La capa

Éramos pequeños.

Yo hacía de Rayo Rojo y me subí al álamo muerto de la esquina de nuestro jardín para escapar de mi hermano, que no hacía de nadie, sólo de sí mismo. Había invitado a unos amigos y habría deseado que yo no existiera, pero yo no podía evitarlo: existía.

Le había cogido su máscara y le dije que cuando llegaran sus amigos les revelaría su identidad secreta. Contestó que me iba a hacer picadillo y se quedó abajo tirándome piedras, pero lanzaba como una chica y pronto trepé hasta estar fuera de su alcance.

Mi hermano se había hecho demasiado mayor para jugar a los superhéroes. Ocurrió de repente, sin previo aviso. Había pasado los días anteriores a Halloween disfrazado de La Raya, tan veloz que al correr el suelo se derretía bajo sus pies. Pero cuando terminó Halloween dijo que ya no quería ser un superhéroe y, más aún, quería que todo el mundo olvidara que alguna vez había sido uno, y olvidarse él mismo; pero yo no le dejaba, y ahí estaba, subido al árbol con su máscara y con sus amigos a punto de llegar.

E1 álamo llevaba años muerto y cada vez que hacía viento arrancaba sus hojas y las esparcía por el césped. La escamosa corteza se astillaba y deshacía bajo mis zapatillas deportivas. Era muy poco probable que mi hermano se decidiera a seguirme -habría sido como rebajarse ante mí-, y yo disfrutaba huyendo de él.

Primero trepé sin pensar, subiendo más arriba que nunca. Entré en una especie de trance de trepador de árboles, embriagado por la altura y por la agilidad de mis siete años. Después escuché a mi hermano gritar que me estaba ignorando (lo cual probaba precisamente que no lo estaba haciendo) y recordé qué era lo que me había impulsado a subirme al álamo en primer lugar. Elegí una rama larga y horizontal en la que podría sentarme con los pies colgando y poner histérico a mi hermano sin miedo a las consecuencias. Me eché la capa detrás de los hombros y seguí trepando, con un claro propósito.

Aquella capa había sido antes mi manta azul de la suerte y llevaba conmigo desde los dos años. Con el tiempo, su color había pasado de un azul intenso y lustroso a un gris de paloma vieja. Mi madre la había recortado para darle forma de capa y le había cosido un relámpago de fieltro rojo en el centro, así como un parche con el distintivo de los marines que había pertenecido a mi padre, con el número atravesado por un rayo. Había llegado de Vietnam entre sus objetos personales, sólo que mi padre no había venido con ellos. Mi madre izó la bandera negra de «desaparecido en combate» en el porche delantero, pero incluso yo ya supe entonces que a mi padre no lo habían hecho prisionero.

Me ponía la capa en cuanto llegaba del colegio y chupaba su dobladillo de satén mientras veía la televisión, la usaba de servilleta en las comidas y la mayoría de las noches me dormía envuelto en ella. Sufría cuando tenía que quitármela, me sentía desnudo y vulnerable sin la capa. Si no tenía cuidado, era tan larga que me tropezaba con ella.

Llegué a la rama más alta y me senté a horcajadas. Si no hubiera estado allí mi hermano para presenciar lo que ocurrió a continuación, yo mismo no lo hubiera creído. Más tarde me habría dicho que se había tratado de una fantasía angustiosa, un delirio fruto del terror y la conmoción del momento.

Nicky estaba a unos cinco metros de mí, mirándome furioso y hablando de lo que me haría cuando bajara. Yo sostenía su máscara, en realidad un antifaz del Llanero Solitario, con agujeros para los ojos, y la agitaba.

– Ven a cogerme, hombre Raya -dije.

– Más te vale quedarte a vivir ahí arriba.

– Tengo rayas en mis calzoncillos que huelen mejor que tú.

– Vale, estás muerto -fue todo lo que dijo mi hermano, que devolvía insultos con la misma habilidad con que tiraba piedras; es decir: ninguna.

– Raya, Raya, Raya -repetí, porque el nombre en sí mismo ya era suficientemente burlón.

Mientras canturreaba avanzaba por la rama. La capa se me había deslizado del hombro y tuve que colocármela con el brazo. Pero cuando intenté seguir avanzando hacia delante tiró de mí y me hizo perder el equilibrio. Escuche cómo se rasgaba la tela y sujetándome con los dos brazos, me aferré con fuerza a la rama, arañándome la barbilla. La rama se hundió bajo mi peso, después rebotó, después se hundió otra vez… y entonces escuché un crujido, un sonido seco y quebradizo que retumbó en el aire fresco de noviembre. Mi hermano palideció.

– ¡Eric! -gritó-. ¡Agárrate, Eric!

¿Por qué me decía que me agarrara? La rama se rompía, lo que necesitaba era alejarme de ella. ¿Es que estaba demasiado asustado como para darse cuenta de ello, o acaso una parte de su subconsciente quería verme caer? Me quedé paralizado, luchando mentalmente por encontrar una solución, y en el momento exacto en que dudé, la rama cedió.

Mi hermano retrocedió de un salto. La rama rota, de metro y medio de longitud, cayó a sus pies y se hizo pedazos. Trozos de corteza y ramitas salieron volando. El cielo giraba a mi alrededor y el estómago me dio tal vuelco que sentí náuseas. Tardé un instante en darme cuenta de que no me estaba cayendo, y de que me encontraba mirando el jardín como si siguiera sentado en una de las ramas altas del árbol.

Dirigí una mirada nerviosa a Nicky, que me la devolvió con la boca abierta.

Yo tenía las rodillas pegadas al pecho y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, como buscando el equilibrio. Flotaba en el aire sin nada que me sujetara. Me tambaleé a la derecha y después a la izquierda, como un huevo que no llega a caerse.

– ¿Eric? -dijo mi hermano con voz débil.

– ¿Nicky? -respondí con el tono de voz de siempre. Una brisa se colaba por entre las ramas desnudas del álamo y las hacía chocar unas contra otras. La capa ondeaba a mi espalda.

– Baja, Eric -dijo mi hermano-. Baja.

