19 — Le jardín des supplices

Jamás había existido un restaurante como aquél desde Babilonia. Las terrazas se alzaban hacia la cúpula estrellada, hilera tras hilera. Aquí la refracción estaba prohibida y el comedor daba la impresión de hallarse abierto a los cielos, pero en realidad los elegantes comensales se encontraban protegidos en todo instante de los elementos. Una pantalla de luz negra que enmarcaba la fachada del hotel eliminaba el efecto de la iluminación ciudadana, con lo que las estrellas brillaban siempre sobre el Salón Galáctico igual que lo harían sobre un bosque no habitado por el hombre.

De esa forma, los mundos lejanos del universo se encontraban tan sólo a una corta distancia. Los objetos de aquellos mundos, la cosecha de las estrellas, daban esplendor al salón. La textura de sus muros curvados estaba compuesta por un conjunto de artefactos alienígenas: guijarros de colores brillantes, cerámicas, pinturas, tintineantes árboles mágicos de extrañas aleaciones, construcciones zigzagueantes de luz viva, cada una colocada en el nicho que le correspondía dentro de la procesión de terrazas. Las mesas parecían crecer del suelo, que estaba alfombrado con un organismo que no llegaba a la categoría de consciente encontrado en uno de los mundos de Aldebarán. Para decirlo francamente, la alfombra no era muy distinta en estructura y funciones a un moho terrestre, pero la dirección no se había preocupado mucho de proclamar su identidad, y el efecto producido era de una extrema opulencia.

Había otras cosas creciendo en puntos seleccionados del Salón Galáctico: arbustos dentro de maceteros, plantas con flores perfumadas, incluso árboles enanos, todo (eso se decía) importado de otros mundos. La misma araña central era un producto de manos alienígenas: una colosal floración de lágrimas doradas, moldeada con la secreción parecida al ámbar de una gran bestia marina que vivía junto a las grises costas de un planeta de Centauro.

Cenar en el Salón Galáctico costaba una suma inconmensurable. Cada mesa estaba ocupada todas las noches. Se hacían reservas con semanas de antelación. Quienes habían sido lo bastante afortunados como para escoger esta noche recibieron el inesperado regalo de ver al navegante estelar y a la chica que había tenido todos aquellos bebés, pero los comensales, la mayor parte de los cuales también eran celebridades, sólo sintieron un pasajero interés por aquella pareja a la cual se le había hecho tanta publicidad. Una rápida ojeada, y luego de regreso a las maravillas que había en el plato de uno.

Lona se agarró con fuerza al brazo de Burris mientras franqueaban el hueco dejado por las gruesas puertas transparentes. Sus pequeños dedos se clavaron tan hondo que supo que debía estarle haciendo daño. Un instante después se encontró sobre una pequeña plataforma que daba a una inmensa extensión de vacío, con el cielo estrellado ardiendo en lo alto. El centro de la cúpula del restaurante estaba vacío y se encontraba a varios centenares de metros de distancia; las terrazas de mesas colgaban de la concha exterior igual que escamas, dándole a cada comensal un asiento provisto de ventanal.

Tuvo la misma sensación que si estuviera cayendo hacia delante, precipitándose por el pozo que se abría ante ella.

—¡Oh! —Un seco jadeo. Osciló sobre sus talones, con las rodillas temblando, la garganta reseca, y abrió y cerró rápidamente los ojos. El terror la atravesaba por un millar de sitios distintos. Podía caer y perderse en el abismo; su traje rociado podía desintegrarse y dejarla desnuda ante esta elegante horda; la bruja de las tetas gigantes podía aparecer de nuevo y atacarles mientras comían; quizá cometiera alguna horrible equivocación en la mesa o quizá, de repente, poniéndose violentamente enferma, rociase la alfombra con su vómito. Cualquier cosa era posible. Este restaurante había sido concebido en un sueño, pero el sueño no tenía por qué ser agradable.

Una voz aterciopelada brotó de la nada y murmuró:

—Señor Burris, señorita Kelvin, bienvenidos al Salón Galáctico. Por favor, den un paso hacia delante.

—Tenemos que subir a esa placa gravitatoria —le indicó él.

