Mejor que en casa

Mi padre está en la televisión a punto de ser expulsado otra vez del partido. Lo sé. Algunos de los aficionados que están en el Tiger Stadium también lo saben y hacen ruidos groseros en señal de aprobación. Quieren verlo expulsado, lo están deseando.

Sé que lo van a expulsar porque el primer árbitro está intentando alejarse de él, pero mi padre lo sigue a todas partes con todos los dedos de la mano derecha metidos en la bragueta de los pantalones, mientras con la izquierda hace gestos en el aire. Los comentaristas disfrutan contando a todos los espectadores que están en sus casas lo que mi padre está intentando decir al árbitro y que éste se esfuerza tanto por no escuchar.

– Por cómo iban las cosas, cabía suponer que los ánimos terminarían por encenderse -dice uno de los comentaristas.

Mi tía Mandy ríe nerviosa.

– Jessica, tal vez quieras ver esto. Ernie se está cogiendo un rebote de los buenos.

Mi madre entra en la cocina y se reclina sobre el marco de la puerta, con los brazos cruzados.

– No puedo verlo -dice Mandy-. Es demasiado triste.

La tía Mandy está sentada en un extremo del sofá. Yo estoy en el otro, sentado sobre mis pies, con los talones clavados en los glúteos y balanceándome atrás y adelante. Soy incapaz de estarme quieto, hay algo en mí que necesita columpiarse. Mi boca está abierta y haciendo lo que hace siempre que estoy nervioso. No me doy cuenta de ello hasta que noto la tibia humedad en las comisuras de la boca. Cuando estoy tenso y tengo la boca abierta así, un reguero de baba se escapa y cae hasta la barbilla. Cuando estoy con los nervios de punta, como ahora, me dedico a sorber, succionando la saliva de vuelta a la boca.

El árbitro de la tercera base, Comins, se coloca entre mi padre y Welkie, el árbitro principal, oportunidad que aprovecha Welkie para escapar. Mi padre podría quedarse con Comins, pero no lo hace. Es un signo positivo, una indicación de que aún puede evitarse lo peor. Abre y cierra la boca mientras agita la mano, y Comins le escucha sonriendo y negando con la cabeza en un gesto firme, pero comprensivo y jovial. Mi padre se siente mal. Nuestro equipo pierde cuatro a uno. Detroit tiene ahora a un novato lanzando, un jugador que no ha ganado un solo partido en la liga mayor, que de hecho ha fallado sus cinco primeros lanzamientos, pero que a pesar de su probada mediocridad ha logrado ocho strikeouts en sólo cinco entradas. Mi padre se siente mal por el último strike, que fue un swing parcial. Se siente mal porque Welkie lo declaró strike sin confirmarlo antes con el árbitro de la tercera base. Era lo que se suponía que tenía que hacer, pero no lo hizo.

Pero Welkie no necesitaba confirmarlo con Comins en la tercera base, porque era obvio que el bateador, Ramón Diego, blandió el bate sobre la plataforma y después, con un giro de muñeca, se colocó de nuevo en posición de lanzar para que el árbitro creyera que no había hecho el swing completo. Pero sí lo hizo, y todo el mundo lo vio, todo el mundo sabe que engañó al árbitro con un lanzamiento rápido que casi levantó polvo del suelo junto a la base, todos menos mi padre.

Por fin mi padre termina de hablar con Comins, se gira y se dirige de vuelta al banquillo. Se encuentra a medio camino, casi libre ya de todo peligro, cuando de pronto se gira y grita adiós al árbitro principal Welkie, que está de espaldas a él. Welkie está inclinado barriendo su plato con una pequeña escobilla, con las nalgas separadas y su considerable trasero apuntando hacia mi padre.

Sea lo que sea lo que grita mi padre, Welkie se vuelve y se pone a saltar a la pata coja mientras da un puñetazo al aire. Mi padre se quita la gorra, la tira al suelo y vuelve corriendo a la base.

Cuando esto ocurre, lo primero que se vuelve loco de mi padre es el pelo, y lleva seis entradas atrapado dentro de la gorra. Cuando por fin se libera está empapado en sudor. El fuerte viento de Detroit lo atrapa y lo revuelve. Uno de los lados está aplastado y el otro tieso, como si hubiera dormido con él mojado. También tiene mechones húmedos pegados a la nuca colorada y sudorosa. Mientras grita, el pelo flota alrededor de su cara.

Mandy dice:

– Oh, Dios mío. Miradle.

– Sí, ya lo veo -dice mi madre-. Otra contribución a la antología de momentos estelares de Ernie Feltz.

Welkie cruza los brazos sobre el pecho. No tienen nada más que decir y mira a mi padre con los ojos entrecerrados. Mi padre da una patada en el suelo levantando polvo. Comins trata de interponerse de nuevo entre los dos, pero mi padre le lanza arena con el pataleo. Después se quita la chaqueta y la tira al suelo. A continuación le da una patada y la lanza a la línea de la tercera base. Intenta cogerla y lanzarla fuera del campo, pero sólo consigue que vuele unos pocos metros. Algunos jugadores de los Tigers se han reunido alrededor de la plataforma del lanzador. Su segundo base se apresura a taparse la boca con el guante para que mi padre no le vea reír, y vuelve la cara hacia el grupo de jugadores con los hombros temblándole de la risa.

