Reclusión voluntaria

No sé para quién escribo esto, no sé decir tampoco quién lo leerá. La policía no, desde luego. No sé lo que le ocurrió a mi hermano y no les puedo decir dónde está. Nada de lo que pueda escribir aquí les ayudará a encontrarlo. Y de todas formas ésta no es una historia sobre su desaparición, aunque sí trata de una persona desaparecida y mentiría si dijera que no creo que las dos cosas estén relacionadas. Nunca le he contado a nadie lo que sé sobre Edward Prior, que salió del colegio un día de octubre de 1977 y nunca llegó a su casa, donde lo esperaban las patatas con chili de su madre. Durante mucho tiempo, uno o dos años después de su desaparición, me negué a pensar en mi amigo Eddie. Evitaba hacerlo por todos los medios posibles. En el instituto, si pasaba junto a alguien que estaba hablando de él -¡he llegado a oír contar que le robó marihuana y dinero a su madre y huyó a California, nada menos!-, fijaba la vista en algún punto lejano y me hacía el sordo. Y si alguien se me acercaba y me preguntaba directamente qué pensaba que le había pasado -de vez en cuando alguien lo hacía, ya que se sabía que Eddie y yo éramos colegas-, me limitaba a poner cara inexpresiva y a encogerme de hombros. «A veces hasta creo que me importa», decía.

Más tarde dejé de pensar en Eddie a fuerza de acostumbrarme a no hacerlo. Si por casualidad ocurría algo que me lo recordaba -por ejemplo si veía a un chico que se le parecía o leía algo en la prensa sobre un adolescente desaparecido-, inmediatamente, y casi de forma inconsciente, me ponía a pensar en otra cosa.

En estas últimas tres semanas, sin embargo, desde que Morris, mi hermano pequeño, desapareció, pienso en Ed Prior cada vez más; soy incapaz, por mucho que lo intente, de apartarlo de mi pensamiento. La necesidad de hablar con alguien sobre lo que sé me resulta casi insoportable. Pero ésta no es una historia para contarla a la policía. Creedme, no les haría ningún bien, y a mí podría perjudicarme bastante. No puedo decirles dónde buscar a Morris -no puedo decir algo que no sé-, pero creo que si le contara esta historia a un detective me haría algunas preguntas difíciles de contestar y causaría a algunas personas (la madre de Eddie, por ejemplo, que sigue viva y se ha casado por tercera vez) un sufrimiento innecesario.

Es posible, además, que terminara con un billete de ida al mismo lugar en el que mi hermano pasó los dos últimos años de su vida: el Centro de Salud Mental Wellbrook Progressive. Mi hermano ingresó allí por voluntad propia, pero el centro también tiene un ala para reclusos. Morris pasaba la fregona en las consultas externas cuatro días a la semana y los viernes por la mañana iba al Pabellón del Gobernador, como lo llaman, a lavar la mierda de las paredes, y también la sangre.

¿Acabo de hablar de Morris en pasado? Supongo que sí. He perdido la esperanza de que suene el teléfono y sea Betty Millhauser llamando desde Wellbrook, con voz agitada y entrecortada, diciéndome que lo han encontrado en un refugio para los sin techo en algún lugar, y que lo traen de vuelta a casa. Tampoco creo que vaya a llamar nadie para contarme que lo han encontrado notando en el Charles. En realidad, no creo que vaya a llamar nadie en absoluto, excepto para decirme que no se sabe nada nuevo, lo que equivaldría prácticamente a decir que está muerto. Y quizá deba admitir que estoy escribiendo esto, no para enseñárselo a nadie, sino porque no puedo evitarlo y porque una página en blanco es la única audiencia en la que puedo confiar para contar esta historia.

Mi hermano pequeño no empezó a hablar hasta que cumplió cuatro años. Mucha gente pensaba que era retrasado. Mucha gente del lugar donde nací, Pallow, aún piensa que era retrasado, o autista. Que conste que yo, cuando era un niño, medio lo pensaba también, aunque mis padres me dijeran que no era así.

Cuando tenía once años le diagnosticaron esquizofrenia juvenil. Después llegaron otros diagnósticos: trastorno de personalidad, esquizofrenia depresiva aguda. No sé si alguna de esas expresiones define en realidad lo que le pasaba o contra lo que luchaba Morris. Sé que cuando por fin descubrió el lenguaje no lo utilizaba mucho. También que siempre fue pequeño para su edad, un niño de complexión delicada, manos delgadas y de largos dedos y cara de duende. Siempre era extrañamente inexpresivo, sus sentimientos se hallaban ocultos en algún lugar demasiado profundo para reflejarse en su cara y daba la impresión de que nunca parpadeaba. A veces mi hermano me recordaba a esas caracolas cónicas cuyo interior rosa brillante y en espiral parece esconder alguna clase de misterio. Te las llevas a la oreja y te parece oír las profundidades de un océano vasto e impetuoso, pero en realidad es un efecto acústico y lo que se escucha es el suave rugido de… la nada. Los doctores tenían sus diagnósticos, pero yo, a la edad de catorce años, tenía el mío propio.

Debido a que era propenso a dolorosas infecciones de oído, Morris no podía salir a la calle en invierno… que según la definición de mi madre empezaba con los campeonatos de la World Series y terminaba cuando comenzaba la temporada de béisbol. Cualquiera que haya tenido hijos pequeños entenderá lo difícil que puede ser mantenerlos ocupados y entretenidos sin salir de casa. Mi hijo tiene ahora doce años y vive con mi ex en Boca Ratón, pero hasta que tuvo siete años vivimos todos juntos, como una familia, y recuerdo cuan desesperante podía ser un día frío y lluvioso, sin poder salir de casa. Para mi hermano pequeño todos los días eran fríos o lluviosos, pero, a diferencia de otros niños, no era difícil mantenerlo ocupado. Se entretenía él solo bajando al sótano en cuanto llegaba a casa del colegio, y trabajaba con afán toda la tarde en uno de sus inmensos, interminables, técnicamente complicados y básicamente inútiles proyectos de construcción.

Al principio le fascinaba construir torres y complicados templos con vasos de papel. Creo recordar la que pudo ser la primera vez que construyó algo con ellos. Era por la noche y la familia estaba reunida en uno de nuestros escasos rituales colectivos: ver un episodio de M*A*S*H. Pero, para cuando llegó el segundo intermedio, todos habíamos dejado de prestar atención a los chistes de Alan Alda y compañía y mirábamos fijamente a mi hermano.

