Poul Anderson Estrella del mar

I

De día, Niaerdh vagaba por entre las focas, ballenas y peces que había creado. Con la punta de los dedos lanzaba gaviotas y salpicaduras al viento. En el borde del mundo, sus hijas bailaban su canción, que traía lluvia del cielo o enviaba luz rielando por las aguas. Cuando la oscuridad fluía desde el este, buscaba una cama más allá. Pero a menudo se levantaba temprano, mucho antes que el sol, para vigilar el mar. Sobre su frente relucía el lucero de la mañana.

Entonces Frae se alzó en la playa.

—¡Niaerdh, te invoco! —gritó. Sólo la espuma respondió. Se puso el cuerno Reunión en los labios y sopló. Desde los arrecifes llegaron volando los cormoranes entre gritos. Al final desenvainó la espada y con su hoja plana golpeó los flancos del toro Agitador de la Tierra sobre el que estaba sentado. Ante el estruendo que se produjo, los pozos saltaron y los reyes muertos se despertaron en sus túmulos.

Niaerdh fue en su busca. Furiosa, navegaba en un iceberg, vestida con la niebla y llevando en una mano la red con la que atrapaba los barcos.

—¿Por qué te atreves a molestarme? —Le arrojó las palabras como piedras.

—Me casaré contigo —le dijo él—. Desde lejos, la luz que se refleja en tu pecho me ha cegado. He rechazado a mi hermana. La tierra enferma y todo se marchita por el anhelo de mi corazón.

Niaerdh rió:

—¿Qué puedes darme tú que no pueda darme mi hermano?

—Una casa de techo alto —dijo él—, ricas ofrendas, carne cálida en tu tajadero y sangre caliente en la copa, dominio sobre la siembra y la cosecha, sobre la concepción, el nacimiento y la vejez.

—Grandes cosas —le concedió ella—, pero ¿y si las rechazo?

—Entonces la vida morirá sobre la tierra, y al morir, te maldecirá —le advirtió él—. Mis flechas volarán hasta los caballos del Carro del Sol y los matarán. Cuando caiga envuelto en llamas, el mar hervirá; después se congelará bajo una noche que no tiene amanecer.

—No —dijo ella—, porque primero llevaré las olas sobre tu reino y lo ahogaré.

Hubo silencio durante un tiempo.

—Los dos somos fuertes —dijo ella al fin—. Mejor será que no destrocemos el mundo entre los dos. Volveré en la primavera con mi dote de lluvia, y juntos recorreremos la tierra para bendecirla. Tu regalo para mí será el toro sobre el que cabalgas.

—Eso es demasiado —dijo Frae—. En él está la fuerza para llenar el vientre de la tierra. Él dispersa a los enemigos, los cornea y los pisotea, destruye sus campos. Las rocas tiemblan bajo sus pezuñas.

—Puedes conservarlo en la tierra y usarlo como antes —contestó Niaerdh—, menos cuando yo tenga necesidad de él. Pero mío será, y al final habré de llamarlo para siempre. —Después de otro rato, siguió hablando—: Cada otoño te dejaré y volveré al mar. Pero en primavera regresaré. Así será este año y todos los años posteriores.

—Había esperado más —dijo Frac—, y creo que si separamos nuestros actos, los dioses de la guerra vagarán con mayor libertad que antes. Pero está predicho que tú ganarías. Esperaré por ti cuando el sol gire al norte.

—Vendré a ti en el arco iris —dijo Niaerdh.

Así fue. Así es.

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