oficial militar, había desenvainado su sable. Se lo había colocado despreocupadamente bajo el brazo, pero el brillo de su hoja era el recuerdo terrible de la muerte. Era muy distinto de la espada de madera de fresno con la que Drinkwater había dado sus estocadas de niño. No había considerado ni la muerte ni la posibilidad de morir. Al principio, le había aterrorizado caerse desde la jarcia, pero lo había superado. Qué pasaría si los cañonazos alcanzaban un mástil, quizás el trinquete. Volvió a mirar hacia abajo, donde se desplegaba la red sobre la cubierta para evitar que cayesen astillas o partes de la jarcia sobre la sufrida brigada de cañoneros. Los cañoneros holgazaneaban aún cerca de la artillería. Nathaniel divisó apenas allá abajo, en la cubierta principal, bajo el enjaretado, al segundo y al tercer teniente deliberando en el centro de la fragata. Su porte era estudiadamente despreocupado mientras aguardaban para comandar las baterías.

Aparte del crujido del velamen, el sonido del viento y el rumor de las olas de babor, la Cyclops estaba en silencio. Más de doscientos cincuenta hombres aguardaban expectantes, al igual que todas las dotaciones de la flota.

A la una del mediodía, el Bedford disparó un cañonazo, hizo señales al Sandwich y soltó las escotas de las gavias. Los buques demasiado alejados para ver la señal consideraron que sus gavias al viento indicaban la presencia de la flota enemiga.

– Se está levantando viento -dijo Tregembo, sin dirigirse a nadie en concreto, pero rompiendo el silencio en la cofa del trinquete.


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