La placa, de color cobre, era un disco que tendría unos tres centímetros de grosor y metro ochenta de diámetro, y asomaba por el borde de su plataforma. Burris la llevó hacia ahí, e inmediatamente la placa se soltó de su sitio y empezó a deslizarse hacia arriba y hacia fuera. Lona no miró hacia abajo. La placa flotante les llevó hasta el otro extremo de la gran estancia y se posó junto a una mesa vacía precariamente suspendida en un risco a varios niveles. Burris bajó y ayudó a Lona a llegar hasta la cornisa. El disco que les había transportado se alejó revoloteando y volvió a su sitio. Lona lo vio de perfil por un instante, luciendo una alegre corona de luz reflejada.

La mesa, de una sola pata, daba la impresión de brotar orgánicamente de la cornisa. Lona se dejó caer agradecida en su asiento, que se amoldó instantáneamente a los contornos de su espalda y nalgas. Había algo de obsceno en ese confiado abrazo y, sin embargo, resultaba tranquilizador; pensó que si llegaba a marearse y empezaba a resbalar hacia el abismo que se abría a su izquierda el asiento no la soltaría.

—¿Qué te parece? —le preguntó Burris, mirándola a los ojos.

—Es increíble. Nunca imaginé que fuera así. —No le dijo que casi estaba mareada a causa del impacto que le había producido.

—Tenemos una de las mejores mesas. Probablemente es la que usa el mismo Chalk cuando come aquí.

—¡Nunca supe que hubiera tantas estrellas!

Miraron hacia arriba. Desde donde estaban sentados podían ver sin ningún obstáculo casi ciento cincuenta grados de arco. Burris le fue nombrando las estrellas y los planetas.

—Marte —dijo—. Ése es fácil: el grande de color naranja. Pero, ¿puedes ver Saturno? Los anillos no son visibles, por supuesto, pero… —Le cogió la mano, guiándosela, y fue describiéndole la disposición de los cielos hasta que ella creyó comprender lo que decía— . Pronto estaremos ahí, Lona. Titán no es visible desde aquí, no a simple vista, pero antes de que pase mucho tiempo estaremos ahí. ¡Y entonces veremos esos anillos! Mira, mira ahí: Orión. Y Pegaso. —Fue nombrando las constelaciones para ella. Pronunció los nombres de las estrellas con un placer sensual a medida que iba articulando sus sonidos: Sirio, Arturo, Polaris, Bellatrix, Rigel, Algol, Antares, Betelgeuse, Aldebarán, Proción, Markab, Deneb, Vega, Alfeca—. Cada una de ellas es un sol —dijo—. La mayor parte poseen mundos. ¡Y ahí están todas, desplegadas ante nosotros!

—¿Has visitado muchos soles?

—Once. Nueve con planetas.

—¿Incluyendo alguno de los que acabas de nombrar? Me gustan esos nombres.

Burris agitó negativamente la cabeza.

—Los soles a los que fui tenían números en vez de nombres. Al menos, no eran nombres que les hubieran dado los terrestres. La mayor parte de ellos tenían otros distintos. Aprendí algunos. —Ella vio cómo las comisuras de su boca se abrían y luego volvían a cerrarse rápidamente: en él era un signo de tensión, Lona había llegado a descubrirlo. ¿Puedo hablarle de las estrellas? Quizá no quiere que se lo recuerden.

Pero bajo este brillante dosel era incapaz de olvidar el tema.

—¿Volverás ahí alguna vez?

—¿Fuera de este sistema? Lo dudo. Ahora estoy retirado del servicio. Y no tenemos vuelos turísticos a las estrellas vecinas. Pero volveré a salir de la Tierra, por supuesto. Contigo: la gira planetaria. No será del todo lo mismo. Pero resultará más seguro.

—¿Puedes… puedes…,? —Lo discutió consigo misma, y luego decidió lanzarse—. ¿Puedes señalarme el planeta donde fuiste… capturado?

Tres rápidas contorsiones de su boca.

—Es un sol azulado. No puedes verlo desde este hemisferio. No podrías verlo a simple vista ni tan siquiera desde más abajo. Seis planetas. Manipool es el cuarto. Cuando estábamos orbitándolo, preparándonos para bajar, sentí una extraña excitación. Como si mi destino me estuviera atrayendo hacia ese lugar. Quizá llevo dentro de mí algún leve poder precognitivo, ¿eh, Lona? Sí, desde luego que Manipool ocupaba un lugar muy importante en mi destino. Pero creo que no tengo poderes de precognición. De vez en cuando me asalta la poderosa convicción de que estoy marcado para hacer un viaje de regreso. Y eso es absurdo. Volver ahí… para enfrentarme nuevamente a Ellos… —Su puño se cerró bruscamente, apretándose con un chasquido convulsivo que hizo que se moviera todo su brazo. Un jarrón con flores de gruesos pétalos azules estuvo a punto de salir volando hacia el abismo. Lona lo cogió. Se dio cuenta de que, cuando él cerraba su mano, el pequeño tentáculo exterior se colocaba pulcramente sobre sus dedos, por sí mismo. Apoyó sus dos manos sobre la de él y le apretó los nudillos hasta que la tensión fue desapareciendo y sus dedos se abrieron.