Hice un esfuerzo por serenarme y me obligué a mirar por encima de mis rodillas en dirección al suelo. Mi hermano tenía los brazos extendidos hacia el cielo, como si quisiera agarrarme de los tobillos y tirar de mí hacia abajo, aunque estaba demasiado lejos del árbol y de mis pies para hacerlo.

Algo brilló cerca de mí y levanté la vista. La capa había estado sujeta a mi cuello por un imperdible dorado que atravesaba las dos puntas de la manta, pero había desgarrado una de ellas y ahora colgaba suelta. Entonces recordé que había oído algo romperse cuando se partió la rama.

El viento sopló de nuevo y el álamo gimió. La brisa se coló entre mi pelo y levantó la capa. La vi alejarse volando, como tirada por cables invisibles y, con ella, voló también mi sujeción. Me precipité hacia delante y aterricé en el suelo a gran velocidad, tanta que ni siquiera tuve tiempo de gritar.

Caí sobre la rama rota y una astilla de gran tamaño se me clavó en el pecho, justo debajo de la clavícula. Cuando se curó me quedó una cicatriz brillante con forma de luna creciente, que se convirtió en mi rasgo de identidad más interesante. Me rompí el peroné, me hice polvo la rótula y me fracturé el cráneo por dos sitios. Me sangraban la nariz, la boca, los oídos.

No recuerdo ir en la ambulancia, aunque me han contado que no llegué a perder la conciencia. Sí recuerdo la cara lívida y asustada de mi hermano, inclinado sobre la mía mientras aún estábamos en el jardín. Tenía mi capa hecha una pelota en sus manos y la retorcía inconscientemente, haciéndole nudos.

Si me quedaba alguna duda de si lo que había sucedido era real, ésta se disipó dos días más tarde. Aún estaba en el hospital cuando mi hermano se ató la capa alrededor del cuello y saltó de las escaleras de entrada a la casa. Rodó por los dieciocho escalones y se golpeó la cara contra el último. En el hospital lo pusieron en mi misma habitación, pero no hablábamos. Él pasó la mayor parte del tiempo dándome la espalda, con la vista fija en la pared. No sé por qué no quería mirarme -tal vez estaba enfadado conmigo porque la capa no le había funcionado, o consigo mismo por pensar que lo haría, o simplemente angustiado por cómo se iban a reír los otros niños de él cuando se enteraran de que se había partido la crisma tratando de imitar a Superman-, pero al menos sí entendía por qué no hablábamos: le habían cosido la mandíbula. Fueron necesarios seis clavos y dos operaciones para devolver a su cara un aspecto más o menos parecido al que tenía antes del accidente.

Para cuando los dos salimos del hospital la capa había desaparecido. Mi madre nos lo dijo en el coche: que la había metido en una bolsa de basura y enviado a la incineradora. El volar se había acabado en casa de los Shooter.

No volví a ser el mismo después del accidente. La rodilla me dolía si caminaba más de la cuenta, cuando llovía o cuando hacía frío. Las luces demasiado fuertes me provocaban intensas migrañas. Me costaba concentrarme durante mucho tiempo, también seguir una clase de principio a fin, y a menudo me ponía a soñar despierto durante un examen. No podía correr, así que se me daban mal los deportes. No podía pensar, así que se me daba mal el colegio.

Intentar seguir el ritmo a los otros chicos era un sufrimiento, de manera que después del colegio me quedaba en casa leyendo cómics. No sabría decir cuál era mi héroe preferido, ni siquiera qué historias me gustaban más. Leía cómics de forma compulsiva, sin extraer de ello ningún placer especial, ni ninguna opinión en especial; los leía simplemente porque cuando veía uno no podía dejar de leerlo. Me había vuelto adicto al papel barato, a los colores chillones y a las identidades secretas. Leer aquellos cómics era como estar vivo. El resto de las cosas, en cambio, me resultaban desenfocadas, con el volumen demasiado bajo y los colores demasiado pálidos.

No volví a volar en diez años.


No me interesaba coleccionar cosas y, si no hubiera sido por mi hermano, habría dejado mis cómics apilados en cualquier parte. Pero él los leía tan compulsivamente como yo, y estaba también bajo su hechizo. Durante años los guardó en bolsas de plástico y ordenados alfabéticamente dentro de unas cajas blancas y alargadas.

Y entonces, un día, cuando yo tenía quince años y Nicky iniciaba su último curso en el instituto Passos, se presentó en casa con una chica, algo insólito. La dejó conmigo en el cuarto de estar, con la excusa de que quería guardar arriba su mochila, y después corrió a nuestra habitación y tiró nuestros cómics, todos, los suyos y los míos, que sumaban casi ochocientos. Los metió en dos bolsas de basura grandes y los sacó por la puerta de atrás.

Yo entendí por qué lo hizo. A Nick no le resultaba fácil salir con chicas. Se sentía acomplejado por su cara reconstruida, que en realidad no tenía tan mal aspecto. La mandíbula y la barbilla le habían quedado demasiado cuadradas, quizá, y con la piel demasiado tirante, de manera que en ocasiones parecía la caricatura de un personaje de cómic siniestro. No es que fuera el hombre elefante, pero cuando intentaba sonreír resultaba bastante patético el modo en que se esforzaba en mover los labios y enseñar sus dientes falsos blancos y fuertes, a lo Clark Kent. Se pasaba el día mirándose al espejo buscando deformidades, los defectos que hacían que los demás chicos lo evitaran. No le resultaba fácil relacionarse con chicas, yo había tenido más experiencias que él y era tres años más joven. Con todo aquello en su contra, no podía permitirse el lujo de no parecer guay. Los cómics tenían que desaparecer.

La chica se llamaba Angie. Era de mi edad y nueva en el colegio, de modo que aún no había tenido tiempo de enterarse de que mi hermano era un pringado. Olía a pachuli y llevaba una gorra de punto con los colores de la bandera jamaicana. Estábamos juntos en clase de literatura y me reconoció. Al día siguiente teníamos un examen sobre El señor de las moscas. Le pregunté si le había gustado el libro y me dijo que aún no lo había terminado, así que me ofrecí a ayudarla a estudiar.

