9 — En el principio fue el verbo

Para Burris fue algo así como nacer. No había dejado su habitación desde hacía tantas semanas que había llegado a parecerle un refugio permanente.

Claro que Aoudad se encargó de que el parto le resultara tan poco doloroso como fuera posible. Partieron de noche, cuando la ciudad dormía. Burris iba cubierto por una capa y llevaba la cabeza encapuchada. Eso le daba un aspecto tan parecido al de un conspirador que no tuvo más remedio que sonreír ante el efecto; sin embargo, le parecía necesario. La capucha le ocultaba muy bien y, mientras mantuviera la cabeza gacha, estaba a salvo de las miradas de los transeúntes. Cuando salieron del edificio, Burris permaneció pegado a la pared más alejada del pozo, rezando para que a nadie se le ocurriera utilizarlo mientras bajaba. Nadie lo hizo. Pero, cuando iban hacia la entrada, una masa vagabunda de luz le silueteó por un instante, justamente cuando entraba uno de los inquilinos que volvía a su hogar. El hombre se detuvo un segundo, intentando ver algo por debajo del capuchón. Burris no alteró el gesto. El hombre parpadeó al ver lo inesperado. El feroz y distorsionado rostro de Burris le contempló fríamente, y el hombre siguió avanzando. Esa noche tendría el sueño manchado por las pesadillas. Pero Burris pensó que eso era mejor que no ver cómo la pesadilla se infiltraba en la misma textura de tu vida, igual que le había sucedido a él. Un vehículo esperaba pegado al edificio.

—Normalmente, Chalk no celebra entrevistas a estas horas —le dijo con voz animada Aoudad—. Pero, claro, debe comprender que esto es algo especial… Pretende tratarle con tanta consideración como sea posible.

—Espléndido —dijo Burris con voz sombría.

Entraron en el coche. Era como cambiar un útero por otro, menos espacioso pero más acogedor. Burris se acomodó en un asiento-sofá lo bastante grande como para contener a varias personas pero, evidentemente, modelado para acoger a un solo par de enormes nalgas. Aoudad se instaló junto a él, en otro asiento de un tipo más normal. El coche se puso en movimiento, alejándose silenciosamente con un latir de turbinas. Sus sistemas captaron las emanaciones de la autopista más cercana, y muy pronto hubieron dejado tras ellos las calles de la ciudad y se encontraron avanzando velozmente por una ruta de acceso restringido.

Las ventanillas del coche estaban agradablemente opacificadas. Burris se quitó la capucha. Estaba acostumbrándose a mostrarse a otras personas, al menos en etapas cortas. Aoudad, a quien no parecían importarle sus mutilaciones, era un buen sujeto con el que practicar.

—¿Algo de beber? —preguntó Aoudad—. ¿Fuma? ¿Algún tipo de estimulante?

—No, gracias.

—¿Puede consumir ese tipo de cosas…, siendo como es ahora?

Burris le sonrió sin ninguna alegría.

—Incluso ahora, mi metabolismo es básicamente parecido al suyo. Las cañerías son diferentes. Puedo comer sus alimentos. Bebo lo mismo que usted. Pero en este momento no me apetece tomar nada.

—No estaba seguro de ello. Disculpe mi curiosidad.

—Por supuesto.

—Y las funciones corporales…

—Mejoraron la excreción. No sé qué han hecho con la reproducción. Los órganos siguen ahí, pero, ¿funcionan? No he tenido demasiadas ganas de hacer la prueba.

Los músculos de la mejilla izquierda de Aoudad se tensaron como en un espasmo. A Burris no se le escapó esa respuesta. ¿Por qué está tan interesado en mi vida sexual? ¿Mera salacidad normal? ¿O es algo más?

—Disculpe mi curiosidad —dijo nuevamente Aoudad.

—Ya la he disculpado. —Burris se reclinó en el asiento y sintió como éste le hacía cosas extrañas. Un masaje, quizá. Sin duda estaba tenso, y el pobre asiento intentaba arreglar las cosas. Pero el asiento estaba programado para un hombre mucho más grande que él. Parecía estar zumbando igual que si tuviera un circuito sobrecargado. Burris se preguntó si lo que le molestaba sería tan sólo la diferencia de tamaño. ¿O acaso eran los contornos reestructurados de su anatomía lo que le ponía tan nervioso?

