18

El fuego saltaba y chasqueaba en una cavidad en medio de la casa de Heidhin. El humo no se elevaba bien hacía las salidas, sino que se demoraba y volvía amargo un aire que las llamas apenas calentaban. La luz roja luchaba con la oscuridad entre los pilares y las vigas. Se agitaba frente a los hombres de los bancos y de las mujeres que les traían bebidas. La mayoría estaban sentados en silencio. Aunque el hogar de Heidhin era tan grandioso como muchos salones reales, normalmente había conocido menos alegría que la choza de un colono. Esa noche no la había. Fuera, el viento soplaba en una oscuridad creciente.

—De ahí no puede venir nada más que traición —contestó Heidhin.

Sentado a su lado, Burhmund movió lentamente la cabeza. El fuego lanzó un reflejo de sangre sobre el blanco de su ojo ciego.

—No lo sé —contestó—. Ese Everard es extraño. Sería capaz de obtener algo.

—Lo mejor que él, o cualquiera, podría traer, es una negativa. Cualquier oferta significaría nuestra ruina. Nunca debiste dejarle ir.

—¿Cómo podía detenerlo? Habló con los señores de las tribus y ellos lo enviaron. Ya te dije que no me enteré hasta después, cuando ya estaba de viaje.

El labio de Heidhin se retorció.

—¡Se atrevieron!

—Tenían derecho. —El tono de Burhmund cayó directamente al suelo—. No traicionan simplemente por hablar con el enemigo. Ahora creo que, de haber estado presente, no hubiese intentado detenerlos. Están cansados de esta guerra. Quizá Everard pueda encontrarles esperanza. Yo también estoy agotado.

—Tenía mejor concepto de ti —dijo Heidhin con burla.

Burhmund no demostró furia; pero claro, el hermano de juramento de Wael-Edh tenía su misma posición.

—Eso es fácil decirlo para ti —dijo el bátavo con paciencia—. Tu casa no ha sido ocupada. El hijo de mi hermana cayó en batalla contra mí. Mi esposa y mi otra hermana son rehenes en Colonia; no sé si siguen vivas. Mi tierra natal está destrozada. —Miró fijamente el cuerno de bebida—. ¿Han acabado los dioses conmigo?

Heidhin se sentó con la lanza recta.

—Sólo si te rindes. Yo nunca lo haré.

En la puerta se oyó una llamada. El hombre sentado más cerca cogió un hacha y fue a abrir. El viento entró; las llamas saltaron y soltaron chispas. El barro manchaba la sombra que entró.

Heidhin se puso en pie de un salto.

—¡Edh! —gritó y fue hacia ella.

—Dama —susurró Burhmund. Un murmullo recorrió todo el salón. Los hombres se pusieron en pie.

Con la cabeza descubierta, ella se desplazó siguiendo el dique de fuego. Todos vieron que iba envarada y pálida, y que miraba más allá.

—¿Cómo… cómo has llegado aquí? —Heidhin dio un traspié. Verlo así, tan inquieto, tan agitado, desalentaba a todos los corazones—. ¿Por qué?

Ella se detuvo.

—Debo hablar contigo a solas —le dijo. El destino resonaba en la voz baja—. Sígueme. Nadie más.

—Pero… tú… qué…

—Sígueme, Heidhin. Han sucedido cosas prodigiosas. Vosotros esperad. —Wael-Edh se dio la vuelta y volvió a salir.

Como un sonámbulo, Heidhin fue tras ella. En la entrada, su mano, por voluntad propia, cogió una lanza de entre las armas que estaban apoyadas contra la pared. Los dos se internaron en la oscuridad. Temblando, un hombre fue a cerrar la puerta.

—No, no la atranques —le dijo Burhmund—. Esperaremos como nos ha dicho hasta que regrese ella o la mañana.

Las primeras estrellas parpadeaban débiles. Los edificios se acurrucaban sin forma. Edh abría el camino desde el patio hasta las tierras de fuera. La hierba marchita y los charcos agitados por el viento se perdieron en la oscuridad. Cerca del limite de visión se encontraba el gran roble donde Heidhin hacía ofrendas a los Anses. De detrás de él salía una intensa luz blanca. Heidhin se detuvo de pronto. Hizo un ruido gutural.

—Esta noche debes tener valor —dijo Edh—, Allí está la diosa.

—Niaerdh… ella… ¿ha vuelto?

—Sí, a mi torre, desde donde me ha traído aquí. Ven. —Edh marchó con firmeza. La capa le aleteaba al viento, que agitó el pelo suelto alrededor de la cabeza que llevaba tan alta. Heidhin agarró la lanza y la siguió.

Por todas partes había ramas torcidas casi invisibles. El viento hacía entrechocar las ramitas. Las hojas muertas sonaban húmedas al pisarlas. Los dos dieron la vuelta al tronco y vieron a la que permanecía al lado de un toro o un caballo de hierro.

—Diosa —gimió Heidhin. Se apoyó sobre una rodilla e inclinó el cuello. Pero cuando se puso en pie, se mantuvo firme. Si agitaba la lanza, era con la misma gran alegría que salía de sus labios—, ¿Nos guiarás ahora a la última batalla?

Floris lo examinó con la mirada. Era esbelto y oscuro, iba vestido de forma sombría, con la cara marcada y los rizos con mechas por sus años de cazador, el hierro del arma pálido sobre ellos. Su lámpara proyectaba sobre Edh la sombra del hombre.