Para cuando Nick terminó de deshacerse de nuestra colección de cómics, ambos estábamos tumbados boca abajo, juntos, viendo Spring Break en la MTV.

Yo había sacado la novela y cuando ella llegó estaba repasando algunos pasajes que había subrayado… algo que no solía hacer. Como ya he dicho, yo era un estudiante mediocre y desmotivado, pero El señor de las moscas me había interesado, había despertado mi imaginación durante una semana o así, me había hecho desear vivir desnudo y descalzo en mi propia isla, con una tribu de niños a los que dominar y dirigir en salvajes rituales. Había leído y releído las partes en las que Jack se pinta la cara, sintiendo deseos de hacer lo mismo, embadurnarme de barro de colores, volverme primitivo, irreconocible, libre.

Nick se sentó junto a Angie, enfurruñado por tener que compartirla conmigo. No podía hablar del libro con nosotros, porque no lo había leído. Él siempre había estado en las clases de literatura avanzada, donde leían a Milton y a Chaucer, mientras que yo sacaba aprobados raspados en ¡Aventuras literarias!, un curso para futuros conserjes y técnicos de aire acondicionado. Éramos chicos tontos y sin futuro, y en premio a nuestra estupidez nos daban a leer los libros que más molaban en realidad.

De vez en cuando Angie miraba el televisor y nos hacía una pregunta provocadora, del tipo: «¿Os parece que está buena esa chica? ¿Os daría corte que una luchadora desnuda en el barro os diera una paliza, o en realidad os gustaría?». No quedaba claro a cuál de los dos se dirigía, y yo respondí casi siempre en primer lugar, sólo para llenar los silencios. Nick se comportaba como si le hubieran cosido otra vez la mandíbula y esbozaba su triste sonrisa cada vez que mis respuestas hacían reír a Angie, que, una vez, mientras se reía con especial entusiasmo, apoyó una mano en mi brazo. Nick se enfurruñó también con eso.


Angie y yo fuimos amigos durante dos años antes de besarnos por primera vez, dentro de un armario y durante una fiesta en la que ambos estábamos borrachos y mientras los demás se reían y gritaban nuestros nombres desde el otro lado de la puerta. Tres meses más tarde hicimos el amor en mi dormitorio, con las ventanas abiertas y envueltos en la suave brisa con aroma a pinos que entraba por la ventana. Después de aquella primera vez me preguntó qué quería ser de mayor y le contesté que quería aprender a volar en ala delta. Yo tenía dieciocho años, ella también y la respuesta nos satisfizo a ambos.

Más tarde, poco después de que ella terminara la escuela de enfermería y ambos nos instaláramos juntos en un apartamento en el centro de la ciudad, me preguntó de nuevo qué quería hacer con mi vida. Yo había pasado el verano trabajando como pintor de brocha gorda, pero aquello se había acabado. Todavía no había encontrado un nuevo trabajo y Angie dijo que debería tomarme tiempo para pensar a lo que realmente deseaba dedicarme. Quería que volviera a la universidad y le prometí que lo pensaría y, mientras lo hacía, se me pasó el plazo de matrícula para el siguiente semestre. Me sugirió hacerme socorrista y dedicó varios días a recopilar todos los papeles necesarios para hacer mi solicitud para entrar en el programa de formación: cuestionarios, y formularios de petición de becas. Todo un montón, que estuvo varios días junto al fregadero, llenándose de manchas de café, hasta que alguno de los dos lo tiró. No era la pereza lo que me impedía hacerlo. Era, simplemente, que me sentía incapaz. Mi hermano estaba estudiando Medicina en Boston y pensaría que intentaba imitarlo en la medida de mis limitadas posibilidades, una idea que me ponía enfermo.

Angie dijo que tenía que haber algo que yo quisiera hacer con mi vida y le contesté que quería vivir en Barrow, Alaska, en los confines del Círculo Polar Ártico, con ella, y criar hijos y perros malamutes y tener un jardín en un invernadero en el que plantaríamos tomates, judías y cannabis. Dejaríamos atrás el mundo de los supermercados, de Internet de banda ancha y de la fontanería. Diríamos adiós a la televisión. En invierno, la luz septentrional pintaría el cielo sobre nuestras cabezas y en el verano nuestros hijos jugarían en libertad, esquiando en las colinas y alimentando a las focas juguetonas desde el muelle situado detrás de nuestra casa.

Acabábamos de empezar nuestra vida adulta y estábamos dando los primeros pasos de vida en común. En aquellos días, cuando yo hablaba de nuestros niños dando de comer a las focas Angie me miraba de una forma que me hacía sentir vagamente convencido e intensamente esperanzado… esperanzado respecto a mí y a lo que acabaría siendo. Angie tenía unos ojos inmensos, no muy diferentes de los de una foca, castaños y con unos círculos dorados brillantes alrededor de sus pupilas. Me miraba sin pestañear, escuchándome con los labios entreabiertos, tan atenta como lo haría un niño con su cuento favorito antes de dormirse.

Pero después de ser arrestado por conducir borracho, la más mínima mención de Alaska la hacía poner caras raras. Que me arrestaran también me hizo perder el trabajo, lo cual, he de admitirlo, no supuso una gran pérdida, puesto que no era más que un empleo temporal como repartidor de pizzas, y Angie luchaba por pagar las facturas. Estaba preocupada y no compartía su preocupación conmigo, sino que me evitaba siempre que podía, algo difícil, pues compartíamos un apartamento de tres habitaciones.

Yo seguía sacando el tema de Alaska de vez en cuando, tratando de atraerla de nuevo a mi lado, pero eso sólo servía para enfadarla aún más. Decía que si yo no era capaz de mantener el apartamento limpio estando en casa solo todo el día, ¿cómo estaría nuestro refugio? Se imaginaba a nuestros hijos jugando entre montones de caca de perro, con el porche delantero hundido, motos de nieve oxidadas y chuchos famélicos sueltos por el jardín. Decía que oírme hablar de aquello le daba ganas de gritar, tan patético era, tan ajeno a la realidad. Decía que temía que yo tuviera un problema, tal vez alcoholismo, o depresión clínica, y que debería ver a alguien, aunque no tuviéramos dinero para ello.