Mi padre estaba sentado en el suelo con él, creo que porque al principio le había ayudado con su construcción. Mi padre era también un poco autista, un hombre tímido y torpe que no se quitaba el pijama durante los fines de semana, y cuyas relaciones sociales se limitaban a mi madre. Nunca parecía decepcionado con Morris, es más, nunca parecía más feliz que cuando estaba tumbado en el suelo junto a él fabricando mundos soleados hechos de figurillas de papel. Esta vez, sin embargo, se apartó y dejó que Morris trabajara solo, con tanta curiosidad como el resto de nosotros por ver el resultado final. Morris construía, apilaba y colocaba, y sus dedos largos y delgados se movían con rapidez, disponiendo los vasos a tal velocidad que parecía un mago haciendo un truco o un robot en una cadena de producción… sin dudar, aparentemente sin pensar, sin tirar nunca un vaso por accidente. A veces ni siquiera se fijaba en lo que hacían sus manos y, en lugar de mirarlas, examinaba la caja de vasos de papel, como para comprobar cuántos quedaban. La torre crecía más y más, y a tal velocidad que en ocasiones yo no podía evitar contener el aliento, tal era mi asombro.

Mi hermano abrió una segunda caja de vasos de papel y se puso manos a la obra. Cuando terminó -es decir, cuando hubo usado todos los vasos de papel que mi padre fue capaz de encontrarle-, la torre era más alta que el propio Morris y estaba rodeada por una muralla defensiva y una puerta de entrada. Debido a los espacios que quedaban entre los vasos, daba la impresión de que en los laterales de la torre había ventanas para los arqueros y tanto la torre como la muralla estaban rematadas con almenas. Nos había sorprendido un poco ver a Morris construyendo aquello a tanta velocidad y decisión, pero tampoco es que fuera una construcción absolutamente fabulosa, otro niño de cinco años podía haberla hecho también. Lo importante era que sugería que Morris tenía ambiciones ocultas. Daba la impresión de que, de haber podido, habría seguido construyendo, añadiendo pequeñas torres vigía, edificios fuera del castillo, una aldea completa hecha de vasos de papel. Y cuando se terminaron los vasos Morris miró a su alrededor y se rió, un sonido que no creo haber oído nunca antes, tan agudo que parecía taladrarte los oídos, y más alarmante que agradable. Rió y dio una sola palmada, como la que daría un marajá para despachar a un sirviente.

Lo que también diferenciaba esta torre de la que habría podido hacer otro niño de su edad era el propósito con el que había sido construida. Otro niño le habría dado una patada y contemplado cómo los vasos se derrumbaban. Desde luego, eslo que yo habría querido hacer con aquella torre, y tengo tres años más que Morris: pisarla con los dos pies sólo por el placer de arrasar algo grande y construido con cuidado, como un Godzilla de la Liga Menor.

Todo niño emocionalmente sano tiene ese instinto. Para ser sinceros debo admitir que en mi caso lo tenía especialmente desarrollado. Mi tendencia compulsiva a destruir cosas me ha acompañado hasta la edad adulta, e incluyo en última instancia a mi mujer, a quien le desagradaba esta costumbre y me lo dejó claro con los papeles del divorcio y un abogado de aspecto ictérico, con el encanto personal de una trituradora y tan eficaz como ésta en los tribunales.

Morris, en cambio, pronto perdió todo interés en su construcción y pidió un vaso de zumo. Mi padre se lo llevó a la cocina mientras murmuraba que al día siguiente le traería a mi hermano una bolsa gigantesca de vasos de papel, para que pudiera construir un castillo aún mayor en el sótano. Yo no me podía creer que Morris hubiera dejado allí la torre. Era una tentación que me resultaba irresistible. Me levanté del sofá, di unos cuantos pasos vacilantes hacia él… y entonces mi madre me sujetó del brazo y me detuvo. Nuestras miradas se cruzaron y en la suya había implícita una oscura amenaza. «Ni se te ocurra». Me solté de su brazo y salí de la habitación.

Mi madre me quería, pero rara vez me lo hacía saber, y a menudo parecía mantenerme a distancia de cualquier demostración afectiva. Me comprendía mucho mejor que mi padre. En una ocasión, jugando en el estanque de Walden, tiré una piedra a un niño que me había salpicado. La piedra le dio en el brazo y le hizo un feo moratón. Mi madre se ocupó de que no volviera a nadar en todo el verano, aunque seguíamos yendo a Walden Pond todos los sábados por la tarde para que Morris pudiera chapotear un rato. Alguien les había dicho a mis padres que nadar le resultaría terapéutico, y mi madre estaba tan decidida a que Morris nadara como a que yo no lo hiciera. Me quedaba, por tanto, sentado en la arena junto a ella y sin permiso para ir a ninguna parte. Podía leer, pero no podía jugar, ni siquiera hablar con otros niños. Cuando lo pienso, me resulta difícil reprocharle que fuera tan severa conmigo en esa o en otras ocasiones. Mi madre siempre vio lo peor de mí, mucho más que el resto de la gente. Intuía mi potencial, y éste, en lugar de darle un motivo de alegría y esperanza, la hacía ser más dura conmigo.

Lo que Morris había hecho en el cuarto de estar en el espacio de media hora era sólo un indicio de lo que podría hacer en un espacio tres veces mayor y con todos los vasos de papel que quisiera. Durante el año siguiente construyó con gran esmero una autopista elevada -recorría haciendo curvas todo nuestro espacioso y bien iluminado sótano, pero en línea recta habría medido casi cuatrocientos metros-, una esfinge gigante y un iglú lo suficientemente grande como para que los dos pudiéramos sentarnos dentro, con una puerta baja por la que entrábamos a rastras.

A partir de ahí, no pasó mucho tiempo hasta que empezó a construir altísimas aunque impersonales metrópolis de LEGO, siguiendo el diseño arquitectónico de ciudades de verdad. Y un año más tarde ya trabajaba con fichas de dominó, creando delicadas catedrales con docenas de agujas de color marfil en perfecto equilibrio, que llegaban hasta la mitad del techo. Cuando tenía nueve años se hizo famoso por un tiempo, al menos en Pallow, cuando el Chronicle de Boston publicó un breve artículo sobre él. Morris había montado más de dieciocho mil fichas de dominó en el gimnasio del colegio para chicos con trastornos del desarrollo al que acudía. Les dio la forma de un gigantesco grifo, o sea, un animal mitológico mitad águila, mitad león, enfrentándose a un ejército de caballeros, y el Canal 5 lo grabó mientras representaba la batalla y el dominó se desmoronaba en medio de un gran estruendo. Las fichas caían con tal estrépito que daba la impresión de que había flechas volando y que el grifo atacaba a los caballeros con armadura; tres hileras de fichas de color rojo se derrumbaban simulando sablazos. Durante una semana sufrí furiosos ataques de letal envidia: salía de una habitación cuando Morris entraba en ella, no podía soportar que fuera el centro de tanta atención. Pero mi resentimiento lo afectaba tan poco como su fama. Ambos lo dejaban por completo indiferente. Renuncié a estar enfadado cuando comprendí que era como gritar a una pared, y con el tiempo el resto del mundo se olvidó de que Morris había sido alguna vez alguien interesante.

