26 — Escarcha a medianoche

En Titán no pudo más y le dejó. Burris lo había estado viendo venir desde hacía días, y no se llevó ninguna sorpresa. Fue casi algo parecido a un alivio.

La tensión no había dejado de aumentar desde el Polo Sur. No estaba seguro de por qué razón, aparte el que no estaban hechos para vivir juntos. Pero habían estado lanzándose el uno al cuello del otro casi continuamente, primero de forma disimulada, luego de forma abierta pero figurativamente y, por fin, literalmente. Y ella le dejó.

Pasaron seis días en el Tívoli de la Luna. La pauta de cada día era idéntica. Levantarse tarde, un copioso desayuno, ver un poco la Luna, y luego el parque. El lugar era tan grande que siempre había nuevos descubrimientos que hacer, pero al tercer día Burris descubrió que estaban volviendo compulsivamente sobre sus pasos, una y otra vez, y al quinto ya estaba profundamente harto del Tívoli. Intentó ser tolerante, ya que Lona parecía extraer un placer tan obvio del sitio. Pero, al final, su paciencia siempre acababa por agotarse, y se peleaban. La pelea de cada noche superaba en intensidad a la de la noche anterior. Algunas veces resolvían el conflicto en una feroz y sudorosa pasión, algunas veces en noches sin sueño de silencio malhumorado.

Y siempre, durante la pelea o justo después de ella, venía esa sensación de fatiga, esa enfermiza y destructiva pérdida de energías y aguante. Antes, a Burris jamás le había pasado nada parecido. El hecho de que esos ataques le sucedieran simultáneamente a la chica lo hacía doblemente extraño. No le dijeron nada a Nikolaides o Aoudad, a quienes veían ocasionalmente por entre la multitud.

Burris sabía que esas discusiones virulentas estaban abriendo un abismo cada vez más ancho entre ellos. En los momentos menos tempestuosos lo lamentaba, pues Lona era tierna y amable, y él valoraba su calidez. Pero todo eso quedaba olvidado en los instantes de rabia. Entonces le parecía hueca, inútil e irritante, una carga añadida a todas sus demás cargas, una niña ignorante, estúpida y odiosa. Y le dijo todo eso, al principio ocultando su significado tras metáforas que lo disimulaban, más tarde arrojándole las palabras desnudas a la cara.

La ruptura tenía que llegar. Estaban agotándose a sí mismos, perdiendo su vitalidad en aquellos combates. Ahora, los momentos de amor se hallaban cada vez más espaciados. Y la amargura aparecía con más frecuencia. En la mañana arbitrariamente designada de su arbitrariamente designado sexto día de estancia en el Tívoli, Lona le dijo:

—Cancelemos esto y vayamos a Titán ahora.

—Se supone que debemos pasar cinco días más aquí.

—¿Quieres pasarlos?

—Bueno, francamente…, no.

Tenía miedo de que aquello provocara otro manantial de palabras irritadas, y la hora resultaba demasiado temprana para empezar con eso. Pero no, ésta era su mañana de los gestos de sacrificio.

—Creo que ya he tenido bastante —dijo Lona—, y no es ningún secreto que tú ya has tenido suficiente. Así pues, ¿por qué debemos quedarnos? Es probable que Titán resulte mucho más emocionante.

—Es probable.

—Y aquí nos hemos portado tan mal el uno con el otro… Un cambio de escenario debería ayudarnos.

Desde luego que lo haría. Cualquier bárbaro con una cartera bien repleta podía permitirse el precio de un billete al Tívoli de la Luna, y el lugar estaba lleno de idiotas, borrachos y camorristas. Atraía a generosas cantidades de un público potencial que se encontraba muy por debajo de las clases dirigentes de la Tierra. Pero Titán era más selecto. Su clientela estaba compuesta únicamente por gente rica y sofisticada, aquellos para quienes gastar dos veces el salario anual de un obrero en un solo viaje no muy largo resultaba algo trivial. Por lo menos, esa gente tendría la educación necesaria para tratar con él como si sus deformidades no existieran. Las parejas en luna de miel de la Antártida se habían limitado a tratarle igual que si fuera invisible, cerrando sus ojos a lo que les ponía nerviosos. Los clientes del Tívoli se habían reído en su cara y se habían burlado de sus diferencias. Pero en Titán las buenas maneras decretarían una fría indiferencia ante su aspecto. Mirar al hombre extraño, sonreír, charlar amablemente, pero no mostrar nunca ni de palabra ni de obra que eras consciente de que resultaba extraño: en eso consistía la buena educación. De las tres crueldades, Burris creía preferir ésa. Consiguió acorralar a Bart Aoudad bajo el resplandor de los fuegos artificiales y dijo:

—Ya hemos tenido bastante de este lugar. Mándanos a Titán.

