El teléfono negro

1

Al hombre gordo del otro lado de la calle estaba a punto de caérsele la compra al suelo. Llevaba una bolsa de papel en cada brazo y peleaba por meter una llave en la cerradura trasera de su furgoneta. Finney estaba sentado en las escaleras delanteras del almacén de Poole, con un refresco de uva en la mano, mirándolo. Al hombre gordo se le iba a caer la compra al suelo en el momento en que consiguiera abrir la puerta. La bolsa del brazo izquierdo ya se le había escurrido.

No era sólo gordo, sino grotescamente gordo. Tenía una cabeza afeitada y brillante y en la intersección entre el cuello y la base del cráneo se le formaban dos gruesos pliegues. Vestía una camisa hawaiana de colores estridentes y un estampado de tucanes y lianas, aunque no hacía calor para manga corta. El viento era más bien fresco, y por eso John Finney se acurrucaba y apartaba la cara para resguardarse de él. Tampoco él llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía y habría sido más sensato que esperara a su padre dentro, sólo que no le gustaban las miradas casi feroces que le dirigía el viejo Tremont Poole, como si pensara que iba a romper o a robar algo. Lo que sucedió a continuación es probablemente el mejor número de cine cómico jamás visto, aunque Finney no reparó en ello hasta más tarde. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de globos y en cuanto se abrió la puerta salieron todos disparados… hacia la cara del hombre gordo, que reaccionó como si no los hubiera visto en su vida. La bolsa que llevaba bajo el brazo izquierdo se le cayó, se estrelló contra el suelo y se abrió. Las naranjas rodaron en todas direcciones y las gafas de sol del hombre gordo se le deslizaron de la nariz. Consiguió recuperar el equilibrio y empezó a saltar de puntillas intentando coger los globos, pero era demasiado tarde y éstos se alejaban ya por el aire.

El hombre gordo maldijo y les hizo gestos furiosos con la mano. Después se volvió, bizqueó en dirección al suelo y se arrodilló. Dejó la otra bolsa en la parte de atrás de la furgoneta y empezó a palpar el suelo buscando sus gafas, con tan mala suerte que aplastó con la mano un huevo. Hizo una mueca de desagrado y agitó una mano llena de salpicaduras de yema.

Para entonces, Finney ya trotaba por la carretera tras dejar la botella de refresco en la barandilla del porche.

– ¿Le ayudo, señor?

El señor gordo pareció mirarlo con ojos llorosos y sin comprender.

– ¿Ha visto esa mierda?

Finney miró calle abajo. Los globos estaban ya a diez metros del suelo siguiendo la línea continua de la carretera. Eran negros… todos ellos, tan negros como el pelo de foca.

– Sí, sí. Yo… -Su voz se apagó mientras fruncía el ceño viendo elevarse los globos en el cielo nublado. Su visión lo inquietó ligeramente. A nadie le gustaban los globos negros; además, ¿para qué se usaban? ¿Para funerales festivos? Se los quedó mirando, paralizado por un momento, pensando que parecían uvas negras. Se pasó la lengua por el interior de la boca y por primera vez reparó en que los refrescos de soda que tanto le gustaban tenían un regusto metálico, como si hubiera estado masticando un cable de cobre.

El hombre gordo lo sacó de su ensimismamiento.

– ¿Has visto mis gafas?

Finney apoyó una rodilla en el suelo y miró debajo de la furgoneta. Las gafas del señor gordo estaban debajo del parachoques.

– Aquí están -dijo alargando un brazo entre las piernas del señor gordo para cogerlas-. ¿Para qué son los globos?

– Trabajo de payaso a tiempo parcial. -El hombre gordo tenía medio cuerpo dentro de la furgoneta y sacaba algo de la bolsa de papel que había dejado allí-. Soy Al. ¿Quieres ver algo gracioso?

Finney levantó los ojos a tiempo de ver a Al sosteniendo una lata de acero amarilla y negra, con dibujos de avispas. La agitaba con fuerza y Finney sonrió, pensando que eran serpentinas.

Entonces el payaso le roció la cara con una espuma blanca. Finney intentó girar la cabeza, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que le alcanzara en los ojos. Gritó, y parte de la espuma se le metió en la boca; tenía un sabor fuerte, a producto químico. Sus ojos eran brasas encendidas ardiendo en las cuencas y le quemaba la garganta; jamás en su vida había sentido un dolor semejante, como un frío ardiente que le desgarraba. El estómago se le revolvió y regurgitó el refresco de uva notando su dulzor caliente en la boca.

Al lo había agarrado por el cuello y lo empujaba hacia el interior de la furgoneta. Finney tenía los ojos abiertos, pero sólo veía ráfagas de color naranja y marrón grasiento que crecían, menguaban, chocaban entre sí y después desaparecían. El hombre gordo lo sujetaba del pelo con una mano y con la otra le apretaba la entrepierna, levantándolo. Cuando el interior de su brazo rozó la mejilla de Finney, éste giró la cabeza y le mordió, hundiendo los dientes en la carne gorda y fofa, apretando hasta notar el sabor a sangre.

El hombre gordo gimió y lo soltó un instante, que Finney aprovechó para volver a poner los pies en el suelo. Dio un paso atrás y pisó una naranja. El tobillo se le torció y se tambaleó, a punto de caer al suelo. Entonces el hombre gordo lo sujetó de nuevo por el cuello y lo empujó hacia delante. La cabeza de Finney chocó contra una de las puertas traseras de la furgoneta con un fuerte ruido, y se quedó sin fuerzas.

