13 — La aurora de rosados dedos

Tom Nikolaides entró en la habitación. Ahora la chica estaba despierta y miraba por la ventana al jardín. Nikolaides llevaba una pequeña maceta con un cactus, uno bastante feo, más gris que verde y armado con malignas agujas.

—¿Ya se siente mejor?

—Sí —dijo Lona—. Mucho. ¿Puedo volver a casa?

—Todavía no. ¿Sabe quién soy?

—La verdad es que no.

—Tom Nikolaides. Llámeme Nick. Trabajo en relaciones públicas. Soy ingeniero de respuestas.

La joven recibió esta información con rostro inexpresivo. Nikolaides dejó el cactus sobre la mesita que había junto a ella.

—Lo sé todo sobre usted, Lona. En cierta forma no muy importante, estuve relacionado con el experimento de los bebés el año pasado. Probablemente usted lo habrá olvidado, pero la entrevisté. Trabajo para Duncan Chalk. Quizá sepa quién es.

—¿Debería saberlo?

—Uno de los hombres más ricos del mundo. Uno de los más poderosos. Posee agencias de noticintas, videoestaciones… Es propietario de la Arcada. Está muy interesado en usted.

—¿Por qué me ha traído esa planta?

—Luego. Yo…

—Es muy fea. Nikolaides sonrió.

—Lona, ¿qué le parecería tener un par de esos bebés que nacieron de su semilla? Digamos dos de ellos, para educarlos y criarlos usted misma.

—No me parece una broma muy divertida.

Nikolaides vio cómo el color se iba difundiendo por sus flacas mejillas, y vio aparecer en sus ojos la dura llama del deseo. Sintió que era un bastardo de tal calibre que no había palabras para expresarlo.

—Chalk puede encargarse de ello —dijo—. Usted es su madre, ¿sabe? Podría conseguirle un chico y una chica.

—No le creo.

Nikolaides se inclinó hacia delante y puso en funcionamiento su más apasionada sinceridad.

—Tiene que creerme, Lona. Sé que no es feliz. Y sé por qué no es feliz. Esos bebés… Cien criaturas sacadas de su cuerpo, llevadas lejos de usted. Y luego la arrojaron a un lado, se olvidaron de usted. Como si no fuera más que un objeto, un robot que fabrica bebés.

Ahora estaba interesada. Pero seguía mostrándose escéptica.

Nikolaides volvió a coger el pequeño cactus y acarició la reluciente maceta, metiendo y sacando el dedo por el pequeño orificio para el desagüe que había en el fondo.

—Podemos conseguirle un par de esos bebés —le dijo a la boca muy abierta de Lona—, aunque no será fácil Chalk tendrá que tirar de un montón de hilos. Lo hará pero quiere que a cambio usted haga algo por él.

—Si es tan rico, ¿qué puedo hacer yo por él?

—Podría ayudar a otro ser humano que es también desgraciado. Como un favor personal al señor Chalk. Y, después, él la ayudaría a usted.

El rostro de Lona volvió a carecer de toda expresión.

Nikolaides se inclinó sobre ella.

—Hay un hombre, en este mismo hospital. Quizá le haya visto. Puede que haya oído hablar de él. Es un navegante estelar. Fue a un planeta extraño, y unos monstruos le capturaron y le hicieron cosas. Lo desmontaron y volvieron a montarlo de una forma distinta a la normal.

—Eso también me lo hicieron a mí, sin ni tan siquiera desmontarme antes —dijo Lona.

—De acuerdo. Ha estado dando paseos por el jardín. Un hombre bastante alto. Desde lejos quizá no le resulte posible darse cuenta de que hay algo raro en él, a menos que pueda ver su cara. Tiene unos ojos que se abren así. Hacia los lados. Y una boca…, no puedo enseñarle lo que hace la boca, pero no es humana. Visto de cerca, resulta más bien aterrador. Pero sigue siendo humano por dentro, y es un hombre maravilloso, sólo que, naturalmente, está muy enfadado por lo que le hicieron. Chalk quiere ayudarle. Y la forma en que quiere ayudarle es consiguiendo que alguien se porte bien con él. Usted. Usted sabe lo que es sufrir, Lona. Conozca a este hombre. Sea buena con él. Muéstrele que sigue siendo una persona, que alguien puede amarle. Devuélvale a sí mismo. Y, si hace eso, Chalk se ocupará de que consiga sus bebés.

—¿Se supone que debo acostarme con él?

—Se supone que debe ser buena y amable con él. No creo que haga falta explicarle lo que eso significa. Haga cualquier cosa que pueda hacerle feliz. Usted juzgará. Limítese a tomar sus propios sentimientos y déles la vuelta, póngalos del revés. Usted conoce un poco lo que él ha estado pasando.

—Porque le han convertido en un fenómeno. A mí también me convirtieron en un fenómeno.

Nikolaides no encontró ninguna forma diplomática de contestar a esas palabras. Se limitó a reconocerlas como ciertas.

—Ese hombre se llama Minner Burris —dijo—. Está en la habitación que se encuentra justo delante de la suya, al otro lado del pasillo. Da la casualidad dé que le interesan mucho los cactus, sólo Dios sabe por qué. Pensé que usted podría enviarle este cactus como un regalo, deseándole que se ponga bien. Es un gesto hermoso. Podría llevar a cosas mayores. ¿Sí?

—¿Cuál era su nombre?

—Nikolaides.

—No el de usted. El de ese hombre.

—Minner Burris. Y, mire, podría enviarle una nota con el regalo. No la escriba en la máquina, escríbala usted misma. Yo se la dictaré si quiere, y luego usted puede hacer los cambios que le gusten. —Tenía la boca seca—. Tome. Aquí está el bolígrafo…

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