En las últimas décadas del siglo XX, un pequeño negocio de importación—exportación era la fachada de la oficina de Ámsterdam de la Patrulla del Tiempo. Su almacén, con oficina anexa, se encontraba en el Indische Buurt, donde la gente de aspecto exótico llamaba poco la atención.
El cronociclo de Manse Everard apareció en la parte secreta del edificio una mañana de mayo. Tuvo que esperar un minuto o así en la salida cuando la puerta le indicó que alguien pasaba por el otro lado que no debería ver que no se trataba simplemente de un revestimiento… sin duda un empleado normal de la compañía. Luego se abrió a su llave. A él le parecía algo rudimentario, pero suponía que se ajustaba a las condiciones locales.
Encontró su camino hasta el administrador, que era también jefe de operaciones de la Patrulla en toda aquella zona de Europa. Normalmente esas operaciones eran rutinarias, o todo lo rutinarias que podían ser cuando se trataba de tráfico arriba y abajo por la historia. Después de todo, no era un cuartel general de entorno. Ni siquiera había parecido estar vigilando un sector especialmente importante, hasta ahora.
—No le esperábamos tan pronto, señor —dijo sorprendido Willem Ten Brink—. ¿Debo llamar a la agente Floris?
—No, gracias —contestó Everard—. Me encontraré con ella más tarde, como habíamos planeado. Simplemente se me ocurrió dar primero un vistazo a la ciudad. No había estado aquí desde… 1952, cuando pasé unos días de vacaciones. Me gustó.
—Bien, espero que lo pase bien. Ya sabe que las cosas han cambiado. ¿Desea un guía, un coche, cualquier tipo de asistencia? ¿Instalaciones para su conferencia?
—Creo que no será necesario. Su mensaje decía que podía explicármelo todo mejor, al menos al principio, en su casa.
A pesar de la obvia decepción del otro hombre, Everard no dejó escapar ninguna pista sobre la naturaleza de la cuestión. Ya era suficientemente delicada sin dar información a gente que no la requería y que no trabajaba fuera de su época de nacimiento. Además, Everard no estaba de¡ todo seguro de la amenaza.
Equipado con un mapa, una cartera llena de gulden, y un par de consejos prácticos, echó a caminar. En un estanco compró tabaco para su pipa y una styippenkart para el sistema de transporte público. No se había instalado el holandés, pero todos los que encontró hablaban un inglés excelente. Con los pies ligeros, vagó.
Treinta y cuatro años eran una larga ausencia (aún mayor, claro está, en su línea de mundo personal. En el ínterin se había unido a la Patrulla, se había convertido en agente No asignado y había serpenteado por el tiempo, por casi todo el planeta. Ahora el Londres de Isabel I o la Pasargadae de Ciro el Grande le eran más conocidas que las calles que recorrería ese día. ¿Había sido realmente tan maravilloso ese verano, o simplemente era joven, sin demasiadas preocupaciones? Medio se temía lo que iba a encontrar.
Las siguientes horas lo tranquilizaron. Ámsterdam no se había convertido en la alcantarilla que mucha gente decía que era. Desde la Presa hasta la Estación Central, estaba llena de jóvenes desaliñados, pero no vio a nadie que causase problemas. En callejones que venían directamente del Damrak podía pasar un rato muy agradable en un café o un pequeño bar con una enorme selección de cervezas. Las tiendas de trapicheo se encontraban a intervalos bastante amplios, colocadas entre negocios normales y librerías extraordinarias. Cuando fue en un recorrido por el canal, el guía con indiferencia señaló el barrio chino, Everard vio edificios de siglos de antigüedad que dignificaban toda la parte vieja de la ciudad. Le habían advertido contra los carteristas, pero no necesitó tomar precauciones contra los ladrones. Había respirado más contaminación en Nueva York y esquivado más cagadas de perro en el parque Gramercy que en cualquier distrito residencial de Ámsterdam. Para almorzar encontró un pequeño y agradable local donde preparaban un excelente plato de anguila. El museo Stedelijke fue una decepción —en lo referente a arte moderno se reconocía un filisteo— pero se perdió en los Rijks, olvidándose de todo lo demás, hasta la hora de cerrar.