Para cuando entré en el instituto y empecé a salir por ahí con Eddie Prior, Morris se había pasado a las fortalezas hechas con cajas de cartón que mi padre llevaba a casa del almacén de la compañía marítima en la que trabajaba. Casi desde el principio, lo que hacía con las cajas de cartón fue distinto de las cosas que había construido con fichas de dominó o con vasos de papel. Mientras que sus otras construcciones tenían siempre un principio y un fin, las que hacía con cajas de cartón no parecían seguir un diseño concreto, y así una cosa se transformaba en otra, un refugio en un castillo y éste en unas catacumbas. Pintaba los exteriores, decoraba los interiores, recortaba ventanas y puertas que se abrían y cerraban. Y entonces, un día, sin previo aviso y sin explicación alguna, desmontaba gran parte de la estructura y empezaba a reorganizarla por entero, siguiendo líneas arquitectónicas completamente distintas.

Además, aunque sus trabajos con vasos de papel o LEGO siempre lo habían calmado, lo que construía con cajas de papel parecía dejarlo nervioso e insatisfecho. Que le faltaran unas cuantas cajas para completar lo que estaba construyendo en el sótano tenía siempre sobre él un efecto curioso y negativo.

Recuerdo que llegué a casa un domingo a última hora y, mientras cruzaba a zancadas la cocina con las botas de nieve puestas para coger algo de la nevera, eché una mirada de reojo a la puerta abierta del sótano y a las escaleras… Lo que vi me dejó paralizado, sin respiración. Morris estaba sentado de lado en el último peldaño, con los hombros pegados a las orejas y la cara de un color pálido pastoso y extraño, torcida en una mueca. Se apretaba la palma de una mano contra la frente como si le hubieran dado un golpe. Pero lo que más me alarmó, en lo que reparé conforme bajaba las escaleras hacia él, fue que aunque hacía mucho frío en el sótano, demasiado para estar a gusto allí, las mejillas de Morris estaban empapadas, y la parte delantera de su camiseta blanca tenía una mancha de sudor en forma de uve. Cuando me encontraba a tres peldaños de él y me disponía a llamarlo por su nombre, abrió los ojos. Al instante aquella mueca de dolor insoportable empezó a borrarse de su cara, que se fue relajando hasta perder toda expresión.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. ¿Estás bien?

– Sí-dijo con voz neutra-. Es sólo que… me he perdido por un minuto.

– ¿Has perdido la noción del tiempo?

Pareció necesitar un momento para procesar aquello. Entornó los ojos aguzando la mirada y después miró vagamente su fortaleza, que en ese momento se componía de veinte cajas formando un gran cuadrado. Más o menos la mitad de ellas estaban pintadas de amarillo fluorescente y tenían ventanas circulares recortadas en los laterales. Las había forrado con plástico transparente y repasado con un secador de pelo, de manera que el plástico se veía homogéneo y bien estirado. Esta parte del fuerte era la torre de un submarino que Morris había intentado construir en el pasado. De la parte superior de una caja de gran tamaño salía un periscopio hecho con un cilindro de cartón para guardar pósters enrollados. El resto de las cajas, en cambio, estaban pintadas en brillantes tonos rojos y negros, con cenefas de escritura al estilo árabe en los lados. Las ventanas de estas cajas estaban recortadas en forma de campana y recordaban a los palacios de Oriente donde vivían las mujeres de los harenes, al mundo de Aladino.

Morris frunció el ceño y negó con la cabeza.

– Entré y luego no sabía salir. No reconocía nada.

Miré el fuerte, que tenía una entrada en cada esquina y ventanas en cajas alternas. Cualesquiera que fueran las limitaciones de mi hermano, no lo imaginaba tan confundido como para no ser capaz de salir de aquella fortaleza.

– ¿Por qué no fuiste a gatas hasta una ventana para orientarte?

– Donde me perdí no había ninguna ventana. Oí a alguien hablar y traté de seguir su voz, pero llegaba desde muy lejos y no podía saber de dónde venía. No eras tú, ¿a que no? No sonaba como tu voz, Nolan.

– ¡No! -dije-. ¿Qué voz? -Mientras decía esto, miré a mi alrededor preguntándome si tal vez no estábamos solos en el sótano-. ¿Qué dijo?

– No la oía todo el rato. A veces decía mi nombre. Otras que siguiera avanzando. Y una vez dijo que había una ventana más adelante. Que vería girasoles.

Morris hizo una pausa y dejo escapar un leve suspiro.

– Era como si estuvieran al final de un túnel, la ventana y los girasoles, pero me daba miedo acercarme, así que me di la vuelta y entonces fue cuando me empezó a doler la cabeza. Y enseguida encontré una de las puertas de salida.

Pensé que existía la posibilidad de que Morris hubiera experimentado una pequeña ruptura con la realidad por unos momentos mientras se arrastraba por su fuerte, no era una locura pensarlo. Sólo un año antes le había dado por pintarse las manos de rojo, porque, decía, le ayudaba a sentir la música.

Cuando estaba en una habitación donde sonaba música cerraba los ojos, levantaba las manos enrojecidas sobre la cabeza, como si fueran antenas, y agitaba todo el cuerpo como en una suerte de espasmódica danza del vientre.

También me ponía nervioso la remota posibilidad de que hubiera de verdad alguien en el sótano, un psicópata iluminado que tal vez en ese momento aguardaba agazapado en algún lugar dentro del fuerte de Morris. Cualquiera de las dos cosas me daba escalofríos, así que lo cogí de la mano y le dije que subiera conmigo al piso de arriba a contarle a nuestra madre lo que había pasado.

Cuando le repetimos la historia pareció conmocionada. Tocó la frente de Morris.

– ¡Estás frío y sudoroso! Vamos arriba, Morris. Te daré una aspirina y quiero que te eches un rato. Podemos hablar de esto después de que hayas descansado.

Yo dije que teníamos que registrar el sótano inmediatamente para ver si había alguien, pero mi madre me mandó callar, poniéndome caras cada vez que intentaba abrir la boca. Los dos subieron y yo me quedé sentado en la encimera de la cocina con la vista fija en la puerta del sótano, y presa de una nerviosa inquietud durante casi toda la hora siguiente. Aquella puerta era la única salida del sótano y, de haber oído pasos de pisadas en las escaleras, habría saltado del susto. Pero no subió nadie, y cuando mi padre llegó a casa bajamos juntos a registrar el sótano. No había nadie escondido detrás de la caldera ni del tanque de gasóleo. De hecho nuestro sótano estaba bien iluminado y ordenado, con escasos rincones donde esconderse. El único lugar donde podría ocultarse un intruso era el fuerte de Morris y lo inspeccioné, dando patadas a las cajas y mirando por las ventanas. Mi padre me dijo que debería meterme y registrarlo por dentro y después se rió de la cara que puse. Cuando subió por las escaleras eché a correr detrás de él. No quería quedarme allí solo cuando apagara las luces.