—Pero tenéis…

—…cinco días más. Bien, no los queremos. Sácanos de aquí y llévanos a Titán.

—Veré lo que puedo hacer —prometió Aoudad.

Aoudad les había visto pelearse. A Burris eso no le gustaba nada, por razones hacia las que sentía cierto desprecio. Aoudad y Nikolaides habían sido sus Cupidos, y de alguna manera Burris tenía la sensación de que su responsabilidad era comportarse en todo momento como un enamorado lleno de pasión. Cada vez que le gritaba a Lona era como si, de una forma extraña y oscura, decepcionase a Aoudad. ¿Y por qué me importa decepcionarle? Aoudad no se está quejando para nada de las peleas. No se ofrece a mediar entre nosotros. No dice ni una sola palabra.

Tal y como Burris esperaba, Aoudad les consiguió billetes para Titán sin ninguna dificultad. Antes, llamó para notificarle al complejo hotelero que llegarían con antelación a lo previsto. Y se marcharon.

Un despegue lunar no se parecía en nada a una partida de la Tierra. Enfrentados tan sólo con un sexto de gravedad, sólo hizo falta un suave empujón para mandar la nave al espacio. El espacio puerto de aquí estaba muy concurrido, con salidas diarias hacia Marte, Venus, Titán, Ganímedes; y la Tierra, cada tres días hacia los planetas exteriores, cada semana hacia Mercurio. De la Luna no partía ninguna nave interestelar; por ley y por costumbre, las naves estelares sólo podían salir de la Tierra, controladas a cada paso de su trayecto hasta que daban el salto al hiperespacio en algún lugar situado más allá de la órbita de Plutón. La mayor parte de las naves con destino a Titán se paraban primero en el importante centro minero de Ganímedes, y su itinerario original había previsto que tomaran una de tales naves. Pero la nave de hoy no hacía paradas. Lona se perdería Ganímedes, pero eso era obra suya. Era ella quien había sugerido que partieran antes, no él. Quizá pudieran hacer una parada en Ganímedes durante el trayecto de vuelta a la Tierra.

Mientras se deslizaban por el abismo de oscuridad, en el parloteo de Lona hubo una nota de animación forzada. Quería saberlo todo sobre Titán, al igual que había querido saberlo todo sobre el Polo Sur, el cambio de las estaciones, la estructura de un cactus y muchas cosas más; pero aquellas preguntas anteriores las había hecho con una ingenua curiosidad, mientras que éstas de ahora las hacía con la esperanza de restablecer el contacto, cualquier tipo de contacto que hubiera podido haber entre ella y él.

Burris sabía que eso no iba a funcionar.

—Es la mayor luna del sistema. Es incluso mayor que Mercurio, y Mercurio es un planeta.

—Pero Mercurio se mueve alrededor del Sol, y Titán alrededor de Saturno.

—Así es. Titán es mucho más grande que nuestra luna. Se encuentra a un millón doscientos mil kilómetros de Saturno. Tendrás una buena visión de los anillos. Tiene atmósfera: metano y amoníaco, no demasiado buena para los pulmones. Helada. Dicen que es pintoresco. Nunca he estado allí.

—¿Cómo es eso?

—Cuando era joven no pude permitirme el ir. Luego, estuve demasiado ocupado en otras partes del universo.

La nave se deslizaba por el espacio. Lona, con los ojos muy abiertos, vio cómo saltaban por encima del plano del cinturón de los asteroides, y obtuvo una buena vista de Júpiter, que no se encontraba demasiado lejos de ellos en su órbita. Siguieron avanzando. Saturno ya era visible.

Y llegaron a Titán.

Otra cúpula, por supuesto. Una pista de aterrizaje, desnuda y lúgubre, en una meseta desnuda y lúgubre. Titán era un mundo de hielo, pero muy distinto de la mortífera Antártida. Cada centímetro de Titán era extraño y ajeno, mientras que en la Antártida todo adquiría rápidamente una chirriante familiaridad. Éste no era un simple lugar de frío, viento y blancura.