—No hablemos de Manipool —sugirió—. Pero las estrellas son hermosas.

—Sí. Realmente, nunca había pensado en ellas bajo ese aspecto hasta que volví a la Tierra después de mi primer viaje. Desde aquí abajo sólo las vemos como puntitos de luz. Pero cuando estás ahí fuera, atrapado en el fuego cruzado de la luz estelar, rebotando hacia aquí y hacia allá mientras las estrellas te abofetean, es distinto. Dejan una huella en ti. Lona, ¿sabes que desde este salón tienes una vista de las estrellas casi tan impresionante como la que ves desde la mirilla de una nave espacial?

—¿Cómo lo hacen? Nunca había visto nada parecido.

Intentó explicarle lo de la cortina de luz negra. Lona se perdió después de la primera frase, pero clavó atentamente la mirada en sus extraños ojos, fingiendo escuchar y sabiendo que no debía decepcionarle. ¡Estaba enterado de tantas cosas! Y, sin embargo, estaba asustado por encontrarse en esta sala de los deleites, igual que lo estaba ella. Mientras siguieran hablando, creaban una barrera contra el miedo. Pero, en los silencios, Lona era incómodamente consciente de los centenares de personas ricas y sofisticadas que la rodeaban, y del abrumador lujo de la estancia, y del abismo que había junto a ella, y de su propia ignorancia y falta de experiencia. Tenía la sensación de estar desnuda bajo ese arder de estrellas. En las pausas de la conversación, incluso Burris volvía a resultarle extraño; sus distorsiones quirúrgicas, que casi había dejado de percibir, cobraban de repente una feroz aparatosidad.

—¿Algo de beber? —le preguntó él.

—Sí. Sí, por favor. Pide tú. Yo no sé qué tomar. No se veía a ningún camarero, ni humano ni robot, y Lona tampoco había visto a nadie atendiendo las demás mesas. Burris dio la orden limitándose a hablar por una rejilla dorada que se encontraba junto a su codo izquierdo. La frialdad con que demostró saber qué hacer la impresionó, y tuvo la sospecha de que ése era precisamente su fin.

—¿Has comido aquí a menudo? —preguntó—. Pareces saber muy bien lo que debe hacerse.

—Estuve aquí en una ocasión. Hace más de una década. No es un sitio que se olvide fácilmente.

—¿Ya eras un navegante estelar entonces?

—Oh, sí. Había hecho un par de viajes. Estaba de permiso. Había una chica a la que deseaba impresionar…

—Oh.

—No la impresioné. Se casó con otro. Murieron cuando se derrumbó la Rueda, en su luna de miel.

Hace más de diez años, pensó Lona. Ella tenía entonces menos de siete años de edad. Su juventud hizo que se sintiera encogida a su lado. Cuando llegaron las bebidas se alegró.

Vinieron flotando a través del abismo en una pequeña bandeja gravitrónica. A Lona le pareció asombroso que ninguna de las bandejas del servicio, que ahora se dio cuenta eran bastante numerosas, chocara nunca con otra en su rumbo hacia las mesas. Pero, naturalmente, programar órbitas que no se interceptaran no era un trabajo demasiado difícil.

Su bebida venía en un cuenco de pulida piedra negra, pesada en la mano pero suave y agradable en el labio. Cogió el cuenco y se lo llevó automáticamente a la boca; entonces, deteniéndose un segundo antes de beber, se dio cuenta de su error. Burris esperaba, sonriente, con su bebida todavía ante él.

Cuando sonríe así tiene un aspecto espantosamente parecido al de un maestro de escuela, pensó. Riñéndome sin decir ni una sola palabra. Sé lo que está pensando: que soy una pequeña vagabunda ignorante que no conoce los buenos modales. Dejó que la ira se fuera calmando. Pasado un momento, comprendió que en realidad aquella ira iba dirigida hacia ella misma, no hacia él. Darse cuenta de ello hizo que le resultara un poco más fácil calmarse. Miró la bebida de Burris. Había algo nadando dentro de ella.