Una mañana, cuando estaba metiendo mis libros en la bolsa de gimnasia antes de salir para el colegio, se me cayeron dos hojas de papel dobladas de Visiones de la historia de Estados Unidos. Las cogí y me quedé mirándolas, al principio sin reconocerlas. Eran dos hojas de multicopista con preguntas mecanografiadas, seguidas de espacios en blanco para escribir. Cuando me di cuenta de lo que era estuve a punto de soltar la palabrota más gorda que conozco, con mi madre a sólo unos pasos de mí… un error que sin duda habría cambiado la fisonomía de mi oreja y habría dado lugar a un interrogatorio que me convenía mucho evitar. Era un examen para hacer en casa que nos habían dado el viernes y que temamos que entregar esa misma mañana.

Llevaba dos semanas sin atender en clase de historia. Había una chica, bastante punk, que vestía faldas vaqueras rotas y medias de rejilla rojo chillón y que se sentaba a mi lado. Abría y cerraba las piernas, aburrida, y recuerdo que si me inclinaba hacia delante, en ocasiones podía ver un trozo de sus bragas, sorprendentemente discretas, por el rabillo del ojo. Aunque el profesor nos hubiera recordado en voz alta lo del examen para el fin de semana, no me habría enterado.

Mi madre me dejó en el colegio y caminé por el asfalto helado notando calambres en el estómago. Historia de Estados Unidos a segunda hora. No me daba tiempo. Ni siquiera había leído los dos últimos capítulos que nos habían mandado. Sabía que tenía que sentarme en algún sitio y tratar de estudiar un poco, leer los capítulos por encima y contestar un par de preguntas poniendo cualquier tontería. Pero era incapaz de sentarme, de mirar siquiera el examen. Me sentía paralizado, invadido por una horrible sensación de desesperanza, de que mi destino estaba escrito.

Entre el aparcamiento de cemento y los pisoteados terrenos del colegio había una hilera de postes de madera que en otro tiempo sostuvieron una valla. Un chico llamado Cameron Hodges, de mi clase de Historia de Estados Unidos, estaba sentado en uno de ellos con un par de amigos. Cameron era un chico de pelo claro, con grandes gafas de montura redondeada, detrás de cuyos cristales acechaban unos ojos inquisitivos y perpetuamente humedecidos. Estaba en la lista de mejores alumnos y era miembro del consejo de estudiantes, pero a pesar de esos enormes defectos puede decirse que era popular, que gustaba sin esforzarse por hacerlo. Ello se debía, en parte, a que no alardeaba de todo lo que sabía, no era de esos que siempre levantan la mano cuando se saben la respuesta a un problema especialmente difícil. Pero tenía algo más, una sensatez, una combinación de serenidad y ecuanimidad que le hacía parecer más maduro y experimentado que el resto de nosotros.

Me caía bien, incluso le había votado en las elecciones estudiantiles, pero no nos relacionábamos mucho. Yo no me veía siendo amigo de alguien como él… lo que quiero decir es que no podía imaginar que alguien como él estuviera interesado en alguien como yo. Yo era un chico difícil de conocer, poco comunicativo, que desconfiaba siempre de las intenciones de los demás, y hostil casi por reflejo. En aquellos días, si alguien se reía al pasar a mi lado siempre lo miraba con furia, por si acaso se estaba burlando de mí.

Conforme me acercaba a él, comprobé que tenía el examen en la mano. Sus amigos estaban comparando sus respuestas con las suyas: «Introducción de la desmotadora de algodón en el sur. Vale, eso es lo que he puesto». En ese momento yo pasaba justo por detrás de Cameron. No me paré a pensar. Me incliné y le quité el examen de las manos.

– ¡Eh! -gritó Cameron y alargó la mano para recuperar su examen.

– Necesito copiarlo -dije con voz ronca y le di la espalda para que no pudiera quitarme el papel. Estaba colorado y respiraba pesadamente, horrorizado por lo que estaba haciendo, pero haciéndolo de todos modos-. Te lo devolveré en Historia del Arte.

Cameron se deslizó del poste donde estaba sentado y caminó hacia mí con ojos asombrados y suplicantes, extrañamente magnificados detrás de los cristales de sus gafas.

– Nolan, no.

No sé por qué, pero me sorprendió oírle llamarme por mi nombre. Hasta entonces no estaba seguro de que supiera cómo me llamaba.

– Si tus respuestas son idénticas a las mías el señor Sarducchi sabrá que has copiado y nos suspenderá a los dos.

Su voz temblaba de forma ostensible.

– No llores -le dije con mayor dureza de lo que habría querido. Creo que en realidad me preocupaba que se pusiera a llorar, de manera que sonó a burla y los otros chicos se rieron.

– Sí, claro -dijo Eddie Prior, que apareció de repente entre Cameron y yo. Apoyó la palma de la mano en la frente de Cameron y lo empujó. Éste se cayó de culo con un grito. Las gafas rodaron de su nariz y fueron a parar a un charco de hielo-. No seas maricón. Nadie se va a enterar, y te lo va a devolver.

Después Eddie me pasó un brazo por los hombros y nos marchamos. Me hablaba entre dientes, como si fuéramos dos presos en una película planeando nuestra huida en el patio de la cárcel.

– Lerner -me dijo, llamándome por mi apellido. Lo hacía con todo el mundo-. Cuando termines con eso pásamelo. Debido a circunstancias inesperadas y fuera de mi control, básicamente que el novio de mi madre es un puto bocazas que no sabe estarse callado, tuve que irme de casa ayer por la tarde y acabé jugando al fútbol con mi primo hasta altas horas de la noche. Resultado: no pasé de las dos primeras preguntas de esa mierda de examen.

Aunque Eddie no sacaba más que aprobados raspados en todas las asignaturas, excepto en las marías, y rara era la semana en que no estaba castigado a quedarse en el colegio después de las clases, a su manera era casi tan carismático y popular como Cameron Hodges. No se ponía nervioso con nada, algo que impresionaba bastante a los demás. Y estaba siempre tan de buen humor, tan dispuesto en todo momento a divertirse, que era imposible seguir enfadado con él durante mucho tiempo. Si un profesor lo expulsaba de clase por hacer algún tipo de comentario desafortunado, Eddie se encogía de hombros lentamente, como preguntándose: ¿pero-es-posible-que-alguien-sepa-algo-en-es-te-mundo-de-locos?, recogía sus libros cuidadosamente y salía después de lanzar una última mirada a hurtadillas a los otros alumnos que indefectiblemente desencadenaba una ola de risitas. A la mañana siguiente, podía verse al mismo profesor que lo había echado de clase jugando al fútbol con Eddie en el aparcamiento para profesores, mientras los dos despotricaban contra los Celtics.

