3

El invierno trajo lluvia, nieve, lluvia otra vez, azotada por vientos crueles, un clima que continuó hasta la primavera. Los ríos corrían por los barrancos, los prados se inundaban, los pantanos rebosaban. Los hombres repartían el grano que tenían almacenado, mataban más ganado tembloroso y apiñado del que habían deseado, iban a cazar más a menudo y conseguían menos piezas que antes. Se preguntaban si los dioses se habrían cansado de la sequía del año anterior pero no de desgarrarla tierra.

Quizá fue un signo de esperanza que la noche en que los brúcteros se encontraron en su lugar sagrado fuese clara, aunque fría. Retazos de nubes corrían al viento, blancas como fantasmas al lado de la luna que se movía entre ellas. Unas pocas estrellas parpadeaban. Los árboles eran enormes oscuridades, sin forma excepto donde las ramas se elevaban casi desnudas hacia el cielo. Sus sonidos eran como una lengua desconocida, respuestas a los gemidos y gruñidos del viento.

El fuego rugía. Las llamas saltaban rojas y amarillas de¡ corazón blanco. Las chispas subían a lo alto para burlarse de las estrellas y morían. La luz apenas tocaba los grandes troncos que rodeaban el claro y parecía moverlos, tan inquietos como las sombras. Se reflejaba en las lanzas y globos oculares de los hombres reunidos, sacaba rostros sombríos de la oscuridad, pero se perdía en las barbas y las ropas gastadas.

Tras el fuego se alzaban las imágenes, formadas por troncos enteros. Woen, Tiw y Donar estaban rajados y grises, cubiertos de musgo y hongos venenosos. Nerha era más reciente, recién pintada para brillar bajo la luna, y la habilidad de un esclavo de las tierras del sur se había ocupado de la talla. Bajo el inquieto resplandor, podría haber estado viva, ser la diosa verdadera. El verraco salvaje que se encontraba sobre el carbón había sido cazado más por ella que por los otros.

No había muchos hombres, y sólo unos pocos eran jóvenes. Todos los que pudieron seguir a sus jefes a través del Rin el pasado verano, para luchar junto a Burhmund el Bátavo contra los romanos. Todavía estaban allí, y en casa se los echaba mucho de menos. Wael-Edh había enviado la noticia de que los jefes de las casas brúcteras deberían reunirse esta noche, hacer una ofrenda y escucharla.

El aliento se les escapó de entre los dientes cuando ella se presentó. Su atuendo era blanco como la luna, adornado con pelaje oscuro, y sobre el pecho relucía un collar de ámbar. El viento producía ondas en su falda y su capa se agitaba como grandes alas. ¿Quién sabía qué pensamientos se cobijaban bajo la capucha? Levantó los brazos, anillos de oro se cerraban a su alrededor como serpientes, y todas las lanzas se inclinaron por ella.

Heidhin, que había preparado el verraco, estaba más cerca del fuego, apartado de los otros. Sacó el cuchillo, se llevó la hoja a los labios, lo volvió a guardar.

—Bienvenida, nuestra dama —la saludó—. Contempla, hemos venido como ordenaste, los que hablan al pueblo, para que a través de ti los dioses les hablen a ellos. Si es tu deseo.

Edh bajo las manos. Aunque no habló alto, su voz se impuso al ruido de la noche. Más que Heidhin, mantuvo un tono desigual, subidas y bajadas como las olas que golpean una costa lejana. Quizá a eso se debía un poco de la grandeza que siempre la rodeaba.

—Escuchadme, hijos de Brucht, porque grandes son mis noticias. La espada está en alto, los lobos y los cuervos comen bien, las brujas de Nerha vuelan con libertad. ¡Salud a los héroes!

»Primero la verdad más antigua. Cuando os llamé aquí, mi deseo era simplemente confortaros. El tiempo ha sido largo, los invitados tienen hambre y el enemigo sigue resistiendo. Muchos de vosotros empiezan a preguntarse por qué estamos aliados con nuestros parientes más allá del río. Tenemos vergüenzas que vengar, pero ningún yugo que destruir. Tenemos un reino que construir con ellos, pero no si nos fallan.

»Sí, tribus entre los galos también se han alzado, pero son frívolos. Sí, Burhmund ha devastado a los ubios, esos perros de Roma, pero los romanos han asolado el campo de nuestros amigos los gugernos. Sí, hemos asediado Mongutiacum y Castra Vetera, pero nos tuvimos que retirar de la primera y la segunda ha resistido mes tras mes. Sí, hemos tenido nuestras victorias en el campo de batalla, pero también derrotas, y siempre muchas pérdidas. Por tanto renovaré mi promesa con vosotros: que Roma caerá, que los huesos de las legiones yacerán esparcidos y que el gallo rojo cantará en todos los tejados de Roma… la venganza de Nerha. Sólo tenemos que seguir luchando.