El vaso era de cuarzo traslúcido. Estaba lleno hasta sus tres quintas partes con un denso fluido verde de aspecto viscoso. Yendo perezosamente de un lado hacia otro había un animal minúsculo con forma de lágrima, cuya piel violeta dejaba detrás un débil resplandor a medida que nadaba.

—¿Se supone que debe estar ahí dentro? Burris se rió.

—Yo tomo lo que llaman un martini Deneb. Es un nombre ridículo. Especialidad de la casa.

—¿Y qué tiene dentro?

—Básicamente es algo parecido a un renacuajo. Una forma de vida anfibia procedente de un mundo de Aldebarán.

—¿Y te lo bebes?

—Sí. Vivo.

—Vivo. —Lona se estremeció—. ¿Por qué? ¿Tan bien sabe?

—Lo cierto es que no sabe a nada. Es un puro adorno. La sofisticación recorre el círculo completo y vuelve a la barbarie. Un trago, y ya está.

—¡Pero está vivo! ¿Cómo puedes matarlo?

—¿Te has comido alguna vez una ostra viva, Lona?

—No. ¿Qué es una ostra?

—Un molusco. Hubo un tiempo en el que fue muy popular, servida en su concha. Viva. La rocías con jugo de limón, ácido cítrico, ya sabes, y ves como se retuerce. Después te la comes. Sabe a mar. Lo siento, Lona. Es así. Las ostras no saben lo que les sucede. No tienen ni esperanzas, ni miedos ni sueños. Y tampoco los tiene esta criatura de ahí dentro.

—Pero matar…

—Matamos para comer. Una auténtica moralidad de los alimentos nos permitiría comer tan sólo productos sintéticos. —Burris le sonrió amablemente—. Lo siento. No lo habría pedido si hubiese sabido que iba a disgustarte. ¿Quieres que se lo lleven?

—No. Supongo que se lo bebería otra persona. No pretendía decir todo lo que te he dicho. Estaba un poco trastornada, Minner, nada más. Pero es tu bebida. Disfruta de ella.

—La devolveré.

—Por favor. —Tocó el tentáculo de su mano izquierda—. ¿Sabes por qué protesto? Porque engullir de esa forma una criatura viviente es como hacer de ti mismo un dios. Quiero decir que… aquí estás tú, un gigante, y destruyes algo, y esa criatura nunca sabe por qué. Igual que… —Se calló.

—¿Igual que unas Cosas alienígenas pueden coger a un organismo inferior y someterlo a cirugía sin molestarse en explicar sus motivos? —preguntó él—. ¿Igual que los doctores pueden realizar un complicado experimento sobre los ovarios de una chica, sin considerar los efectos psicológicos posteriores? ¡Dios, Lona, tenemos que olvidarnos de esas ideas, no volver a ellas!

—¿Qué has pedido para mí? —le preguntó.

—Un gaudax. Es un aperitivo de un planeta de Centauro. Es dulce y no muy fuerte. Te gustará. Salud, Lona.

—Salud.

Hizo girar su vaso en una órbita alrededor del negro cuenco de piedra, brindando tanto con su bebida como con la de ella. Después bebieron. El aperitivo de Centauro le hizo cosquillas en la lengua; tenía un sabor levemente aceitoso, pero delicado y muy agradable. Lona se estremeció de placer. Después de tomar tres rápidos sorbos dejó el cuenco.

La pequeña criatura que nadaba dentro del vaso de Burris había desaparecido.

—¿Te gustaría probar el mío? —preguntó él.

—No. Por favor. Burris asintió.

—Entonces pidamos la cena. ¿Me perdonarás por mi falta de consideración?

En el centro de la mesa había dos cubos de un color verde oscuro que tendrían unos diez centímetros de arista. Lona había pensado que eran puramente ornamentales, pero comprendió que eran los menús cuando Burris empujó uno hacia ella. Cuando lo cogió, una cálida luz se encendió en las profundidades del cubo e iluminó las letras que aparecieron en él, aparentemente a unos dos centímetros por debajo de la lustrosa superficie. Lona le fue dando vueltas al cubo. Sopas, carnes, entrantes, dulces…

No reconoció nada de lo que había en el menú.