Para entonces le quedaba poco tiempo para encontrarse con Floris. La hora había sido sugerencia de él en su conversación telefónica preliminar. Ella no se había opuesto. Era una agente de campo, Especialista de segunda clase, con un rango bastante alto, pero no se atrevía a discutir con un No asignado. Tampoco era una hora tan excéntrica, cuando podías saltar directamente desde donde estuvieses. Probablemente ella se había saltado todo el día después del desayuno.
Por su parte, ese interludio relajado no había matado su estado de alerta. Al contrario. Además, familiarizarse con la ciudad natal de ella, el escenario en el que había crecido, le daba cierto conocimiento sobre Floris. Lo necesitaba. Podrían llegar a trabajar muy estrechamente.
La ruta a pie desde el Musemplein lo llevó por la Singelgracht y por parte del Vondelpark. El agua rielaba, hojas y hierba relucían por la luz del sol. Un chico remaba en una barca alquilada, con su chica en la proa frente a sus ojos; una pareja de pelo gris caminaba de la mano bajo árboles con más años que ellos; una bandada de ciclistas pasó a su lado en medio de una tormenta de gritos y risas. Recordó nuevamente el Oude Kerk, los Rembrandt, sí, los Van Gogh que todavía no había visto, toda la vida que palpitaba en la ciudad hoy y en el pasado y el futuro, todo lo que la producía y la alimentaba. Y conocía toda su realidad por un parpadeo espectral, anillos de difracción sobre un espacio-tiempo abstracto e inestable, un resplandor plegado que en cualquier instante podía no sólo dejar de ser sino dejar de haber sido.
Las torres coronadas de nubes, los espléndidos palacios,
los solemnes imperios, el gran globo del mundo,
sí, todo lo que se hereda habrá de disolverse.
Y como este insustancial desfile desvanecido
no dejará tras de sí ni las ruinas…
¡No! Nunca debía permitirse preocuparse de esa forma. Simplemente le apartaría de su deber, que era realizar cualquier operación pragmática y prosaica que fuese necesaria para preservar esa existencia. Apuró el paso.
El edificio de apartamentos que buscaba era uno de una fila en una calle tranquila, una elegante reliquia de aproximadamente 1910. Un directorio de la entrada le indicó que Janne Floris vivía en el cuarto piso. Definía vagamente su profesión como bestuurder, administradora; a efectos de mantener una fachada, estaba en la nómina de la compañía de Ten Brink.
Aparte de eso, Everard sólo sabía que hacía investigaciones de campo en la Roma de la Edad de Hierro, ese periodo en el que la arqueología del norte de Europa empezaba a mezclarse con la historia escrita. Había estado tentado de pedir su informe de servicio, cosa que tenía autoridad para hacer dentro de ciertos límites. Ciertamente aquél no era un entorno cómodo para ninguna mujer, y menos aún una científica del futuro. Se había decidido en contra. Además, el asunto podría no resultar una crisis real. Quizá la investigación no revelaría nada más que un error o confusión, sin necesidad de adoptar medidas correctoras.
Encontró la puerta y pulsó el timbre. Ella abrió. Durante un momento los dos guardaron silencio.
¿Ella estaba también sorprendida? ¿Había ella esperado que un agente No asignado fuese algo más impresionante que un enorme y sencillo tipo con la nariz rota y con las palabras «Medio Oeste», después de todo lo que había pasado, aún escritas en la frente? Ciertamente no había esperado una aparición celestial como la de aquella rubia alta con un vestido tan elegante.
—¿Cómo está? —dijo en inglés—. Soy…
Ella sonrió, una boca ancha de grandes dientes. Nariz respingona, frente alta. Sus rasgos no eran lo que se dice hermosos, aparte del mutable turquesa de los ojos, pero él los admiraba, y su figura podía haber pertenecido a una Juno atlética.
—Agente Everard —terminó ella por él—. Es un honor, señor. —El tono era cálido sin ser sumiso y le estrechó la mano como a un igual—. Bienvenido.
Acercándose al entrar, vio que realmente no era joven. La piel clara había sufrido muchos climas; finas arrugas rodeaban sus labios y ojos. Bien, ella no podía haber conseguido lo que debía haberle valido su rango en unos pocos años, y el tratamiento de longevidad no eliminaba todas las marcas.
