11 — Dos si es de noche

El hospital se encontraba en el mismo confín del desierto. Era un edificio en forma de U, largo y bajo, cuyos miembros apuntaban hacia el este. La primera luz del sol naciente reptaba a lo largo de ellos hasta derramarse sobre la gran barra horizontal que conectaba las alas verticales situadas en líneas paralelas. El lugar estaba construido con piedra arenisca de color gris con vetas rojas. Al oeste del edificio —es decir, detrás de su parte principal—, se encontraba una angosta tira de jardín, y más allá del jardín empezaba la zona del desierto, seco y amarronado.

El desierto no carecía de vida. Los sombríos arbustos de la salvia eran bastante comunes. Bajo la agrietada superficie se hallaban los túneles de los roedores. Los afortunados podían ver ratones canguro de noche y saltamontes durante el día. Los cactus, las euforbias y otras plantas suculentas brotaban del suelo como remaches.

Parte de la abundante vida del desierto había llegado a invadir los mismos terrenos del hospital. El terreno de atrás era un jardín del desierto, repleto con las espinosas plantas de la sequedad. El patio situado entre los dos Palos de la U también había sido plantado con cactus. Había allí un saguaro de seis veces la altura de un hombre, un áspero tronco central y cinco brazos que se alzaban hacia el cielo. Junto a él, enmarcándolo, había dos especímenes de esa extraña variante, el cactus cáncer, con el tronco sólido y dos brazos pequeños que pedían auxilio, y un grupo de brotes retorcidos y deformes en lo alto. Siguiendo el sendero, tan alto como un árbol, estaba el grotesco cholla blanco. Frente a él, robusto y achaparrado, el tonel ceñido por las espinas de un cactus de agua. Los bastones punzantes de una opuntia; la pera de agujas, achatada y grisácea; la curvada hermosura de un céreo. En otras épocas del año, estas gárgolas formidables, estólidas y erizadas de clavos, lucían tiernas flores de color rosa, violeta y amarillo, pálidas y delicadas. Pero ahora reinaba el invierno. El aire era seco y el cielo de un duro azul sin nubes, aunque aquí nunca caía la nieve. En este lugar el tiempo no existía y la humedad estaba casi en el cero. Los vientos podían dejar helado y sufrir variaciones de casi treinta grados del verano al invierno, pero, por lo demás, el lugar permanecía inalterado.

Éste era el lugar al que había sido llevada Lona Kelvin en verano, hacía seis meses, después de su intento de suicidio. Por aquella época la mayor parte de los cactus ya habían florecido. Ahora había regresado y había vuelto a perderse la estación en que florecían, llegando tres meses demasiado pronto en vez de tres meses demasiado tarde. Habría sido mejor para ella que ajustara con más precisión sus impulsos autodestructivos.

Los doctores rodeaban su cama, hablando de ella igual que si ella se encontrara en algún otro sitio.

—Esta vez será más sencillo repararla. No hace falta curar ningún hueso. Sólo un injerto de pulmón y estará perfectamente.

—Hasta que vuelva a intentarlo.

—Eso no es algo de lo que deba preocuparme. Que la manden a psicoterapia. Yo sólo me encargo de reparar cuerpos rotos.

—Esta vez no se ha roto. Sólo se ha desgastado bastante.

—Tarde o temprano conseguirá acabar con su vida. Una persona realmente decidida a ello siempre acaba teniendo éxito. Basta con que salte dentro de un convertidor nuclear o algo tan permanente como eso. O se tire desde noventa pisos de altura. No podemos hacer nada con un montón de moléculas sueltas.

—¿No tienes miedo de estar dándole ideas?

—No creo que nos esté escuchando. Pero, si lo deseara, podría haber pensado en ello por sí misma.

—Creo que en eso tienes razón. Quizá no esté realmente decidida a terminar con su vida. Quizá lo único que desea es hacerse un poco de publicidad.

—Me parece que estoy de acuerdo contigo. Dos intentos de suicidio en seis meses, los dos fracasados…, cuando todo lo que necesitaba era abrir una ventana y saltar por ella…

—¿Cómo va la cuenta alveolar?

—No está mal.

—¿Y la presión sanguínea?