—No tendría que estar aquí, Minner. Sólo tomo cosas corrientes. Esto es tan raro que no sé ni por dónde empezar.

—¿Quieres que me encargue de pedir por ti?

—Será mejor. Salvo que no tendrán las cosas que realmente quiero. Como un bistec de proteínas y un vaso de leche.

—Olvida el bistec de proteínas. Prueba alguna de las cosas raras.

—Pero es todo tan falso… Yo fingiendo ser una gourmet.

—No finjas nada. Come y disfruta. El bistec de proteínas no es el único alimento del universo.

Lona sintió cómo le llegaba la fuerza de su calma, conteniéndola pero sin llegar a transferirse del todo a ella. Burris pidió para los dos. Lona se sintió orgullosa de sus conocimientos. Saber arreglárselas con el menú de un sitio parecido no era algo muy importante; pero él sabía tantas cosas… Era sorprendente. De pronto se encontró pensando: Si le hubiera conocido antes de que ellos…, y apartó inmediatamente esa idea de su cabeza.

Ninguna cadena de circunstancias imaginable la habría puesto en contacto con el Minner Burris anterior a la mutilación. No se habría fijado en ella; entonces habría estado ocupado con mujeres como esa opulenta y madura Elise. Que seguía codiciándole, pero ahora ya no podía tenerle. Es mío, pensó Lona apasionadamente. ¡Es mío! Me han arrojado un objeto roto y yo estoy ayudando a que se arregle, y nadie me lo quitará.

—¿Quieres tomar sopa además de un entrante? —le preguntó él.

—La verdad es que no tengo un hambre demasiado terrible.

—Prueba un poco de todas formas.

—No haría más que desperdiciar el plato.

—Aquí nadie se preocupa por eso. Y no vamos a pagarlo. Pruébalo.

Los platos empezaron a materializarse. Cada uno era una especialidad de algún mundo lejano auténticamente importada o, si no, duplicada aquí con la mayor de las habilidades. La mesa se llenó rápidamente de manjares extraños. Platos, cuencos, bandejas de rarezas servidas en una asombrosa opulencia. Burris le fue diciendo los nombres e intentó explicarle cada alimento, pero Lona estaba tan aturdida que apenas si era capaz de comprender. ¿Qué era esta carne blanca que se desprendía en láminas? ¿Y aquellas moras doradas cubiertas de miel? ¿Y esta sopa de color claro y sazonada con queso aromático? La Tierra ya producía por sí sola tal cantidad de cocinas… Tener toda una galaxia de la cual escoger era una idea tan deslumbrante que quitaba el apetito.

Lona fue picando de aquí y de allá. Empezó a sentirse cada vez más confundida. Un mordisco de esto, un sorbo de aquello. Seguía esperando que el siguiente tazón contuviera alguna otra minúscula criatura viva. Mucho antes de que llegara el plato principal ya estaba llena. Habían servido dos clases de vino. Burris los mezcló, y los vinos cambiaron de color, turquesa y rubí confundiéndose para formar una inesperada tonalidad opalina.

—Respuesta catalítica —dijo—. Calculan tanto la estética de la vista como la del paladar. Toma. —Pero Lona apenas si pudo beber un pequeño sorbo.

Y las estrellas, ¿es que ahora estaban moviéndose en círculos erráticos?

Oía el zumbido de las conversaciones rodeándola por todas partes. Durante más de una hora había podido fingir que ella y Burris estaban aislados en una pequeña bolsa de intimidad, pero ahora la presencia de los demás comensales estaba abriéndose paso a través de ella. Estaban mirando. Hacían comentarios. Moviéndose de aquí para allá, flotando de una mesa a otra en sus placas gravitrónicas. ¿Les has visto? ¿Qué piensas de ellos? ¡Qué encantador! ¡Qué extraño! ¡Qué grotesco!

—Minner, vámonos de aquí.

—Pero si todavía no hemos tomado el postre.

—Lo sé. No me importa.

—Licor del grupo de Proción. Café Galáctico.

—Minner, no. —Vio cómo sus ojos se abrían hasta el máximo permitido por las persianas de sus párpados, y supo que alguna expresión de su rostro debía haberle impresionado profundamente. Estaba a punto de ponerse enferma. Quizá le había resultado obvio.

—Nos iremos —dijo él—. Ya volveremos alguna otra vez para tomar el postre.

