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43 D.C.

La playa se extendía de izquierda a derecha, la arena elevándose en dunas donde crecía una hierba gruesa, hasta que la neblina nublaba la vista. Algas, conchas, espinas de pescado y huesos de pájaros yacían esparcidos en la zona más oscura por debajo de la línea de la marea alta. Una pocas gaviotas volaban al viento, que soplaba salvaje, helado. El frío tenía una regusto a sal, tenía el olor de las profundidades. Las olas rompían bajas contra la orilla, se retiraban, volvían a chocar un poco más alto. Más allá rompían con fuerza, resonando huecas, cubiertas de blanco sobre un gris acero en un horizonte que igualmente se perdía en el cielo. Presionaba contra el mundo, aquel cielo, tan incoloro como el mar. Por debajo, las nubes corrían sucias y harapientas. La lluvia caminaba al oeste.

En el interior, las juncias rodeaban los charcos cuyo tono verde alga era la única nota de color. El bosque se alzaba en la distancia. Un arroyo rompía el pantanal hasta la playa. Sin duda los habitantes lo usaban para mover cualquier bote que poseyesen. Sus casas estaban a más de un kilómetro y medio de la costa, una chozas pobres y encorvadas bajo tejados de césped. Salía humo; aparte de eso, nada más se movía.

La nave trajo una viveza súbita. Era una belleza, larga y esbelta, de buena construcción, la proa y la popa elevándose, sin palos pero conducida con rapidez por treinta remeros. Aunque la pintura roja se había desteñido, la madera seguía siendo sólida. Al canto del timonel, la tripulación la trajo a tierra, los hombres saltaron por la borda y la sacaron del agua.

Everard se acercó. Lo esperaron con precaución comedida. Al acercarse, habían visto que estaba sólo. Se aproximó y apoyó la base de la lanza en el suelo.

—Saludos—dijo.

Un tipo grande y lleno de cicatrices que debía de ser el capitán le preguntó:

—¿Eres de esas casas?

Su dialecto hubiese sido difícil de entender si Everard y Floris no hubiesen recibido improntas. (De una lengua danesa de cuatrocientos años en el futuro, lo más cercano disponible. Por suerte, las antiguas lenguas nórdicas no cambiaban muy rápido. Sin embargo, los agentes no podían esperar pasar por nativos, ya fuese del hogar de la nave o de aquellas regiones.)

—No, soy un viajero. Me dirigía allí en busca de refugio para la noche, pero os vi y pensé en oír primero vuestro relato. Debería ser mejor que cualquier cosa que puedan contar ellos. Me llamo Maring.

Normalmente el patrullero simplemente hubiese dicho «Everard», que sonaba como un nombre en otras lenguas. Pero lo usaría en el futuro cuando conociese a Heidhin, a quien esperaba fijar este día. No podían permitirse ser reconocidos… otro cambio en la realidad con imprevistas consecuencias. Floris había sugerido ese apodo, realmente del sur de Germania. También había insistido en que llevara una larga peluca rubia y una barba falsa, así como una nariz a lo Jimmy Durante que desviaría la atención del resto de su persona. Considerando cómo se desvanecían los recuerdos con los años, eso bastaría.

Una sonrisa se abrió en el rostro del marino.

—Y yo soy Vagnio, hijo de Thuthevar, de Hairu, en la tierra de los alvaringos. ¿De dónde vienes tú?

—De lejos. —El patrullero señaló con un pulgar al asentamiento—. Se quedan tras sus paredes. ¿Os tienen miedo?

Vagnio se encogió de hombros.

—Podríamos ser saqueadores, por lo que ellos saben. Esto no es un puerto de escala. Es simplemente una recalada…

Everard ya lo sabía. Flotando en los cronociclos, él y Floris habían observado a la nave, una vez que el análisis reveló que, entre todas las que habían observado, llevaba a una mujer. Un salto al futuro les mostró dónde iba a detenerse; un salto de vuelta al pasado los situó cerca. Floris permaneció sobre las nubes. Explicar su presencia hubiese sido demasiado problemático.

—… para pasar la noche —siguió diciendo Vagnio— y llenar por la mañana los toneles de agua. Pero luego nos dirigiremos a Anglii, con productos para un gran mercado que celebran en esta época del año. Si esa gente quiere, pueden venir, en caso contrario los dejaremos en paz. No tienen nada que valga la pena robar.

