Partieron hacia el Tívoli de la Luna en un día de sol llameante, entrando en la siguiente etapa de su paso a través de los reinos del placer de Chalk. El día estaba despejado, pero seguía siendo invierno; huían del auténtico invierno del norte y del ventoso verano del sur para ir hacia el invierno sin clima del vacío. En el espacio puerto se les dio todo el tratamiento de las celebridades: fotos y cintas en la terminal, luego el pequeño vehículo de morro chato llevándoles rápidamente a través de la pista mientras la gente normal les contemplaba con asombro, vitoreando sin demasiado entusiasmo a los famosos, fueran quienes fueran.
Burris lo odió. Ahora, cada mirada que se posaba en él parecía un nuevo acto de cirugía efectuado en su alma.
—Entonces, ¿por qué te has dejado meter en esto? —quiso saber Lona—. Si no quieres que la gente te vea, ¿cómo has permitido que Chalk te mandara a hacer este viaje?
—Como penitencia. Como una forma deliberadamente escogida de compensar mi retirada del mundo. Para disciplinarme.
La ristra de abstracciones no logró convencerla. Quizá ninguna de ellas había logrado ni tan siquiera acercarse al blanco gigante durante casi tres años antes de que se completara la operación de recogida.
Alguien a quien Burris amó se encontraba en la Rueda cuando ésta murió. Pero estaba allí con otra persona, saboreando los juegos de mesa, los espectáculos sensoriales, la alta cocina y la atmósfera de el mañana nunca llegará. El mañana había llegado inesperadamente.
Cuando rompió con él, Burris había pensado que en todo el resto de sus días nunca podría sucederle algo peor. La fantasía romántica de un joven, pues muy poco tiempo después ella estaba muerta, y eso fue mucho peor para él que cuando le rechazó. Muerta, se encontraba más allá de toda esperanza de recuperarla, y durante cierto tiempo él también estuvo muerto, aunque siguiera caminando. Y, después de eso, curiosamente, el dolor se fue debilitando hasta esfumarse. ¿Lo peor que le podía suceder, perder una chica ante un rival, y luego perderla en una catástrofe? Difícilmente. Difícilmente. Diez años después, Burris se había perdido a sí mismo. Ahora creía saber qué podía ser realmente lo peor.
—Damas y caballeros, bienvenidos a bordo del Aristarco IV. En nombre del capitán Villeparisis quiero ofrecerles nuestros mejores deseos de que tengan un viaje agradable. Debemos pedirles que permanezcan en sus cunas protectoras hasta que haya terminado el período de máxima aceleración. Una vez hayamos escapado de la Tierra, estarán en libertad de estirar un poco las piernas y gozar con las vistas del espacio.
La nave contenía cuatrocientos pasajeros, carga y correo. A lo largo de sus flancos había veinte camarotes privados, y uno de ellos había sido asignado a Burris y Lona. Los demás pasajeros estaban sentados en una vasta congregación, luchando por obtener una buena posición ante la mirilla más cercana.
—Ahí vamos —dijo Burris en voz baja. Sintió cómo se encendían los reactores con una patada contra el suelo, sintió cómo se ponían en marcha los cohetes, sintió cómo la nave se alzaba sin esfuerzo alguno. Un triple sistema de gravitrones protegía a los pasajeros de los peores efectos del despegue, pero resultaba imposible eliminar completamente la gravedad en una nave tan enorme, tal y como había sido capaz de hacer Chalk en su pequeña embarcación de recreo.
La Tierra, cada vez más encogida, colgaba igual que una ciruela verde justo delante de la mirilla. Burris se dio cuenta de que Lona no estaba mirándola, sino que le observaba atentamente a él.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó.
—Estupendamente. Estupendamente.
—No pareces relajado.
—Es el tirón de la gravedad. ¿Crees que estoy nervioso por salir al espacio?
Un encogimiento de hombros.
—Es la primera vez que estás aquí arriba desde…, desde Manipool, ¿no?
—Hice ese viaje en la nave de Chalk, ¿recuerdas?
—Eso fue diferente. Fue un viaje subatmosférico.
—¿Crees que me voy a quedar helado de terror sólo porque estoy haciendo un viaje espacial? —preguntó él—. ¿Crees que me imagino que este transbordador es un expreso sin paradas que me devolverá a Manipool?
—Estás deformando mis palabras.
—¿Sí? Dije que me encontraba estupendamente. Y tú empezaste a construir una enorme y elaborada fantasía de malestar para mí. Tú…
—Basta, Minner.
Tenía los ojos opacos, apagados. Sus palabras sonaron secas, quebradizas, con un filo aguzado en el tono. Burris pegó sus hombros a la cuna e intentó hacer que sus tentáculos se desenroscaran. Lona lo había conseguido: había estado relajado, pero ella había hecho que se pusiera tenso. ¿Por qué tenía que actuar de esta forma, haciéndole de madre? No era ningún lisiado. No necesitaba que le tranquilizaran durante un despegue. Había estado despegando años antes de que ella naciera. Entonces, ¿qué le asustaba ahora? ¿Cómo era posible que sus palabras hubieran minado tan fácilmente su confianza? Detuvieron la discusión igual que si hubieran cortado una cinta, pero los bordes rotos seguían existiendo.