—Minner, lo siento tanto… —murmuró—. No quería estropear la cena. Pero este sitio… No consigo encontrarme a gusto en un sitio semejante. Me da miedo. Todas esas comidas extrañas. Los ojos que me miran. Todos nos miran, ¿verdad? Si pudiéramos volver a la habitación todo iría mucho mejor.

Burris estaba llamando ya al disco de transporte. Su asiento la liberó de su íntimo abrazo. Cuando se puso en pie notó las piernas flojas. No sabía cómo iba a conseguir dar ni un solo paso sin caerse. Ahora lo veía todo muy claramente, pero, como desde el interior de un túnel, un torrente de imágenes aisladas la asaltaron mientras vacilaba. La mujer gorda y llena de joyas con un montón de papadas. La chica dorada ataviada con algo transparente, no mucho mayor que ella pero infinitamente más segura de sí misma. El jardín de pequeños árboles que se bifurcaban dos niveles más abajo. Los ligamentos de luz viva que festoneaban el aire. Una bandeja abriéndose paso por el vacío con tres jarras de algo desconocido, oscuro y brillante. Lona se tambaleó. Burris la cogió y casi la levantó en vilo para ponerla sobre el disco, aunque a un observador casual no le habría parecido que estuviera teniendo que ayudarla de esa forma.

Mientras cruzaban el abismo hacia la plataforma de entrada, Lona mantuvo la vista fija hacia delante.

Tenía el rostro ruborizado y cubierto por perlitas de sudor. Le parecía que dentro de su estómago las criaturas de otros mundos habían cobrado vida y nadaban pacientemente en sus jugos digestivos. Sin que supiera cómo, ella y Burris franquearon las puertas de cristal. Al vestíbulo rápidamente gracias al pozo de bajada; luego otra vez hacia arriba, otro pozo, hasta sus aposentos. Vio por un segundo la silueta de Aoudad acechando en el pasillo, desapareciendo rápidamente detrás de una gran pilastra.

Burris puso la palma de su mano sobre la puerta. Ésta se abrió para ellos.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó.

—No lo sé. Me alegra estar fuera de allí. Aquí todo es mucho más tranquilo. ¿Has cerrado la puerta?

—Por supuesto. ¿Puedo hacer algo por ti, Lona?

—Déjame descansar. Unos cuantos minutos sola.

La llevó a su dormitorio y la ayudó a meterse en la cama redonda. Después salió. Lona se sorprendió al ver lo rápidamente que regresaba su equilibrio, una vez lejos del restaurante. Al final le había parecido que el mismo cielo se había convertido en un inmenso ojo que les espiaba.

Lona se puso en pie, ya más tranquila, decidida a desprenderse del resto de su falsa elegancia. Se colocó bajo el vibrorrociador. El suntuoso traje que llevaba se desvaneció al instante, y Lona se sintió más pequeña, más joven. Desnuda, se preparó para acostarse.

Encendió una lámpara que daba una luz tenue, desactivó el resto de luces de la habitación y se deslizó entre las sábanas. Estaban frescas y resultaban muy agradables a la piel. Una consola de control gobernaba la forma y los movimientos de la cama, pero Lona la ignoró.

—Minner, ¿quieres venir? —dijo quedamente por el intercomunicador que había junto a su almohada.

Burris entró de inmediato. Seguía llevando su exuberante traje de la cena, capa incluida. Las proyecciones parecidas a costillas eran tan extrañas que casi eliminaban esa otra entidad extraña que era su cuerpo.

La cena había sido un desastre, pensó Lona. El restaurante, tan lleno de luces y brillo, había sido para ella igual que una cámara de torturas. Pero quizá aún fuera posible salvar la noche.

—Abrázame —dijo con un hilo de voz—. Todavía estoy un poco nerviosa, Minner.

Burris fue hacia ella. Tomó asiento en la cama, a su lado, y ella se incorporó un poco, dejando que la sábana resbalara hacia abajo, revelando sus pechos. Burris adelantó la mano hacia ella, pero las proyecciones de su traje formaban una barrera inflexible que frustraba todo contacto.

—Será menor que salga de esta cosa —dijo.

—El vibrorrociador está ahí.

—¿Apago la luz?

—No. No.

Cuando cruzó la habitación, los ojos de Lena no se apartaron de él.

Subió a la plataforma del vibrorrociador y lo conectó. Estaba diseñado para limpiar la piel de cualquier sustancia adherida a ella, y un traje rociado, naturalmente, sería lo primero en esfumarse. El increíble traje de Burris se desvaneció.