Nada de esto explica por qué me dejó, por qué se marchó sin avisar. No fueron el juicio, ni mis problemas con la bebida ni mi falta de metas. La verdadera razón de que rompiéramos fue más terrible que todo eso, tan terrible que éramos incapaces de hablar de ella. Si Angie la hubiera sacado a colación yo me habría burlado de ella. Y además yo no podía hacerlo, porque mi política consistía en que nunca había sucedido.

Me encontraba preparando la cena (un desayuno en realidad: huevos y beicon), cuando Angie llegó del trabajo. Siempre me gustaba tener la cena preparada cuando ella llegaba, era parte de mi plan para demostrarle que no era un caso perdido. Le dije que cuando estuviéramos en el Yukón tendríamos nuestros propios cerdos, ahumaríamos nuestro propio beicon y mataríamos un lechón para la cena de Navidad. Me dijo que eso ya no le hacía gracia. No fue tanto lo que dijo, sino cómo lo dijo. Yo le canté la canción de El señor de las moscas -mata el cerdo, bébete su sangre- en un intento de hacerle reír por algo que desde el principio no había tenido ninguna gracia, y ella dijo en voz muy alta: «Para, haz el favor de parar». Llegado este momento dio la casualidad de que yo tenía un cuchillo en la mano, que había usado para abrir el paquete de beicon, y ella estaba apoyada en la encimera de la cocina, a unos pocos metros. De repente una imagen vivida se formó en mi cabeza, me imaginé girándome y cortándole la garganta con el cuchillo. En mi imaginación la vi llevarse la mano a la garganta, con sus ojos de bebé foca desorbitados por el asombro, vi sangre de color de zumo de grosella empapando su jersey de cuello de pico.

Y mientras tenía estos pensamientos miré su garganta, y después sus ojos. Ella también me miraba y tenía miedo. Dejó su vaso de zumo de naranja muy despacio en el fregadero, dijo que no tenía hambre y que necesitaba echarse un rato. Cuatro días más tarde bajé a la esquina a comprar pan y leche y cuando volví se había marchado. Me llamó desde casa de sus padres y me dijo que necesitábamos separarnos por un tiempo.

Fue sólo un pensamiento. ¿Quién no ha tenido un pensamiento así alguna vez?


Cuando debía dos meses de alquiler y mi casero me amenazaba con ponerme de patitas en la calle con una orden judicial, decidí que era tiempo de mudarme. Mi madre estaba reformando la casa y le dije que quería ayudarla. Necesitaba hacer algo desesperadamente, no había trabajado en cuatro meses y tenía que presentarme ante el juez en diciembre.

Mi madre había tirado las paredes de mi antiguo dormitorio y quitado las ventanas. Los agujeros de la pared estaban cubiertos con plásticos y el suelo con trozos de escayola. Me instalé en el sótano, en una cama plegable que coloqué entre la lavadora y la secadora, y puse mi televisor en una caja de leche a los pies de la cama. No podía dejarla en el apartamento, la necesitaba para que me hiciera compañía.

Mi madre no era lo que se dice compañía. El primer día de mi vuelta a casa sólo me habló para decirme que no podía usar su coche. Si quería emborracharme y estrellar uno ya podía empezar a ahorrar. Casi toda su comunicación era no verbal. Cuando quería decirme que era hora de que me levantara, daba golpes al suelo del piso de arriba, que retumbaban en todo el sótano. Me hizo saber lo mucho que le disgustaba mi presencia con una mirada feroz, mientras, ayudada de una palanca, arrancaba los tablones del suelo de mi dormitorio, tirando de ellos con furia silenciosa, como si quisiera arrancar también todo rastro de mi infancia en aquella habitación.

El sótano estaba sin terminar, con el suelo de cemento picado y un laberinto de tuberías bajas colgando del techo, pero al menos tenía su propio cuarto de baño, una estancia insólitamente pulcra, con un suelo de linóleo con estampado floral y un bol de popurrí aromático sobre la cisterna. Cuando entraba a echar un pis podía cerrar los ojos, inhalar su aroma e imaginar la brisa meciendo las copas de los altos pinos del norte de Alaska.

Una noche, allí en el sótano me despertó un frío intenso; mi aliento flotaba, de color azul y plata, en el halo de luz del televisor, que me había dejado encendido. Me había bebido un par de cervezas antes de dormirme y tenía tal necesidad de orinar que me dolía. Normalmente dormía con un gran edredón cosido a mano por mi abuela, pero lo había manchado de comida china y echado a lavar, y nunca me acordaba de meterlo en la secadora. Para sustituirlo había saqueado el armario de la ropa blanca justo antes de acostarme, y me había hecho con varios cobertores que usaba cuando era pequeño, entre ellos, una abultada colcha azul decorada con personajes de El imperio contraataca y una manta roja con dibujos de aviones. Ninguna de las prendas por sí sola era lo suficientemente grande para cubrirme del todo, pero las había colocado superpuestas, una sobre los pies, otra para las piernas y la entrepierna y una tercera sobre el pecho. Me habían dado calor suficiente como para quedarme dormido, pero ahora se habían caído y cuando me desperté estaba encogido intentando entrar en calor, con las rodillas casi pegadas al pecho y los brazos alrededor de ellas. Los pies desnudos estaban destapados y no sentía los dedos, como si me los hubieran amputado por congelación.

Tenía la cabeza confusa y sólo estaba despierto a medias. Necesitaba orinar y entrar en calor, así que me levanté y caminé a tientas hasta el cuarto de baño con la manta más pequeña sobre mis hombros, para ahuyentar el frío. Tenía la sensación de estar todavía hecho una pelota con las rodillas pegadas al pecho, aunque, sin embargo, avanzaba. Sólo cuando me encontré frente al retrete buscando la bragueta de mis calzoncillos me di cuenta de que mis rodillas flotaban y que mis pies no tocaban el suelo, sino que colgaban a casi medio metro del retrete.