—No —dijo Floris—. Ha pasado el tiempo de la guerra.

El aliento vibro entre sus dientes.

—¿Han muerto los romanos? ¿Los has matado a todos por nosotros?

Edh hizo una mueca.

—Viven —dijo Floris—, como vosotros habréis de vivir. Muchos han muerto en todas las tribus, en la suya también. Harán la paz.

La mano izquierda de Heidhin se unió a la derecha, agarrando la lanza.

—Nunca lo haré —dijo con voz áspera—. La diosa escuchó la promesa que hice en la costa. Cuando se vayan, yo les pisaré los talones, los hostigaré de día y los atacaré de noche… ¿Debo ofrecerte mis muertes, Niaerdh?

—Los romanos no van a irse. Se quedarán. Pero le devolverán a la gente sus derechos. Que eso sea suficiente.

Heidhin movió la cabeza, como derrotado. Miró de mujer a mujer durante un minuto antes de susurrar:

—Diosa, Edh, ¿las dos los traicionáis? No puedo creerlo.

Pareció no ser consciente de que Edh se le acercaba. El viento corrió entre ellos. Su tono era de súplica.

—Los bátavos y el resto no son nuestra tribu. Hemos hecho suficiente por ellos.

—Te lo digo, los términos serán honorables —dijo Floris—. Tu trabajo ha terminado. Has ganado lo que contentará al mismísimo Burhmund. Pero Veleda debe dar a conocer que esto es lo que los dioses desean y que los hombres deben dejar sus armas.

—Yo… tú… juramos, Edh. —Heidhin parecía confundido—. Nunca harías la paz mientras los romanos siguiesen aquí y yo estuviese vivo. Lo juraste. Mezclamos nuestra sangre sobre la tierra.

—La liberarás de esa promesa —ordenó Floris—, como ya lo he hecho yo.

—No puedo. No lo haré. —Duras por el dolor, las palabras castigaron a Edh—. ¿Has olvidado cómo te convirtieron en su puta? ¿No te importa ya tu honor?

Ella cayó de rodillas. Con la mano a la defensiva. La boca completamente abierta.

—No —gimió—. No, no, no.

Floris fue hacia el hombre. En la noche, Everard apuntó con una pistola aturdidora.

—Mira lo que has hecho —dijo—. ¿Eres un lobo que se ceba en la que ama?

Heidhin agitó los brazos, desnudando el pecho para ella.

—Amor, odios… soy un hombre, Lo juré por los Anses.

—Haz lo que quieras —dijo Floris—, pero perdona a mi Edh. Recuerda que me debes la vida.

Heidhin se desplomó. Apoyándose en la lanza, Edh se acurrucó a su lado, él la ensombreció mientras el viento soplaba a su alrededor y los árboles crujían como la cuerda del patíbulo.

De improviso, se rió, cuadró los hombros y miró directamente a los ojos de Floris.

—Dices la verdad, diosa —dijo—. Sí, me iré.

Bajó la lanza, la sostuvo con ambas manos debajo de la cabeza y se clavó la punta en la garganta. Con un solo movimiento deslizó el filo de un lado a otro.

El grito de Edh ahogó el de Floris, Heidhin cayó en un montón, La sangre salía a borbotones, reluciendo oscura. Pataleo y agarró la hierba, un reflejo ciego.

—¡Detente! —gritó Everard—. No intentes salvarlo. Esta maldita cultura guerrera… era su única salida.

Floris no se molestó en subvocalizar. Una diosa bien podía usar una lengua desconocida para indicar a un alma su camino.

—Pero el horror…

—Sí, Pero piensa, piensa en todos los que no morirán, si lo hacemos bien.

—¿Podremos ahora? ¿Qué va a pensar Burhmund?

—Que se lo pregunte. Dile a Edh que no conteste a ninguna pregunta. Una aparición suya, cuando estaba a millas de distancia… el hombre que no quería que terminase la violencia muerto por ella… Veleda hablando de paz… El misterio le dará fuerza, aunque supongo que la gente sacará la conclusión obvia, lo que será una gran ayuda.

Heidhin yacía inmóvil. Parecía empequeñecido. La sangre formaba un charco a su alrededor y manchaba la tierra.

—Primero debemos ayudar a Edh —dijo Floris.

Fue hacia la otra mujer, que se había puesto en pie y parecía aturdida. La sangre había salpicado la capa y el vestido de la mujer. Sin pensarlo, Floris la abrazó.

—Eres libre —murmuró Floris—. Compró tu libertad con su vida. Aprécialo.

—Sí —dijo Edh. Miraba a la oscuridad.

—Ahora podrás proclamar la paz. Debes hacerlo.

—Sí.

Floris le dio calor durante un buen rato.

—Dime cómo —dijo Edh—. Dime qué decir. El mundo se ha quedado vacío.

—¡Oh, niña! —Floris respiraba sobre las trenzas grisáceas—, Ten buen corazón. Te he prometido un nuevo hogar, una nueva esperanza. ¿Te gustaría oírlo? Es una isla, baja y verde, abierta al mar.

En la respuesta se agitaba algo de vida.

—Gracias. Eres buena. Lo haré lo mejor que pueda… en tu nombre.

—Ahora ven —dijo Floris—. Te llevaré de vuelta a la torre. Duerme. Cuando hayas dormido lo suficiente, di que quieres hablar con los reyes y jefes. Cuando se hayan reunido a tu alrededor, da la palabra de paz.

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