Echó un vistazo al salón. Estaba decorado con sencillez y comodidad, como el suyo propio, aunque las cosas de ella no estaban gastadas o apagadas y no se veía ningún recuerdo. ¿Quizá no se atrevía a inventar una explicación para sus visitantes normales… y amantes? Sobre las paredes reconoció una copia de un paisaje de Cuyp y una fotografía astronómica de la Nebulosa del Velo. Entre los libros, en las estanterías de suelo a echo, vio obras de Dickens, Mark Twain, Thomas Mann, Tolkien. Una lástima que los títulos holandeses no le dijesen nada.
—Por favor, siéntese —le animó Floris—. Fume si lo desea. He preparado café, o el té puede estar listo en unos minutos.
—Gracias, el café será perfecto. —Everard se sentó en un sillón. Ella trajo de la cocina la cafetera, tazas, eterna y azúcar, lo puso sobre la mesa baja y se sentó en el sillón frente a él.
—¿Prefiere el inglés o el temporal? —le preguntó.
A él le gustaba ese estilo, directo pero sin brusquedad.
—El inglés, por ahora —decidió. La lengua de la Patrulla tenía una gramática capaz de manejar la Cronoquinesia, el tiempo variable y las paradojas asociadas, pero cuando se trataba de asuntos humanos, era tan ineficaz como solían ser los lenguajes artificiales (era poco probable que un esperantista que se golpease el pulgar con un martillo gritase «¡Excremento!»)—. Pretendo entender de forma preliminar y por encima de qué va esto.
—Pensé que vendría preparado. Lo que tengo aquí que no está en la oficina son… oh, fotografías, pequeños objetos, el tipo de cosas que uno se trae de una misión, cosas que no tienen especial valor para la ciencia o cualquier otro más que como recuerdos. ¿No? —Everard asintió. Bien, pensé que si los sacaba del cajón eso le daría una mejor visión del entorno, o que me recordaría observaciones que podrían serle útiles.
Él bebió. El café estaba preparado como a él le gustaba, fuerte y caliente.
—Bien pensado. Los miraré más tarde. Pero, cuando es posible, me gusta empezar oyendo el caso en directo, de primera mano. Los detalles precisos, el análisis erudito, la imagen amplia, vienen más tarde. —En otras palabras, no soy un intelectual, soy un granjero que primero se hizo ingeniero y luego policía.
—Pero yo tampoco he estado en la escena —dijo ella.
—Lo sé. Nadie del cuerpo lo ha estado hasta ahora, ¿no? Sin embargo, se le ha informado del problema de forma detallada, y estoy seguro de que lo ha meditado a la luz de su experiencia, de su campo en particular. Eso la convierte en lo más cercano a un observador que tenemos.
Everard se inclinó hacia delante.
—Vale —siguió diciendo—, le puedo decir lo siguiente: el Mando Intermedio me preguntó si podría investigarlo. Habían recibido un informe sobre inconsistencias en una crónica de Tácito y los tenía preocupados. Los hechos evidentemente se centran en los Países Bajos en el primer siglo d.C. Resulta que ése es su campo, y que usted y yo somos más o menos contemporáneos. —Una generación entre nuestros nacimientos, ¿no?— Así que podríamos cooperar con mayor o menor eficacia. Por eso soy yo el agente No asignado al que llamaron. —Everard señaló David Copperfield para mostrarle que los dos tenían algo más en común—. Barkis está dispuesto. Llamé a Ten Brink y luego a usted casi inmediatamente, y vine rápidamente. Quizá primero debería de haber estudiado mi Tácito. Lo he leído, claro, pero hace mucho tiempo en mi línea de mundo y ahora se me ha vuelto vago. Volví a repasar el material, pero fue un simple repaso, y resulta algo complejo, ¿no? Adelante, instrúyame desde el principio. Si repite algo que ya sepa, ¿qué tiene de malo?
Floris sonrió.