—¿Ni siquiera ellos mismos, para ser vendido como esclavos? —La pregunta repugnaba a Everard, pero era natural en la época.

—No, se dispersarían en cuanto nos viesen acercarnos, y también sacarán el ganado que tengan. Por esa razón construyeron ahí. —Vagnio entrecerró los ojos—. Debes de ser de tierra para no saber eso.

—Sí, de los marcomannios. —La tribu estaba a una distancia segura, más o menos donde caería la Checoslovaquia occidental—. Vosotros sois, ¿de Scania?

—No. Los alvaringos tienen media isla en la costa de Geatisb. Pasa la noche con nosotros, Maring, e intercambiaremos historias… ¿Qué miras?

Los marineros se habían reunido deseosos de oír. En su mayoría eran rubios y altos, por lo que bloqueaban la visión de la nave. Un par de ellos se habían movido inquietos, y pudo ver sin trabas. Un joven delgado acababa de saltar a la playa. Levantó los brazos y ayudó a una mujer. Veleda.

No había confusión. Conozco esa cara, esos ojos en el fondo del océano de su diosa. Pero qué joven era hoy, una adolescente esquelética. El viento agitó las trenzas castañas y arremolinó la falda alrededor de sus talones. En los diez o quince metros que los separaban, Everard pensó que veía… ¿qué? Una mirada que buscaba algo más allá de aquel lugar, labios que de pronto se estremecerían y quizá susurrarían, una pena, una pérdida, un sueño. No lo sabía.

Ciertamente no mostraba por él ningún interés, al contrario de lo que había esperado. Se preguntó si siquiera le había mirado. El rostro pálido se apartó. Habló brevemente con su compañero de pelo oscuro. Se alejaron juntos por la playa.

—Ah, ella. —Dedujo Vagnio. Le tocó la inquietud—. Una pareja extraña.

—¿Quiénes son? —preguntó Everard. Ésa también era una pregunta natural, cuando eran muy pocas las mujeres que atravesaban el mar sin ser cautivas. Con el tiempo, los invasores de las costas frisias y jutas traerían a su familias hasta Bretaña, pero eso no sucedería hasta unos siglos después.

A menos que las mujeres escandinavas usasen barcos en esa fecha tan temprana. No tenía esa información. Esas tierras en esos años se habían estudiado poco. No había parecido que representasen ningún problema para el mundo hasta la Völkerwanderung. Sorpresa, sorpresa.

—Edh, hija de Hlavagast y Heidhin, hijo de Viduhada —dijo Vagnio. Everard notó que la había nombrado a ella primero—. Compraron pasaje, pero no para comerciar junto con nosotros. Es más, ella no busca un mercado, sino que quiere que los dejemos, a los dos, en algún sitio. Todavía no ha dicho dónde.

—Mejor será prepararse para la noche, capitán —gruñó un hombre. Los otros lanzaron un murmullo de acuerdo. La oscuridad tardaría horas en llegar y no era probable que empezase a llover. Prefieren no hablar de ella —comprendió Everard—. Vagnio asintió con rapidez. No tienen nada contra ella, estoy seguro, pero ella es, sí, extraña.

Everard se ofreció a ayudar con los preparativos. Con amabilidad brusca, porque un invitado era sagrado, el capitán expresó dudas de que alguien de secano pudiese agilizar los preparativos. Everard se alejó hacia donde Edh y Heidhin habían ido.

Los vio detenerse muy por delante de él. Parecían discutir. Ella realizó un gesto extrañamente imperioso para alguien tan pequeño. Heidhin se dio la vuelta y regresó a grandes zancadas. Edh siguió adelante.

—Ésta podría ser mi oportunidad —subvocalizó Everard—. Veré si puedo entablar conversación con el muchacho.

—Ten cuidado —contestó Floris—. Creo que está molesto.

—Sí. Pero tengo que intentarlo, ¿no?

Era la razón de aquel encuentro, en lugar de simplemente seguir la nave por el agua hacia atrás en el tiempo. No se atrevían a entrar a ciegas en lo que podría ser la fuente de la inestabilidad, el oscuro y fácilmente anulado suceso del que podría surgir todo un futuro. Allí, o eso esperaban, tenían la oportunidad de aprender algo de antemano con riesgo mínimo.