Por ejemplo, estaba Saturno. El planeta de los anillos se cernía en el cielo, considerablemente más grande que la Tierra vista desde la Luna. El amoníaco y el metano de la atmósfera estaban presentes en la cantidad justa para darle al cielo de Titán un tinte azulado, creando un hermoso telón de fondo para el reluciente y dorado Saturno, con su espesa y oscura franja atmosférica y su serpiente Midgard de minúsculas partículas de piedra.

—Qué delgado es el anillo —se quejó Lona—. ¡Así de canto apenas si puedo verlo!

—Es delgado porque Saturno es muy grande. Mañana podremos observarlo mejor. Entonces verás que no es un solo anillo, sino varios. Los anillos interiores se mueven más deprisa que los exteriores.

Mientras mantuvieran la conversación a ese nivel, todo iba bien. Pero Burris no se atrevía a desviarla de lo impersonal, y ella tampoco. Los nervios estaban demasiado excitados. Después de sus recientes peleas, se encontraban demasiado cerca del borde del abismo.

Ocuparon una de las mejores habitaciones del reluciente edificio del hotel. A su alrededor estaba la gente de dinero, la casta más elevada de la Tierra, aquellos que habían hecho fortunas en el desarrollo planetario o el transporte hiperespacial o los sistemas de energía. Todo el mundo parecía conocerse entre sí. Las mujeres, fueran cuales fuesen sus edades, eran delgadas, ágiles y vivaces. Los hombres solían ser corpulentos, pero se movían con energía y vigor. Nadie hizo comentarios groseros sobre Burris o Lona. Nadie les miró. Todos se mostraron amistosos, dentro de su distante estilo.

En la cena de la primera noche tuvieron por compañero de mesa a un industrial que poseía grandes corporaciones en Marte. Tenía ya más de setenta años, un rostro bronceado y lleno de arrugas, y unos ojos oscuros siempre a medio cerrar. Su esposa no podía tener más de treinta años. Hablaron básicamente sobre la explotación comercial de los planetas extrasolares. Lona, después:

—¡Esa mujer te ha echado el ojo encima!

—Pues no dejó que me enterase de ello.

—Era terriblemente obvio. Apuesto a que te estaba tocando el pie por debajo de la mesa.

Burris se dio cuenta de que se aproximaba una discusión. Llevó apresuradamente a Lona hacia una mirilla de la cúpula.

—Si me seduce, te doy permiso para que tú seduzcas a su esposo.

—Muy divertido.

—¿Qué pasa? Tiene dinero.

—No llevo en este sitio ni medio día, y ya lo odio.

—Basta, Lona. Estás llevando demasiado lejos tu imaginación. Esa mujer no llegaría ni a tocarme. La idea en sí haría que estuviese temblando durante un mes entero, créeme. Mira, mira ahí fuera.

Había tormenta. Feroces vientos se estrellaban contra la cúpula. Saturno se encontraba casi lleno esta noche, y la luz que reflejaba creaba un sendero reluciente a través de la nieve, un sendero que chocaba con el blanco resplandor de las mirillas iluminadas de la cúpula y se fundía con él. Las estrellas, tan claras y definidas como puntas de alfiler, estaban esparcidas por la bóveda del cielo, con un brillo casi tan potente como el que se vería desde el mismo espacio.

Estaba empezando a nevar.

Permanecieron durante un tiempo observando cómo el viento removía la nieve. Después, oyeron música, y fueron hacia ella. La mayor parte de los invitados estaban siguiendo la misma dirección.

—¿Quieres bailar? —preguntó Lona.

Una orquesta, vestida de etiqueta, había aparecido de alguna parte. Los delicados tintineos de sus instrumentos fueron subiendo de volumen. Cuerdas, viento, un poco de percusión, y unas gotas de los instrumentos alienígenas tan populares actualmente en la música de las grandes orquestas. Los elegantes invitados se movían siguiendo gráciles el ritmo sobre un suelo reluciente.

Burris tomó envaradamente a Lona en sus brazos y se unieron a los bailarines.

Antes nunca había bailado mucho, y no había bailado ni una sola vez desde que volvió a la Tierra, después de Manipool. La mera idea de bailar en un sitio como éste le habría parecido grotesca hacía tan sólo unos meses. Pero le sorprendía lo bien que su cuerpo rediseñado captaba los ritmos de la música. Estaba aprendiendo a ser grácil en aquellos complicados huesos nuevos. Vuelta, vuelta, vuelta…

Lona tenía los ojos clavados en su rostro. No sonreía.

Parecía tener miedo de algo.