Mi padre salta al foso del banquillo. En la pared hay tres torres de vasos de papel de Gatorade. Les da un puñetazo con ambas manos y salen despedidos al campo. No toca las botellas, porque algunos de los jugadores querrán beber luego, pero coge un casco de bateador por la visera y lo lanza a la hierba, donde rebota y rueda hasta la almohadilla de la tercera base. Entonces el loco de mi padre grita algo más a Welkie y a Comins, vuelve a la zona del banquillo, baja unos cuantos escalones y desaparece. Sólo que no se ha ido, y de repente le vemos de nuevo en lo alto de las escaleras, como si fuera el asesino de la máscara de hockey de las películas, esa criatura horrible que cuando crees que ha sido destruida, que ha desaparecido de la pantalla y de la historia, vuelve para matar una y otra vez. Entonces saca un montón de bates de uno de los armarios y los lanza a la hierba con gran estrépito. Después se queda allí chillando y gritando mientras escupe saliva y le lloran los ojos. Para entonces, el utillero ha cogido la chaqueta de mi padre del suelo y la ha llevado a las escaleras del foso del banquillo, pero no se atreve a acercarse más, de manera que mi padre tiene que subir y arrancársela de las manos. Suelta una última ronda de lindezas y se pone la chaqueta al revés, con la etiqueta fuera, detrás de la nuca, y desaparece definitivamente. Es entonces cuando suelto el aire, aunque no soy consciente de haber estado conteniendo la respiración.

– Ha sido un buen numerito -dice mi tía.

– Es la hora del baño, chico -dice mi madre, colocándose detrás de mí y pasándome los dedos entre los cabellos-. Lo mejor se ha terminado ya.

En mi dormitorio me quedo en ropa interior y me dirijo por el pasillo hacia el cuarto de baño, pero cuando suena el teléfono entro en la habitación de mis padres, me echo boca arriba sobre la cama, tiro del aparato que está sobre la mesilla y descuelgo.

– Residencia de los Feltz.

– Hola, Homer -dice mi padre-. Tenía un minuto libre y he pensado en llamar y daros las buenas noches. ¿Estáis viendo el partido?

– Aja -contesto sorbiendo un poco de saliva.

No quiero que me oiga sorber, pero lo hace.

– ¿Estás bien?

– Es mi boca la que lo hace. No puedo evitarlo.

– ¿Estás haciendo alguna cosa?

– No.

– ¿Con quién hablas, cariño? -grita mi madre.

– ¡Con papá!

– ¿Crees que hizo el swing completo? -me pregunta mi padre a bocajarro.

– Al principio no estaba seguro, pero cuando pusieron la repetición vi que sí.

– Mierda -dice mi padre, y entonces mi madre descuelga el teléfono de la cocina y se une a la conversación.

– Hola, llamo del programa Good Sport.

– ¿Qué tal? -dice mi padre-. Tenía un momento libre y se me ocurrió llamar para dar las buenas noches al chico.

– Tal y como yo lo veo me parece que tienes el resto de la noche libre.

– No voy a decirte que estuvo bien lo que he hecho.

– Bien no estuvo, desde luego -dice mi madre-, pero ha sido absolutamente impresionante. Uno de esos momentos mágicos del béisbol que elevan el espíritu. Como una buena carrera, o como cuando el tercer strike choca contra el guante del catcher. Hay algo mágico en observar a Ernie Feltz llamar bastardo lameculos al árbitro y ver cómo se lo llevan del campo metido en una camisa de fuerza.

– Vale -dice mi padre-. Supongo que he dado una impresión pésima.

– Es algo en lo que tendrías que trabajar.

– Vale, joder. Lo siento, de verdad. Lo siento -dice-. Pero dime una cosa.

– ¿El qué?

– ¿Has visto la repetición de la jugada? ¿Te pareció que hacía el swing completo?


La tendencia a babear cada vez que estoy tenso no es mi único problema, sólo uno de otros muchos síntomas. Por eso voy a ver al doctor Faber una vez al mes, y hablamos de formas de controlar el estrés. Hay muchísimas cosas que me estresan. Por ejemplo, no puedo ver un trozo de papel de aluminio sin sentirme enfermo y mareado, y el sonido de alguien arrugándolo me hace estremecerme de dolor de la cabeza a los pies. Tampoco soporto cuando el vídeo se está rebobinando, y cada vez que oigo el ruido de la cinta enrollándose en las bobinas tengo que salir de la habitación. Y el olor a pintura fresca o a rotulador indeleble… prefiero no hablar de ello.

A la gente tampoco le gusta que desmenuce la comida para ver de qué está hecha. Sobre todo lo hago con las hamburguesas. Me afectó mucho un reportaje que vi en televisión sobre lo que te puede pasar si te comes una hamburguesa en mal estado. Salía E. Coli y hablaban de las vacas locas. Incluso salía una vaca loca retorciendo la cabeza de un lado a otro y tambaleándose en el establo, gimiendo. Cuando vamos a Wendy's a comernos una hamburguesa hago que mi padre le quite el papel y después separo todos los ingredientes y aparto todas las verduras que me parecen sospechosas. Después huelo la carne para comprobar que no está mala. Y no en una, sino en dos ocasiones, he descubierto que estaba mala y me he negado a comérmela. En ambas, esta decisión provocó una discusión a gritos con mi madre acerca de si realmente estaba mala o no, y estos encontronazos sólo pueden terminar de una forma: conmigo en el suelo y chillando y dando patadas a cualquiera que intenta tocarme, que es lo que el doctor Faber llama mis ataques de histeria. Así que últimamente me limito a tirar la carne a la papelera sin más discusiones y a comerme el pan. Tener estos problemas alimentarios no es nada agradable. No soporto el sabor a pescado, tampoco como cerdo, porque el cerdo tiene pequeños parásitos que salen a la superficie cuando rocías con alcohol la carne cruda. Lo que sí me gusta son los cereales del desayuno. Si por mí fuera, los comería tres veces al día. También disfruto con la fruta en conserva y cuando estoy en el parque me gusta comerme una bolsa de cacahuetes, pero no me comería un perrito caliente por todo el té de la China (aunque tampoco lo querría, porque cuando me suben los niveles de cafeína en sangre soy propenso a la excitación y a las hemorragias nasales).