Heidhin se detuvo de golpe, con el ceño fruncido, frente al extranjero. También era un adolescente, quizá un año o dos mayor que Edh. En ese entorno eso lo convertía en adulto, pero todavía era larguirucho, sin haberse llenado del todo, el rostro anguloso oscurecido por poco mas que pelusa. Vestía wadmanl de lana, perfumado en el aire húmedo, y botas manchadas de sal. Al costado le colgaba una espada.

—Saludos —dijo Everard con amabilidad. Eso, en apariencia. Por dentro tenía sudores fríos.

—Saludos —gruñó Heidhin. La hosquedad se hubiese considerado apropiada en la América del siglo xx. Aquí significaba muchos problemas—. ¿Qué quieres? —Hizo una pausa antes de añadir con brusquedad—: No sigas a la mujer. Quiere estar sola.

—¿Está segura aquí? —preguntó Everard: otra pregunta natural.

—No irá muy lejos, y regresará antes de anochecer. Además… —Una vez más se calló. Parecía estar luchando consigo mismo. Everard supuso que el deseo juvenil de ser importante y misterioso derrotó a la discreción. Sin embargo, escuchó palabras de una sinceridad casi horripilante—. Los que la ofendan sufrirán algo peor que la muerte. Es la elegida de una diosa.

¿Realmente el viento soplaba de pronto con más intensidad?

—Entonces, ¿la conoces bien?

—Yo… viajo a su lado.

—¿Desde dónde?

—¿Por qué quieres saberlo? —estalló Heidhin—. ¡Déjame en paz!

—Tranquilo, amigo, tranquilo —dijo Everard. Le ayudaba el hecho de ser grande y maduro—. Me limito a preguntar. Soy extranjero. Con gusto oiría más sobre… Edh, ¿la llamó así el capitán? Y tú Heidhin, creo.

Despertó la curiosidad. El muchacho se relajó un poco.

—¿Qué hay de ti? Nos lo preguntábamos al acercarnos.

—Soy un viajero. Maring de los marcomannios, una gente de la que es posible que no hayas oído hablar nunca. Esta noche ofreceré in¡ relato.

—¿Adónde te diriges?

—A donde me lleve mi suerte.

Heidhin permaneció inmóvil por un momento. Las olas rompieron. Una gaviota chilló.

—¿Podrías ser un enviado? —dijo.

A Everard se le disparó el pulso. Se esforzó en hablar como si tal cosa.

—¿Quién iba a enviarme y por qué?

—Entiende —le soltó Heidhin—, Edh va a donde Niaerdh le indica, en los sueños o por medio de portentos. Ahora ha pensado que es aquí donde deberíamos abandonar la nave e ir a tierra. Intenté decirle que ésta es una región pobre, de población muy dispersa, incluso con criminales en libertad. Pero ella… —Tragó saliva. Se suponía que la diosa la protegía. La fe luchó con el sentido común y encontró un punto medio—. Si viene con nosotros un segundo guerrero…

—¡Oh, maravilloso! —cantó la voz de Floris.

—No sé lo bien que puedo actuar como alguien marcado por el destino —le advirtió Everard.

—Al menos podrás hablar con él.

—Lo intentaré.

A Heidhin:

—Eso es una novedad para mí, compréndelo. Pero podemos hablar sobre ello. Ahora mismo no tengo nada que hacer, ¿y tú? Vamos, paseemos un poco mientras me hablas de ti y de Edh.

El muchacho lo miró cabizbajo. Se mordió el labio, se puso rojo, luego blanco, rojo de nuevo.

—Es más difícil de lo que crees —dijo.

—Pero debo saber, ¿no?, antes de comprometer mi fe. —Everard palmeó el hombro encorvado que tenía delante—. Tómate tu tiempo, pero cuéntamelo todo.

—Edh… ella debería… ella decidirá…

—¿Qué tiene ella que hace que tú, un hombre, esté pendiente de sus palabras? —Muéstrate muy respetuoso—. ¿Es una adivina, una muchacha a la que adorar? Eso sería extraordinario.

Heidbin levantó la vista. Se estremeció.

—Sí, es eso y más que eso. La diosa vino a ella y, ahora que pertenece a Niaerdh, extenderá la furia de Niaerdh por el mundo.

—¿Qué? ¿Y con quién está enfadada la diosa?