Por encima de ellos había otra cúpula transparente. La escuela de arquitectura Duncan Chalk: muéstrales las estrellas, pero manténles calientes. Ráfagas de viento hacían que los copos de nieve resbalaran a través de la parte superior de la cúpula y los alejaran de ella con idéntica rapidez. Sentía en sus dedos la fría mano de Lona. El compás de la danza se fue acelerando. Los reguladores térmicos que habían reemplazado a las glándulas sudoríparas en el interior de su cuerpo estaban trabajando horas extras. ¿Podría seguir unos pasos tan rápidos? ¿Tropezaría?

La música se detuvo.

La pareja de la cena se acercó a ellos. La mujer sonreía. Lona la miró con fijeza.

—¿Podemos bailar la siguiente pieza? —preguntó la mujer a Burris, con la tranquila seguridad de quienes son muy ricos.

Burris había intentado evitar aquello. Ahora no había ninguna forma delicada de rehusar, y los celos de Lona recibirían otro cargamento de combustible. El agudo y quebradizo sonido del oboe convocó a los bailarines a la pista. Burris se emparejó con la mujer, dejando a Lona, el rostro rígido y helado, con el ya algo maduro barón de la industria.

La mujer era toda una bailarina. Parecía volar por ¡ encima del suelo. Espoleó a Burris, obligándole a ejercicios demoníacos, y los dos se desplazaron por la parte exterior de la sala de baile, prácticamente flotando. A esa velocidad, incluso los ojos de Burris, capaces de percibir fracciones de segundo, empezaron a fallarle, y no logró descubrir a Lona. La música le ensordecía. La sonrisa de la mujer era demasiado brillante.

—Es usted una maravillosa pareja de baile —le dijo—. Posee una fuerza…, una capacidad de sentir el ritmo…

—Nunca fui gran cosa como bailarín antes de Manipool.

—¿Manipool?

—El planeta donde yo… donde ellos…

No estaba enterada. Burris había dado por sentado que todos los presentes se hallaban familiarizados con su historia. Pero quizá aquellos ricos no prestaban atención a las noticias sensacionalistas de los videoprogramas. No habían seguido sus infortunios. Era muy probable que aquella mujer hubiese aceptado tan completamente la apariencia de Burris como algo carente de importancia, que ni tan siquiera se le había ocurrido preguntar cómo había llegado a tener ese aspecto. El tacto era algo en lo que también se podían cometer excesos; no estaba tan interesada en él como Burris había supuesto.

—No importa —dijo.

Mientras hacían otro circuito por la pista de baile, vio finalmente a Lona: saliendo de la estancia. El industrial estaba inmóvil, con cara de perplejidad. Burris se quedó bruscamente quieto. Su compañera de baile le miró con expresión interrogativa.

—Discúlpeme. Quizá esté enferma.

No estaba enferma: meramente una rabieta. La encontró en su habitación, de bruces en la cama. Cuando puso la mano sobre su espalda desnuda, Lona se estremeció y giró sobre sí misma, apartándose de él. No había nada que pudiera decirle. Durmieron muy separados el uno del otro, y cuando el sueño de Manipool acudió a él, logró sofocar sus gritos antes de que empezaran y se quedó sentado en la cama, rígido, hasta que el terror hubo pasado. Ninguno de los dos mencionó el episodio por la mañana.

Fueron a hacer turismo en un trineo a motor. El complejo del hotel y el espacio puerto de Titán se encontraban cerca del centro de una pequeña meseta bordeada por inmensas montañas. Aquí, al igual que en la Luna, abundaban los picos que dejaban enano al Everest. Parecía incongruente que mundos tan pequeños tuvieran tales cordilleras, pero así era. A unos ciento sesenta kilómetros al oeste del hotel se hallaba el glaciar Martinelli, un enorme y lento río de hielo que se enroscaba bajando durante centenares de kilómetros tras brotar del corazón de los Himalayas locales. El glaciar terminaba de forma más bien improbable en la Cascada Helada, famosa en toda la galaxia, una cascada que todo visitante a Titán estaba obligado a ver, y que Burris y Lona visitaron también.