El doctor Faber es un buen tipo. Nos sentamos en el suelo de su despacho, jugamos a la oca y analizamos mis problemas.

– He oído locuras antes, pero ésta se lleva la palma -dice mi psiquiatra-. ¿De verdad crees que McDonald's serviría hamburguesas caducadas? ¡Perderían hasta la camisa! ¡Todo el mundo los demandaría!

Calla un momento para mover ficha y continúa.

– Mira, tenemos que empezar a hablar de cómo sufres cada vez que te llevas algo de comer a la boca. Me parece que estás sacando las cosas de quicio, dejando que la imaginación te gaste bromas pesadas. Y te diré algo más. Digamos que tehan dado comida en mal estado, que es muy poco probable, ya que es evidente que a la cadena McDonald's no le interesa en absoluto ser demandada. Pero incluso si se diera el caso, hay mucha gente que come alimentos en mal estado y no se muere.

– Todd Dickey, nuestro tercera base, se comió una vez una ardilla -le digo-. A cambio de mil dólares. El autobús en que iba el equipo la atropello al dar marcha atrás en el aparcamiento y se la comió. Dice que en el sitio de donde él viene la gente se las come.

El doctor Faber me mira atónito, con su agradable y redondeada cara muda por el asco.

– ¿De dónde es?

– De Minnesota. Allí, básicamente se alimentan de ardillas, eso es lo que dice Todd. Por eso pueden gastarse el dinero en cosas más importantes que hacer la compra. En cerveza y en lotería.

– ¿Y se la comió… cruda?

– No, no. La frió y se la comió con chili de lata. Dijo que nunca le había sido tan fácil ganar tanto dinero. Mil dólares, eso es mucho para los de la liga menor. Tres jugadores tuvieron que poner cien dólares cada uno. Dijo que era como cobrar mil pavos por comerte un whopper.

– Vale -dice-. Eso nos lleva de vuelta al asunto de McDonald's. Si Todd Dickey puede comerse una ardilla del suelo de un aparcamiento -un menú que digamos que yo, como médico, no recomendaría- sin que le pase nada, entonces tú puedes comerte un Big Mac.

– Ya.

Le entiendo, de verdad. Lo que está diciendo es que Todd Dickey es un atleta profesional fortachón, y ahí está comiendo cosas horribles como ardilla con chili y Big Macs que rezuman grasa cuando los muerdes y no se muere de la enfermedad de las vacas locas. Eso no lo voy a discutir. Pero conozco a Todd Dickey, y no se puede decir que sea un chico normal. En el fondo tiene alguna clase de problema. Cuando sale a jugar y le toca lanzar la tercera bola siempre aprieta la boca contra el guante y parece susurrarle. Ramón Diego, nuestro lanzador de campo corto y uno de mis mejores amigos, dice que está susurrando. Que está mirando al bateador que se dirige al plato y susurrando:

– Gánalos y machácalos. Acaba con ellos. Gánalos o machácalos. O fóllatelos. Sea como sea, gánalos, machácalos o fóllatelos, fóllate a este tío, ¡fóllate a este puto tío!

Ramón dice también que Todd escupe en el guante.

Y luego, cuando los muchachos se ponen a hablar de lo que han hecho con las groupies (se supone que yo no tengo que escuchar estas cosas ni entenderlas, sino simplemente tratar de pasar un tiempo con atletas profesionales), Todd, que presume de ser como el casto José, escucha con la cara hinchada y una mirada rara e intensa, y de repente le sale un tic rarísimo en el lado izquierdo de la cara y ni siquiera es consciente de que su mejilla está haciendo lo que está haciendo.

Ramón Diego opina que es muy raro, y yo también. Eso de las ardillas no me lo trago. Una cosa es ser un palurdo sureño borracho que bebe cerveza helada, y otra muy distinta un asesino psicópata al que le gusta murmurar y con una enfermedad nerviosa degenerativa en la cara.


Mi padre lleva muy bien mis manías, como aquella vez que me llevó con él a jugar fuera de casa una final contra los White Sox y pasamos la noche en el Four Seasons de Chicago.

Nos dan una suite con un gran cuarto de estar y a un extremo está su habitación y al otro la mía. Nos quedamos despiertos hasta medianoche, viendo una película que echan en la televisión por cable. De cena pedimos cereales al servicio de habitaciones (idea de mi padre, no mía). Mi padre está hundido en su butaca, desnudo a excepción de unos calzoncillos, y tiene los dedos de la mano derecha metidos dentro del elástico, como hace siempre, salvo cuando mi madre está delante. Mira la televisión, distraído y somnoliento. Yo no recuerdo haberme quedado dormido con la televisión puesta, sólo que me despierto cuando me levanta del sofá de cuero para llevarme a la habitación y tengo la cara vuelta hacia su pecho y puedo notar lo bien que huele. No puedo explicar ese olor, sólo que tiene hierba y tierra y la dulzura propia de una piel curtida, vivida. Me apuesto a que los granjeros huelen igual de bien.