—Tiene unos modales de lo más encantadores, señor —murmuró ella—. ¿Es a propósito? —Por un instante, él se preguntó si no estaría flirteando; pero se puso tensa y procedió, con toda profesionalidad, de un modo académico—:
»Ciertamente sabe que tanto los Anales como las Historias nos llegaron incompletas. De las Historias, el ejemplar más antiguo que sobrevive contiene sólo cuatro libros de los doce originales, y parte del quinto. Esa parte se interrumpe en medio de una descripción de lo que nos preocupa. Naturalmente, cuando se desarrolle el viaje en el tiempo, una expedición irá a su época y recuperará las secciones perdidas. Son muy deseadas. Tácito no es uno de los cronistas más fiables, pero era un notable estilista, un moralista… y para algunos hechos, la única fuente escrita de importancia.
Everard asintió.
—Sí. Los exploradores leen a los historiadores en busca de pistas de lo que deberían buscar y a qué deberían prestar atención, antes de cartografiar lo que realmente ha sucedido. —Tosió—. ¿Por qué estoy explicándole su trabajo? Perdóneme. ¿Le importa si enciendo una pipa?
—En absoluto —dijo Floris ausente, antes de continuar—. Sí, las Historias completas, así como Germania, han sido mis guías personales. He encontrado incontables detalles que difieren de lo que él escribió, pero eso es de esperar. En general, y habitualmente en lo particular, su relato de la gran rebelión y su consecuencia es fiable.
Hizo una pausa, luego dijo con irremediable honradez:
—No he realizado mis investigaciones sola. Nada de eso. Otros están muy ocupados en cientos de años antes y después de mi periodo en particular, en áreas que van de Rusia a Irlanda. Y están ésos, los verdaderamente indispensables, que se quedan en casa para reunir, correlacionar y analizar nuestros informes. Pero, por casualidad, opero en los alrededores de lo que ahora es Holanda y las zonas cercanas de Bélgica y Alemania, durante la época en que la influencia celta estaba desapareciendo, después de la conquista romana de la Galia y cuando el pueblo germánico empezaba a desarrollar una cultura realmente distintiva. Tampoco hemos aprendido mucho, comparado con lo que no sabemos. Somos muy pocos.
Muy pocos, ciertamente —pensó Everard—. Con medio millón de años o más que vigilar, la Patrulla está siempre escasa de personal, siempre dispersa, siempre llegando a compromisos, improvisando. Obtenemos ayuda de los científicos civiles, pero la mayoría de ellos trabajan en civilizaciones milenios en el futuro; sus intereses son en ocasiones demasiado extraños. Y aun así, tenemos que descubrirlas verdades ocultas de la historia, tener una idea de cómo son los momentos cuando sería tan fácil cambiarlos… Desde un punto de vista divino, Janne Floris, probablemente tú vales más para la causa de preservar la realidad que nos produjo que yo.
Su risa afligida le sacó de sus ensoñaciones. Se sintió agradecido; ahora lo asaltaban de forma recurrente.
—Como una profesora, ¿no? —exclamó ella—. Y qué evidente. Por favor, créame, normalmente sé ir directamente al grano. Hoy estoy nerviosa. —Su humor se apagó. ¿Temblaba?—. No estoy acostumbrada a esto. Enfrentarse a la muerte, sí, pero al olvido, a la nada de todo lo que he conocido… —Se calló y se sentó recta—. Perdóneme.
Una vez llenada la pipa, Everard encendió una cerilla y envió la primera bocanada a la lengua.
—Descubrirá que es muy dura —le aseguró—. Lo ha demostrado. Quiero oír sus experiencias de campo.
—Más tarde. —Durante un instante apartó la vista. Él creyó detectar miedo, Sus ojos volvieron a él, las palabras se hicieron más intensas—. Hace tres días, un agente especial me llamó para una larga discusión. Un equipo de investigación había obtenido su propio texto de las Historias. ¿Lo sabía?
—Ajá. —Aunque su puesta al día había sido breve, a Everard se lo habían dicho. Pura casualidad; ¿o no? (la causalidad puede plegarse sobre sí misma de formas extrañas). Los sociólogos que estudiaban Roma, a principios del siglo II d.C., descubrieron en poco tiempo que necesitaban saber lo que opinaba la clase alta del emperador Domiciano, muerto un par de décadas antes. ¿Realmente le recordaban como a un Stalin o le concedían algunos hechos buenos? Las últimas secciones de Tácito expresaban elocuentemente la visión negativa. Parecía más fácil tomar su obra de una biblioteca privada y duplicarla furtivamente que pedir datos al futuro—. Apreciaron diferencias con respecto a la versión estándar tal y como la recordaban, si es la versión estándar, y una comparación demostró que las diferencias eran radicales.