En el trayecto había espectáculos no tan famosos, que Burris encontró más profundamente conmovedores. Las nubes giratorias de metano y las hilachas de amoníaco helado que adornaban las desnudas montañas, por ejemplo, dándoles el aspecto de montañas dibujadas en un pergamino de la dinastía Sung. O el oscuro lago de metano a media hora de la cúpula. En sus cerúleas profundidades moraban las pequeñas y resistentes criaturas vivas de Titán, criaturas que eran más o menos moluscos y artrópodos, inclinándose preferentemente hacia el menos. Estaban equipadas para respirar y beber metano. En este sistema solar la vida era algo tan escaso, que Burris encontró fascinante contemplar esas rarezas en su ambiente nativo. Alrededor del lago vio su comida: la hierba de Titán, plantas de aspecto grasiento parecidas a cuerdas, blancas como un muerto, capaces de soportar este clima infernal sintiéndose perfectamente a gusto. El trineo siguió avanzando hacia la Cascada Helada. Ahí estaba: azul y blanca, brillando bajo la luz de Saturno, suspendida sobre un inmenso vacío. Los espectadores emitieron los suspiros y jadeos obligados. Nadie salió del trineo, pues los vientos de ahí fuera eran de una intensidad salvaje y no se podía confiar del todo en los trajes respiradores para que le protegieran a uno contra la atmósfera corrosiva.

Trazaron un círculo alrededor de la cascada, contemplando el reluciente arco de hielo desde tres lados distintos. Después, llegó la mala noticia de su cicerone:

—Se acerca una tormenta. Vamos a regresar.

La tormenta llegó mucho antes de que alcanzaran la seguridad de la cúpula. Primero vino la lluvia, un diluvio de amoníaco en precipitación, parecido al granizo, que repiqueteó sobre el techo de su trineo, y después nubes de nieve compuesta por cristales de amoníaco impulsadas por el viento. El trineo siguió avanzando con dificultad. Burris jamás había visto caer tanta nieve ni tan deprisa. El viento la hacía girar en grandes remolinos, la arrancaba del suelo, la amontonaba en catedrales y bosques. Con un cierto esfuerzo, el trineo a motor evitó nuevas dunas y se abrió paso alrededor de repentinas barricadas. La mayoría de los pasajeros mantenían una expresión imperturbable. Burris, que sabía lo cerca que se hallaban de verse enterrados en una tumba, permaneció sentado en un lúgubre silencio. Quizá la muerte le trajera finalmente la paz, pero, si le fuera posible escoger su muerte, no tenía intención de elegir el ser enterrado vivo. Ya podía sentir el olor acre y rancio de la atmósfera a medida que el aire empezaba a viciarse y los zumbantes motores introducían sus humos en el compartimento de los pasajeros. Simples imaginaciones. Intentó disfrutar con la belleza de la tormenta.

Aun así, entrar nuevamente en el calor y la seguridad de la cúpula fue un gran alivio.

Lona y él volvieron a pelearse poco después de su regreso. Para esta pelea había todavía menos razones que para ninguna de las anteriores. Pero alcanzó muy rápidamente un nivel de auténtica malevolencia.

—¡Minner, durante todo el viaje no me miraste ni una sola vez!

—Estaba mirando el paisaje. Para eso hemos venido aquí.

—Podrías haberme cogido la mano. Podrías haber sonreído.

—Yo…

—¿Tan aburrida resulto?

Burris estaba harto de batirse siempre en retirada.

—¡Lo eres, la verdad! ¡Eres una niña aburrida, espantosa e ignorante! ¡No mereces nada de todo esto! ¡Nada! No puedes apreciar la comida, la ropa, el sexo, el viaje…

—¿Y tú qué eres? ¡No eres más que un fenómeno horrible!

—Pues ya somos dos.

—¿Soy un fenómeno? —chilló Lona—. No se nota. Al menos, yo soy un ser humano. ¿Qué eres tú?

Entonces fue cuando Burris se lanzó sobre ella.

Sus lisos dedos se cerraron alrededor de su garganta Lona le golpeó, le dio puñetazos, le arañó las mejillas con sus uñas. Pero fue incapaz de herir su piel, y eso la hizo enfurecerse todavía más. Burris la sujetó con firmeza, sacudiéndola, haciendo que su cabeza oscilara salvajemente al final de su cuello; y, durante todo ese tiempo, ella pataleó y le propinó puñetazos. A través de sus arterias corrían todos los subproductos de la rabia.

Con qué facilidad podría matarla, pensó él.

Pero el mismo acto de hacer una pausa para permitir que un pensamiento coherente cruzara su mente le calmó. Soltó a Lona. Burris contempló sus manos, y ella le contempló a él. En el cuello de Lona había marcas que casi igualaban las manchas recién brotadas en la cara de Burris. Se apartó de él, jadeando. No dijo nada. Su temblorosa mano le señaló.

La fatiga le golpeó, haciéndole caer de rodillas.