Lona jamás había visto su cuerpo antes.

Tensa, preparada para recibir cualquier revelación catastrófica, vio cómo el hombre desnudo se daba la vuelta hasta quedar cara a ella. Su rostro estaba rígido e inmóvil, como el de él, pues esta prueba era doble y debía mostrar si ella podía soportar la conmoción de enfrentarse a lo desconocido, y si él podía soportar la conmoción de enfrentarse a la respuesta de Lona.

Hacía días que temía este momento. Pero aquí estaba ahora, y con un asombro cada vez mayor descubrió que había logrado vivir y dejar atrás el temido instante sin sufrir daño alguno.

No era ni con mucho tan terrible de contemplar como había previsto.

Era extraño, por supuesto. La piel de su cuerpo, como la piel de su rostro y sus brazos, era lisa e irreal, un recipiente sin señal alguna que no se parecía en nada al llevado anteriormente por cualquier otro hombre. No tenía vello. Tampoco tenía tetillas ni ombligo, algo de lo que Lona se dio cuenta tardíamente, después de haber buscado la causa de que resultara tan extraño.

Sus brazos y sus piernas estaban unidos a su cuerpo de una forma poco familiar y en sitios distintos a los normales, separados de lo habitual por distancias de varios centímetros. Su pecho parecía demasiado abombado en proporción a la anchura de sus caderas. Sus rodillas no sobresalían de las piernas como deberían hacerlo unas rodillas. Cuando se movía, los músculos de su cuerpo ondulaban de una forma muy curiosa.

Pero todo aquello no era más que pequeñeces, y no podía decirse que se tratara de verdaderas deformidades. No llevaba ninguna cicatriz horrenda, no había miembros extra ocultos, ningún ojo o boca inesperado en su cuerpo. Los auténticos cambios estaban dentro, y en su rostro.

Y el único aspecto de todo aquello que había preocupado a Lona resultó ser un anticlímax. En contra de todas las probabilidades, parecía poseer una masculinidad normal. Al menos, por lo que ella podía ver.

Burris avanzó hacia la cama. Ella alzó los brazos. Un instante más y él estuvo junto a ella, piel contra piel. La textura era extraña pero no resultaba desagradable. Ahora Burris parecía sentir una rara timidez. Lona lo atrajo más cerca de ella. Sus ojos se cerraron. No quería ver las alteraciones de su rostro, no ahora, y de todas formas sus ojos parecían haberse vuelto repentinamente sensibles incluso a la débil luz de aquella lámpara. Su mano fue hacia él. Sus labios se encontraron con los de Burris.

No la habían besado muchas veces. Pero jamás había sido besada así. Quienes habían vuelto a diseñar sus labios no los habían concebido para besar, y Burris se vio obligado a establecer el contacto de una forma torpe, como un boca a boca. Pero, una vez más, no fue desagradable. Y, después, Lona sintió sus dedos sobre su carne, seis para cada mano. La piel de Burris tenía un olor dulce y penetrante. La luz se apagó.

Dentro de su cuerpo había un resorte poniéndose cada vez más tenso… más tenso… más tenso…

Un resorte que había estado tensándose durante diecisiete años…, y ahora su fuerza se veía liberada en un solo y tumultuoso instante.

Apartó su boca de la de él. Sus mandíbulas se abrieron como por voluntad propia, y una capa de músculos tembló convulsivamente en su garganta. Una imagen abrasadora desgarró su ser: ella misma sobre una mesa de operaciones, anestesiada, su cuerpo abierto bajo las sondas de los hombres de blanco. Golpeó la imagen con un rayo, y la imagen se hizo añicos y se alejó.

Le abrazó.

Al fin. ¡Al fin!

No le daría bebés. Lo supo por instinto, y no la inquietó.

—Lona —dijo él, el rostro pegado a su clavícula, la voz brotando pastosa y algo ahogada—. Lona, Lona, Lona…

Un resplandor, como el de un sol haciendo explosión. La mano de Lona subió y bajó por su espalda y, justo antes de que sus cuerpos se unieran, pensó que su piel estaba seca, que nunca sudaba. Entonces jadeó, sintió dolor y placer en una sola unidad convulsiva, y escuchó asombrada los feroces gritos de lujuria que salían por sí solos de su enloquecida garganta, despertando ecos en la habitación.

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