La habitación parecía dar vueltas, y por un momento me sentí mareado, no por el susto, sino por una especie de maravillada ensoñación. No estaba sorprendido; supongo que algo en mi interior había estado esperando, casi deseando aquel momento en que pudiera volar de nuevo.

Aunque volar no era exactamente lo que estaba haciendo, sino más bien flotar de forma controlada. Era otra vez un huevo, torpe y en equilibrio. Mis brazos se agitaban nerviosos a ambos lados del cuerpo, hasta que los dedos de una mano rozaron la pared y me ayudaron a estabilizarme.

Sentí una tela que se movía sobre mis hombros y bajé la vista con cuidado, temiendo que un movimiento repentino me devolviera al suelo. Por el rabillo del ojo vi el dobladillo brillante de una manta y un trozo de parche, con un emblema rojo y amarillo. La sensación de mareo me invadió de nuevo y me tambaleé en el aire. La manta se deslizó, al igual que aquel día casi catorce años atrás y cayó de mis hombros. En ese mismo instante me precipité al suelo golpeándome una rodilla con el retrete y metiendo una mano dentro, en el agua helada.


***

Me senté con la capa sobre las rodillas, estudiándola, mientras el resplandor plateado del amanecer iluminaba las ventanas del sótano.

Era aún más pequeña de lo que recordaba, del tamaño de una funda de almohada. El relámpago rojo de fieltro seguía cosido a la espalda, aunque un par de puntos se habían soltado y una de las esquinas del relámpago se había despegado. El parche de marine de mi padre seguía en su sitio, como un rayo contra un cielo de fuego.

Por supuesto que mi madre no la había mandado a la incineradora. Ella nunca tiraba nada, pues tenía la teoría de que todo podría necesitarlo más adelante. Acumular cosas era una manía, y no gastar dinero, una obsesión. No sabía nada de reformar casas, pero jamás se le habría pasado por la cabeza contratar a alguien para que la ayudara. Mi dormitorio acabaría destrozado y yo seguiría durmiendo en el sótano hasta que ella tuviera que usar pañales y yo ocuparme de cambiárselos. Lo que ella llamaba autosuficiencia era en realidad pura tacañería, y no pasó mucho tiempo antes de que me contagiara y renunciara a intentar ayudarla.

El dobladillo satinado de la capa era lo suficientemente largo como para que pudiera anudármela alrededor del cuello.

Estuve sentado largo rato en el borde de la cama, con los pies levantados como una paloma en un palomar, y con la manta que me llegaba a la mitad de la espalda. El suelo estaba a tan sólo un metro de mí, pero yo lo miraba como si estuviera a quince. Por fin me decidí y tomé impulso.

Mantuve el equilibrio. Me tambaleé inseguro hacia atrás y hacia delante, pero no me caí. El aire se me quedó en el diafragma y pasaron varios segundos hasta que conseguí expulsarlo, con un bufido equino.

Ignoré los tacones de mi madre golpeando el suelo del piso de arriba a las nueve de la mañana. Lo intentó de nuevo a las diez, esta vez abriendo la puerta y gritándome:«¿Vas a levantarte de una vez?». Le grité que ya estaba levantado y era cierto: estaba a tres metros del suelo.

Para entonces llevaba horas volando… aunque, insisto, llamar volar a aquello trae a la cabeza una clase de imagen concreta, uno piensa en Superman. Imaginen, en lugar de eso, a un hombre sentado en una alfombra mágica con las rodillas apretadas contra el pecho. Ahora eliminen la alfombra mágica y tendrán una idea aproximada.

Tenía una sola velocidad, que podría calificarse de majestuosa. Flotaba como en un desfile. Todo lo que tenía que hacer para deslizarme hacia delante era mirar en esa dirección y allá que iba, propulsado por un gas poderoso, pero invisible, por la flatulencia de los dioses.

Al principio me costó girar, pero poco a poco aprendí a cambiar de dirección del mismo modo que uno rema en una canoa. Conforme me desplazaba por la habitación alargaba un brazo y encogía el otro. Y así, sin esfuerzo, viraba a izquierda o a derecha, dependiendo del remo metafórico que hundiera en el aire. Una vez pillé el truco, girar se convirtió en algo emocionante, como las cosquillas en la boca del estómago cuando uno entra acelerando en las curvas.

También podía elevarme inclinándome hacia atrás, como en un respaldo reclinable. La primera vez que lo intenté subí tan rápidamente que me golpeé la cabeza con una cañería y vi estrellitas y puntos negros delante de los ojos. Pero me reí y me froté el chichón que me estaba saliendo en plena frente.

Cuando por fin dejé de volar, casi llegado el mediodía, estaba exhausto y permanecí echado en la cama mientras todos los músculos me dolían por el esfuerzo de mantener las rodillas encogidas durante tanto tiempo. Me había olvidado de comer y estaba mareado e hipoglucémico. Pero incluso así, tumbado bajo las mantas en el sótano que poco a poco se volvía menos frío, me sentía flotar. Cerré los ojos y me dejé llevar a los infinitos confines del sueño.


A última hora de la tarde me quité la capa y subí a prepararme unos bocadillos de beicon. El teléfono sonó y lo descolgué automáticamente; era mi hermano.

– Dice mamá que no la estás ayudando arriba -dijo.

– Hola. Yo estoy bien, gracias. ¿Y tú?

– También me ha dicho que te pasas el día en el sótano viendo la televisión.

– No hago sólo eso -contesté, pareciendo más a la defensiva de lo que me habría gustado-. Y si tanto te preocupas por ella, ¿por qué no vienes a casa los fines de semana y haces de manitas en la obra?

– Cuando estás en tercero de Medicina no puedes cogerte un fin de semana cuando te apetece. Tengo que planear con antelación hasta cuándo voy al cuarto de baño. Un día de la semana pasada pasé diez horas en urgencias. Se había terminado mi turno, pero entró una mujer mayor con una fuerte hemorragia vaginal…

Al oír aquello me reí, una reacción a la que Nick respondió con un largo silencio de desaprobación. Después continuó.