Todas sus fuerzas se desvanecieron en un segundo Sus articulaciones cedieron y resbaló, fundiéndose, incapaz ni tan siquiera de sostenerse con las manos. Se quedó tendido en el suelo, pronunciando su nombre. Jamás se había sentido tan débil anteriormente, ni tan siquiera mientras había estado recuperándose de lo que le hicieron en Manipool.

Esto es lo que se siente cuando te han dejado sin sangre, se dijo. ¡Las sanguijuelas se han divertido conmigo! Dios, ¿volveré a ser capaz de levantarme alguna vez?

—¡Socorro! —gritó, sin que nadie le oyera—. Lona, ¿dónde estás?

Cuando volvió a sentirse lo bastante fuerte como para levantar la cabeza, descubrió que ella se había ido. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Se fue incorporando débilmente, centímetro a centímetro, y se quedó sentado en el borde del lecho hasta que lo peor de su debilidad hubo pasado. ¿Era un castigo por haberla pegado? Cada vez que se habían peleado había sentido este mismo malestar, idéntica debilidad.

—¿Lona?

Fue al vestíbulo, sin separarse de la pared. Probablemente todas las mujeres elegantes y bien educadas que pasaban junto a él le tomaban por un borracho. Sonreían. Burris intentó devolverles sus sonrisas.

No la encontró.

Sin saber muy bien cómo, horas después, dio con Aoudad. El hombrecillo parecía preocupado.

—¿La has visto? —graznó Burris.

—Ahora ya debe estar a medio camino de Ganímedes. Se fue en el vuelo de la cena.

—¿Se fue? Aoudad asintió.

—Nick fue con ella. Vuelven a la Tierra. ¿Qué le hiciste…, le sacudiste un poco o qué?

—¿La dejaste marchar? —murmuró Burris—. ¿Permitiste que se fuera? ¿Qué dirá Chalk de eso?

—Chalk lo sabe. ¿Acaso crees que no hablamos con él antes de hacer nada? Dijo que por supuesto, que si quería volver a casa la dejáramos marchar. Metedla en la siguiente nave que salga. Y eso hicimos. Eh, Burris, estás pálido. ¡Pensé que con tu piel no podías ponerte pálido!

—¿Cuándo sale la próxima nave?

—Mañana por la noche. No pensarás perseguirla, ¿verdad?

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—De esa forma nunca conseguirás nada —dijo Aoudad, sonriendo—. Deja que se marche. Este lugar está lleno de mujeres que se alegrarán de poder ocupar su sitio. Te sorprendería saber cuántas… Algunas de ellas saben que estoy contigo y vienen a verme, me piden que les prepare una cita. Es la cara, Minner. Tu cara les fascina.

Burris se dio la vuelta, apartándose de él.

—Estás afectado —dijo Aoudad—. ¡Oye, vamos a tomar una copa!

—Estoy cansado —replicó Burris, sin mirar hacia atrás—. Quiero descansar.

—¿Quieres que te mande a una de esas mujeres dentro de un rato?

—¿Ésa es tu idea del descanso?

—Bueno, a decir verdad, sí. —Rió afablemente—. No me importaría ocuparme personalmente de ellas, entiéndeme, pero es a ti a quien quieren. A ti.

—¿Puedo llamar a Ganímedes? Quizá pueda hablar con ella mientras la nave repone combustible. Aoudad apretó el paso hasta situarse junto a él.

—Se ha ido, Burris. Ahora deberías olvidarla. ¿Qué tenía, aparte de problemas? ¡No era más que una niña flacucha! Ni tan siquiera te llevabas bien con ella. Lo sé. Lo vi. Todo cuanto hacíais era gritaros el uno al otro. ¿Para qué la necesitas? Y ahora, deja que te hable de…

—¿Tienes algún relajante?

—Ya sabes que no te servirán de nada. A pesar de todo, Burris alargó la mano. Aoudad se encogió de hombros y depositó en ella un relajante. Burris apretó el tubo contra su piel. En esos momentos, la ilusión de recibir el efecto tranquilizante quizá valiese tanto como la sustancia en sí. Le dio las gracias y fue rápidamente hacia su habitación, solo.

Por el camino se encontró con una mujer cuyo cabello parecía hilos de cristal rosado y sus ojos amatistas. Llevaba un vestido castamente inmodesto. Su voz, suave como una pluma, rozó sus mejillas desprovistas de orejas. Pasó casi corriendo junto a ella, temblando, y entró en su habitación.

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