—¡Con el pueblo de Romaburh!

—¿Por qué? ¿Qué mal han hecho? En este lugar tan lejano.

—Ellos… ellos… No, es demasiado sagrado para contarlo. Espera a conocerla. Ella te hará tan sabio como considere oportuno.

—Eso es pedirme demasiado —protestó compresiblemente Everard, como habría hecho un vagabundo de mente práctica—. No dices nada de lo que sucedió antes, nada acerca de dónde venís, aunque me harías defender con mi vida a una doncella que provocaría la lujuria de cualquier saqueador, la avaricia de cualquier esclavo…

Heidhin gritó. Desenvainó con rapidez la espada.

—¡Cómo te atreves! —La hoja atacó.

Los reflejos salvaron a Everard. Interpuso la lanza con suficiente rapidez para bloquearla. El hierro se hundió con fuerza. El fresno seco no se rompió. Heidhin volvió a levantar la hoja. Everard agitó su arma. No debo matarlo, está vivo en el futuro, y, además,—no es más que un niño… El impacto hizo un ruido sordo. El golpe en la cabeza debía de haber dejado aturdido a Heidhin, si no, se hubiese roto el mango. En realidad, él se tambaleó.

—¡Contente, patán asesino! —rugió Everard. La alarma y la rabia resonaban en su cráneo. ¿Qué demonios pasa?—. ¿Quieres hombre para tu chica o no?

Aullando, Heidhin saltó hacia él. Esa finta era débil, fácil de evitar. Everard dejó caer la lanza, se acercó, agarró la túnica, asió el cuerpo en movimiento por las caderas y lanzó a Heidhin a dos metros de distancia.

El joven se puso en pie. Buscó el cuchillo al cinto. Hay que acabar con esto. Everard le dio un golpe de kárate en el plexo solar. No muy fuerte. Heidhin se dobló y cayó al suelo, luchando por respirar. Everard se agachó para asegurarse de que no había daños serios, vómitos o algo así.

Wat drommel… ¿Qué es eso? —gritó Floris, consternada.

Everard se puso en pie.

—No lo sé —contestó con sinceridad—, excepto que de alguna forma, en mi ignorancia, he tocado el punto sensible y equivocado. Debe de haber estado muy nervioso, quizá ha pasado días y semanas de preocupación. Recuerda que es muy joven. Algo que he dicho o hecho le ha provocado un ataque de histeria. En esta cultura, ya sabes, entre los hombres, eso suele desembocar en ansia asesina.

—Supongo que no… podrás… arreglar la situación.

—No. Especialmente teniendo en cuenta lo precario que es todo este asunto. —Everard miró a lo largo de la playa. Edh era un diminuto punto de oscuridad, medio perdido en la neblina del mar en la que se internaba. Envuelta en sus sueños, o sus pesadillas, o lo que fuesen, no se había enterado de la pelea—. Mejor que me vaya. Los marineros aceptarán que estoy desconcertado, cierto, ¿no?, pero sin deseos de cortarle la garganta a Heidhin mientras esté indefenso, o darle a él la oportunidad de cortármela más tarde, o molestarme en negociar una reconciliación. Diré que para mí él no es nada, y me iré.

Cogió la lanza, como habría hecho Maring, y se dirigió hacia la nave. Se sentirán decepcionados —pensó con sorna—. Los cotilleos de tierras lejanas son un raro tesoro. Bien, así no tendré que contar esa enrevesada historia que nos inventamos.

—Entonces bien podemos ir directamente a Öland —dijo Floris, en tono igualmente desabrido.

—¿Adónde?

—El hogar de Edh. El capitán lo identificó sin error. Es una larga y estrecha isla en la costa báltica de Suecia. La ciudad de Kalmar se construirá al lado opuesto. Estuve allí una vez de vacaciones. —La voz se hizo nostálgica—. Fue, será, bastante encantadora. Viejos molinos de viento por todas partes, viejos túmulos, villas acurrucadas y, a cada extremo, un faro mirando a un mar por el que flotan los barcos de vela… Pero eso será entonces.

—Parece un lugar que visitaría para visitarme a mí mismo —dijo Everard—. Entonces.

Quizá. Depende de los recuerdos que me lleve de él ahora, mil novecientos años en el pasado. Caminó con dificultad por la playa.

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