20 — Después de nosotros, el dios salvaje

Era una época postapocalíptica. El desastre que habían cantado los profetas nunca había llegado o, si lo hizo, el mundo había logrado vivir a través de él hasta unos tiempos más tranquilos. Habían predecido lo peor, el invierno del descontento universal, el Fimbul de los nórdicos. Una era del hacha, una era de la espada, una era del viento, una era del lobo donde el mundo vacilaría y acabaría derrumbándose. Pero los escudos no se habían partido y la oscuridad no llegó a caer. ¿Qué había sucedido, y por qué? Duncan Chalk, uno de los principales beneficiarios de la nueva era, meditaba a menudo sobre esa agradable pregunta.

Ahora las espadas eran arados.

El hambre había sido abolida.

La población estaba controlada.

El hombre ya no ensuciaba su propio ambiente en cada acto cotidiano. Los cielos estaban relativamente puros. Los ríos corrían limpios. Había lagos de cristal azul, parques de un verdor brillante. Naturalmente, el milenio no había llegado del todo; incluso ahora había crímenes, enfermedades, hambre. Pero eso ocurría en los lugares oscuros. Para la mayor parte de las personas era una época tranquila y cómoda. Quienes buscaban encontrar una crisis la buscaban precisamente en eso.

La comunicación mundial era instantánea. El transporte era claramente más lento que eso, pero seguía siendo rápido. Los planetas deshabitados del sistema solar local estaban siendo despojados de sus metales, sus minerales e incluso sus capas gaseosas. Las estrellas más próximas habían sido alcanzadas. La Tierra prosperaba. Las ideologías de la pobreza se marchitaban incómodamente en una época de abundancia.

Y, sin embargo, la abundancia es algo relativo. Las necesidades y las envidias seguían existiendo…, los anhelos materialistas. Y, además, los apetitos más profundos y oscuros no siempre eran satisfechos por los generosos cheques de la paga. Una era determina por sí misma sus formas características de diversión. Chalk había sido uno de los moldeadores de esas formas.

Su imperio de la diversión se extendía por medio sistema. Le proporcionaba riqueza, poder, la satisfacción del ego y —en la medida que deseaba—, fama. Le llevaba indirectamente a ver saciadas sus necesidades internas, que eran generadas por su propia constitución física y psicológica, y que le habrían agobiado cruelmente de haber vivido en cualquier otra era. Ahora, por suerte, se encontraba en situación de dar los pasos que le llevarían a la posición que necesitaba.

Necesitaba ser alimentado con frecuencia. Y sólo una parte de su alimento consistía en carne y vegetales.

Desde el centro de su imperio Chalk seguía los actos de su pareja de amantes unida por las estrellas. Ahora iban hacia la Antártida. Recibía informes regulares de Nikolaides y Aoudad, que siempre flotaban disimuladamente sobre el lecho del amor. Pero a esas alturas Chalk ya no necesitaba a sus subordinados para que le contaran lo que estaba sucediendo. Había logrado establecer contacto, y extraía su propia clase de información de los dos seres hechos añicos que había unido.

En esos mismos instantes, lo que sacaba de ellos era una suave y vaga felicidad. Inútil, para Chalk. Pero sabía jugar con paciencia. La simpatía mutua les había unido, pero, ¿era la simpatía el cimiento adecuado para un amor imperecedero? Chalk pensaba que no. Estaba dispuesto a poner en juego una fortuna para demostrarlo. Lo que sentían el uno hacia el otro cambiaría. Y, por decirlo de esa forma, Chalk obtendría sus beneficios. Aoudad estaba en el circuito.

—Estamos llegando, señor. Se les lleva al hotel.

—Bien. Bien. Ocúpate de que les den todas las comodidades.

—Naturalmente.

—Pero no pases mucho tiempo cerca de ellos. Quieren estar juntos, no tener carabinas a su alrededor. ¿Me comprendes, Aoudad?

—Tendrán el Polo entero para ellos.

Chalk sonrió. Su gira sería el sueño de un amante. Estaban en una era de elegancia, y quienes tenían la llave adecuada podían abrir una puerta de placeres tras otra. Burris y Lona se lo pasarían muy bien.

El apocalipsis podía esperar un poco.

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