Le habló de ello a su acompañante, y Aoudad desconectó el asiento. Sonriendo, Burris se felicitó a sí mismo por su plácido estado de relajación. No había dicho ni una sola frase amarga desde la llegada de Aoudad. Se encontraba tranquilo, libre de tempestades, flotando en un punto central muerto. Bien. Bien. Había pasado demasiado tiempo solo y permitiendo que sus miserias le corroyeran. Aoudad, pobre imbécil, era un ángel de misericordia venido para liberarle de sí mismo. Me siento agradecido, se dijo Burris con satisfacción.

—Esto es. La oficina de Chalk se encuentra aquí.

El edificio era relativamente bajo, sólo unos tres o cuatro pisos, pero se encontraba bien apartado de las torres que lo flanqueaban. El gran tamaño de su masa, que se extendía de forma horizontal, compensaba su falta de altura. A derecha e izquierda se abría en ángulos sostenidos por grandes soportes; Burris, usando su visión Periférica aumentada, miró tan lejos como le fue posible hacia los flancos del edificio y calculó que probablemente tendría ocho lados. La pared exterior era de un metal marrón oscuro, delicadamente acabado y con incrustaciones ornamentales de guijarros. Dentro del edificio no se veía luz alguna; pero, claro, tampoco había ventanas. De repente una de las paredes se abrió ante ellos al moverse silenciosamente un oculto panel. El vehículo se lanzó hacia delante igual que un cohete y se detuvo en las entrañas del edificio. Su compuerta se abrió bruscamente. Burris se dio cuenta de que un hombre bajito y con los ojos brillantes le estaba mirando.

Al encontrarse tan inesperadamente examinado por un desconocido experimentó un breve momento de aturdimiento. Se recobró rápidamente y le devolvió la mirada, invirtiendo el flujo de la sensación. También el hombre bajito era digno de que se le mirase. Pese a no haber podido beneficiarse de los cuidados de cirujanos malévolos, era asombrosamente feo. Casi no tenía cuello; su espesa y revuelta cabellera negra bajaba hacia su pecho; sus orejas eran grandes y deformes; la nariz tenía el puente muy estrecho y poseía unos labios increíblemente largos y delgados que ahora mismo se hallaban fruncidos en un repelente mohín de fascinación. No era ninguna belleza.

—Minner Burris —dijo Aoudad—. Leontes D’Amore, miembro del personal de Chalk.

—Chalk está despierto y esperando —dijo D’Amore. Incluso su voz era desagradable.

Y sin embargo, pensó Burris, se enfrenta al mundo cada día.

Encapuchado una vez más, se dejó absorber por una red de tubos neumáticos hasta que se encontró en una inmensa y cavernosa estancia en la que había empotrados varios niveles de puntos de actividad. En esos instantes la actividad no era demasiada; los escritorios estaban vacíos y las pantallas en silencio. El lugar estaba iluminado por el suave brillo de los hongos termoluminiscentes. Burris giró lentamente sobre sí mismo y paseó la mirada por la habitación, haciéndola subir por una serie de peldaños de cristal hasta ver, sentado como en un trono cerca del techo, al otro extremo de la habitación, a una persona enorme.

Chalk. Obviamente.

Burris se quedó inmóvil, absorto en el espectáculo, olvidando por un momento el millón de minúsculos aguijonazos del dolor que eran sus constantes compañeros. ¿Tan grande? ¿Tan recubierto de carne? Aquel hombre había devorado a toda una legión de ganado para alcanzar semejante masa.

Aoudad, que estaba junto a él, le instó amablemente a que avanzara, sin atreverse del todo a tocar el codo de Burris.

—Deje que le vea —dijo Chalk. Su voz era suave y afable—. Aquí arriba. Suba hasta mí, Burris.

Un instante más. Cara a cara.

Burris se quitó la capucha con un encogimiento de los hombros y después se quitó también la capa. Que mire. No necesito sentir vergüenza ante esta montaña de carne.

La plácida expresión de Chalk no se alteró.