—Más que errores de copia, revisiones del autor o cualquier cosa razonable —remarcó Floris—. Una labor detectivesca demostró que no era una falsificación, sirio una copia auténtica de un manuscrito del propio Tácito. Y, aunque varían la expresiones entre uno y otro, como se esperaría si llevan a dos finales diferentes, la crónica en sí, la línea narrativa, no se divide hasta el libro quinto, muy poco después de la escena en la que la copia que sobrevive se acaba. ¿Es una coincidencia?
—No lo sé —contestó Everard— y mejor que dejemos la cuestión. Da miedo, ¿no? —Se obligó a recostarse, cruzó las piernas, vació la taza y dejó escapar un lento hálito de humo—. Supongamos que me da una sinopsis de la historia… de las dos historias. No tema repetir lo que para usted es elemental. Confieso que sólo recuerdo que los galos y algunos holandeses se rebelaron contra el dominio romano y le dieron al Imperio una buena batalla antes de ser derrotados. Después, sus descendientes se convirtieron en tranquilos siervos romanos y, más tarde, en ciudadanos.
Le contestó la sobriedad.
—Tácito da detalles, y he… hemos confirmado que en general su relato está bien. Empieza con los bátavos, una tribu que vivía en lo que ahora es el sur de Holanda, entre el Rin y el Waal. Ellos, con un cierto número en esa área, no habían sido formalmente incorporados al Imperio, pero se les cobraban impuestos. Todos aportaban soldados a Roma, tropas auxiliares, que servían un tiempo en la Legión y se retiraban con una buena pensión, tanto si se asentaban allí donde se encontraban al ser licenciados como si regresaban a su tierra natal.
»Pero con Nerón el gobierno romano se hizo más y más abusivo. Por ejemplo, se suponía que los frisios debían enviar cierta cantidad de cuero cada año para la fabricación de escudos. En lugar de las pieles de los animales domésticos más pequeños, el gobernador ahora exigía las pieles mayores y más gruesas de los toros salvajes, que eran cada vez más escasos, o el equivalente. Era ruinoso.
Everard sonrió con el lado izquierdo de la cara.
—Los impuestos. Me resulta familiar. Siga.
El tono de Floris se hizo más intenso. Miraba al frente, con los puños sobre el regazo.
—Recuerde que a la caída de Nerón se desató una guerra civil. El año de los tres emperadores (Galba, Oto, Vitelio), luego, en Oriente Próximo, Vespasiano devastando el Imperio con su lucha. Cada uno conseguía las fuerzas que podía, lo que fuese, en cualquier sitio, por cualquier medio, incluido el reclutamiento. Los bátavos, especialmente, vieron cómo sus hijos les eran arrebatados, y no sólo para luchar en una guerra que no tenía sentido para ellos. Algunos oficiales romanos sentían gusto por los jóvenes atractivos.
—Sí. Dale un centímetro a un gobierno y siempre le hará eso a la gente. Ésa fue la razón por la que los padres fundadores de Estados Unidos intentaron limitar los poderes federales. Una lástima que su éxito fuese temporal. Lo siento, no pretendía interrumpirla.
—Bien, había una familia bátava noble, con propiedades, influencia, se decía que descendía de los dioses, que había suministrado a Roma cierto número de soldados. Destacaba entre ellos un hombre que había adoptado el nombre latino de Claudio Civilis. En su casa, descubrimos, se llamaba Burhmund. Se distinguió en muchas acciones durante una larga carrera. Luego llamó a las tribus a las armas, los bátavos y sus vecinos. No era un rústico ingenuo, entiéndalo.
—Lo entiendo. Medio civilizado, y sin duda un tipo inteligente y observador.
—Abiertamente, se declaró a favor de Vespasiano y contra Vitelio, y le dijo a sus seguidores que Vespasiano les daría justicia. Eso facilitó que las tropas germánicas en cualquier lugar desobedeciesen las órdenes y se uniesen a él. Obtuvo varias victorias importantes. El noreste de la Galia se convirtió en un polvorín. Bajo julio Clásico y julio Tutor, los auxiliares galos se pasaron a Civilis, y proclamaron que su provincia era un imperio propio. En la tribu germana de los brúcteros, una profetisa llamada Veleda predijo la caída de Roma. Inspiró aún más los esfuerzos heroicos de los nativos, y su meta fue una confederación independiente.