Cuando se ha ido, me quedo allí tendido, en la oscuridad, tan cómodo como me es posible en aquel nido helado de sábanas, y entonces por primera vez reparo en un chirrido leve y agudo, desagradable, como cuando alguien está rebobinando una cinta de vídeo. En cuanto lo oigo noto el primer pinchazo en las muelas. Ya no tengo sueño -mi padre, al levantarme, me ha espabilado un poco, y las sábanas congeladas han hecho el resto-, así que me siento y escucho en la oscuridad que me rodea. Oigo el tráfico de la calle circular a gran velocidad, y cláxones lejanos. Me llevo la radio-despertador a la oreja, pero no es ése el ruido que oigo, así que enciendo la luz. Tiene que ser el aire acondicionado. En la mayoría de los hoteles la instalación de aire acondicionado consiste en un aparato que cuelga de la ventana, por fuera, pero no es el caso del Four Seasons, que es demasiado lujoso. Aquí lo único que encuentro es una rejilla de ventilación gris en el techo, y cuando me coloco debajo compruebo que el ruido procede de ahí. No lo puedo soportar, me duelen los tímpanos. Saco de mi bolsa el libro que me he traído y me pongo de pie en la cama para tratar de lanzarlo contra la rejilla.

– ¡Cállate! ¡Para! ¡Basta ya!

Consigo alcanzar la rejilla un par de veces, y ¡clong! Uno de los tornillos se suelta y la rejilla se abre, pero el chirrido no sólo no desaparece, sino que ahora se alterna con un suave zumbido, como si se hubiera soltado una pieza de metal y temblara con el aire. Tengo las comisuras de la boca empapadas de saliva y empiezo a sorber. Dirijo una última mirada de desesperación a la rejilla de ventilación y echo a correr hacia el salón, tapándome las orejas para no oír, pero allí el gemido es aún más fuerte. No sé dónde meterme, y taparme los oídos no me sirve de nada.

Tratando de huir del ruido acabo en el dormitorio de mi padre.

– Papá -digo mientras me seco la barbilla, cubierta de baba, en su hombro-. Papá, ¿puedo dormir contigo?

– ¿Eh? Bueno, pero tengo gases, te lo aviso.

Trepo a su cama y me cubro con las sábanas. Pero claro, también en esta habitación se oye el chirrido débil, pero penetrante.

– ¿Estás bien? -me pregunta.

– Es el aire acondicionado. Hace un ruido horrible. Me hace daño en los dientes, pero no he encontrado dónde apagarlo.

– El interruptor está en el salón, justo al lado de la puerta.

– Voy a apagarlo -digo, y ruedo hasta el borde de la cama.

– Eh -me dice sujetándome por el antebrazo-. Más vale que no lo hagas. Es junio y estamos en Chicago. Hoy hemos tenido treinta y nueve grados. Si lo apagas nos cocemos. Lo digo en serio. Nos podemos morir aquí dentro.

– Pero es que no lo soporto. ¿Tú no lo oyes? ¿No oyes el ruido que hace? Me duelen los dientes. Es como cuando la gente muerde papel de plata, papá. Igual de horrible.

– Sí. -Se queda callado un buen rato mientras parece escuchar-. Tienes razón. El aire acondicionado de este sitio es un asco, pero es un mal necesario. Sin él nos asfixiaríamos como los bichos metidos en un tarro de cristal puesto al sol.

Oírle hablar me calma, y además, aunque cuando me subí a su cama las sábanas aún tenían ese frío crujiente de las habitaciones de hotel, ya he entrado en calor y he dejado de temblar. Me encuentro mejor, aunque todavía noto punzadas en la mandíbula que me rebotan en los tímpanos y dentro de la cabeza. Además, mi padre se está tirando pedos, como me avisó, pero incluso ese olor a huevo podrido me resulta vagamente reconfortante.

– Está bien -decide-. Ya sé lo que vamos a hacer. Ven.

Se levanta de la cama y le sigo en la oscuridad hasta el cuarto de baño. Da la luz. El baño es una amplia estancia con paredes de mármol beis, grifos dorados en el lavabo y una ducha con mampara en la esquina. Es el cuarto de baño de hotel con el que todo el mundo sueña, vamos. Junto al lavabo hay una colección de pequeños botes de champú, acondicionador y loción hidratante, cajitas de jabón y dos frascos, uno con gasas para limpiar y otro con bolas de algodón. Mi padre abre el de los algodones y se mete uno en cada oreja. Al verle me echo a reír. Está muy gracioso, allí de pie con dos trozos de algodón colgando de sus grandes y bronceadas orejas.

– Toma -me dice-. Ponte esto.

Me meto una bola de algodón dentro de cada oreja y, una vez que están colocadas, el mundo a mi alrededor se llena de un clamor hueco. Pero es mi clamor, un fluir continuo de mi propio sonido, un sonido que me resulta extremadamente agradable.

Miro a mi padre y me dice:-¿Bsbsbsbs bsbs bs bsbs bsbsbsbsbsbs?

– ¿Qué? -le grito, encantado de la vida.

Asiente con la cabeza, me hace una señal de conformidad juntando los dedos índice y pulgar y volvemos a la cama. Es a lo que me refiero cuando digo que mi padre es muy comprensivo con mis problemas. Los dos dormimos a pierna suelta y a la mañana siguiente, para desayunar, papá pide al servicio de habitaciones macedonia en conserva y un abrelatas.


No todos son tan comprensivos con mis problemas, y menos todavía mi tía Mandy.

Mi tía Mandy ha empezado un montón de cosas, pero ninguna la ha llevado a ninguna parte. Mamá y papá la ayudaron a pagarse estudios de arte, porque durante un tiempo pensó que quería ser fotógrafa. Después, cuando cambió de opinión, también la ayudaron a montar una galería en Cape Cod, pero, como dice tía Mandy, aquello no llegó a «cuajar». Es decir, que la cosa no funcionó. Después fue a la escuela de cine en Los Ángeles y probó suerte como guionista, sin éxito. Se casó con un hombre que pensó que iba a convertirse en novelista, pero resultó ser únicamente un profesor de Literatura, y además muy satisfecho de serlo, y durante un tiempo después de separarse la tía Mandy tuvo que pasarle una pensión, así que ni siquiera lo de casarse le salió bien.