»Entonces, apenas hoy, seguro que por voluntad de la diosa, un jinete llegó hasta mí enviado por el mismo Burhmund. Castra Vetera, el Viejo Campamento del enemigo, ha caído. Vócula el legado, victorioso en Mongutiacum, está muerto, y Novesium, donde murió, también se ha rendido. Colonia Agripina, orgullosa ciudad entre los ubios, ha pedido conocer los términos de la rendición.

»Nerha mantiene la fe, hijos de Brucht. Éste es el comienzo de la promesa que se cumplirá por completo. ¡Roma caerá!

Sus gritos rasgaron el cielo.

Los arengó un poco más, aunque no mucho, y acabó con tranquilidad:

—Cuando finalmente los guerreros lleguen a casa, Nerha bendecirá sus semillas y tendrán como hijos a hombres para ocupar el mundo. Ahora comed frente a ella, y mañana llevad esperanza a vuestras mujeres.

Levantó una mano. Una vez más ellos bajaron las lanzas. Cogió una rama del fuego para iluminar el camino y se internó en la oscuridad.

Heidhin los guió mientras sacaban la ofrenda del asador, la trinchaban y devoraban la carne olorosa. Sin embargo, dijo poco mientras ellos hablaban de las maravillas que les habían contado. A menudo tenía esos ataques de silencio. Los demás se habían acostumbrado a ellos. Era suficiente con que fuese el hombre de confianza de Wael-Edh y, por derecho propio, un jefe sagaz y rápido. Era esbelto, de rasgos delgados, con entradas blancas en su pelo negro y la barba bien afeitada.

Cuando los huesos fueron depositados en el estercolero y el fuego ardía bajo, en nombre de todos deseó buenas noches a los dioses. Los hombres buscaron hospedaje cerca, donde podrían descansar antes del regreso por la mañana. Heidhin tomó un camino diferente. Su antorcha lo guió por un oscuro sendero hasta que salió de los árboles a un amplio claro, donde la dejó caer para que muriese. Allí la luna corría sobre los montes al oeste, por entre el viento y las nubes fantasmagóricas.

Frente a él había una casa. La escarcha relucía sobre el tejado de paja. En su interior sabía que los parientes dormían en una pared, la gente común en la otra, entremezclados con sus posesiones y herramientas, como en cualquier otro sitio; pero éstos servían a Wael-Edh. Su torre se alzaba más allá, de madera dura, sujetada con hierro, levantada para que ella pudiese estar a solas con su sueño. Heidhin siguió caminando.

Un hombre le interceptó el paso, con la lanza levantada y gritó:

—¡Alto! —Luego, mirando con la luz de la luna—: Oh, vos, mi señor. ¿Queréis dormir?

—No —dijo Heidhin—. La aurora está cerca y tengo un caballo en el refugio para llevarme a casa. Primero hablaré con la dama.

El guardia parecía inseguro.

—No la despertaréis, ¿no?

—No creo que duerma —dijo Heidhin. Indefenso, el hombre le dejó pasar.

Llamó a la puerta de la torre. Una esclava se despertó y la abrió. Al verlo, acercó una astilla de pino a la lámpara de barro y la usó para encender una segunda, que él cogió. Subió por la escalera hasta la habitación de lo alto.

Mientras esperaba —se conocían desde hacía mucho tiempo— Edh se sentó en su taburete alto, mirando las sombras producidas por su propia lámpara, Se agitaban inmensas y malformadas por entre las vigas, los cofres, pellejos y pieles, los artefactos de magia y las cosas que había traído de sus viajes. Debido al frío, se mantenía envuelta en la capa, con la capucha puesta; cuando lo miro, él vio que tenía el rostro tenebroso.

—Saludos —dijo ella en voz baja. Un fantasma de sus labios relució bajo la luz suave.

Heidhin se sentó en el suelo, recostándose contra el panel de la cama. —Deberías descansar —dijo.

—Sabes que no podría, tan pronto.

Él asintió.

—Aun así, deberías. El esfuerzo te dejará en nada.

Creyó detectar una media sonrisa.

—Llevo haciéndolo muchos años y todavía estoy sobre el suelo.

Heidhín se encogió de hombros.

—Bien, entonces duerme cuando puedas. —Sería a intervalos—. ¿En qué has estado pensando?

—En todo, por supuesto —dijo ella con cansancio—. En el significado de esas victorias. En qué hacer a continuación.

Él suspiró.

—Eso pensaba. Pero ¿por qué? Está claro.

La capucha se arrugó a medida que ella, en medio de las sombras, movía la cabeza.

—No lo está. Te comprendo, Heidhin. Un romano ha caído en nuestras manos y crees que deberíamos hacer lo que hacían los guerreros de antaño, dárselo todo a los dioses. Cortar gargantas, romper armas, destruir carros, arrojarlo todo a un cenagal para que Tiw esté contento.