Estudió a Burris cuidadosamente, con un profundo interés y sin dar la más mínima señal de repugnancia. Aoudad y D’Amore se esfumaron ante una seña de su gorda mano. Burris y Chalk se quedaron solos en la inmensa habitación sumida en la penumbra.

—Hicieron todo un trabajo con usted —observó Chalk—. ¿Tiene alguna idea de por qué?

—Pura curiosidad. También el deseo de mejorar las cosas. Dentro de su inhumanidad, son bastante humanos.

—¿Qué aspecto tienen?

—Cubiertos como de viruela. Piel parecida al cuero. Prefiero no hablar de ello.

—Está bien. —Chalk no se había levantado. Burris estaba ante él, las manos juntas, los pequeños tentáculos exteriores uniéndose y separándose. Observó que a su espalda había un asiento, y lo ocupó sin que Chalk se lo indicara.

—Un lugar increíble —dijo.

Chalk sonrió y permitió que la frase se perdiera en la nada.

—¿Duele? —dijo.

—¿El qué?

—Sus cambios.

—Hay una considerable incomodidad. Los tranquilizantes terrestres no ayudan demasiado. Le hicieron cosas a los canales nerviosos, y nadie sabe muy bien dónde aplicar los bloqueos. Pero es soportable. Dicen que los miembros de los amputados laten y duelen durante años después de haber sido eliminados. Supongo que se trata de la misma sensación.

—¿Le quitaron algún miembro?

—Todos —dijo Burris—. Y volvieron a ponerlos de una forma nueva. Los médicos que me examinaron estaban muy contentos con mis articulaciones, así como con mis nuevos tendones y ligamentos. Éstas son mis manos originales, un poco alteradas. Los pies también son míos. Realmente, no estoy seguro de qué parte es mía y qué parte de ellos.

—¿E internamente?

—Todo es distinto. El caos. Están preparando un informe al respecto. No llevo mucho tiempo de vuelta en la Tierra. Me estudiaron durante una temporada, y luego me rebelé.

—¿Por qué?

—Me estaba convirtiendo en un objeto. No sólo para ellos, sino también para mí mismo. No soy una cosa. Soy un ser humano que ha sido remodelado. Por dentro sigo siendo humano. Cláveme una aguja y sangraré. ¿Qué puede hacer por mí, Chalk?

Una carnosa mano se agitó en el aire.

—Paciencia. Paciencia. Quiero saber más sobre usted. Era navegante espacial, ¿verdad? ¿Oficial?

—Sí.

—¿La academia y todo eso?

—Naturalmente.

—Sus calificaciones debían ser buenas. Le dieron una misión muy dura. El primer aterrizaje en un mundo de seres inteligentes…, nunca es fácil. ¿Cuántos eran en su equipo?

—Tres. Todos pasamos por la cirugía. Prolisse murió el primero, y luego murió Malcondotto. Fue una suerte para ellos.

—¿Le disgusta su cuerpo actual?

—Tiene sus ventajas. Los doctores dicen que probablemente viviré quinientos años. Pero me duele, y también resulta embarazoso. Nunca pensé que acabaría siendo un monstruo. No estoy hecho para eso.

—No es tan horrible como pueda parecerle —observó Chalk—. Oh, sí, los niños huyen gritando al verle y todo ese tipo de cosas… Pero los niños son unos conservadores. Aborrecen cualquier cosa nueva. Pienso que ese rostro tiene un considerable atractivo, a su manera. Me atrevería a decir que un montón de mujeres serían capaces de arrojarse a sus pies.

—No lo sé. No lo he intentado.

—Lo grotesco posee su atractivo, Burris. Cuando nací, yo pesaba más de nueve kilos. Mi peso nunca me ha molestado. Pienso en él como en un recurso más.

—Ha tenido toda una vida para acostumbrarse a su tamaño —dijo Burris—. Ha logrado adaptarse a él de mil formas diferentes. Además, ha escogido ser así. Yo fui la víctima de un capricho incomprensible. Fue una violación. He sido violado, Chalk.

—¿Quiere que todo vuelva a ser como antes?

—¿Qué cree usted?