– Me quedé una hora más hasta asegurarme de que estaba bien. Eso es lo que quiero para ti. Que hagas algo que te saque de tu pequeño mundo.

– Hago cosas.

– ¿Qué cosas? A ver, por ejemplo, ¿qué has hecho hoy durante todo el día?

– Hoy… bueno, no ha sido un día muy normal. No he dormido en toda la noche. He estado… digamos que flotando de un lado a otro. -Reí otra vez sin poder evitarlo.

Nick se quedó callado unos segundos y después dijo:

– Si estuvieras en caída libre, Eric, ¿crees que te darías cuenta?


Salté del borde del tejado como se lanza un nadador desde el borde de una piscina al agua. El estómago me daba vueltas y me picaba la cabeza, un picor ardiente y helado al mismo tiempo, con todo el cuerpo agarrotado y esperando que llegara la caída libre. Éste es el fin de la historia, pensé, y se me ocurrió que toda aquella mañana volando en el sótano no había sido más que una ilusión, una fantasía esquizofrénica, y que ahora me caería y me rompería en pedazos, cuando la ley de la gravedad se impusiera. Pero en lugar de eso descendí, y después me elevé con mi capa de niño ondeando a mi espalda.

Mientras esperaba a que mi madre se fuera a la cama me pinté la cara. Me encerré en el cuarto de baño del sótano y usé una de sus barras de labios para dibujarme una máscara roja y pringosa en forma de anteojos. No quería que nadie me viera mientras volaba y, si lo hacían, pensé que los círculos rojos distraerían a mis testigos potenciales de otros rasgos. Además, pintarme la cara me hacía sentirme bien, me excitaba extrañamente sentir el pintalabios deslizándose sobre la piel. Cuando terminé estuve un rato mirándome en el espejo. Me gustaba mi máscara roja. Era sencilla, pero con ella mis facciones resultaban distintas, raras. Sentía curiosidad por esta nueva persona que me miraba desde el espejo. Curiosidad por lo que quería y por lo que era capaz de hacer.

Una vez que mi madre se hubo encerrado en su habitación subí al piso de arriba y salí por el agujero de la pared de mi dormitorio, donde antes había estado una ventana, y de ahí, al tejado. Faltaban un par de tejas y otras estaban sueltas, colgando torcidas. Otra cosa que mi madre trataría de arreglar ella misma, con tal de ahorrarse unos centavos. Tendría suerte si no se caía del tejado y se partía el cuello. Allí donde el mundo se junta con el cielo cualquier cosa es posible, y nadie lo sabía mejor que yo.

El frío me hacía daño en la cara y entumecía mis manos. Había estado sentado con ellas flexionadas durante largo rato, reuniendo valor para contradecir cien mil años de evolución, gritándome que moriría si me lanzaba desde el tejado. Y al minuto siguiente lo había hecho y me encontraba suspendido en el aire frío y claro, a diez metros del césped.

El lector esperará leer ahora que el entusiasmo me invadió y rompí en gritos de felicidad ante la emoción de volar. Pero no, lo que sentí fue mucho más sutil. El pulso se me aceleró y por un instante contuve el aliento. Poco a poco se adueñó de mí una quietud similar a la que reinaba en el aire. Estaba completamente concentrado en mí mismo, en conservar el equilibrio sobre aquella burbuja incorpórea situada debajo de mí (lo que puede hacer pensar que sentía algo debajo, como un cojín invisible de apoyo; pero no era así, y por eso no paraba de retorcerme para evitar caerme). Tanto por instinto como ya por la costumbre, mantenía las rodillas pegadas al pecho y los brazos alrededor de ellas.

Me deslicé hacia delante y di algunas vueltas alrededor de un arce rojo. El álamo muerto hacía tiempo que había desaparecido del jardín, después de que una ventisca lo partiera en dos y la copa hubiera caído contra la casa y una de las ramas más largas hubiera hecho pedazos una de las ventanas de mi dormitorio, como si aún me buscara para matarme. Hacía frío y éste se intensificaba conforme yo ascendía más y más, pero no me importaba. Quería llegar a lo más alto.

Nuestra ciudad había sido construida en la ladera de un valle que parecía un tosco cuenco salpicado de luces. Escuché un graznido quejumbroso junto a mi oreja izquierda y el corazón me dio un vuelco. Al escudriñar en la espesa oscuridad pude distinguir un ánade real, con cabeza negra brillante y un increíble cuello de color esmeralda, batiendo las alas y mirándome con curiosidad. No permaneció a mi lado mucho tiempo, sino que agachó la cabeza, giró en dirección sur y pronto hubo desaparecido.

Durante un rato no supe adonde me dirigía. Por un momento perdí los nervios, cuando me di cuenta de que no sabía cómo iba a bajar sin caer en picado y estrellarme en el suelo. Pero cuando tuve los dedos completamente agarrotados y la cara insensible por el frío me incliné un poco hacia delante e inicié el descenso con total suavidad, tal y como lo había practicado en el sótano.

Cuando divisé la avenida Powell supe dónde me encontraba. Floté sobre tres manzanas más, elevándome en una ocasión para evitar el cable de un semáforo, y después gané altura de nuevo y me dirigí, como en un sueño, hacia la casa de Angie. Estaría a punto de terminar su turno en el hospital.

Pero se retrasó casi una hora. Me encontraba sentado en el tejado de su garaje cuando hizo su entrada en la rampa conduciendo el viejo Civic marrón que habíamos compartido. Todavía le faltaba el parachoques y el capó estaba abollado, desperfectos que sufrió cuando choqué contra un contenedor en mi desesperado intento por huir de la policía.

Angie iba maquillada y llevaba puesta la falda color lima con estampado de flores tropicales, la que se ponía siempre para las reuniones de personal todos los finales de mes. Sólo que no era fin de mes. Seguí sentado en el tejado metálico del garaje y la observé trotar sobre sus tacones altos hasta la puerta principal de la casa y entrar.

Por lo general, se duchaba siempre al llegar a casa y yo no tenía nada más interesante que hacer.

