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43 D.C.

Fue fácil seguir el viaje de Vagnio desde su partida de Öland. Con habilidad y persistencia, fue posible descubrir que el muchacho y la muchacha habían llegado a su casa desde una aldea situada unos treinta kilómetros al sur. Pero ¿qué había sucedido antes? Eran necesarias algunas preguntas discretas sobre el terreno. Pero primero, Everard y Floris planearon un reconocimiento aéreo durante los meses anteriores. Cuantas más claves tuviesen de antemano, mejor. Vagnio no tenía necesariamente que haberse enterado de un acontecimiento como un asesinato; quizá la familia pudiese ocultarlo. O él y sus hombres podían mantenerlo en secreto frente a un extraño. O Everard podía simplemente no tener la oportunidad de preguntar antes de que las circunstancias lo obligaran a abandonar el campamento de la playa.

Dejando atrás camioneta y caballos, los agentes revolotearon juntos en saltadores separados. Sus plan de búsqueda consistía en una serie de saltos de punto apunto sobre una cuadrícula del espacio-tiempo calculada previamente. Si veían algo inusual, echarían un vistazo más concienzudo durante el tiempo que fuese necesario. El procedimiento no ofrecía garantías, pero era mejor que nada y no tenían una vida infinita que invertir en aquello.

A unos mil quinientos metros por encima de la villa, saltaron de los fuegos del verano a un par de semanas más tarde y permanecieron tras una enorme nube azul. El viento corría penetrante y frío. La vista ofrecía un mar Báltico iluminado por el sol, colinas suecas y bosques al oeste, Öland una mota en el estrecho, con brezo, hierba, madera, rocas, arena… palabras que ningún habitante pronunciaría en los siglos por venir.

Everard activó el escáner a su alrededor. De pronto, se envaró.

—¡Allí! —exclamó al transmisor que llevaba al cuello—. Como a las siete en punto… ¿lo ves?

Floris silbó.

—Sí. Una nave romana, ¿no?, anclada frente a la costa —dijo pensativa—. Es más probable que sea galorromana, de algún puerto como Burdeos o Bolonia, más que del Mediterráneo. Nunca mantuvieron un comercio regular con Escandinavia, pero los hechos hablan de unas cuantas visitas oficiales, y emprendedores ocasionales navegaban hasta Dinamarca y más allá, saltándose la larga cadena de intermediarios. Especialmente por el ámbar.

—Esto podría ser importante. Comprobémoslo. —Everard amplió la imagen.

Floris ya lo había hecho. Soltó un grito.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Everard.

Floris se lanzó hacia abajo. El aire hendido gemía a su espalda.

—¡Detente, loca! —gritó Everard—. ¡Vuelve!

Floris no le hizo caso, no hizo caso a sus oídos a punto de estallar, a nada, sólo a lo que tenía justo delante. Su grito seguía resonando. Podría haber sido el de un halcón, o el de una valquiria furiosa. Everard golpeó los controles con el puño, soltó una maldición e, inexorable, aunque no indefenso, la siguió a menor velocidad. Se detuvo a unos treinta metros de altura, manteniendo el sol a la espalda.

Los hombres, reunidos para contemplar el espectáculo o esperar su turno, lo oyeron. Levantaron la vista y vieron un caballo de la muerte que se abalanzaba sobre ellos. Gimieron y corrieron en todas direcciones. El que estaba sobre la chica la soltó, se puso de rodillas y sacó el cuchillo. Quizá pretendía matarla, quizá sólo fuese un reflejo defensivo. No importaba. Un rayo de energía color zafiro le golpeó la boca. Cayó a sus pies. De un agujero en la base del cráneo salía el humo de su cerebro.

Floris hizo girar el ciclo. Situada a la altura de un hombre, disparó al que estaba más cerca. Herido en el vientre, gimió y pataleó sobre la hierba, para Everard como un escarabajo al que hubiesen dado la vuelta. Floris persiguió a un tercero y lo derribó con limpieza. Entonces se detuvo, inmóvil sobre la silla durante un minuto. El sudor se le mezclaba con las lágrimas en la cara, tan fría como sus manos.

De pronto respiró profundamente. Guardó la pistola y, con suavidad, descendió al lado de Edh.

Lo hecho hecho está, pensó Everard. Con rapidez, consideró las opciones. Presas de un pánico ciego, los marineros supervivientes corrían por la playa o en dirección a los bosques. Dos que conservaban la cabeza se habían alejado y nadaban en dirección a la nave, donde bullía el horror. El patrullero se mordió el labio hasta que le salió sangre.