Yo creo que la cualidad que distingue a los chicos populares de los impopulares -la única cualidad que tenían en común Eddie Prior y Cameron Hodges- es un fuerte sentido del yo. Eddie sabía muy bien quién era. Se aceptaba. Sus carencias habían dejado de preocuparlo. Cada palabra que decía era una expresión pura e inconsciente de su verdadera personalidad, mientras que yo no tenía una imagen clara de mí mismo y siempre estaba fijándome en los demás, observándolos, esperando y temiendo al mismo tiempo captar alguna indicación de qué es lo que veían cuando me miraban.

Así que en aquel momento, cuando Eddie y yo nos alejábamos de Cameron, experimenté esa clase de brusco cambio psicológico tan común en la adolescencia. Le había quitado a Cameron su examen de las manos, desesperado por salir de la trampa que me había tendido a mí mismo, y me alarmaba descubrir lo que era capaz de hacer con tal de salvarme. En teoría estaba aún desesperado y horrorizado, pero lo cierto es que me encantaba encontrarme allí paseando con el brazo de Eddie Prior sobre mis hombros, como si fuéramos amigos de toda la vida, saliendo de la White Barrel Tavern a las dos de la madrugada. Me estremecí de alegría y sorpresa al oírle referirse al novio de su madre como un «puto bocazas»; me parecía algo tan ingenioso como el mejor chiste de Steve Martin. Lo que hice a continuación me habría parecido inconcebible sólo cinco minutos antes: le pasé el examen de Cameron.

– ¿Has hecho ya dos preguntas? Quédatelo, tardarás menos que yo en copiarlo. Yo lo haré cuando hayas terminado.

Me sonrió y en sus mejillas aparecieron dos hoyuelos en forma de coma.

– ¿Cómo te has metido en esto, Lerner?

– Se me olvidó que teníamos deberes. Me resulta imposible atender en clase. ¿No conoces a Gwen Frasier?

– Sí. Es una guarra. ¿Qué pasa con ella?

– Es una puta guarra que no lleva medias -dije-. Se sienta a mi lado y no hace más que abrir y cerrar las piernas. ¿Cómo voy a atender en clase de historia con su cono delante de mis narices?

Estallamos en carcajadas tan sonoras que toda la gente que había en el aparcamiento se nos quedó mirando.

– Seguramente necesita airearlo para que se le cure el herpes genital. Ten cuidado con ella, colega.

Y después de esto nos reímos todavía más, nos reímos hasta saltársele las lágrimas a Eddie. Yo también reí, algo que nunca me había resultado fácil, y sentí sacudidas de placer en cada una de mis extremidades nerviosas. Me había llamado colega.

Me parece recordar que Eddie no me llegó a devolver nunca el examen de Cameron y que yo terminé entregando una hoja completamente en blanco, aunque a este respecto mis recuerdos son algo borrosos. A partir de esa mañana, sin embargo, empecé a seguirle por todas partes. Le gustaba hablar de su hermano, Wayne, que había pasado cuatro semanas de una sentencia de tres meses en un centro de menores, por haber colocado una bomba incendiaria en un Oldsmobile, y que ahora se había escapado y vivía en la calle. Eddie decía que Wayne lo llamaba algunas veces presumiendo de meterse en peleas y de romper unas cuantas crismas. Sobre su hermano mayor, lo que contaba en cambio era bastante vago. Que trabajaba de peón en una granja en Illinois, dijo en una ocasión. Que robaba coches a negros en Detroit, dijo en otra.

Pasábamos mucho tiempo con una chica de quince años llamada Mindy Ackers, que hacía de canguro de un bebé en un apartamento situado en un bajo frente al dúplex donde vivía Eddie. El lugar olía a moho y a pis, pero pasábamos tardes enteras allí, fumando y jugando con ella a las damas, mientras el bebé gateaba con el culo al aire a nuestros pies. Otros días Eddie y yo cogíamos el sendero del bosque detrás de Christobel Park hasta el paso elevado de peatones que había sobre la autopista 111. Eddie siempre llevaba una bolsa de papel marrón llena de basura que había cogido del apartamento en el que Mindy hacía de canguro, llena de pañales cagados y cartones grasientos con restos de comida china. Tiraba bombas de basura a los camiones que pasaban debajo del puente. Una vez apuntó con un pañal a un gigantesco camión de dieciocho ruedas decorado con llamas rojas pintadas y unos cuernos de toro en el capó. El pañal se estrelló contra el parabrisas del lado del asiento del copiloto y el cristal se llenó de una diarrea amarilla. Los frenos chirriaron y las ruedas levantaron humo en el asfalto. E1 conductor hizo sonar la bocina con furia, un ruido atronador que me asustó tanto que el corazón me dio un vuelco. Eddie y yo nos agarramos del brazo y echamos a correr, riendo.

– Mierda. ¡Me parece que nos está siguiendo! -chilló Eddie y echó a correr de la excitación. Yo no pensaba que nadie fuera a tomarse la molestia de bajarse del camión y perseguirnos, pero era emocionante imaginar que así era.

Más tarde, cuando nos habíamos tranquilizado y paseábamos por Christobel Park, jadeantes por la carrera, Eddie dijo:

– No hay ser humano más asqueroso que un camionero. No he conocido a uno que después de un trayecto largo no oliera igual que un orinal.

Por tanto, no me sorprendí demasiado cuando más tarde supe que el novio de la madre de Eddie -el puto bocazas- era conductor de camiones de largo recorrido.

A veces Eddie venía a mi casa, casi siempre para ver la televisión, pues teníamos buena recepción de canales. Sentía curiosidad por mi hermano, quería saber cuál era su problema y también lo que hacía en el sótano. Se acordaba de cuando Morris tiró su grifo hecho con fichas de dominó en la televisión, aunque de aquello hacía ya más de dos años. Nunca lo dijo, pero creo que le encantaba la idea de conocer a un idiota superdotado. Habría disfrutado igual si mi hermano hubiera sido un enano, o le faltaran las dos piernas. Eddie necesitaba una dosis de circo de los horrores en su vida. Y al final suele suceder que la gente acaba recibiendo doble dosis de lo que tanto ansia. ¿No es así?

Una de las primeras veces que vino a mi casa bajamos al sótano para ver qué estaba construyendo Morris. Había atado unas cuarenta cajas para hacer una red de túneles dispuestos a la manera de un gigantesco pulpo, con ocho galerías que desembocaban en una gran caja central, que en otro tiempo había sido el embalaje de un proyector de cine. Habría sido lógico que lo pintara para que pareciera un pulpo -un monstruo legendario y malvado-, y de hecho había coloreado varios tentáculos de verde limón, con círculos rojos a modo de ventosas. Pero los otros brazos eran restos de antiguas construcciones. Uno estaba hecho de trozos de un submarino amarillo, otro había sido parte de un cohete y era blanco, con aletas y calcomanías de la bandera americana. Y la caja grande del centro estaba sin pintar y envuelta en una malla de alambre a la que Morris había dado forma de cuernos. El resto de la fortaleza tenía el aspecto de un juguete hecho en casa… espectacular, pero un juguete al fin y al cabo, algo que papá podía haberle ayudado a construir. Sólo el último detalle, esos cuernos hechos de malla de alambre, revelaba que aquello era la obra de alguien que estaba como una puta cabra.