Al le había pasado un brazo alrededor del pecho y lo empujaba a la parte de atrás de la furgoneta, sólo que no era la parte de atrás de una furgoneta, sino una tolva para carbón por la que Finney se precipitó, a velocidad vertiginosa, en la oscuridad.

2

Una puerta se abrió de golpe. Sus piernas y rodillas se deslizaban sobre un suelo de linóleo. No podía ver gran cosa y un haz de tenue luz gris que revoloteaba juguetón tiraba de él. Se abrió otra puerta y alguien lo arrastró escaleras abajo. Sus rodillas chocaban con cada peldaño.

Al dijo:

– Puto brazo. Debería cortarte el cuello ahora mismo, después de lo que me has hecho.

Finney consideró la posibilidad de ofrecer resistencia. Eran pensamientos distantes, abstractos. Escuchó descorrerse un cerrojo y cruzó una última puerta hasta aterrizar de un empujón, tras pisar un suelo de cemento, en un colchón. El mundo parecía dar vueltas a su alrededor y sentía náuseas. Se tendió de espaldas y esperó a que se le pasara el mareo.

Al se sentó junto a él, jadeando por el esfuerzo.

– Joder, estoy lleno de sangre, como si hubiera matado a alguien. Mira mi brazo -dijo. Después rió secamente y con incredulidad-. Qué tontería. Si no puedes ver nada.

Ninguno de los dos habló y un silencio desagradable llenó la habitación. Finney temblaba, llevaba haciéndolo desde que recuperó la consciencia.

Por fin Al habló:

– Ya sé que me tienes miedo, pero no voy a hacerte más daño. Lo que dije de cortarte el cuello era porque estaba enfadado. Me has hecho polvo el brazo, pero no te guardo rencor. Supongo que así estamos empatados. No estés asustado, porque aquí no va a pasarte nada. Te doy mi palabra, Johnny.

Al escuchar su nombre Finney se quedó completamente quieto y dejó de temblar. No era sólo que aquel hombre gordo supiera su nombre… Era también la manera en que lo había pronunciado, con un tono de leve excitación. «Johnny». Finney sintió un hormigueo recorriéndole el cuero cabelludo y se dio cuenta de que Al le acariciaba el pelo.

– ¿Quieres un refresco? -preguntó-. ¿Sabes lo que te digo? Te voy a traer uno y… ¡espera! -La voz le tembló ligeramente-. ¿Has oído el teléfono? ¿Lo has oído sonar desde algún sitio?

Finney escuchó el suave timbre del teléfono desde una distancia que era incapaz de calcular.

– Mierda. -Al soltó aire con dificultad-. No es más que el teléfono de la cocina. Qué otra cosa iba a… De acuerdo, voy a ver quién es y a coger un refresco para ti y enseguida vuelvo y te lo explico todo.

Finney oyó cómo se levantaba del colchón con dificultad, suspirando profundamente, y enseguida el sonido de las pisadas de sus botas al alejarse. Después se corrió un cerrojo y el teléfono sonó de nuevo escaleras arriba, aunque Finney no lo oyó.

3

Ignoraba qué le diría Al cuando volviera, pero no hacía falta que le explicara nada. Finney ya sabía de qué iba aquello.

El primer chico había desaparecido dos años atrás, justo después de que se derritieran las nieves invernales. La colina detrás de St. Luke's era un montón de barro pringoso, tan resbaladizo que los niños bajaban por él en sus trineos hasta estrellarse abajo contra el suelo. Una niña de nueve años llamada Loren se fue a hacer pis entre los matorrales al final de Mission Road y nunca volvieron a verla. Dos meses más tarde, el 1 de junio, otro chico desapareció. Los periódicos se referían a su secuestrador como «el Abductor de Galesburg», un nombre que, para Finney, era una pobre imitación de Jack el Destripador. Se llevó a un tercer niño el 1 de octubre, cuando el aire estaba impregnado del aroma a hojas muertas que crujían al pisarlas.

Esa noche, John y su hermana Susannah se sentaron en lo alto de las escaleras y escucharon a sus padres discutir en la cocina. Su madre quería vender la casa, mudarse a otro sitio, y su padre dijo que cuando se ponía histérica resultaba odiosa. Algo se cayó o alguien lo tiró. Su madre dijo que no lo soportaba más, que vivir con él la estaba volviendo loca. Su padre le contestó que nadie la obligaba a seguir haciéndolo y encendió el televisor.

Ocho semanas después, justo a finales de noviembre, el Abductor de Galesburg se llevó a Bruce Yamada.

Finney no era amigo de Bruce, jamás había hablado con él, pero lo conocía. Habían jugado de lanzadores en equipos contrarios el verano anterior a la desaparición de Bruce. Bruce Yamada era probablemente el mejor lanzador al que los Cardinals de Galesburg se habían enfrentado jamás; desde luego el más duro. La bola sonaba distinta cada vez que él la lanzaba al guante del catcher, nada que ver con lo que ocurría cuando la lanzaban otros chicos. La pelota de Bruce Yamada sonaba como si alguien acabara de descorchar una botella de champán.

Finney también lanzó bien, sólo perdió un par de carreras, y eso fue porque Jay McGinty lanzó una bola a la izquierda que era imposible de atrapar. Después del partido, en el que Galesburg perdió cinco a uno, los equipos formaron dos filas y los jugadores fueron saludándose, chocando los guantes. Cuando les llegó el turno a Bruce y a Finney hablaron por primera y última vez en vida de Bruce.