Ella diría que todavía no ha decidido lo que quiere ser en la vida. Mi padre diría, en cambio, que Mandy se equivoca al pensar así, puesto que ya es la persona que siempre estuvo destinada a ser. Es como Brad McGuane, que era el exterior derecha cuando mi padre pasó a dirigir el Equipo, que tiene un promedio de bateo de 292, pero sólo de 200 cuando los jugadores de su equipo están en posición de conseguir un tanto, y que jamás ha conseguido un batazo en las fases finales, a pesar de tener veinticinco oportunidades la última vez que consiguió llegar a los playoffs. Un cataclismo andante, así es como mi padre lo llama. McGuane ha pasado de un equipo a otro y la gente sigue contratándolo, porque sus estadísticas, en general, son buenas, y porque la gente cree que alguien que batea tan bien terminará por dar el salto algún día, pero lo que no ven es que ya lo ha dado, y esto es a lo máximo que puede llegar. Ya ha dado lo mejor de sí, y no parece que el futuro le depare gran cosa a ese joven profesional del maravilloso juego del béisbol, como tampoco se lo depara a una mujer de mediana edad que se casa con el hombre equivocado y nunca está satisfecha con lo que hace y sólo piensa en qué otras cosas podría estar haciendo. Eso es también cierto para todos nosotros, en realidad, y por eso supongo que, a pesar de que el doctor Faber diga que estoy mejor, estoy más o menos igual que siempre, lo que dista mucho de ser lo ideal.

No hace falta decir, porque se deduce de sus distintas filosofías de vida y maneras de ver el mundo, que la tía Mandy y papá no se caen muy bien, aunque se esfuerzan por disimularlo para no disgustar a mi madre.

Mandy y yo fuimos un domingo solos a North Altamont, porque mamá pensó que había pasado demasiado tiempo aquel verano en el estadio. La verdadera razón era que el Equipo había perdido cinco partidos seguidos y le preocupaba que aquello me estuviera estresando demasiado. No se equivocaba. La racha perdedora me estaba afectando. Nunca babeé más que durante aquella última serie de partidos en casa.

No sé por qué fuimos precisamente a North Altamont. Cuando la tía Mandy alude a ello siempre habla de «visitar Lincoln Street», como si Lincoln Street, en North Altamont, fuera uno de esos lugares famosos que todo el mundo conoce y siempre se propone visitar, como cuando uno está en Florida y visita Disney World o en Nueva York y va a un espectáculo de Broadway. Lincoln Street es una calle bonita, al estilo de las ciudades de Nueva Inglaterra. Está en una ladera y tiene la calzada adoquinada y cerrada a los coches. Sí se permiten caballos, y por eso te encuentras cagadas verdes esparcidas por el suelo. Vamos, que es pintoresca.

Visitamos una serie de tiendas mal iluminadas y con olor a pachuli. También entramos en una donde anuncian jerséis gruesos tejidos con lana de llama de Vermont, y suena una música suave, de flautas, arpas y piar de pájaros. En otra tienda curioseamos entre la artesanía local -vacas hechas de cerámica barnizada, con ubres rosas que les cuelgan mientras saltan sobre lunas de cerámica-, y en el hilo musical suenan los ritmos aflautados y psicodélicos de los Grateful Dead.

Después de visitar una docena de tiendas estoy aburrido. Llevo toda la semana durmiendo mal -pesadillas, escalofríos, etcétera-, y tanto caminar me ha cansado y puesto de mal humor. No ayuda mucho que en el último lugar que visitamos, una tienda de antigüedades en unas viejas caballerizas reconvertidas, la música de fondo no es New Age ni hippy, sino algo peor aún: la retransmisión del partido. No hay hilo musical, sólo una minicadena en el mostrador principal. El propietario, un hombre mayor vestido con pantalones de peto, escucha la emisión con el pulgar metido en la boca y la mirada perdida, entre asombrada y desesperanzada.

Me quedo cerca del mostrador, para escuchar, y entonces comprendo cuál es el problema. Estamos en el plato. Nuestro primer jugador se prepara para correr hacia la izquierda y el segundo hacia la derecha. Hap Diehl sale a batear y acumula dos stilke-outs en cuestión de segundos.

«Hap Diehl lleva una racha realmente atroz con el bate últimamente -dice el comentarista-. En los ocho últimos días ha obtenido un bochornoso promedio de ciento sesenta, y uno no puede evitar preguntarse por qué Ernie le sigue sacando al campo un día tras otro, cuando lo están literalmente machacando en el plato. Partridge sale ahora a lanzar, tira y, ¡vaya!, parece que Hap Diehl ha intentado batear una bola mala, quiero decir realmente mala, una bola rápida que ha pasado a un kilómetro de su cabeza. Un momento, parece que se ha caído. Sí, todo indica que se ha hecho daño».

La tía Mandy sugiere que vayamos dando un paseo hasta Wheelhouse Park y hagamos un picnic. Estoy acostumbrado a los parques de las ciudades, espacios abiertos y verdes con senderos de asfalto y patinadoras vestidas de licra. Pero Wheelhouse Park es una versión algo pobre de un parque municipal. Está lleno de grandes abetos de Nueva Inglaterra, los senderos son de grava, así que nada de patinar, y tampoco hay zona de juegos. Ni pistas de tenis, ni de pelota. Sólo la penumbra dulce y misteriosa de los pinos -las ramas alargadas de los abetos de Navidad no dejan pasar la luz-, y en ocasiones una suave brisa. No nos cruzamos con nadie.