Eso les suena mucho a los norteamericanos. Empezamos en 1775 luchando por nuestros derechos como ingleses. Luego una cosa llevó a la otra. Everard no habló.
Floris suspiró.
—Bien, la causa de Vespasiano prevaleció. Él mismo permaneció en Oriente Próximo durante varios meses. Tenía allí muchas cosas entre manos, pero escribió a Civilis pidiendo el fin de las hostilidades. Fue rechazado, por supuesto. Después de eso, envió al capaz general Petilio Cerial para que se ocupase del norte. Mientras tanto, los galos y las tribus germánicas luchaban, no podían coordinarse, estropeaban todas las oportunidades que se les presentaban. Entiéndalo, el mando unificado era algo que quedaba más allá de su horizonte intelectual. Los romanos los redujeron con facilidad. Al final, Civilis aceptó encontrarse con Cerial para discutir los términos. Es una escena dramática de Tácito… un puente sobre el Ljssel, del que los obreros habían retirado la parte central… Los dos hombres permanecieron cada uno al extremo del espacio vacío y hablaron…
—Eso lo recuerdo —dijo Everard—. Así terminaba el manuscrito, hasta que se recuperó el resto. Tal como lo recuerdo, los rebeldes recibieron una oferta bastante justa, que aceptaron.
Floris asintió.
—Sí. Fin de las hostilidades, garantías para el futuro y amnistía. Civifis se retiró a la vida privada. Veleda… Tácito no lo dice, pero, aparentemente, ayudó a establecer el armisticio. Me gustaría saber qué fue de ella.
—¿Alguna idea?
—Una suposición. Si va a los museos de Leiden y Middleburg, en Walcheren, verá piedras del siglo II y III, altares, bloques votivos tallados y escritos en latín… —Floris se encogió de hombros—. Probablemente no tiene importancia. El hecho es que esos antepasados nuestros, de los holandeses, se convirtieron en romanos provincianos, razonablemente contentos. —Abrió más los ojos. Agarró el borde del cojín—. Era un hecho.
Sobre ellos cayó el silencio. Qué frágil parecía el sol de la tarde y el sonido del tráfico más allá de las ventanas.
—Ése es Tácito uno, ¿no? —dijo Everard en voz baja al cabo de un rato—. La versión que hemos usado siempre y que yo repasé ayer. No tengo tan claro Tácito dos. ¿Qué cuenta?
Floris contestó sin alzar la voz.
—Que Civilis no se rindió, en gran parte porque Veleda hablaba en contra de la paz. La guerra siguió durante otro año, hasta que las tribus estuvieron completamente subyugadas. Civilis se suicidó antes que ir encadenado a Roma. Veleda escapó a la Alemania libre. Muchos la siguieron. Tácito, el dos, comenta cerca del final de las Historias que la religión de los germanos salvajes había cambiado desde que escribió su libro sobre ellos. Una deidad femenina estaba ganando importancia, la Nertho que describe en Germania. Ahora la compara con Perséfone, Minerva y Bellona.
Everard se pellizcó la barbilla.
—Las diosas de la muerte, la sabiduría y la guerra, ¿eh? Extraño. Los Anses o Aesir o como quiera que los llame, los dioses masculinos del cielo, deberían haber reducido hace tiempo a las viejas figuras telúricas a un segundo plano… ¿Qué tiene que decir sobre lo que sucedía en Roma y en otras partes?
—Esencialmente lo mismo que en el primer texto. Las frases varían a menudo. Igualmente las conversaciones y algunos incidentes; pero los cronistas antiguos y medievales se los inventaban con total libertad, ya sabe, o reflejaban tradiciones que podrían haberse apartado considerablemente de los hechos. Esas variaciones no demuestran que los acontecimientos en sí cambiasen.
—Aparte de en Germania. Bien, era el espacio salvaje. Lo que sucediese allí, durante las primeras décadas, no debería afectar especialmente a las altas civilizaciones, Pero las consecuencias a largo plazo…
—No fueron importantes, ¿no? —A Floris le temblaban las palabras—. Todavía estamos aquí, todavía existimos, ¿no?