– Has jugado duro -dijo éste.

Finney se sorprendió gratamente y abrió la boca para contestar, pero sólo le salió «bien jugado», lo mismo que les había dicho a los demás. Era una felicitación automática que acababa de repetir veinte veces y que salió de sus labios sin poder remediarlo. Deseaba haber dicho algo más original, algo tan guay como «has jugado duro».

No volvió a ver a Bruce durante el resto del verano, y cuando lo hizo, a la salida del cine, no hablaron, se limitaron a saludarse con la cabeza. Unas pocas semanas después Bruce salió del salón de videojuegos de Space Port tras decir a sus amigos que se iba a casa andando, y nunca se le volvió a ver. La draga de la policía encontró una de sus deportivas en la alcantarilla de Circus Street. A Finney le conmocionó pensar que un chico al que conocía había sido secuestrado, despojado de sus zapatillas y que nunca volvería a verlo, pues ya estaba muerto en alguna parte, con la cara sucia, gusanos en el pelo y los ojos abiertos mirando a la nada.

Pero pasó un año, y otro, y no desaparecieron más niños. Finney cumplió los trece, una edad segura, ya que el secuestrador de niños nunca se había llevado a ninguno mayor de doce. La gente pensaba que el Abductor de Galesburg se había marchado a otra parte, había sido arrestado por otro delito o había muerto. Tal vez Bruce Yamada lo mató, pensó Finney una vez después de escuchar a dos adultos preguntarse en voz alta qué habría sido del secuestrador. Tal vez Bruce cogió una piedra mientras lo estaba secuestrando y en cuanto tuvo ocasión le hizo una demostración al secuestrador de su lanzamiento rápido. Eso molaría.

Sólo que Bruce no había matado al secuestrador, sino que el secuestrador lo había matado a él, como a los otros tres niños, y como se disponía a matarlo a él. Finney era ahora uno de los globos negros. No había nadie para tirar de él hacia el suelo, no tenía modo de darse la vuelta y volver por donde había venido. Se alejaba flotando de todo lo que había conocido hasta ahora, hacia un futuro que se abría ante él, tan vasto y desconocido como un cielo de invierno.

4

Se arriesgó a abrir los ojos. El aire le hirió las pupilas y era como mirar a través de una botella de Coca-Cola, todo distorsionado y tintado de un extraño color verde, aunque siempre era mejor que no ver nada. Estaba sobre un colchón, en la esquina de una habitación con paredes blancas de escayola que parecían curvarse en el suelo y en el techo, cerrando la estancia como unos paréntesis. Imaginó -deseó, más bien- que aquello no fuera más que un espejismo fruto de sus lastimados ojos.

No alcanzaba a ver el otro extremo de la habitación, la puerta por la que había entrado. Por lo que sabía, podía estar bajo el agua, explorando las profundidades de color del jade, buceando en el camarote de un transatlántico hundido. A su derecha había un retrete sin asiento y a su derecha, en el centro de la habitación, una caja o cabina negra pegada a la pared. Al principio no supo lo que era, no por lo borroso de su visión, sino por lo fuera de lugar que parecía, un objeto insólito en una celda.

Un teléfono. Grande, anticuado y negro, con el auricular colgando de una horquilla plateada.

Al no le habría dejado solo en una habitación con un teléfono que funcionara. Si así hubiera sido, alguno de los otros niños lo habría usado. Finney lo sabía, pero no pudo evitar experimentar un atisbo de esperanza, tan intenso que casi le hizo llorar. Tal vez él había recuperado la vista antes que los otros chicos. Tal vez los otros seguían ciegos por el veneno de la lata de avispas cuando Al los mató, sin que llegaran a ver el teléfono. Frunció el ceño, abrumado por la fuerza de su desesperación, pero después se deslizó fuera del colchón y rodó hasta el suelo golpeándose la barbilla con el cemento. Una bombilla negra pareció parpadear dentro de su cabeza, justo detrás de los ojos.

Se puso a cuatro patas moviendo despacio la cabeza de un lado a otro, entumecido por un momento y después recobrando la sensibilidad. Empezó a gatear y cruzó una gran superficie del suelo sin que pareciera acercarse lo más mínimo al teléfono. Era como estar en una cinta transportadora que le alejaba cada vez más aunque se esforzara por avanzar con brazos y piernas. A veces, cuando miraba con los ojos entrecerrados en dirección al teléfono, éste parecía respirar, con sus costados subiendo y bajando. En una ocasión tuvo que detenerse a descansar apoyando su frente ardiente en el cemento helado. Era la única forma de conseguir que la habitación dejara de moverse.

Cuando levantó de nuevo la vista comprobó que el teléfono estaba justo encima de él. Se puso de pie, lo agarró en cuanto estuvo a su alcance y tiró del aparato para ayudarse a levantarse. No era realmente antiguo, pero sí viejo, con una clavija y dos campanillas en la parte de arriba y un disco giratorio en lugar de teclas. Encontró el auricular y se lo llevó a la oreja, esperando oír el tono dé llamada. Nada. Pulsó la horquilla de color plata y dejó que volviera a su sitio, pero el teléfono negro continuó silencioso. Marcó el número de la operadora y escuchó tres clics, pero nada al otro lado, no hubo conexión.

– No funciona -dijo Al-. Lleva sin funcionar desde que yo era un niño.