– Más adelante hay un buen sitio para sentarse -dice mi tía-. Justo después de ese bonito puente cubierto.

Llegamos a un claro, aunque también allí la luz parece tenue y oscurecida. El sendero discurre de forma irregular hasta un puente cubierto suspendido a sólo un metro de distancia de un río ancho y de lento fluir. En el otro extremo del puente hay una extensión de césped con algunos bancos.

Un solo vistazo me basta para saber que este puente cubierto no me gusta, es evidente que está hundido en el centro. En otro tiempo estuvo pintado de color rojo, tipo coche de bomberos, pero el óxido y la lluvia han corroído casi toda la pintura y nadie se ha molestado en retocarla, y la madera que queda al descubierto está seca, astillada y no parece de fiar. Dentro del túnel hay diseminadas bolsas de plástico, rotas y rebosantes de basura. Vacilo un instante y la tía Mandy aprovecha para avanzar. La sigo con tan escaso entusiasmo que cuando ella ya ha cruzado yo todavía no he puesto el pie en el puente.

A la entrada me detengo una vez más. Olores desagradablemente dulzones: a podrido y a hongos. Entre las bolsas de basura hay un pequeño camino. Ese olor y esa oscuridad propios de una cloaca me desconciertan, pero la tía Mandy está al otro lado, fuera ya de mi campo de visión, y pensar que me he quedado atrás me pone nervioso, así que me doy prisa.

Lo que ocurre a continuación es que avanzo sólo unos pocos metros, después inspiro profundamente y lo que huelo me hace detenerme de inmediato y quedarme pegado al suelo, incapaz de seguir. He notado un olor a roedor, un olor caliente y casposo a roedor mezclado con amoniaco, un olor que me recuerda a áticos y a sótanos, una «peste a murciélago».

De repente me imagino un techo cubierto de murciélagos. Me imagino echando atrás la cabeza y viendo una colonia de miles de murciélagos cubriendo el tejado, una superficie de cuerpos peludos retorciéndose, con los torsos cubiertos de alas membranosas. Imagino que el chillido del murciélago es igual que el chirrido sordo del aire acondicionado y de las cintas de vídeo cuando se están rebobinando. Me imagino a los murciélagos, pero no soy capaz de mirarlos. Si viera uno me moriría del susto. Tenso, doy unos cuantos pasos temerosos y piso un periódico viejo. Suena un crujido desagradable y doy un salto atrás mientras el corazón se me retuerce en el pecho.

Entonces piso otra cosa, un tronco tal vez, que rueda bajo mi zapato. Me tambaleo hacia atrás, agitando los brazos para mantener el equilibrio, y consigo estabilizarme sin caer al suelo. Me vuelvo para ver qué es lo que me ha hecho tropezar.

No es un tronco, sino la pierna de un hombre. Hay un hombre tumbado de costado y rodeado de hojas caídas. Lleva una sucia gorra de béisbol -de nuestro equipo, en otro tiempo azul, pero ahora casi blanca por los bordes, donde también queda un rastro seco de sudor viejo-, unos pantalones vaqueros y una camisa a cuadros de leñador. Tiene hojas enredadas en la barba. Lo miro y siento la primera oleada de pánico. Le acabo de pisar y no se ha despertado.

Me quedo mirando su cara y, como dicen en los cómics de aventuras, me estremezco de horror. Algo que se mueve capta mi atención: es una mosca que trepa por el labio superior del hombre. Su cuerpo brilla como un lingote de metal engrasado. Se detiene un instante en la comisura de la boca, pero después sigue avanzando y desaparece, y el hombre sigue sin despertarse.

Me pongo a aullar, no hay otra manera de describirlo. Me doy la vuelta y regreso a la entrada del puente y grito hasta quedarme ronco llamando a mi tía Mandy.

– ¡Tía Mandy, vuelve! ¡Vuelve ahora mismo!

La veo aparecer al final del puente.

– ¿Por qué gritas así?

– Tía Mandy, ¡vuelve aquí, por favor! -Me pongo a sorber y entonces me doy cuenta de que tengo la barbilla bañada en saliva.

Mi tía empieza a cruzar el puente en dirección a donde estoy, con la cabeza inclinada como si caminara contra un fuerte viento.

– Tienes que dejar de gritar ahora mismo. ¡Por favor, para! ¿Por qué chillas?

Señalo al hombre.

– ¡Él! ¡Él!

Mi tía se detiene nada más haber entrado en el puente y mira al pobre hombre tirado entre la basura. Lo observa durante unos segundos y después dice:

– Ah, él. Venga, vamos. Seguro que no le pasa nada. No te metas en sus asuntos y él no se meterá en los nuestros.

– No, tía Mandy. ¡Tenemos que irnos! Por favor, vuelve aquí. ¡Por favor!

– No estoy dispuesta a tolerar esta tontería ni un minuto más. Ven aquí ahora mismo.

– No -grito-. ¡No pienso ir!

Me doy la vuelta y echo a correr lleno de pánico y enfermo, enfermo por el olor a basura, por los murciélagos y el hombre muerto y por ese terrible crujido como de periódico viejo, por el hedor a pis de murciélago, por la forma en que Hap Diehl intentaba batear una bola imposible y porque nuestro equipo se va a la mierda exactamente igual que el año pasado. Corro mientras lloro a lágrima viva y me limpio como puedo la baba de la cara, y no importa lo fuerte que llore, casi no me llega aire a los pulmones.