– Qué pasada -dijo Eddie al pie de las escaleras mientras lo miraba. Aunque por la expresión de sus ojos pude ver que no lo impresionaba tanto, que había esperado algo más.

Odiaba decepcionarlo, fuera por la razón que fuera. Si Eddie quería considerar a mi hermano un genio, pues yo también. Así que me puse a cuatro patas en una de las entradas.

– Tienes que entrar para verlo bien. Siempre molan más por dentro.

Y sin fijarme en si me seguía, entré.

Por entonces yo era un chico de catorce años, torpe, de anchas espaldas y de unos cincuenta y cuatro kilos de peso. Pero aún era un niño, no un adulto, y por tanto tenía las proporciones y la flexibilidad de uno y era capaz de empequeñecerme y entrar en cualquier sitio, por estrecho que fuera. Pero no tenía por costumbre meterme en los fuertes de Morris. Había descubierto, la primera vez que lo hice, que no me gustaban mucho, que me daban un poco de claustrofobia. Ahora en cambio, con Eddie siguiéndome, me metí, como si arrastrarme dentro de los escondites de cartón de mi hermano Morris fuera mi idea de la verdadera diversión.

Atravesé un túnel tras otro. En una de las cajas había una estantería hecha de cartón, con un tarro de mermelada lleno de moscas que revoloteaban un tanto frenéticas, golpeándose contra el cristal. La acústica de la caja amplificaba y distorsionaba el sonido, de forma que tenía la impresión de que el zumbido resonaba dentro de mi cabeza. Estudié las moscas un momento con el ceño fruncido y cierta inquietud. ¿Acaso Morris iba a dejarlas morir ahí dentro? Después seguí arrastrándome. Repté por una serie de amplios pasadizos cuyas paredes estaban cubiertas por lunas, estrellas y gatos de Cheshire reflectantes, una galaxia completa hecha de neón. Las paredes estaban pintadas de negro y al principio no podía verlas. Por un aterrador y breve instante tuve la impresión de que no había paredes, de que me deslizaba por un espacio vacío sobre una rampa estrecha e invisible, sin nada sobre la cabeza ni bajo los pies, y que si caía no habría nada que me frenara. Aún oía las moscas zumbando en el frasco de mermelada, aunque hacía tiempo que las había dejado atrás. Mareado, extendí la mano y toqué uno de los lados de la caja con los dedos. Con eso se me pasó la sensación de estar suspendido en el vacío, aunque seguía algo mareado. La caja siguiente era la más pequeña y oscura de todas, y mientras me arrastraba en su interior rocé con la espalda una serie de pequeñas campanas que colgaban de la parte de arriba. Aquel suave tintineo me asustó tanto que estuve a punto de gritar, pero ya veía una abertura circular delante de mí que se abría a un espacio iluminado de cambiantes tonos pastel. Me arrastré hasta ella.

La caja central del monstruo de Morris era lo suficientemente espaciosa como para alojar a una familia de cinco personas y a su perro. Una lámpara de lava a pilas burbujeaba en una esquina, con pompas de plasma flotando en un fluido vis-coso y ambarino. Morris había forrado las paredes con papel de envolver regalos de Navidad, y chispas y filamentos de luz brillaban aquí y allá en ondas temblorosas, hojas doradas, rosas y amarillas, mezclándose unas con otras y evaporándose. Era como si en el curso de aquel lento arrastrarme hasta el centro del fuerte me hubiera ido encogiendo poco a poco, hasta no ser más grande que un ratón, y hubiera llegado a una habitación con una bola giratoria de discoteca colgada del techo. La visión de aquello hizo que me estremeciera de asombro. Me latían las sienes y las luces extrañas y palpitantes me hacían daño a los ojos.

No había visto a Morris desde que llegamos a casa y había supuesto que habría salido con mamá a hacer algún recado. Pero estaba allí, esperando, en la gran caja central, sentado sobre las rodillas y con la espalda vuelta hacia mí. A un lado tenía un cómic y unas tijeras. Había recortado la contraportada, la había enmarcado en una cartulina negra y la estaba pegando a la pared con celo. Al oírme entrar me miró, pero no dijo nada y siguió colgando su dibujo.

Escuché ruidos de pies arrastrándose por el pasadizo detrás de mí y me deslicé a un lado, para hacer sitio. Un segundo después Eddie asomó la cabeza por la abertura circular y miró a su alrededor. Tenía la cara roja y sonreía con hoyuelos en las mejillas.

– Joder -dijo-. Mira este sitio. Me encantaría poder echar un polvo aquí.

Sacó el resto del cuerpo del túnel y se sentó sobre las rodillas.

– Qué pasada de fuerte. Cuando tenía tu edad habría matado por tener uno así -le dijo a la espalda de Morris, ignorando el hecho de que mi hermano, de once años, era ya un poco mayor para jugar a los fuertes.

Morris no contestó. Eddie me miró de reojo y se encogió de hombros. Después echó un vistazo alrededor, inspeccionándolo todo con la boca abierta y evidente expresión de placer, mientras una tormenta de luces brillantes de oro y plata emitía silenciosos destellos a nuestro alrededor.

– Llegar a rastras hasta aquí ha molado que te cagas -continuó Eddie-. ¿Qué te pareció el túnel forrado de pelo negro? A mí me daba la impresión de que cuando llegara al final sería como salir de las garras de un gorila.

Reí, pero me quedé mirándolo con expresión confundida. Yo no recordaba un túnel recubierto de pelo, y después de todo Eddie había ido detrás de mí, había seguido el mismo camino que yo.

– Y los canillones de viento -dijo Eddie.

– Eran campanas -le corregí yo.

– ¿Ah, sí?

Morris terminó de colgar el dibujo y, sin hablarnos, salió por una abertura triangular. Antes de salir, sin embargo, nos miró una última vez, y cuando habló se dirigió a mí:

– No me sigáis. Volved por donde habéis venido.

Y después añadió:

– Esta salida no está terminada. Tengo que seguir trabajando en ella, no está bien todavía.

Y dicho esto, agachó la cabeza y desapareció.

Miré a Eddie dispuesto a ofrecerle una disculpa, del tipo «perdona, mi hermano está como una cabra», pero Eddie estaba a gatas estudiando el dibujo que Morris había colgado en la pared. Representaba una familia de Sea Monkeys, esas extrañas mascotas, de pie, juntos, unas criaturas desnudas de vientre abultado, con antenas de colores y caras de rasgos humanos.