Finney empezó a girar sobre sus talones, pero se detuvo. Por alguna razón no quería establecer contacto visual con su captor, así que se limitó a mirarlo por el rabillo del ojo. La puerta estaba ahora lo suficientemente cerca como para verla y Al estaba de pie en el marco.

– Cuelga -dijo.

Pero Finney se quedó donde estaba, con el auricular en la mano. Transcurrido un instante, Al siguió hablando.

– Ya sé que estás asustado y que quieres irte a casa. Pronto te llevaré, es sólo que… todo se ha jodido y tengo que ir arriba un rato. Ha surgido algo.

– ¿El qué?

– No te preocupes de eso.

Un nuevo atisbo incontrolable de esperanza. Poole, tal vez, el viejo Poole había visto a Al meterlo en la furgoneta y había llamado a la policía.

– ¿Es que alguien ha visto algo? ¿Va a venir la policía? Si me deja irme no diré nada, lo prometo…

– No -dijo el hombre gordo y se rió, áspera y tristemente-. No es la policía.

– ¿Pero sí es alguien? ¿Alguien viene?

El secuestrador se puso rígido y los ojos, tan juntos en su gruesa y fea cara, parecieron tristes y asombrados. No contestó, pero tampoco hacía falta. La respuesta que Finney buscaba estaba en su mirada, en su lenguaje corporal. O bien había ocurrido algo en el camino hacia allí, o había sucedido arriba, en algún lugar.

– Pienso gritar -dijo-. Si hay alguien arriba me oirá.

– No, él no te oirá. No puede, con la puerta cerrada.

– ¿Él?

El semblante de Al se oscureció y sus mejillas se cubrieron de rubor. Finney vio cómo cerraba los puños y después los abría despacio.

– Cuando está cerrada la puerta no se oye nada de lo que pasa en esta habitación. -Al hablaba ahora en tono deliberadamente calmado-. Yo mismo la insonoricé. Así que grita cuanto quieras, no molestarás a nadie.

– Tú eres el que mató a esos otros niños.

– No, yo no. Eso lo hizo otra persona, yo no voy a obligarte a hacer nada que no te guste.

Algo indefinido en la construcción de esta frase -«no voy a obligarte a hacer nada que no te guste»- hizo arder las mejillas de Finney, mientras notaba el cuerpo frío y la carne de gallina.

– Si intentas tocarme te arañaré la cara y cuando alguien venga a visitarte te preguntará qué te ha pasado.

Al lo miró, inexpresivo, asimilando estas palabras, y después dijo:-Ya puedes colgar el teléfono.

Finney colocó el auricular en la horquilla.

– Una vez que estaba aquí sonó -dijo Al-. Fue algo escalofriante, creo que por la electricidad estática. Yo estaba justo al lado cuando sonó y descolgué sin pensar en lo que hacía, ya sabes, para ver si había alguien al otro lado.

Finney no tenía intención de dar conversación a alguien que planeaba asesinarlo en cuanto tuviera oportunidad, así que se sorprendió cuando abrió la boca y se oyó preguntar:-¿Y había alguien?

– No. ¿No te he dicho que no funciona?

La puerta se abrió y se cerró. Durante el segundo que estuvo entreabierta, el hombre gordo, corpulento y desgarbado se deslizó fuera de puntillas como un hipopótamo bailando y desapareció antes de que Finney pudiera abrir la boca para gritar.

5

Gritó de todas maneras. Gritó y empujó la puerta con todo su cuerpo, no porque confiara en que se abriera, sino porque pensaba que si golpeaba el marco alguien podría oírle escaleras arriba. Sin embargo no chilló hasta quedarse ronco; unas cuantas veces le bastaron para convencerse de que nadie iba a oírle.

Dejó, pues, de gritar y se dedicó a explorar su compartimento submarino, tratando de averiguar de dónde procedía la luz. Había dos ventanas de pequeño tamaño, en realidad rendijas acristaladas, cerca del techo, fuera de su alcance y por las que se colaba una luz débil y verde como la hierba. Estaban tapadas con rejillas oxidadas.

Finney estudió una de ellas durante largo rato, y después corrió hacia la pared sin detenerse a pensar en lo débil y exhausto que estaba. Apoyó un pie sobre la escayola y saltó. Logró asir la rejilla durante un instante, pero el entramado de acero estaba demasiado apretado como para meter los dedos, y cayó sobre sus talones y después de espaldas, al suelo, temblando violentamente. Sin embargo, había estado arriba el tiempo suficiente para ver a través del cristal oscurecido por la suciedad. Era una doble ventana situada al nivel del suelo y casi oculta por tupidos matorrales. Si lograba romperla alguien le oiría gritar.

«Los otros habrán pensado lo mismo -se dijo-, y mira de qué les sirvió».

Recorrió de nuevo la habitación y se encontró una vez más de pie frente al teléfono, estudiándolo. Su mirada siguió un delgado cable negro grapado a la escayola. Ascendía unos tres metros por la pared y terminaba en un racimo de filamentos de cobre. Se sorprendió cogiendo el auricular otra vez, lo había hecho sin darse cuenta, y llevándoselo a la oreja; un acto inconsciente que delataba tal desesperanza, tal necesidad, que le hizo encogerse un poco. ¿Por qué instalaría nadie un teléfono en un sótano? Aunque también había un retrete. Tal vez, probablemente -qué pensamiento tan horrible- alguien había vivido una vez allí.