Chalk asintió. Sus párpados descendieron lentamente, y dio la impresión de haber quedado sumido al instante en un profundo sueño. Burris esperó, atónito, y así transcurrió más de un minuto.

—Los cirujanos de la Tierra pueden trasplantar con éxito cerebros de un cuerpo a otro —dijo Chalk sin mover ni un músculo.

Burris dio un respingo, como presa de un grana mal de excitación febril. Un nuevo órgano alojado en el interior de su cuerpo inyectó chorros de alguna hormona desconocida en el extraño recipiente que había junto a su corazón. Se mareó. Su cuerpo luchó entre la espuma del mar, arrojado una y otra vez contra la abrasiva superficie de la arena por olas implacables.

—¿Siente algún interés por el aspecto tecnológico del asunto? —siguió diciendo Chalk con voz tranquila.

Los tentáculos de las manos de Burris se agitaron de forma incontrolable.

Las palabras, suaves y tranquilas, fueron llegando a sus oídos:

—El cerebro debe ser aislado quirúrgicamente dentro del cráneo eliminando todos los tejidos anexos. El cráneo en sí es conservado para que sostenga y proteja al cerebro. Naturalmente, durante el largo período de anticoagulación debe mantenerse una hemostasis absoluta, y hay técnicas para sellar la base del cráneo y el hueso frontal a fin de evitar la pérdida de sangre. Las funciones cerebrales son seguidas mediante electrodos y termosondas. La circulación se mantiene uniendo las arterias maxilar interna y carótida interna. Una especie de circuito vascular, ¿entiende? Le ahorraré los detalles de cómo se elimina el cuerpo, dejando tan sólo el cerebro vivo. final se corta el cordón espinal, y el cerebro queda total mente aislado, alimentado por su propio sistema de carótidas. Mientras tanto, se ha preparado el receptor, i carótida y la yugular son eliminadas, y se hace una sección de los grandes músculos de la zona cervical, í cerebro injertado es puesto en su sitio después de haberlo sumergido en una solución antibiótica. Las carótidas del cerebro aislado son conectadas mediante una cánula siliconada a la arteria carótida proximal del receptor. En su yugular se coloca otra cánula. Todo esto se hace a temperaturas bajas para reducir al mínimo los daños. Una vez que la circulación del cerebro injertado se mezcla con la del cuerpo receptor, hacemos que la temperatura vuelva a la normalidad y se empieza con las técnicas postoperatorias de costumbre. Es necesario un período prolongado de reeducación antes de que el cerebro injertado haya asumido el control del cuerpo receptor.

—Notable.

—No es un gran logro comparado con lo que le hicieron —admitió Chalk—. Pero ha sido llevado a cabo con éxito en mamíferos superiores. Incluso con primates.

—¿Con humanos?

—No.

—Entonces…

—Se ha utilizado con pacientes en fase terminal. Cerebros injertados en personas que habían fallecido hacía poco. Pero en esos casos hay demasiados factores en contra de la posibilidad de tener éxito. Con todo, algunas veces han estado muy cerca de ello. Tres años más, Burris, y los seres humanos se estarán intercambiando los cerebros con tanta facilidad como hoy en día se intercambian los brazos y las piernas.

A Burris le disgustaban las intensas sensaciones de ansiedad que rugían por todo su cuerpo. La temperatura de su piel se había elevado de forma muy incómoda. Notaba un fuerte latir en su garganta.

—Construiremos un cuerpo sintético para usted —dijo Chalk—, duplicando su apariencia original en tantos aspectos como sea posible. Verá, lo que haremos será montar un golem a partir del banco de piezas sueltas, pero no incluiremos ningún cerebro. Trasplantaremos su cerebro a ese conjunto. Habrá diferencias, naturalmente, pero en lo básico será usted, e íntegro. ¿Interesado?

—No me torture, Chalk.

—Le doy mi palabra de honor de que le hablo en serio. Hay dos problemas tecnológicos que resolver. Tenemos que dominar la técnica de cómo construir un receptor partiendo de cero, y tenemos que mantenerlo con vida hasta que podamos llevar a cabo con éxito el trasplante. Ya he dicho que harán falta tres años para lograr lo segundo. Digamos dos más para construir el golem. Cinco años, Burris, y volverá a ser totalmente humano.