– ¡Para! -me grita Mandy cuando me alcanza y tira al suelo la bolsa con nuestro almuerzo para tener libres las dos manos-. ¡Por el amor de Dios, para! ¡Deja de llorar!

Me coge por la cintura y pataleo gritando, no quiero que me levanten, no quiero que me cojan. Golpeo con el hombro y noto que choca con una cuenca de ojo huesuda. Mandy grita y los dos nos caemos al suelo, ella encima de mí, con la barbilla clavada en mi cráneo. Grito por el dolor y entonces ella cierra los dientes, da un respingo y afloja la barbilla. Aprovecho para saltar y estoy a punto de escapar, pero me agarra por la cintura elástica de mis pantalones cortos con ambas manos.

– ¡Por el amor de Dios! ¿Quieres estarte quieto?

La cara me arde de forma infernal.

– ¡No! No pienso volver ahí dentro. ¡No pienso! ¡Suéltame!

Me abalanzo de nuevo hacia delante, como un corredor al oír el pistoletazo de salida, y de repente, en cuestión de segundos, me encuentro libre y corriendo a toda velocidad por el camino, mientras la oigo berrear a mi espalda.

– ¡Homer! -aúlla-. ¡Homer, vuelve aquí ahora mismo!

Casi he llegado a Lincoln Street cuando noto una ráfaga de aire frío entre las piernas, y al bajar la vista entiendo por qué he podido escapar. La tía Mandy me sujetaba por los pantalones y me he quedado sin ellos, sin ellos y sin los calzoncillos.

Veo mi aparato reproductor, rosa, liso y pequeño, balanceándose entre mis muslos al correr, y la visión de esta desnudez de cintura para abajo me llena de una repentina euforia.

La tía Mandy me alcanza cuando estoy a punto de llegar al coche, en Lincoln Street. Una multitud nos mira mientras me tira de los pelos y caemos al suelo enzarzados.

– ¡Siéntate, pirado de mierda! -grita-. ¡Pequeño cretino chiflado!

– ¡Puta foca! ¡Sanguijuela capitalista! -le chillo yo.

Bueno, eso exactamente no. Pero parecido.


* * *

No estoy seguro, pero puede ser que lo ocurrido en Wheelhouse Park fuera la gota que colmó el vaso, porque dos semanas más tarde, coincidiendo con el día libre del Equipo, me encuentro con mis padres de camino a Vermont, a visitar un internado llamado Academia Biden, que mi madre quiere que veamos. Me dice que es una escuela preparatoria, pero he visto el folleto y está lleno de palabras en clave -necesidades especiales, entorno, integración social-, así que sé de qué clase de colegio se trata.

Un joven vestido con vaqueros, una camisa gastada y botas de montaña nos recibe en las escaleras situadas frente al edificio principal. Se presenta como Archer Grace y dice que trabaja en admisiones y que nos va a enseñar el lugar. La academia Biden está en las Montañas Blancas. La brisa que mece los pinos es fría, así que, aunque es agosto, la tarde tiene el fresco encanto y la emoción de una velada de las World Series. El señor Grace nos acompaña en un recorrido por el campus. Visitamos dos edificios de ladrillo cubiertos de hiedra. Visitamos aulas vacías. Recorremos un auditorio con paredes forradas de madera y unos cuantos pesados cortinajes color escarlata. En una de las esquinas hay un busto de Benjamín Franklin esculpido en mármol blanco lechoso y, en otro, uno de Martin Luther King en piedra oscura parecida al ónix. Ben lo mira con el ceño fruncido. Se diría que el reverendo se acaba de levantar y aún está somnoliento.

– ¿Es impresión mía, o el ambiente está muy cargado? -pregunta mi padre-. Como si faltara oxígeno.

– Antes de que empiece el semestre de otoño siempre lo aireamos -contesta el señor Grace-. Ahora mismo no hay prácticamente nadie, salvo unos cuantos chicos del programa de verano.

Salimos todos juntos y paseamos hasta un jardín de árboles de tamaño gigantesco y corteza gris de apariencia resbaladiza. En uno de los extremos hay un anfiteatro de media circunferencia y gradas con asientos, donde se celebran las fiestas de graduación y en ocasiones montan obras de teatro y espectáculos para los chicos.

– ¿Qué es ese olor? -pregunta mi padre-. ¿No os huele raro este sitio?

Lo curioso es que tanto mi madre como el señor Grace hacen como si no le oyeran. Mi madre tiene un montón de preguntas para el señor Grace sobre los espectáculos que montan en el colegio. Es como si mi padre no estuviera allí.

– ¿Qué son esos árboles tan bonitos? -pregunta mi madre mientras volvemos por el jardín.

– Ginkgo biloba-responde el señor Grace-. ¿Sabían que no hay otros árboles en el mundo como éstos? Son los únicos supervivientes de una familia de árboles prehistóricos que ha desaparecido por completo de la faz de la tierra.

Mi padre se detiene junto al tronco de uno de ellos y rasca la corteza con el dedo pulgar. Después se lo lleva a la nariz y pone cara de asco.

– Así que esto es lo que apesta -dice-. La verdad es que la extinción no siempre es algo malo.

Miramos la piscina y el señor Grace nos habla de la preparación física. Después nos enseña una pista de atletismo y nos habla de las olimpiadas juveniles. Nos enseña el campo de deportes de pelota.

– ¿Así que tienen un equipo? -dice mi padre-. Y juegan unos cuantos partidos, ¿no?

