5

El viento soplaba sin piedad, llevando frente a él las nubes como si fuesen humo. Salpicaduras de lluvia volaban inclinadas más allá de las ramas inquietas. Los cascos hacían saltar los charcos en los caminos que los caballos recorrían con la cabeza gacha. Saeferth iba delante y Hnaef al final, guiando los animales de refresco. Entre ambos, inclinado por la capa mojada, estaba el romano. Con gestos e indicaciones, cuando se detenían a comer o descansar, el bátavo había descubierto que su nombre era Luperco.

Más allá de una curva apareció un grupo de cinco, seguramente brúcteros, porque los viajeros habían llegado a sus tierras. Pero sin embargo, se encontraban todavía en la zona que a las tribus germánicas les gustaba tener a su alrededor, donde no vivía nadie. El que estaba al frente era siniestro como un hurón, negro como un cuervo excepto allí donde los años habían tejido blanco en su pelo y su barba. Con la mano derecha sostenía una lanza.

—¡Alto! —gritó.

Saeferth obedeció.

—Venimos en paz, enviados por nuestro señor Burhmund a la profetisa Wael-Edh —dijo.

El hombre oscuro asintió.

—Hemos tenido noticia de ello.

—No puede haber sido hace mucho, porque seguimos de cerca al mensajero, aunque tenemos que viajar más despacio.

—Cierto. Ahora ha llegado el momento de actuar con rapidez. Soy Heidhin, el hijo de Viduhada, el hombre más importante de Wael-Edh.

—Te recuerdo —dijo Hnaef—, de cuando mi señor la visitó el año pasado. ¿Qué deseas de nosotros?

—El hombre que traéis —les dijo Heidhin—. Es el que Burhmund entrega a Wael-Edh, ¿no?

—Sí.

Consciente de que hablaban de él, Luperco se enderezó. Su mirada fue de hombre en hombre mientras las palabras guturales corrían alrededor de su cabeza.

—Ella a su vez se lo entrega a los dioses —dio Heidhin—. Os he esperado para poder hacerlo.

—¿Qué, no en vuestro lugar sagrado, con un festejo a continuación? —preguntó Saeferth.

—Os he dicho que es necesario apresurarse. Si lo supiesen, varios hombres importantes entre nosotros preferirían conservarlo con la esperanza de un rescate. No podemos permitirnos ir en su contra. Pero los dioses están furiosos. Mirad a vuestro alrededor. —Heidhin movió la lanza señalando el bosque mojado y rugiente.

Saeferth y Hnaef no podían negarse. Los brúcteros los superaban. Además, todos sabían que había estado con la profetisa desde que dejó la lejana tierra de su nacimiento.

—Sed todos testigos de que teníamos toda la intención de buscarla, y que aceptamos tu palabra de que ésta es su voluntad —dijo Saeferth.

Hnaef gruñó.

—Acabemos —dijo.

Desmontaron, como hicieron los otros, y le indicaron a Luperco que hiciese lo mismo. Necesitó ayuda, porque seguía débil y tembloroso por el agotamiento y el hambre. Cuando le ataron las muñecas a la espalda y Heidhin desenrolló una cuerda con un lazo, abrió los ojos y tomó aliento. Después se afianzó sobre los pies y murmuró lo que podría ser algo para sus propios dioses.

Heidhin miró al cielo.

—Padre Woen, guerrero Tiw, Donar del trueno, escuchadme —dijo lentamente y con gravedad—. Recibid esta ofrenda como lo que es, el regalo de Nerha para vosotros. Sabed que no fue nunca vuestra enemiga ni ladrona de vuestro honor. Si recientemente los hombres os han dado menos que antes, lo que ella recibía fue siempre en nombre de todos los dioses. ¡Poneos de su lado, poderosos, y concedednos la victoria!

Saeferth y Hnaef agarraron los brazos de Luperco. Heidhin se acercó. Con la punta de la lanza marcó en la frente del romano la marca del martillo; en su pecho, rasgando la túnica, grabó la esvástica. La sangre surgía roja bajo el aire gris. Luperco se mantuvo en silencio. Lo llevaron hasta un fresno elegido por Heidhin, pasaron la cuerda por una rama y le pusieron el lazo al cuello.

—Oh, Julia —dijo en voz baja.

Dos de los hombres de Heidhin lo levantaron mientras los demás golpeaban las espadas contra los escudos y rugían.

Pataleó en el aire hasta que Heidhin le clavó la lanza, por el estómago hasta el corazón.


Cuando se hubo completado el resto de lo que debía hacerse, Heidhin le dijo a Saeferth y Hnaef.

—Venid, os ofrezco hospitalidad en casa antes de que regreséis con vuestro señor Burhmund.

—¿Qué debemos decirle sobre esto? —preguntó Hnaef.

—La verdad —respondió Heidhin—. Decídselo todo. Al final los dioses han tenido su justa parte como antes. Ahora deberían luchar de todo corazón por nosotros.

Los germanos se alejaron. Un cuervo aleteó alrededor del hombre muerto, se posó en su hombro, picó y tragó. Vino otro, y otro, y otro. Sus chillidos resonaban roncos en el viento que lo agitaba de un lado a otro.

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