Después se encontró tumbado en el colchón, mirando al techo a través de la oscuridad color de jade, y por primera vez reparó en que no había llorado y en que tampoco tenía ganas de hacerlo. Estaba descansando a propósito, recobrando energías para la siguiente inspección de la habitación. La recorrería entera buscando algo que pudiera usar, hasta que Al volviera. Si encontraba algo, podría usarlo como arma contra él: un trozo de cristal, un muelle oxidado… ¿Tenía muelles el colchón? Cuando se sintiera con fuerzas para moverse otra vez, intentaría averiguarlo.

Para entonces, sus padres tendrían que saber que algo le había ocurrido y estarían histéricos. Pero cuando trató de imaginarse su búsqueda no veía a su madre llorando en la cocina, contestando a las preguntas de la policía, ni tampoco a su padre en la puerta del almacén de Poole apartando la vista de un agente que metía una botella de refresco de uva en una bolsa para analizarla en el laboratorio. En lugar de ello, se imaginó a Susannah de pie sobre los pedales de su bicicleta de diez marchas, recorriendo una calle tras otra de la zona residencial en que vivían, con el cuello de su cazadora vaquera subido y la cara contraída por el viento helado. Susannah era tres años mayor que Finney, pero ambos habían nacido el mismo día, un 21 de junio, un hecho que para ella revestía una importancia mística. A Susannah le encantaba el ocultismo, tenía una baraja de tarot y leía libros sobre la relación entre Stonehenge y los extraterrestres. Cuando eran más pequeños, tuvo un estetoscopio de juguete, que le gustaba colocar en la cabeza de su hermano y usarlo para escuchar sus pensamientos. En una ocasión, Finney sacó cinco cartas al azar de una baraja y Susannah las adivinó todas con sólo colocarle el estetoscopio en la frente -cinco de picas, seis de tréboles, diez y jota de diamantes y as de corazones-, pero nunca más consiguió repetir el truco.

Finney veía a su hermana mayor buscándolo por las calles que, en su imaginación, estaban libres de tráfico y de peatones. El viento soplaba en las copas de los árboles meciendo las ramas desnudas, de forma que parecían arañar fútilmente el cielo encapotado. A veces Susannah cerraba los ojos como para concentrarse mejor en un sonido que la llamaba desde la distancia. Lo escuchaba a él, aguardaba a oír su grito y que éste la guiara hasta él gracias a algún truco de telepatía.

Susannah giraba a la izquierda y después a la derecha, en dos movimientos automáticos, y descubría una calle que nunca antes había visto, un callejón sin salida, a ambos lados del cual había chalets con aspecto de estar abandonados, los jardines delanteros sin cuidar y juguetes esparcidos y olvidados en las rampas de entrada. Al ver esta calle el pulso se le aceleraba; tenía el fuerte presentimiento de que el secuestrador de Finney vivía en algún lugar de esa travesía. Seguía pedaleando más despacio y volviendo la cabeza a un lado y otro, inspeccionando con inquietud cada casa según pasaba por delante de ella. Toda la calle parecía sumida en un silencio improbable, como si todos sus habitantes hubieran sido evacuados semanas atrás junto con sus mascotas y tras haber cerrado todas las puertas y haber apagado cualquier luz. «Ésta no», decía para sí. «Ésa tampoco». Y así continuaba hasta el final de la calle y la última de las casas.

Bajaba un pie y se quedaba quieta apoyada en la bicicleta. Aún no había perdido la esperanza, pero mientras estaba allí parada, mordiéndose el labio, empezaba a pensar que no encontraría a su hermano, que nadie lo haría. Era una calle horrible y el viento soplaba frío. Podía sentir el frío en su interior, un hormigueo gélido detrás del esternón.

Entonces escuchaba un ruido, un tañido metálico que resonaba de forma extraña. Miraba a su alrededor, tratando de localizar su procedencia, y levantaba los ojos hacia el último poste de teléfono de la calle. Unos cuantos globos de color negro se habían quedado enganchados, enredados en los cables. El viento luchaba por liberarlos y se agitaban y chocaban entre sí, tratando de soltarse. Los cables telefónicos los mantenían inamovibles en su sitio. Susannah se estremecía al verlos. Eran aterradores -de alguna manera resultaban aterradores-, como una mancha negra en el cielo. El viento pulsaba las cuerdas que los ataban y las hacía vibrar.

Cuando sonó el teléfono Finney abrió los ojos. La pequeña historia que se había estado imaginando sobre Susannah se evaporó. Había sido una historia, ni siquiera una visión; una historia de fantasmas y el fantasma era él… o lo sería pronto. Se incorporó del colchón, sorprendido al comprobar que era casi de noche… y su vista se posó en el teléfono negro. Tenía la impresión de que el aire vibraba ligeramente como resultado del timbrazo que emitían las oxidadas campanillas al chocar contra la clavija.

Se puso en pie. Sabía que el teléfono no podía sonar realmente -lo que había oído era, seguro, producto de su adormecida imaginación- y sin embargo algo en su interior esperaba que sonara de nuevo. Había sido una tontería permanecer allí tumbado, soñando y malgastando así la luz del día. Necesitaba algo con que defenderse, un clavo torcido, una piedra. Dentro de poco se haría de noche y no podría registrar la habitación sin luz. Se quedó quieto sintiéndose embotado e incapaz de pensar. También tenía frío, hacía frío en aquel sótano. Caminó hacia el teléfono y una vez más se llevó el auricular a la oreja.

– ¿Dígame? -preguntó.