—Bueno —dijo en voz alta y monótona. Con saltos por el espacio y puntería precisa mató a todos los que habían bajado a tierra— Finalmente sacó de su dolor al hombre herido. No creo que Janne lo dejase asía propósito. Simplemente se olvidó. Everard volvió a una altitud de quince metros y esperó. Por medio del escáner y el amplificador siguió lo que sucedía debajo.

Edh se sentó. Tenía la mirada perdida, pero se agarró la falda y se la puso por encima de las caderas marcadas. Atado como un cerdo, Heidhin se acercaba a ella.

—Edh, Edh —gemía. Se detuvo cuando el cronociclo se situó entre ellos—. Oh, diosa, vengadora…

Floris desmontó y se arrodilló al lado de Edh. Abrazó a la muchacha.

—Ya ha pasado, cariño —sollozó—. Todo irá bien. Algo así, nunca mas. Eres libre.

—Niaerdh —oyó—. Madre de todos, has venido.

—No tiene sentido negar tu divinidad —gruñó Everard en el receptor de Floris—. Sal de ahí antes de que compliques aún más las cosas.

—No —contestó la mujer—. No lo entiendes. Tengo que darle el poco consuelo del que sea capaz.

Everard permaneció mudo. Los marineros del canal tiraban frenéticos del ancla.

—Desátame —suplicó Heidhin—. Déjame llegar hasta ella.

—Quizá sí que lo entiendo —dijo Everard—. Pero hazlo con rapidez, ¿vale?

El aturdimiento de Edh desaparecía, pero lo sobrenatural le teñía los ojos avellanados.

—¿Qué deseas de mí, Niaerdh? —susurró—. Soy tuya. Como siempre lo fui.

—¡Mata a los romanos, a todos los romanos! —bramó Heidhin—. Te pagaré con mi vida si lo deseas.

Pobre muchacho —pensó Everard—, tu vida ya nos pertenece cuando nosotros decidamos. Pero no podría esperar que actuaras de forma inteligente después de esto, ¿no? O nunca, por lo que sé. No eres un europeo occidental educado en la era poscristiana. Para ti, los dioses son reales y tu mayor deber es la venganza.

Floris acarició el pelo enmarañado. Con el brazo libre atrajo hacia sí el cuerpo ligero, apestoso y tembloroso.

—Sólo quiero tu seguridad, tu felicidad —dijo—. Te quiero.

—Me salvaste porque —murmuró Edh—, porque… porque debo … ¿qué?

—Escúchame, Floris, por el bien de todos —dijo Everard entre dientes—. El tiempo está desarticulado y no puedes enderezarlo hoy. No puedes, No interfieras mas, o te juro que no habrá un libro de Tácito, quizá ni siquiera dos. No pertenecemos a estos acontecimientos y por eso el futuro está en peligro. ¡Déjalos!

Su compañera se quedó completamente quieta.

—¿Estás preocupada, Niaerdh? —preguntó Edh, como lo haría un niño—. ¿Qué puede preocuparte a ti, la diosa? ¿Que los romanos contaminen tu mundo?

Floris cerró los ojos, los abrió y soltó a la muchacha.

—Es… tu congoja, querida —dijo. Poniéndose en pie—: Vive bien. Vive con valor, libre de temores y pesares. Nos volveremos a ver. —A Everard—: ¿Debo soltar a Heidhin?

—No, Edh puede coger un cuchillo y cortar la cuerda. Él puede ayudarla a regresar a la aldea.

—Cierto. Y eso les vendrá bien a los dos, ¿no? Un pequeño y minúsculo de bien.

Floris montó en el cronociclo.

—Supongo que será mejor que ascendamos en lugar de desaparecer —dijo Everard—. Vamos.

Miró abajo por última vez. Era como si sintiese a los dos mirando y mirando. En el agua, con las velas hinchadas, la nave se dirigía hacia el oeste. Con varias manos de menos y, sin duda, como mínimo un par de oficiales, podría llegar o no a casa. Si lo hacía, la tripulación contaría o no lo que había visto. No tendría mucha credibilidad. Sería más inteligente inventar algo plausible. Claro está, cualquier historia podría ser considerada mentira, un intento de encubrir un motín. En ese caso, los esperaba una muerte desagradable. Quizá probasen suerte entre los germanos, por poco probables que fuesen las expectativas. Sabiendo que su destino no afectaría a la historia, a Everard le importaban bien poco.

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