17 — Toma estas astillas

Chalk se desplazaba velozmente un poco por encima de la atmósfera. Contempló su mundo y lo encontró bueno. Los mares eran de un color verde que casi llegaba al azul, o de un azul que llegaba al verde, y le pareció que podía ver los témpanos a la deriva. La tierra, prisionera del invierno, era de color marrón hacia el norte; en la curvatura del centro se hallaba el verde del verano.

Pasaba gran parte de su tiempo en las zonas inferiores del espacio. Era la mejor forma de burlar la gravedad, la forma más satisfactoria estéticamente hablando. Quizá su piloto sintiera cierta incomodidad, pues Chalk no permitía el uso de los gravitrones inversores aquí arriba, así como tampoco ningún tipo de rotación centrífuga para proporcionar la ilusión del peso. Pero su piloto estaba lo bastante bien pagado como para soportar tales molestias, si eran molestias.

Para Chalk, carecer de peso no resultaba ni remotamente una molestia. Tenía su masa, su maravillosa masa de brontosaurio, y sin embargo no tenía ninguno de los inconvenientes que acarreaba.

—Éste es uno de los pocos casos donde uno puede conseguir realmente algo a cambio de nada —le dijo a Burris y la chica—. Pensadlo: cuando despegamos, disipamos la gravedad de la aceleración mediante los gravitrones, de tal forma que las gravedades extra son eliminadas y nos elevamos con toda comodidad. No nos supone ningún esfuerzo llegar hasta donde estamos, no hay que pagar ningún precio en forma de peso extra antes de que podamos carecer de peso. Cuando aterrizamos, tratamos el problema de la deceleración de la misma forma. Peso normal, carencia de peso, peso otra vez, y en ningún momento se siente uno aplastado.

—Pero, ¿es gratis? —preguntó Lona—. Quiero decir que debe costar mucho dinero hacer funcionar los gravitrones. Cuando se hace el balance final, el costo de ponerlos en marcha y detenerlos, entonces realmente no se ha conseguido algo a cambio de nada, ¿verdad?

Chalk, divertido, miró a Burris.

—Es muy inteligente, ¿te habías dado cuenta de ello?

—Me he estado dando cuenta. Lona se puso roja.

—Os estáis riendo de mí.

—No, no lo hacemos —dijo Burris—. Sin que nadie te ayudara, has logrado dar con la idea de la conservación de la gravedad, ¿no te das cuenta? Pero estás siendo demasiado rigurosa con nuestro anfitrión. Él mira las cosas desde su punto de vista. Si no tiene que sentir personalmente el incremento de las gravedades, no le cuesta nada en el sentido más auténtico de la palabra. No en términos de soportar una gravedad elevada. Los gravitrones absorben todo eso. Mira, Lona, es igual que cometer un crimen y pagar a otra persona para que pase por el proceso de rehabilitación. Desde luego que te cuesta dinero encontrar a un sustituto para la rehabilitación. Pero has cometido tu crimen, y él carga con el castigo. El equivalente en dinero…

—Olvídalo —dijo Lona—. De todas formas, se está muy bien aquí arriba.

—¿Te gusta la ingravidez? —preguntó Chalk—. ¿La habías experimentado antes?

—La verdad es que no. Unos cuantos viajes cortos.

—¿Y tú, Burris? ¿Ayuda en algo la falta de gravedad a disminuir tus incomodidades?

—Un poco, gracias. No hay tensión en los órganos que no están realmente donde deberían estar. No siento ese maldito tirón en mi pecho. No es gran cosa, pero lo agradezco.

Sin embargo, Chalk se daba cuenta de que Burris seguía sumergido en su baño de dolor. Quizás el agua estuviera más tibia, pero no lo suficiente. ¿Cómo sería el sentir una constante incomodidad física? Chalk sabía un poco de eso, sencillamente por el esfuerzo de acarrear su cuerpo en gravedad normal. Pero llevaba tanto tiempo siendo una masa hinchada… Estaba acostumbrado a ese continuo tirón doloroso. Pero, ¿y Burris? ¿La sensación de clavos siendo introducidos a martillazos en su carne? No protestaba. La amarga rebelión sólo asomaba a la superficie de vez en cuando. Burris estaba mejorando, aprendiendo cómo adaptarse a lo que para él era la condición humana. Chalk, dada su sensibilidad, aún percibía las emanaciones del dolor. No meramente el dolor psíquico. También había dolor físico. Burris se había vuelto más calmado, había emergido del negro pozo de la depresión en el que Aoudad le había encontrado por primera vez, pero la vida distaba aún mucho de resultarle un camino de rosas.

Comparado con él, la chica se encontraba en mejor forma, concluyó Chalk. No era un mecanismo tan intrincado.

La chica y Burris parecían felices uno al lado de la otra.

Eso cambiaría, por supuesto, a medida que pasara el tiempo.

—¿Veis Hawai? —preguntó Chalk—. Y ahí, junto al borde del mundo: China. La Gran Muralla. Hemos restaurado una buena parte de ella. Mirad, yendo hacia el interior desde el mar, justo por encima de ese golfo. Pasado al norte de Pekín, metiéndose en aquellas montañas. La parte central ha desaparecido, la franja desértica de Ordos. Pero la verdad es que nunca fue gran cosa, una simple línea de barro. Y más allá, hacia Sinkiang, ¿veis cómo sube ahora? Tenemos varios centros de diversión a lo largo de la Muralla. Pronto se abrirá uno nuevo en el lado de Mongolia. La Cúpula del Placer de Kublai Khan. —Chalk se rió—. Pero no será tranquila y señorial. Cualquier cosa menos tranquila y señorial.

Chalk se fijó en que estaban cogidos de la mano.

Se concentró en captar sus emociones. Nada útil todavía. De la chica llegaba una especie de suave y apacible satisfacción, algo parecido a un vacuo contento materno. Sí, serviría. ¿Y de Burris? De momento no había gran cosa en ningún aspecto. Estaba relajado, más relajado de lo que le había visto nunca Chalk. A Burris la chica le gustaba. Le divertía, eso estaba claro. Gozaba con la atención que ella le prestaba. Pero no había ningún sentimiento fuerte hacia ella; realmente, no la tenía en un concepto muy alto en cuanto persona. Pronto estaría tremendamente enamorada de él. Chalk creía improbable que la emoción pudiera llegar a ser correspondida. Chalk pensaba que de aquella diferencia de voltajes se podía generar una corriente de gran interés. Un efecto termocupla, por así decirlo. Ya veremos.

La nave se lanzó hacia el oeste por encima de China, dejando atrás la llanura de Kansu y orbitando sobre la Vieja Ruta de la Seda.

—Tengo entendido que los dos os marcharéis mañana para empezar vuestros viajes — dijo Chalk—. Eso es lo que me ha contado Nick.

—Así es. El itinerario ya está preparado —dijo Burris.

—Casi no puedo esperar. ¡Estoy tan terriblemente nerviosa! —exclamó Lona.

Aquella explosión de palabras propia de una colegiala disgustó a Burris. Chalk, que por aquel entonces ya estaba muy bien sintonizado con sus cambiantes estados de ánimo, hundió sus receptores en el destello de irritación que brotaba de él y lo engulló. El estallido de emoción fue una repentina abertura en un impenetrable velo escarlata. Un retorcido trazo oscuro atravesando una lisa superficie gris perla. Un comienzo, pensó Chalk. Un comienzo.

—Tendría que resultar todo un viaje —dijo—. Miles de millones de personas os desean lo mejor.

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