—Subiendo. El flujo adrenocortical ha bajado. La respiración ha subido dos décimas. Va saliendo adelante.

—Dentro de tres días la tendremos caminando por el desierto.

—Necesitará descanso. Alguien con quien hablar. Y, de todas formas, ¿por qué diablos quiere matarse?

—¿Quién sabe? Jamás hubiera creído que fuese lo bastante inteligente como para querer suicidarse.

—Miedo y temblor. La enfermedad que lleva a la muerte.

—Se supone que la anomia queda reservada para personalidades más complicadas…

Se apartaron de su cama y continuaron con su conversación. Lona no abrió los ojos. Ni tan siquiera había logrado decidir cuántos habían estado apiñados alrededor de ella. Tres, suponía. Más de dos, menos de cuatro…, eso le había parecido. Pero sus voces eran tan semejantes… Y, en realidad, no estaban discutiendo entre ellos; sencillamente colocaban una frase sobre otra igual que si fueran losas, pegándolas cuidadosamente para que se sostuvieran en su sitio. ¿Por qué la habían salvado si la tenían en un concepto tan bajo?

Aquella vez había estado segura de que moriría. Hay formas y formas de matarse. Lona era lo bastante astuta como para pensar en algunas de las más fiables pero, sin saber por qué, no se había permitido el probarlas, no por miedo a encontrarse con la muerte, sino por miedo a lo que podía encontrar durante el camino hacia ésta. La otra vez se había arrojado delante de un camión. No en una autopista, donde los vehículos lanzados hacia ella a casi trescientos kilómetros por hora la habrían reducido a picadillo de forma tan rápida como efectiva, sino en una calle de la ciudad, donde el camión la atropello y la mandó volando por los aires, rota pero no totalmente destrozada, haciéndola rebotar en un edificio. Y los médicos reconstruyeron sus huesos y Lona estuvo caminando de nuevo al cabo de un mes, y no le quedó ninguna cicatriz exterior.

Y, ayer…, había parecido tan sencillo recorrer el pasillo hasta la sala de disolución, y hacer cuidadosamente caso omiso de las reglas, y abrir el saco de los desperdicios, y meter la cabeza dentro, y aspirar una honda bocanada del humo acre…

Garganta, pulmones y corazón tendrían que haberse disuelto. Una hora de tiempo con ella tendida sobre el frío suelo, retorciéndose, y así habría ocurrido. Pero apenas habían pasado unos minutos cuando Lona ya estaba recibiendo ayuda. Metiéndole a la fuerza por la garganta una sustancia neutralizante. Introduciéndola en un coche. El puesto de primeros auxilios. Y después el hospital, a mil seiscientos kilómetros del hogar. Estaba viva. Había sufrido heridas, por supuesto. Se había quemado los conductos nasales, se había causado daños en la garganta, y había perdido un considerable pedazo de tejido pulmonar. La noche anterior habían reparado los daños menores, y la nariz y la garganta ya se estaban curando. En unos cuantos días sus pulmones volverían a estar enteros. La muerte ya no dominaba esta tierra.

La pálida luz del sol acariciaba sus mejillas. La tarde finalizaba; el sol se hundía hacia el Pacífico detrás del hospital. Lona parpadeó y abrió los ojos. Ropa blanca, sábanas blancas, paredes verdes. Unos cuantos libros, unas cuantas cintas. Un surtido de equipo médico precavidamente sellado tras una lámina de esprayón transparente. ¡Una habitación privada! ¿Quién estaba pagando eso? La última vez habían pagado los científicos del gobierno. Pero, ¿y ahora?

Desde su ventana podía ver las siluetas retorcidas, espinosas y atormentadas de los cactus que había en el jardín de atrás. Frunció el ceño y distinguió dos siluetas que se movían por entre las rígidas hileras de plantas. Una era la de un hombre bastante alto que vestía una bata de hospital color marrón claro. Tenía los hombros de una anchura superior a la normal. Sus manos y su rostro estaban vendados. Ha estado en un incendio, pensó Lona. Pobre hombre. Junto a él había otro hombre, más bajo y vestido con un traje de calle, delgado, inquieto. El más alto le estaba señalando un cactus al otro. Diciéndole algo, quizá dándole una conferencia sobre la botánica de los cactus. Y ahora estaba alargando su mano vendada. Tocando las afiladas espinas. ¡Cuidado! ¡Te harás daño! ¡Se está clavando las espinas en la mano! Ahora se da la vuelta hacia el pequeño. Señala con la mano. El pequeño menea la cabeza…, no, no quiere clavarse ninguna espina.