Everard chupó la pipa con fuerza.
—Por ahora. Y «por ahora» no tiene sentido en inglés, holandés o lo que sea. Pero no cambiemos todavía al temporal. Lo que tenemos es una anomalía que merece investigarse. Me atrevería a decir que no fue apreciada antes, y «antes» tampoco tiene sentido, por su fecha. Casi toda la atención se centra en otra parte.
Annis Domini 69 y 70. No fueron sólo los años de las revueltas en el norte. No era sólo cuando Kwang Wu-Ti estaba estableciendo el dominio de la tardía dinastía Han, o los Satavahanas dominaban la India, o Vologaeses I luchaba contra los rebeldes e invasores de su propia Persia (comprobé los datos antes de venir aquí. Nada sucede de forma aislada). No era ni siquiera cuando Roma se estaba destruyendo a sí misma, después de que las legiones descubriesen que los emperadores podían hacerse fuera de Roma. No, fue en el año de la guerra judía. Eso era lo que había detenido a Vespasiano y a su hijo Tito después de la victoria sobre Vitelio. El levantamiento de los judíos, la supresión sangrienta de la revuelta, la destrucción del tercer templo… con todo lo que eso significaría para el futuro: judaísmo, cristiandad, el Imperio, Europa, el mundo.
—Entonces es un nexo, ¿no? —susurró Floris.
Everard asintió con gravedad. Siguió aparentando calma.
—Las unidades de la Patrulla están concentradas preservando Palestina. Puede imaginar con facilidad las emociones implicadas, durante cuántos siglos. Fanáticos y filibusteros que quieren cambiar lo que sucedió en Jerusalén, los investigadores apretujados y multiplicando las posibilidades de un fallo fatal, y la situación en sí, la casi infinitud de causas radiando a ese episodio y los efectos que se derivan de él… No pretendo entender la física, pero ciertamente creo en lo que me han enseñado, que el continuo es especialmente vulnerable alrededor de esos puntos. La realidad es inestable incluso tan lejos como en la Germania bárbara.
—¿Y qué podría haberlo cambiado?
—Eso es lo que tenemos que descubrir. Podría ser alguien aprovechándose de las preocupaciones de la Patrulla. O podría ser un accidente, podría ser… no sé. Quizá un daneliano sabría indicar las posibilidades. Nuestro trabajo… —Everard tomó aliento—. Como no tienen alguna improbable pero segura explicación, como una falsificación, esos dos textos son… un aviso. Una señal temprana, una arruga de cambio, algo que «podría haber tenido» consecuencias que hicieron que la historia cambiase a un canal diferente hasta que al final usted y yo y todo lo que nos rodea no hubiese existido… a menos que oigamos el aviso y tomemos los pasos adecuados para evitar lo que «no sucedió»… O, Señor, pasemos a temporal.
Floris miraba la taza.
—¿Podemos esperar? —Una pregunta apenas audible Necesito pensar en ello, para asimilarlo. Para mí nunca fue más que teoría. Realizaba mis investigaciones de campo como una exploradora del siglo XIX en el África negra. Había que tomar precauciones, sí, pero me dijeron que no es fácil alterar la estructura de los acontecimientos y que lo que hiciese, dentro de lo razonable, sería «siempre» parte del pasado. Hoy es como si la tierra se hubiese disuelto bajo mis pies.
—Lo sé. —Lo sé como una pesadilla. La segunda guerra púnica—. Claro. Tómese su tiempo, —«¡Tiempo!»—. Recupere la calma. —Su propia sonrisa le sorprendió por su sinceridad—. Yo tampoco tengo mucha. Mire, suponga que nos relajamos, ya sea por este tema o por cualquier otra cosa. Dentro de un rato, salgamos a tomar una copa y a cenar, a pasarlo bien, para empezar a conocernos. Mañana podemos meternos en esto en profundidad.
—Gracias. —Se pasó la mano por las gruesas trenzas amarillas que llevaba enrolladas sobre la cabeza. Él recordó que las mujeres germánicas llevaban el pelo largo. Como si ella sintiese esa magia que alrededor del mundo todos atribuyen al pelo humano, volvió a recobrar las fuerzas—. Sí, mañana nos enfrentaremos a ello.