Escuchó al viento silbar fuera de las ventanas. El teléfono estaba en silencio. Se disponía a colgar cuando le pareció que había oído un clic al otro lado de la línea.

– ¿Dígame? -repitió.

6

Cuando la oscuridad llegó y lo envolvió se hizo un ovillo sobre el colchón con las rodillas pegadas al pecho. No durmió y apenas parpadeó mientras esperaba a que la puerta se abriera, el hombre gordo entrara y la cerrara detrás de él, y a que los dos estuvieran solos en la oscuridad. Pero Al no vino. Finney tenía la mente en blanco, concentrado sólo en el latido seco de su pulso y el murmullo distante del viento detrás de los ventanucos. No tenía miedo, lo que sentía era algo más grande que el miedo, un terror narcótico que lo inmovilizaba por completo, le volvía incapaz de pensar siquiera en moverse.

No durmió pero tampoco estaba despierto. Los minutos no transcurrían, no se convertían en horas. Ya no tenía sentido pensar en el tiempo a la manera tradicional. Había un instante y después otro, una sucesión de instantes que transcurrían en una procesión lenta y letal. Sólo salió de su parálisis cuando una de las ventanas comenzó a iluminarse, mostrando un rectángulo de gris acuoso que flotaba en la oscuridad, cerca del techo. Supo, sin ser al principio muy consciente de cómo tenía esa certeza, que no estaba en los planes de Al que él llegara a ver la luz del amanecer. Aquel pensamiento no le infundió esperanzas, pero al menos sí ganas de moverse, así que, con gran esfuerzo, se sentó.

Tenía los ojos mejor, y cuando miró por la ventana que brillaba vio estrellas y luces distorsionadas, pero también pudo ver la ventana con claridad. El estómago le dolía de hambre.

Se obligó a ponerse en pie y empezó de nuevo a recorrer la habitación, buscando algo que le diera ventaja. En uno de los rincones encontró un trozo del suelo de cemento que se había deshecho y convertido en fragmentos granulares del tamaño de palomitas de maíz, bajo los cuales asomaba una capa de arena. Estaba guardándose un puñado de estos granos de arena en el bolsillo cuando escuchó el ruido del cerrojo cuando lo descorrían.

El hombre gordo estaba en el umbral. Ambos se miraron desde una distancia de cuatro metros. Al llevaba calzoncillos de rayas y una camiseta interior blanca, manchada de sudor a la altura del pecho. La extrema palidez de sus gruesas piernas resultaba chocante.

– Quiero desayunar -dijo Finney-. Tengo hambre.

– ¿Qué tal los ojos?

Finney no contestó.

– ¿Qué haces ahí?

Finney le dirigió una mirada furiosa desde su rincón. Al dijo:-No puedo traerte nada de comer. Tendrás que esperar.

– ¿Por qué? ¿Es que tienes invitados arriba y no quieres que te vean bajándome comida?

De nuevo, el rostro de Al se ensombreció y cerró los puños. Cuando contestó, sin embargo, su tono no delataba enfado, sino tristeza y derrota.

– Déjalo -dijo.

Lo que Finney interpretó como un sí.

– Y, si no era para traerme algo de comer, ¿por qué has bajado?-le preguntó.

Al movió la cabeza, mirando a Finney con aire de malhumorado reproche, como si éste le hubiera hecho otra pregunta injusta y a la que se suponía que debía responder. Pero después se encogió de hombros y dijo:

– Sólo quería mirarte.

El labio superior de Finney retrocedió en una ostensible mueca de desprecio, y Al pareció desanimarse.

– Me marcho -dijo.

Cuando abrió la puerta Finney se puso de pie de un salto y empezó a gritar pidiendo ayuda. Al tropezó en el marco de la puerta en su intento por salir deprisa y estuvo a punto de caer al suelo. Después cerró de un portazo.

Finney permaneció en el centro de la habitación, jadeando. No había esperado poder sobrepasar a Al y llegar antes que él a la puerta -estaba demasiado lejos-, sólo había querido medir su capacidad de reacción. Parecía que Gordito era más lento de lo que había pensado. Era lento y había alguien más en la casa, en el piso de arriba. Casi a su pesar, Finney experimentó una necesidad creciente de pasar al ataque, una excitación que se parecía mucho a la esperanza.

Durante el resto del día y de la noche siguiente estuvo solo.

7

Cuando volvieron los dolores de estómago, a última hora de su tercer día en el sótano, tuvo que sentarse en el colchón a rayas y esperar a que pasaran. Era como si alguien le hubiera ensartado un espetón por el costado y estuviera dándole vueltas lentamente. Apretó las muelas hasta que notó el sabor a sangre en la boca.

Más tarde bebió agua de la cisterna del retrete y permaneció un rato allí, de rodillas, investigando los tornillos y las tuberías. No entendía cómo no se le había ocurrido inspeccionar antes el retrete. Trabajó hasta que tuvo las manos rojas y arañadas, tratando de desenroscar un grueso tornillo de hierro de ocho centímetros de diámetro, pero estaba cubierto de óxido y no consiguió soltarlo.

La luz que entraba por el ventanuco en el extremo oeste de la habitación le espabiló, era un rayo de sol amarillo brillante en el que flotaban chispeantes motas de polvo, y se alarmó al darse cuenta de que no recordaba haber estado tumbado tanto tiempo en la colchoneta. Le resultaba difícil hilar pensamientos, razonar las cosas. Incluso después de llevar diez minutos despierto tenía la impresión de que se acababa de levantar. Se encontraba desorientado y con la sensación de tener la cabeza hueca.