—Una gran ofrenda. Aceleraría la sangre de nuestros hombres.

—Así como enfurecería a los romanos.

Heidhin sonrió.

—Conozco a los romanos mejor que tú, Edh. —¿Había hecho una mueca? Siguió hablando—: Es decir, he tratado con ellos y con los suyos, yo, un jefe guerrero. La diosa te dice poco de esas preocupaciones cotidianas, ¿no? Yo digo que los romanos no son como nosotros. Ellos son pensadores fríos…

—Por tanto los comprendes bien.

—Los hombres me llaman astuto —dijo, sin vergüenza—. Por tanto, empleemos mi ingenio. Yo te digo que una matanza animará a las tribus y nos traerá nuevos guerreros, más de lo que producirá deseos de venganza. —Fingió gravedad—. Además, los dioses estarán alegres. Lo recordarán.

—He pensado en ello —le dijo ella—. Burhmund dice que perdonará a sus hombres…

Heidhin se envaró.

—Ja —dijo—. Ése. Él, medio romano.

—Sólo que los conoce todavía mejor que tú. Considera que una carnicería no sería inteligente. Podría enfurecerlos de forma que cayesen sobre nosotros con toda su fuerza, sin que les importe el coste en cualquier otra zona de su reino. —Edh levantó una palma—. Pero espera. Él también sabe lo que los dioses podrían desear… lo que otros en casa podrían pensar que los dioses quieren. Va a enviarme a uno de los jefes romanos.

Heidhin se puso recto.

—Bien, ¡perfecto!

—Burhmund dice que podemos matar al hombre en el lugar sagrado si es necesario, pero aconseja que controlemos la mano. Un rehén, para cambiar por algo de mayor valor… —Se detuvo un momento—. He pasado este rato de calma invocando a Niaerdh. ¿Quiere sangre o no? No me ha dado ninguna señal. Creo que eso significa que no.

—Los Anses…

Sentada por encima de él, Edh dijo con repentina frialdad:

—Que Woen y el resto se quejen a Niaerdh, Nerha, si quieren. Yo la sirvo a ella. El cautivo vivirá.

Heidhin frunció el ceño mirando al suelo y se mordió el labio.

—Sabes que soy enemiga de Roma y por qué —siguió diciendo ella—. Pero todas esas palabras de destrozarla me parecen cada vez más, a medida que la guerra sigue y sigue, como simples gritos. No es realmente lo que la diosa me ordenó decir, es lo que yo me he dicho que ella quiere que diga. Tuve que repetirlo esta noche, o el encuentro hubiese estado desconcertado y aterrado. Pero ¿realmente podemos ganar algo más que la retirada de Roma de estas tierras?

—¿Podemos ganar incluso eso si nos olvidamos de los dioses? —le soltó él.

—¿O son tus esperanzas de poder y fama las que tendremos que sacrificar? —le respondió ella.

Él la miró con furia.

—Sólo de ti toleraría algo así.

Ella abandonó el taburete. La voz se suavizó.

—Heidhin, viejo amigo, lo siento. No pretendía hacerte daño. Nunca deberíamos pelearlos, nosotros dos.

El hombre también se puso en pie.

—Lo juré una vez… que te seguiría.

Ella tomó sus manos entre las suyas.

—Y bien que lo has hecho. Muy bien.

Cuando levantó la cabeza para mirarlo, la capucha cayó hacia atrás y él te vio el rostro a la luz de la lámpara. Las sombras rellenaban las arrugas y destacaban las mejillas, pero ocultaban el gris de los mechones de la frente.

—Juntos hemos recorrido un largo camino.

—No juré que te seguiría a ciegas —murmuró él, Y tampoco lo había hecho. En ocasiones iba en contra de los deseos de ella, después le demostraba que con razón.

—Muy, muy largo —susurró ella como si no lo hubiese oído. Sus ojos avellanados buscaron en la oscuridad de espaldas a él—. ¿Acabamos aquí, al este del gran río, por los años y las millas que nos han desgastado? Debíamos haber seguido vagando, quizá hasta los bátavos. Su tierra se abre al mar.

—Los brúcteros nos recibieron bien. Hicieron por ti todo lo que pediste.

—Oh, sí. Estoy agradecida. Pero algún día, desde un solo reino de todas las tribus, volveré a observar la estrella que Niaerdh hace brillar sobre el mar.

—Ese reino no será posible a menos que acabemos por completo con los romanos.

—No hables así. Después quizá tengamos que hacerlo. Ahora recordemos cosas más agradables.

La salida del sol teñía de rojo el cielo cuando él se despidió. El rocío manchaba el barro. Cruzó la pequeña arboleda en dirección al refugio y a su caballo. Ella tenía paz en la frente, lista para dormir, pero él sujetaba con dedos tensos la empuñadura de su cuchillo.

Загрузка...