—¿Cuánto costará todo eso?

—Quizá cien millones. Quizá más.

Burris lanzó una ronca carcajada. Su lengua —¡cómo se parecía ahora a la de una serpiente!—, se hizo visible durante un fugaz instante.

Chalk:

—Estoy dispuesto a pagar todo lo que cueste su rehabilitación.

—Está hablando de fantasías.

—Le pido que tenga fe en mis recursos. ¿Está dispuesto a despedirse de su cuerpo actual si puedo proporcionarle algo que se aproxime más a las normas humanas?

Era una pregunta que Burris jamás había esperado oír de nadie. Le sorprendía la magnitud de su vacilación ante ella. Detestaba este cuerpo y el peso de lo que había sido perpetrado en él le hacía tambalearse. Y, sin embargo, ¿estaría empezando a sentir amor por su extrañeza?

—Cuanto más pronto pueda librarme de esta cosa, mejor —dijo después de una breve pausa.

—Bien. Y, ahora, está el problema de cómo va a pasar los cinco años aproximados que hará falta para todo eso. Propongo que por lo menos hagamos un intento de modificar su apariencia facial para que le sea posible moverse entre los demás hasta que podamos realizar el intercambio. ¿Le interesa?

—No puede hacerse. Ya exploré esa idea con los doctores que me examinaron después de mi regreso. Soy una confusión de anticuerpos extraños y rechazarían cualquier injerto.

—¿Lo cree así? ¿O piensa que no hicieron sino contarle una mentira cómoda?

—Creo que es cierto.

—Deje que le mande a un hospital —sugirió Chalk—. Haremos unas cuantas pruebas para confirmar el veredicto anterior. Si es cierto, de acuerdo. Si no, podemos hacer que la vida le resulte un poco más fácil. ¿Sí?

—¿Por qué hace todo esto, Chalk? ¿Qué tendré que darle a cambio?

El hombre gordo giró sobre sí mismo y se inclinó pesadamente hacia delante, hasta que sus ojos estuvieron a tan sólo unos centímetros del rostro de Burris. Burris examinó los labios, extrañamente delicados, la fina nariz, las inmensas mejillas y los hinchados párpados.

—El precio es muy elevado —murmuró Chalk en voz baja—. Le dará asco, hará que se ponga enfermo. Rechazará el trato.

—¿Cuál es?

—Me encargo de proporcionarle diversiones al pueblo. No podré recuperar ni de lejos la inversión que haré en usted, pero quiero recuperar lo que pueda.

—¿El precio?

—Todos los derechos para la explotación comercial de su historia —dijo Chalk—. Empezando con su captura por los alienígenas, siguiendo con su regreso a la Tierra y su difícil ajuste a su nuevo estado, y continuando con el futuro período de readaptación. El mundo ya sabe que tres hombres fueron a un planeta llamado Manipool, que a dos los mataron, y que un tercero volvió tras haber sido víctima de experimentos quirúrgicos. Todo eso ya fue anunciado, y después usted desapareció. Quiero hacerle visible otra vez. Quiero mostrarle volviendo a descubrir su humanidad, relacionándose de nuevo con otras personas, emergiendo a tientas del infierno y, finalmente, venciendo su catastrófica experiencia particular y saliendo de ella purgado. Eso supondrá frecuentes intrusiones en su intimidad, y estoy preparado para oír cómo se niega a ello. Después de todo, podría esperarse que…

—Es una nueva forma de tortura, ¿no?

—Quizá sea una especie de ordalía —admitió Chalk. Su ancha frente estaba manchada de sudor. Tenía el rostro enrojecido y parecía cansado, como si se aproximara a cierta forma de clímax emocional interior.

—Purgado —murmuró Burris—. Me ofrece el purgatorio.

—Llámelo así.

—Me escondo durante semanas. Después me presento desnudo ante el universo durante cinco años. ¿Eh?

—Con los gastos pagados.

—Con los gastos pagados —dijo Burris—. Sí. Sí. Acepto la tortura. Soy su juguete, Chalk. Un ser humano rechazaría la oferta. Pero yo acepto. ¡Acepto!

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