Estuvo largo rato sin poder levantarse, sentado con los brazos alrededor del pecho, mientras desaparecía el último rayo de luz y las sombras crecían a su alrededor. En ocasiones se ponía a tiritar con tal violencia que le castañeteaban los dientes. Hacía frío y aún sería peor por la noche. Pensó que no sería capaz de aguantar otra noche como la anterior. Quizá ése era el plan de Al, dejarlo morir de hambre y frío. O tal vez no había ningún plan, tal vez el hombre gordo había muerto de un ataque al corazón y Finney lo seguiría, aunque su muerte sería lenta, minuto a minuto. El teléfono respiraba otra vez. Finney miró cómo sus costados parecían hincharse, desinflarse e inflarse de nuevo.

– Deja de hacer eso -le dijo.

Y el teléfono paró.

Caminó, necesitaba hacerlo para entrar en calor. Salió la luna y por espacio de un tiempo iluminó el teléfono negro con un haz de luz marfileña. La cara le quemaba y de su boca salía humo, como si fuera un demonio y no un niño.

No sentía los pies, de fríos que estaban. Golpeó el suelo en un intento de estimular la circulación, y trató de mover los dedos, pero los tenía demasiado fríos y rígidos, y le dolían. Escuchó a alguien cantar desafinando y se dio cuenta de que era él. La noción del tiempo y los pensamientos iban y venían. Tropezó con algo en el suelo y retrocedió palpando en la oscuridad con ambas manos, tratando de imaginar qué era y si le serviría de arma. No encontró nada y tuvo que admitir que había tropezado con su propio pie. Apoyó la cabeza en el cemento y cerró los ojos.

Le despertó el sonido del teléfono otra vez. Se sentó y lo miró. La ventana que daba al este se había teñido de color azul y plata. Intentaba decidir si el teléfono había sonado realmente cuando volvió a hacerlo, con un sonido penetrante y metálico.

Se levantó y esperó a que el suelo, bajo sus pies, dejara de moverse; era como estar en una cama de agua. El teléfono sonó por tercera vez, al chocar la clavija con las campanillas. La realidad abrasadora del timbrazo le despejó la cabeza por completo, devolviéndole a su ser.

Descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja.

– ¿Dígame?

Oyó el gélido siseo de la electricidad estática.

– John. -Era la voz de un niño al otro lado de la línea. Se le oía tan lejos que parecía que llamaba desde el otro lado del mundo-. Escucha, John. Va a ser hoy.

– ¿Quién es?

– No recuerdo mi nombre -dijo el niño-. Es lo primero que se te olvida.

– ¿Lo primero que se te olvida, cuándo?

– Ya sabes cuándo.

Pero Finney pensó que había reconocido su voz aunque sólo habían hablado una vez.

– ¿Bruce? ¿Bruce Yamada?

– Quién sabe -contestó el niño-. Como comprenderás, a estas alturas no importa.

Finney levantó la vista hacia el cable negro que subía por la pared y se quedó mirando allí donde se terminaba, al bifurcarse en un racimo de hilos de cobre. Decidió que no importaba.

– ¿Qué es lo que va a ser hoy? -preguntó.

– Llamo para decirte que tienes una manera de luchar contra él.

– ¿Cuál?

– La tienes en la mano.

Finney volvió la cabeza y miró el auricular. Se lo había separado de la oreja y podía escuchar el sonido metálico del niño muerto diciéndole más cosas.

– ¿El qué? -preguntó.

– Arena -respondió Bruce Yamada-. Que sea más pesado. No pesa lo suficiente. ¿Entiendes?

– ¿A los otros niños también les sonó el teléfono?

– No preguntes por quién suena el teléfono -dijo Bruce y a continuación dejó escapar una risa queda e infantil. Después añadió-: Ninguno de nosotros lo oyó, sólo tú. Hace falta pasar un rato en la habitación para aprender a oírlo y tú eres el único que ha estado tanto tiempo. Mató a los otros niños antes de que recobraran la consciencia, pero a ti no puede matarte, ni siquiera puede bajar al sótano. Su hermano se pasa las noches en el cuarto de estar hablando por teléfono, es un cocainómano que nunca duerme. Albert lo odia, pero no puede echarlo.

– Bruce, ¿estás ahí de verdad o me estoy volviendo loco?

– Albert también lo oye -contestó Bruce ignorando su pregunta-. A veces, cuando está en el sótano, le llamamos y le gastamos bromas.

– Me encuentro muy débil y no sé si podré enfrentarme a él en este estado.

– Podrás. Jugarás duro. Me alegro de que seas tú, y ¿sabes lo que te digo, John? Susannah encontró los globos.

– ¿De verdad?

– Pregúntaselo cuando estés en casa.

Hubo un clic y Finney esperó oír tono de línea, pero no fue así.

8

Una luz amarillenta había empezado a bañar la habitación cuando Finney escuchó el ya familiar golpe del cerrojo. Tenía la espalda contra la puerta y estaba arrodillado en una de las esquinas de la habitación, allí donde el cemento se había roto hasta revelar el suelo de arena que había debajo. Continuaba con el sabor a cobre viejo en la boca, un regusto que le recordaba al del refresco de uva. Giró la cabeza, pero no se levantó, ocultando con el cuerpo lo que tenía en las manos.