—No te pierdas la vista, Lona —dijo, tan amablemente como le fue posible—. Nunca has contemplado la Tierra desde aquí arriba, ¿verdad?
Ahora el planeta se encontraba lejos de ellos. Todo su perfil era visible. El hemisferio occidental les daba la cara envuelto en el fulgor del sol. De la Antártida, donde habían estado hacía tan sólo unas horas, no se veía nada excepto el largo dedo de la Península haciéndole una mueca burlona al Cabo de Hornos.
Con un esfuerzo por no parecer didáctico, Burris le mostró cómo la luz solar daba oblicuamente en el planeta, calentando el sur en esta época del año, sin iluminar apenas el norte. Habló de la eclíptica y de su plano, de la rotación y la revolución del planeta, de la procesión de las estaciones. Lona le escuchó gravemente, asintiendo a menudo con la cabeza, emitiendo corteses sonidos afirmativos cada vez que él hacía una pausa, esperándolos. Burris sospechó que seguía sin comprender nada. Pero en ese momento estaba dispuesto a conformarse con una mera sombra de comprensión, si es que no podía conseguir la sustancia de ella, y Lona le dio esa sombra.
Salieron de su camarote y dieron una vuelta por la nave. Vieron la Tierra desde varios ángulos. Bebieron un par de copas. Les dieron de comer. Aoudad les sonrió desde su asiento en la sección turista. Recibieron una considerable cantidad de miradas. Durmieron, de vuelta al camarote. Pasaron dormidos por el momento místico del cambio, cuando por fin se vieron transferidos de la atracción de la Tierra a la de la Luna. Burris se despertó sobresaltado, miró a la chica dormida, parpadeó en la oscuridad. Le parecía estar viendo las vigas calcinadas de la Rueda hecha pedazos flotar allá fuera. No, no; imposible. Pero las había visto, en un viaje de hacía una década. Se decía que algunos de los cuerpos que habían escapado de la Rueda al partirse ésta aún seguían en órbita, moviéndose en enormes parábolas cercanas al Sol. Que Burris supiera, nadie había llegado a ver en todos aquellos años a ninguno de tales viajeros; la mayor parte de los cadáveres, quizá casi todos, habían sido decentemente recogidos por las naves antorcha que se los llevaron y el resto, o eso le gustaría creer, a estas alturas ya habrían llegado al sol para tener el más soberbio de todos los funerales. Uno de sus viejos terrores privados era ver el rostro contorsionado de aquella chica flotando en el vacío cuando pasara por esta zona.
La nave se sacudió levemente y giró sobre sí misma, y el blanco y amado rostro de la Luna, picado por la viruela, se hizo visible.
Burris tocó a Lona en el brazo. La joven se removió, parpadeó, le miró, luego miró hacia fuera. Burris la observó, captó el asombro que iba difundiéndose por su rostro incluso teniéndola de espaldas a él.
En la superficie lunar se podían distinguir media docena de relucientes cúpulas. —¡El Tívoli! —exclamó ella.
Burris dudaba de que ninguna de las cúpulas fuera realmente el parque de diversiones. La Luna estaba infestada de edificios en forma de cúpula construidos a lo largo de las décadas por toda una variedad de razones bélicas, comerciales o científicas, y ninguna de aquellas cúpulas encajaba con su propia imagen mental del Tívoli. Pero no la corrigió. Estaba aprendiendo.
El transbordador fue frenando y bajó en una espiral hacia la pista donde debía posarse.
Ésta era una época de cúpulas, muchas de ellas obra de Duncan Chalk. En la Tierra tendían a ser cúpulas geodésicas reforzadas, pero no siempre; aquí, bajo una gravedad inferior, normalmente pertenecían a la variedad más sencilla y menos rígida de las cúpulas construidas en una sola pieza. El imperio de los placeres de Chalk se hallaba ceñido y delimitado por las cúpulas, empezando con aquella que cubría su piscina privada y pasando después a la cúpula del Salón Galáctico, el hotel de la Antártida, la cúpula del Tívoli y más, muchas más, extendiéndose hacia las estrellas. El aterrizaje fue muy suave.
—¡Pasémoslo bien aquí, Minner! ¡Siempre he soñado con venir a este sitio!
—Nos divertiremos —prometió él.
A Lona le brillaron los ojos. Era una niña, simplemente eso. Inocente, llena de entusiasmo, sencilla… Burris fue enumerando sus cualidades. Pero estaba llena de calor. Le adoraba, le cuidaba y le nutría, como una madre, sin fallar en nada. Burris sabía que estaba subestimándola. La vida de Lona había conocido tan pocos placeres que no había llegado a cansarse de las pequeñas emociones. Podía responder abiertamente a los parques de Chalk, con todo su corazón. Era joven. Pero no estaba hueca, Burris intentó convencerse de ello. Había sufrido. Llevaba cicatrices, igual que él.
La rampa ya estaba fuera. Lona salió corriendo de la nave hacia la cúpula de espera y él la siguió, teniendo sólo leves dificultades para coordinar sus piernas.