– Mira -dijo Eddie-. Ha colgado un dibujo de su verdadera familia.

Me reí. No es que Eddie tuviera mucho tacto, pero es cierto que no le costaba ningún esfuerzo hacerme reír.

Estaba a punto de salir de casa -era un viernes de la primera quincena de febrero- cuando Eddie me llamó y me dijo que no fuera a su casa, sino que me reuniera con él en el puente elevado sobre la 111. Algo en su tono de voz, áspero y tenso, me llamó la atención. No dijo nada fuera de lo normal, pero en ocasiones su voz parecía a punto de resquebrajarse, y tuve la impresión de que hacía esfuerzos por no sucumbir a una oleada de infelicidad.

El puente estaba a veinte minutos andando desde mi casa, por Christobel Avenue, atravesando el parque y luego siguiendo un camino que se internaba en el bosque. Era un sendero cuidado, pavimentado de piedra azulada, y ascendía por las colinas entre abetos y arces. Pasados unos quinientos metros, se llegaba al puente. Eddie estaba inclinado sobre la barandilla mirando hacia los coches que circulaban en dirección este.

No me miró mientras me acercaba a él. Justo a la altura de su barriga, en el muro que había delante de él, había tres ladrillos sueltos, y cuando estuve a su lado empujó uno de ellos. En un primer momento me asusté, pero el ladrillo cayó encima de un camión pesado que circulaba en ese momento, sin causar ningún daño. El camión llevaba un tráiler cargado con tuberías de acero. El ladrillo chocó contra una de ellas con gran estrépito y después rodó por las demás, desencadenando toda una sinfonía de «clangs» y «bongs», como si alguien hubiera dejado caer un martillo por los tubos de un órgano. Eddie esbozó su enorme, fea y desagradable sonrisa, que dejaba ver una boca en la que faltaban dientes, y me miró para comprobar si había disfrutado con aquel inesperado concierto. Entonces fue cuando le vi el ojo izquierdo, rodeado por un gran círculo de carne amoratada y veteada de amarillo.

Cuando hablé casi no reconocía mi propia voz, entrecortada y débil.

– ¿Qué te ha pasado?-Mira esto -me dijo y se sacó una polaroid del bolsillo de la chaqueta. Seguía sonriendo, pero cuando me alargó la fotografía evitó mirarme a la cara-. Y disfruta.

Era como si no me hubiera oído.

La fotografía mostraba dos dedos de una chica con las uñas pintadas de color plata que restregaban un triángulo de tela de rayas rojas y negras hundido en el pliegue de piel entre sus piernas. En los extremos de la foto se veían sus muslos, borrosos y demasiado pálidos.

– Gané a Ackers diez veces seguidas -dijo-. Nos apostamos a que si perdía la décima partida tendría que sacarse una foto tocándose el clítoris. Se fue al dormitorio, así que no vi cómo se sacaba la foto. Pero quiere que juguemos otra vez y recuperarla. Si vuelvo a ganarle diez partidas seguidas voy a obligarla a que se masturbe delante de mí.

Me volví, de modo que estábamos el uno junto al otro, apoyados sobre la barandilla, de cara al tráfico. Miré la foto un instante más sin pensar en nada en realidad, sin saber qué decir o qué hacer. Mindy Ackers era una chica poco atractiva, con el pelo rojo rizado, llena de granos y que estaba loca por Eddie. Si perdía diez partidas de damas seguidas contra él seguro que era a propósito.

En ese momento, sin embargo, lo que había hecho Mindy o dejado de hacer me interesaba bastante menos que saber cómo había acabado Eddie con el ojo izquierdo a la funerala… algo sobre lo que, aparentemente, él no tenía ninguna intención de hablar.

– Una pasada -dije finalmente, y dejé la foto en el muro de cemento debajo de la barandilla y, sin pensar, apoyé una mano en uno de los ladrillos.

Un camión con remolqué pasó a gran velocidad bajo nosotros, con el motor rugiendo conforme el conductor reducía la marcha. Un humo con olor a gasoil se mezcló con la nieve, que caía en gruesos copos. ¿Cuándo había empezado a nevar? No estaba seguro.

– ¿Cómo te has hecho eso en el ojo? -pregunté de nuevo, sorprendido de mi audacia.

Se limpió la nariz con el dorso de la mano mientras seguía sonriendo.

– Este puto saco de mierda con quien sale mi madre dice que me pilló hurgándole en su cartera. Como si fuera a robarle sus cupones de comida o algo así. Se irá pronto a la cama, porque tiene que salir para Kentucky antes de que amanezca, así que no pienso volver a casa hasta que… eh, mira. Viene un camión de combustible.

Miré hacia abajo y vi otro camión pesado con una gran cisterna de acero.

– Podríamos volarlo -dijo Eddie-. Cien gramos de C 4. Acertamos a ese hijo de puta y nos hacemos los amos de la autopista.

Había un ladrillo en la pared justo delante de él, y pensé que lo cogería y lo tiraría al camión cuando éste pasara debajo del puente. Pero en lugar de eso apoyó su mano sobre la mía, que aún descansaba sobre el otro ladrillo. Sentí un aviso de alarma, pero no hice nada por retirar la mano. Probablemente es importante subrayar eso. También, que no hice nada por evitar lo que ocurrió a continuación.

– Espera a que se acerque -dijo-. Tranquilo. Apunta bien. Ahora.

Justo cuando el camión petrolero entraba en el puente, Eddie empujó mi mano. El ladrillo golpeó uno de los laterales del tanque de combustible con un ruido metálico. Rebotó y salió despedido hasta el carril contrario en el preciso instante en que un Volvo adelantaba al camión. Se estrelló contra el parabrisas -pude ver cómo dibujaba una tela de araña en el cristal-, y después el coche desapareció en el interior del puente.

Los dos nos giramos y corrimos a la barandilla contraria. Yo tenía los pulmones comprimidos y por un momento fui incapaz de respirar. Cuando el Volvo salió del túnel derrapaba hacia la izquierda, en dirección al arcén de la carretera. Un segundo después se salió de ésta y rodó por la pendiente nevada, a unos cincuenta kilómetros por hora. En el valle poco profundo en que terminaba la pendiente crecían unos cuantos arces raquíticos, y el Volvo chocó contra uno de ellos con un crujido seco. El parabrisas se rompió en mil pedazos de cristal brillante, que se deslizaron al mismo tiempo por el capó y después cayeron al suelo nevado.

Yo seguía haciendo esfuerzos por respirar cuando la puerta del pasajero se abrió y una mujer rubia y robusta, con un abrigo rojo ceñido con un cinturón, salió del coche. Se cubría el ojo con una mano enguantada y gritaba intentando abrir la puerta trasera.

– ¡Amy! -gritaba-. ¡Dios mío, Amy!