Me deslicé por una esquina del tejado y floté como un globo negro hacia el tercer piso de la alta y estrecha casa de estilo Victoriano de sus padres. Su dormitorio estaba a oscuras. Me apoyé en el cristal escudriñando en dirección a la puerta, esperando a que se abriera. Pero Angie ya estaba dentro y encendió una lámpara situada a la izquierda de la ventana, sobre una cómoda. Miró por la ventana en mi dirección. Yo también la miré, sin moverme. No podía, estaba demasiado nervioso. Ella miraba por la ventana sin interés y sin mostrar sorpresa alguna. No me veía a mí, tan sólo su reflejo en el cristal, y me pregunté si alguna vez me había visto en realidad.

Floté junto a su ventana mientras se sacaba la falda por la cabeza y se desprendía de su sencilla ropa interior. El baño estaba contiguo a su dormitorio y tuvo el detalle de dejar la puerta abierta. La miré ducharse a través de la mampara transparente. Se tomó su tiempo, levantando los brazos para retirar de la cara sus cabellos color miel mientras el agua caliente le bañaba los pechos. Ya la había visto ducharse antes, pero nunca me había resultado tan interesante. Deseé que se masturbara con la alcachofa de la ducha, algo que, según me contó, solía hacer cuando era adolescente, pero no lo hizo.

Durante un rato la ventana se cubrió de vaho y no podía verla tan claramente, tan sólo su silueta de color rosa pálido moviéndose de aquí para allá. Entonces escuché su voz, estaba al teléfono y le preguntaba a alguien por qué estaba estudiando un sábado por la noche. También dijo que estaba aburrida y que tenía ganas de practicar un juego. Hablaba con un tono entre petulante y erótico.

Cuando el vapor condensado de su habitación se esfumó, en el centro de la ventana se abrió un círculo de cristal limpio. Entonces la vi, con un top blanco sin tirantes y unas braguitas negras de algodón, sentada frente a una mesa pequeña y con el cabello envuelto en una toalla. Había colgado el teléfono y estaba jugando en el ordenador, tecleando un mensaje de vez en cuando. Se había servido una copa de vino blanco y la vi bebérselo. En las películas los mirones espían a modelos bailando en sus apartamentos en ropa interior de encaje, pero lo ordinario también puede resultar pervertido: los labios en la copa de vino, el elástico de unas braguitas de algodón ciñendo un muslo blanco.

Cuando dejó el ordenador parecía satisfecha, pero inquieta. Se metió en la cama, encendió un televisor pequeño y empezó a cambiar de un canal a otro. Se detuvo en uno y se puso a ver a unas focas apareándose. Una trepaba sobre el lomo de la otra y la embestía mientras su capa de grasa temblaba con furia. Angie miró con nostalgia en dirección al ordenador.

– Angie -dije.

Pareció costarle un momento darse cuenta de que había oído algo. Después se sentó y se inclinó hacia delante, escuchando. Repetí su nombre y pestañeó nerviosa. Volvió la cabeza hacia la ventana casi de mala gana, pero de nuevo no vio más que su propio reflejo… hasta que golpeé el cristal.

Entonces encogió los hombros en un acto reflejo y abrió la boca para gritar, aunque no emitió sonido alguno. Transcurrido un instante se levantó de la cama y se acercó hacia la ventana con paso indeciso. Miró afuera y la saludé con la mano. Entonces buscó una escalera bajo mis pies y cuando no la vio levantó los ojos hacia mí. Se tambaleó y apoyó las manos en la cómoda para no caerse.

– Abre la ventana -dije.

Estuvo peleándose con el cerrojo largo tiempo y por fin abrió.

– Dios mío -dijo-. Dios mío, Dios mío. ¿Cómo haces eso?

– No lo sé. ¿Puedo entrar?

Me apoyé en el alféizar, tratando de ponerme cómodo. Tenía un brazo dentro de la habitación pero las piernas me colgaban por fuera.

– No -dijo-. No me lo creo.

– Pues es real.

– ¿Cómo es posible?

– No lo sé, te lo prometo -contesté cogiendo la esquina de la capa-. Pero ya lo había hecho antes, hace mucho tiempo. ¿Sabes lo dé la rodilla y la cicatriz en el pecho? Te dije que me lo hice al caerme de un árbol. ¿Te acuerdas?

Una mirada de sorpresa mezclada con súbita comprensión se dibujó en su cara.

– La rama se rompió y cayó al suelo. Pero tú no. No inmediatamente. Te quedaste en el aire. Llevabas puesta la capa y fue como mágico, no te caíste.

Ella lo sabía, lo sabía y yo ignoraba cómo, porque nunca se lo había contado. Yo podía volar y ella era vidente.

– Me lo contó Nicky -dijo al notar mi confusión-. Me contó que cuando cayó la rama pensó que te había visto volar. Me contó que estaba tan seguro de haberte visto que él intentó volar también y se hizo aquello en la cara. Estábamos hablando y él trataba de explicarme por qué llevaba dientes postizos. Me dijo que por aquel entonces estaba loco. Que los dos lo estabais.

– ¿Cuándo te contó lo de sus dientes? -le pregunté. Mi hermano nunca superó su inseguridad respecto a su cara, su boca sobre todo, y no solía contarle a nadie que llevaba dientes postizos. Angie movió la cabeza.

– No me acuerdo.

Me di la vuelta en el alféizar y apoyé un pie sobre la cómoda.

– ¿Quieres probar lo que se siente al volar?

Tenía la mirada vidriosa por la incredulidad y la boca abierta en una sonrisa aturdida. Entonces ladeó la cabeza y entrecerró los ojos.

– ¿Cómo lo haces? -preguntó-. Lo digo en serio.

– Tiene que ver con la capa, no lo sé exactamente. Magia, supongo. Cuando me la pongo puedo volar, eso es todo.

Puso un dedo junto a uno de mis ojos y recordé el antifaz que me había pintado con carmín.

– ¿Y qué es eso que llevas en la cara? ¿Para qué sirve?

– Me hace sentirme sexy.

– Joder, tío. Mira que eres raro. Y he vivido contigo dos años. -Pese a todo, se reía.

– ¿Quieres volar o no?