– Exacto, un equipo y unos cuantos partidos. Pero se trata de algo más que jugar -dice el señor Grace-. En Biden estimulamos a los chicos para que aprendan de cada cosa que hacen, incluso en deportes. Esto es un aula también, un lugar para que los alumnos puedan desarrollar algunas de las destrezas más importantes, como resolver conflictos, construir relaciones interpersonales y liberar el estrés practicando ejercicio físico. Ya sabe, es como el viejo dicho de «lo importante es participar». Lo que importa es lo que se aprende jugando, sobre uno mismo, sobre el crecimiento personal de cada uno.

El señor Grace se da la vuelta y echa a andar.

– No le he entendido muy bien -dice mi padre-. Pero creo que me acaba de decir que tienen uno de esos equipos patéticos que no consiguen un solo strike.

El señor Grace nos lleva por último a la biblioteca, donde encontramos a uno de los alumnos del programa de verano. Es una habitación amplia y circular, con las paredes forradas de estanterías de palisandro. A lo lejos se escucha el repiqueteo de las teclas de un ordenador. Un chico que tendrá mi edad está tumbado en el suelo mientras una mujer con un vestido de cuadros le tira del brazo. Creo que está intentando levantarlo del suelo, pero todo lo que consigue es arrastrarlo en círculos.

– ¿Jeremy? -dice-. Si no te levantas, no podremos ir a jugar con el ordenador. ¿Me oyes?

Jeremy no le contesta y la mujer sigue arrastrándolo por el suelo. Una de las veces en que se vuelve hacia donde estamos nosotros, el chico me mira por un instante con ojos vacíos de expresión. También tiene la barbilla llena de babas.

– Quierooo -dice arrastrando mucho las vocales-. Quierooooo.

– Acabamos de instalar cuatro ordenadores nuevos en la biblioteca -explica el señor Grace-. Con conexión a Internet.

– Mira este mármol -dice mi madre mientras mi padre apoya una mano en mi hombro y me da un apretón cariñoso.

El primer domingo de septiembre voy con mi padre al estadio y como siempre llegamos temprano, tan temprano que no hay casi nadie, salvo un par de jugadores debutantes que llevan allí desde el amanecer para impresionar a mi padre. Éste está sentado en la tribuna, detrás de la pantalla que da a la base principal, hablando con Shaughnessy para la sección de deportes y al mismo tiempo los dos estamos jugando a un juego que se llama el juego de las cosas secretas. Consiste en que mi padre hace una lista de cosas que tengo que encontrar. Cada una vale un número de puntos y yo tengo que ir por todo el estadio buscándolas (no vale hurgar en la basura, aunque mi padre sabe que soy incapaz de hacer eso): un bolígrafo, una moneda de veinticinco centavos, un guante de señora, etcétera. No es fácil, sobre todo si han pasado ya los del servicio de limpieza.

Según voy encontrando cosas de la lista se las llevo a mi padre: el bolígrafo, un regaliz negro, un botón metálico. Una de las veces que voy veo que Shaughnessy se ha marchado y mi padre está allí sentado con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, una bolsa abierta de cacahuetes en el regazo y los pies apoyados en el asiento de delante. Me dice:

– ¿Por qué no te sientas un rato?

– Mira, he encontrado una caja de cerillas. Cuarenta puntos -le digo, y la tiro al asiento que está a su lado.

– Disfruta de esta vista -dice mi padre-. ¡Qué bien se está cuando no hay nadie, cuando el lugar está en silencio! ¿Sabes lo que más me gusta de cómo está ahora?

– ¿El qué?

– Que puedes pensar y comer cacahuetes al mismo tiempo. -Lo dice mientras abre uno.

Fuera hace fresco y el cielo tiene un color azul ártico. Una gaviota sobrevuela el campo con las alas desplegadas, y parece no moverse. Los novatos están haciendo estiramientos y charlando en el cuadro interior. Uno de ellos ríe con una risa potente, joven y saludable.

– ¿Dónde piensas tú mejor? -le pregunto-. ¿Aquí o en casa?

– Aquí es mejor que en casa -dice mi padre-. Mejor para comer cacahuetes, porque en casa no puedes tirar las cascaras al suelo. -Y para demostrarlo tira una-. A no ser que quieras ganarte una patada de tu madre en el culo.

Nos quedamos en silencio. Una brisa fresca y constante sopla desde el jardín y nos acaricia la cara. Nadie va a conseguir un home run hoy en nuestro equipo, con este viento en contra.

– Bueno -digo poniéndome en pie-. Cuarenta puntos. Aquí está la caja de cerillas. Será mejor que vuelva a ello. Casi he encontrado todo lo que buscaba.

– Qué suerte -me dice.

– Es un buen juego -digo yo-. Seguro que podríamos jugarlo en casa. Me puedes poner una lista de cosas y yo las busco. ¿Por qué nunca lo hacemos? ¿Por qué nunca jugamos en casa a encontrar cosas secretas?

– Porque se juega mejor aquí -dice.

En ese momento me fui a buscar lo que quedaba en la lista -un cordón de zapato y un llavero con una pata de conejo-, dejando a mi padre allí, pero después he recordado la conversación y se me ha quedado grabada, pienso en ella todo el tiempo y a veces me pregunto si no fue aquél uno de esos momentos que se supone que debes recordar, en los que parece que tu padre te dice una cosa, pero en realidad te está diciendo otra, cuando hace comentarios que parecen normales, pero que tienen un significado oculto. Me gusta pensar eso. Es un bonito recuerdo de mi padre: allí sentado con las manos detrás de la cabeza y el cielo azul de invierno sobre nosotros. También esa vieja gaviota planeando con las alas abiertas, que parece no ir a ninguna parte. Es un recuerdo bonito y todos deberíamos tener uno parecido.

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