Lona acabó llegando a la conclusión de que el más alto de los dos hombres debía estar un poco loco.

Les observó mientras ellos se aproximaban un poco más a la ventana. Vio que el más pequeño tenía las orejas puntiagudas y unos ojillos grises parecidos a cuentas. De la cara del más alto no podía ver nada. Sólo unas minúsculas rendijas interrumpían la blanca pared de su vendaje. La mente de Lona le proporcionó rápidamente los detalles de su mutilación: la piel arrugada, la carne derretida y deformada por las llamas, los labios rígidos en una mueca inmóvil. Pero eso podían arreglarlo. Seguro que aquí le darían una cara nueva. Se pondría bien. Lona sintió una profunda envidia. Sí, este hombre había sufrido un gran dolor, pero los doctores pronto lo arreglarían todo. Su dolor estaba sólo en la superficie. Le mandarían a su casa, alto, fuerte, nuevamente apuesto, de vuelta junto a su esposa, junto a sus… …hijos.

Se abrió la puerta. Una enfermera entró en la habitación, una enfermera humana, no un robot. Aunque bien podría haberlo sido. La sonrisa era impersonal, vacía.

—¿Ya despierta, querida? ¿Ha dormido bien? No intente hablar, limítese a mover la cabeza. ¡Estupendo! He venido para prepararla. Vamos a hacerle unos cuantos arreglos en los pulmones. No le supondrá ninguna molestia…, ¡lo único que deberá hacer es cerrar los ojos, y cuando se despierte estará respirando tan bien como si los tuviera nuevos!

Era pura y simplemente la verdad, como de costumbre.

Cuando la devolvieron a su habitación era por la mañana, por lo que Lona supo que habían estado trabajando en ella durante varias horas y luego la habían colocado en la sala postoperatoria. Ahora también ella estaba envuelta en vendas. Habían abierto su cuerpo, le habían proporcionado nuevos segmentos de pulmón, y habían vuelto a cerrarla. No sentía dolor, todavía no. Las palpitaciones vendrían después. ¿Tendría cicatriz? Algunas veces quedaban cicatrices después de la cirugía, incluso ahora, aunque generalmente no las había. Lona vio una huella rojiza que zigzagueaba desde el hueco de su garganta y bajaba por entre sus pechos. Por favor, no, una cicatriz no.

Había tenido la esperanza de morir en la mesa de operaciones. Había parecido su última oportunidad. Ahora tendría que volver a su casa, viva, sin ninguna alteración.

El hombre alto caminaba de nuevo por el jardín. Esta vez iba solo. Y ahora no llevaba los vendajes. Aunque le daba la espalda, Lona vio el cuello desnudo, el filo de la mandíbula. Estaba examinando los cactus, una vez más. ¿Qué había en esas feas plantas que le atraía de tal forma? Ahora se había puesto de rodillas y tocaba de nuevo las espinas. Ahora se ponía de pie. Se daba la vuelta.

¡Oh, pobre hombre!

Lona contempló su rostro, sorprendida y asombrada. Estaba demasiado lejos para que los detalles resultaran visibles, pero le resultaba perfectamente claro que en él había algo erróneo.

Lona pensó que ése era el aspecto con el que le habían dejado los médicos. Después del incendio. Pero, ¿por qué no habían podido darle un rostro normal? ¿Por qué le habían hecho eso?

No podía apartar los ojos de él. La imagen de aquellos rasgos artificiales la fascinaba. El hombre fue hacia el edificio, despacio, confiadamente. Un hombre lleno de fuerza. Un hombre que podía sufrir y soportarlo. Siento tanta pena por él. Ojalá pudiera hacer algo para ayudarle.

Se dijo que estaba portándose como una tonta. Ese hombre tenía una familia. Lograría salir adelante.

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