Entré del todo en la habitación y me senté en la cómoda con las piernas colgando.

– Siéntate en mi regazo y te llevaré por la habitación.

Paseó la mirada de mi regazo a mi cara, con una sonrisa que se había vuelto maliciosa y desconfiada. Una brisa se colaba por la ventana, a mi espalda, agitando la capa. Angie tembló y se encogió. Entonces se dio cuenta de que aún estaba en ropa interior. Inclinó la cabeza y se quitó la toalla del pelo todavía húmedo.

– Espera un minuto -dijo.

Fue hasta el armario y, detrás de la puerta, se agachó para coger un jersey. Mientras lo hacía un grito lastimero salió del televisor y no pude evitar dirigir la vista hacia la pantalla. Una foca mordía a otra en el cuello con furia, mientras la víctima gemía. El narrador explicaba que los machos dominantes hacían uso de todas las armas a su alcance para alejar a cualquier rival que amenazara su acceso a las hembras de la manada. La sangre derramada sobre la nieve parecía zumo de grosella.

Angie carraspeó para atraer mi atención y cuando la miré su boca me pareció, por un instante, delgada y pálida, con las comisuras torcidas hacia abajo, expresando irritación. De inmediato aparté la vista y me centré de nuevo en el programa de televisión, aunque no me interesaba en absoluto. No pude evitarlo. Es como si yo fuera el polo negativo y la televisión el positivo. Juntos formamos un circuito y nada que quede fuera de él importa. Era igual que cuando leía cómics. Una debilidad, lo admito, pero verla allí juzgándome me puso de mal humor.

Se colocó un mechón de cabello húmedo detrás de la oreja y me dirigió una sonrisa rápida y picara, tratando de aparentar que no había estado mirándome con reprobación. Me incliné hacia atrás y trepó con torpeza hasta sentarse sobre mis muslos.

– ¿Por qué no puedo dejar de pensar que esto no es más que un truco pervertido para hacerme sentar en tu regazo? -preguntó.

Yo me dispuse a despegar y ella dijo:

– Vamos a caernos en…

Me deslicé del borde de la cómoda y me elevé en el aire, inclinándome atrás y adelante mientras Angie se sujetaba con los dos brazos a mi cuello y profería gritos de alegría y miedo al mismo tiempo.

Yo no soy muy robusto, pero aquello no era como cogerla en brazos… sino como si ambos nos balanceáramos en una mecedora invisible suspendida en el aire. Lo único que había cambiado era el centro de gravedad, y yo tenía la impresión de estar maniobrando en una canoa con demasiados pasajeros. La llevé flotando alrededor de la cama, y luego por encima, mientras ella gritaba, y reía y gritaba de nuevo.

– ¡Ésta es la mayor locura! -dijo-. ¡Oh, Dios mío, nadie se lo va a creer! ¿Eres consciente de que vas a ser la persona más famosa de toda la historia?

Mientras hablaba me miraba con los ojos abiertos y brillantes, como solía hacerlo al principio, cuando le hablaba de Alaska. Me dirigí hacia la cómoda para aterrizar, pero cambié de idea y, agachando la cabeza, salí volando por la ventana.

– ¡No! ¿Qué estás haciendo? ¡Joder, qué frío hace!

Me apretaba tan fuerte alrededor del cuello que me costaba trabajo respirar. Volé en dirección al filo plateado de la luna.

– Aguanta el frío -le dije-. Sólo será un minuto. ¿No merece la pena, con tal de poder volar así, como en sueños?

– Sí -contestó-, es increíble.

– Lo es.

Temblaba violentamente, lo que hacía vibrar sus pechos debajo de la delgada blusa de forma interesante. Continué ascendiendo hacia una hilera de nubes ribeteadas de mercurio. Me gustaba cómo se aferraba a mí, sentirla temblar.

– Quiero volver.

– Todavía no.

Yo llevaba abiertos los primeros botones de la camisa y ella hundió la cabeza en mi pecho, apretando su helada nariz contra mi carne.

– Llevaba un tiempo queriendo hablar contigo -dijo-. Esta noche quería haberte llamado. Estaba pensando en ti.

– ¿Y a quién llamaste en mi lugar?

– A nadie -contestó. Entonces se dio cuenta de que había estado escuchando desde detrás de la ventana y añadió-: Bueno, a Hannah, una compañera de trabajo.

– ¿Está estudiando para algún examen? Te oí preguntarle por qué estudiaba un sábado por la noche.

– Volvamos.

– Claro.

Enterró de nuevo la cabeza en mi pecho y su nariz rozó mi cicatriz, una incisión con forma de luna creciente. Precisamente me dirigía hacia ella, la luna, que no parecía estar tan lejos. Angie me pasó el dedo por la cicatriz.

– Es increíble -susurró-. Qué suerte tuviste. Unos pocos centímetros más abajo y esa rama te habría atravesado el corazón.

– ¿Quién dice que no fue así? -dije, y me incliné hacia delante y la solté.

Se aferró a mi cuello y tuve que separar sus dedos uno a uno, antes de que cayera.


Siempre que mi hermano y yo jugábamos a los super-héroes me obligaba a hacer de malo. Alguien tiene que hacer de malo.

Mi hermano lleva tiempo diciéndome que debería volar a Boston una de estas noches y tomarme unas copas con él. Creo que pretende darme algunos consejos de hermano mayor, decirme que tengo que hacer algo con mi vida, avanzar. Tal vez también quiere compartir sus penas conmigo. Porque penas tiene, estoy seguro.

Creo que una de estas noches lo haré… me refiero a ir volando a visitarlo. Le enseñaré la capa y veré si le apetece probársela y lanzarse con ella desde la ventana de un quinto piso.

Tal vez no quiera, después de lo que pasó la última vez, Habrá que animarlo un poco, darle un pequeño empujoncito de hermano menor. Y ¿quién sabe? Quizá si se tira por la ventana con mi capa vuele en lugar de caerse y se pierda flotando en el fresco y quieto abrazo del cielo.

Aunque no lo creo. La capa no le funcionó cuando éramos niños. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

Es mi capa.

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