Se sorprendió al ver a alguien que no era Albert, gritó y se levantó tambaleante. El hombre que estaba en la puerta era de pequeña estatura y aunque tenía la cara redonda y regordeta, el resto del cuerpo resultaba demasiado menudo para las ropas que llevaba: una chaqueta militar arrugada y un suéter ancho de punto. Los cabellos desordenados dejaban ver grandes entradas en su frente en forma de huevo, y tenía una de las comisuras de la boca arqueada en una sonrisa de incredulidad.

– Joder -dijo el hermano de Albert-. Sabía que tenía algo escondido en el sótano que no quería que viera, pero ¡joder!

Finney avanzó hacia él con paso vacilante, balbuceando palabras incoherentes, como alguien que se ha quedado largo rato atrapado en un ascensor.

– Por favor…, mi madre. Ayúdeme. Pida ayuda. Llame a mi hermana.

– No te preocupes. Se ha ido, tenía que ir a trabajar -dijo el hermano-. Yo soy Frank. Eh, cálmate. Ahora entiendo por qué se puso histérico cuando lo llamaron del trabajo. Le preocupaba que yo pudiera encontrarte mientras estaba fuera.

Albert apareció detrás de Frank. Llevaba un hacha, que levantó y se echó al hombro como si fuera un bate de béisbol. Su hermano siguió hablando.

– Eh, ¿quieres que te cuente cómo te he encontrado?

– No -dijo Finney-. No, no, no.

Frank hizo una mueca.

– Bueno, como quieras. Te lo contaré otro día. Ya estás a salvo.

Albert levantó el hacha y la clavó en el cráneo de su hermano con un crujido metálico, hueco y húmedo. La fuerza del impacto le salpicó la cara de sangre. Frank cayó hacia delante, con el hacha aún clavada en la cabeza y las manos de Albert en el mango. Al caer lo arrastró con él.

Albert cayó de rodillas en el suelo e inspiró con fuerza y con los dientes apretados. El mango del hacha se deslizó de entre sus dedos y su hermano se desplomó boca abajo con un ruido seco y blando. Albert hizo una mueca y dejó escapar un grito ahogado, mientras miraba a su hermano con el hacha clavada en la cabeza.

Finney estaba apenas a un metro de distancia, respirando entrecortadamente y con el auricular del teléfono apretado contra el pecho. En la otra mano sujetaba un trozo de cable, el que conectaba el auricular con el teléfono negro. Había tenido que morderlo para conseguir arrancarlo. El cable era rígido, no rizado como suelen tener los teléfonos modernos, y Finney se lo había enrollado alrededor de la mano derecha en tres vueltas.

– ¿Has visto eso? -dijo Albert-. ¿Has visto lo que me obligas a hacer? -Entonces levantó la vista y vio lo que tenía Finney en la mano, y su rostro se llenó de confusión-. ¿Qué coño has hecho con el teléfono?

Finney dio un paso hacia él y le asestó un golpe en la nariz con el auricular. Había desenroscado el disco del transmisor, rellenado el interior de arena y después lo había vuelto a enroscar. Al chocar con la cara de Albert hizo un ruido como de plástico roto, sólo que en esta ocasión lo que se había roto no era plástico. El hombre gordo profirió un grito ahogado y la sangre manó de sus fosas nasales. Levantó una mano. Finney le golpeó de nuevo en la mano con el auricular, aplastándole los dedos.

Albert dejó caer la mano destrozada y lo miró, al tiempo que de su garganta salía un gemido animal. Finney le pegó de nuevo para hacerle callar, golpeándole con el auricular en la base del cráneo. El golpe hizo saltar granos de arena a la luz del sol. Gritando, el hombre gordo intentó avanzar hacia delante, pero Finney lo esquivó con rapidez y le pegó en la boca con fuerza suficiente como para hacerle girar la cabeza, y después en la rodilla para hacerle caer, para detenerle.

Al extendió los brazos y agarró a Finney por la cintura, tirándolo al suelo y arrastrándolo en su caída. Finney trató de liberar las piernas, que habían quedado atrapadas bajo el peso de Al. Éste levantó la vista. Tenía la boca llena de sangre y un gemido furioso brotaba de las profundidades de su pecho. Finney seguía con el auricular en una mano y las tres vueltas de cable negro en la otra. Se sentó con la intención de golpear de nuevo a Albert con el auricular, pero sus manos hicieron una cosa distinta. Rodearon al hombre gordo por el cuello con el cable y tiraron con fuerza cruzando las muñecas. Al le puso a Finney una mano en la cara y le arañó la mejilla izquierda. Finney tiró más fuerte del cable y la lengua de Albert salió de su boca como un resorte.

Al otro lado de la habitación el teléfono negro empezó a sonar. Mientras, el hombre gordo se asfixiaba. Dejó de arañar la cara de Finney y agarró el cable negro que tenía alrededor de la garganta. Sólo podía usar la mano izquierda, porque tenía los dedos de la derecha destrozados y retorcidos en varias direcciones. El teléfono sonó de nuevo y el hombre gordo dirigió la vista hacia él, y después a la cara de Finney. Tenía las pupilas tan dilatadas que el anillo dorado de sus iris se había encogido hasta casi desaparecer. Sus pupilas eran ahora dos globos negros que eclipsaban dos soles gemelos. El teléfono sonó y sonó. Finney tiró del cable mientras en la cara negruzca y amoratada de Albert se dibujaba una horrorizada pregunta.

– Es para ti -anunció Finney.

Загрузка...