Entonces Eddie me agarró por el hombro, me hizo girar y me empujó hacia el camino mientras me gritaba:

– ¡Nos largamos de aquí, joder!

Al dejar el puente me empujó de nuevo hacia el camino que entraba en el parque, con tal fuerza que me caí y me golpeé una rodilla contra una de las piedras azules, haciéndome polvo la rótula. Pero entonces me tiró del hombro y me obligó a seguir corriendo. No pensé en nada. Con la sangre latiéndome en las sienes y la cara ardiendo por el aire helado, corrí.


No empecé a pensar hasta que llegamos al parque y aflojamos el paso. Nos dirigíamos, sin haberlo discutido previamente, hacia mi casa. Los pulmones me dolían por el esfuerzo de correr con botas para la nieve y de inhalar bocanadas de aire gélido.

Había corrido hasta el asiento trasero gritando: «¡Dios mío, Amy!». Por tanto, había alguien en el asiento de atrás, una niña pequeña. La mujer rubia y corpulenta se tapaba un ojo con la mano enguantada. ¿Le habría entrado una esquirla de cristal? ¿Por qué no había salido el conductor? ¿Estaría inconsciente? ¿Muerto? Las piernas no dejaban de temblarme. Recordaba a Eddie empujando mi mano, el ladrillo deslizándose bajo mis dedos, rodando y después estrellándose contra el parabrisas del Volvo. Me di cuenta de que no había marcha atrás, y aquello fue como una revelación. Miré mi mano, la que había empujado el ladrillo, y vi que sujetaba una fotografía, Mindy Ackers frotándose el triángulo de algodón entre las piernas. No recordaba haberla cogido y se la mostré a Eddie sin decir nada. Él la miró con ojos nebulosos y desconcertados.

– Quédatela -dijo. Era la primera vez que uno de los dos hablaba desde que gritó: «¡Nos largamos de aquí, joder!».

De camino a mi casa, nos cruzamos con mi madre, que estaba de pie junto al buzón, charlando con la vecina de al lado, y me tocó la espalda con gesto distraído al verme, un roce fugaz con las yemas de los dedos, que me hizo estremecer.

No dije nada hasta que estuvimos dentro quitándonos las botas y los abrigos en el recibidor. Mi padre estaba en el trabajo, y en cuanto a Morris, no sabía por dónde andaba y tampoco me importaba. La casa estaba en penumbra y silenciosa, con esa quietud propia de los lugares desiertos.

Mientras me desabotonaba mi cazadora de pana, dije:

– Deberíamos llamar a alguien.

Mi voz parecía salir, no de mi pecho ni de mi garganta, sino de una esquina de la habitación, de debajo de un montón de sombreros amontonados.

– ¿Llamar a quién?

– A la policía. Para ver si están bien.

Eddie dejó de quitarse su chaqueta vaquera y me miró. En la escasa luz, su ojo amoratado parecía pintado con rímel.

Yo, por alguna razón, continué hablando.

– Podríamos decir que estábamos en el puente y vimos el accidente. No hace falta contar que lo provocamos nosotros.

– Es que no lo hicimos.

– Bueno… -empecé a decir, y después no supe cómo continuar. Era una afirmación tan evidentemente falsa, que no se me ocurría cómo responder sin que sonara a provocación.

– El ladrillo se desvió de su camino -dijo-. ¿Cómo va a ser eso culpa nuestra?

– Sólo me gustaría saber si están todos bien -insistí-. En el asiento de atrás había una niña…

– Y unos cojones.

– Bueno… -Tartamudeaba de nuevo, y después me obligué a seguir hablando-. Sí había una niña, Eddie. Su madre la estaba llamando.

Dejó de moverse un instante mientras me estudiaba despacio, con una mirada triste y siniestramente calculadora. Después se encogió de hombros con brusquedad y continuó quitándose las botas.

– Si llamas a la policía me mato -dijo-. Así tendrás eso también sobre tu conciencia.

Sentía una gran presión en el pecho, que me oprimía los pulmones. Traté de hablar y mi voz salió en un susurro sibilante:-Venga ya.

– Lo digo en serio -dijo-. Me mato.

Hizo una nueva pausa y después añadió:-¿Te acuerdas de lo que te conté de mi hermano, que estaba en Detroit ganando un montón de dinero robando coches?

Asentí.

– Pues era mentira. ¿Te acuerdas de esa historia de que se había follado a unas gemelas en Minnesota?

Transcurrido un instante, asentí de nuevo.

– Eso también es mentira. Todo lo que te conté. Jamás me llamó. -Eddie tomó aire despacio, temblando ligeramente mientras lo hacía-. No sé dónde está ni lo que hace. Sólo me llamó una vez, cuando todavía estaba en el reformatorio, dos días antes de escaparse. No parecía estar bien. Me dijo: «No hagas nunca nada que te pueda hacer entrar aquí». Me hizo prometérselo. Dijo que allí intentaban volverte maricón, que está lleno de esos negratas de Boston que son maricones y se meten contigo. Después desapareció y nadie sabe qué ha sido de él. Pero yo creo que si estuviera bien me habría llamado. Estábamos unidos, él y yo, así que no tendría que estar aquí, preocupado por él. Y conozco a mi hermano. Sé que no se dejaría amariconar.

Para entonces se había puesto a llorar en silencio. Se limpió las mejillas con la manga de la sudadera y después me miró con ojos fieros y llorosos.

– No pienso ir a un centro de menores por un estúpido accidente que ni siquiera ha sido culpa mía. Nadie me va a convertir en un marica. Ya me lo hicieron una vez. Ese saco de mierda, el hijo de puta del novio de mi madre de Tennessee…

Su voz se quebró y apartó la mirada, jadeando ligeramente.

No dije nada. La visión de Eddie lloroso me hizo olvidar cualquier argumento a favor de llamar a la policía. Me silenció por completo.

Él siguió hablando con voz baja y trémula.

– Lo hecho, hecho está. Ha sido un accidente estúpido. Un mal rebote. No ha sido culpa de nadie, y si alguien ha salido herido tendremos que vivir con ello. Tenemos que mantenernos unidos. Nadie puede saber que tuvimos algo que ver con ello. Cogí los ladrillos de debajo del puente. Hay muchos sueltos, así que nadie sabrá que no se cayó solo. Pero si de verdad necesitas llamar a alguien, dímelo primero, porque no pienso dejar que nadie me haga lo que le hicieron a mi hermano.

Me costó varios segundos reunir el aire suficiente para hablar.

– Olvídalo -dije-. Vamos a ver un rato la tele, para relajarnos.

Terminamos de quitarnos las ropas de abrigo y entramos en la cocina… donde casi tropezamos con Morris, que estaba de pie frente a la puerta del sótano con un rollo de papel marrón de embalar en la mano. Tenía la cabeza ladeada, en su actitud de estoy-escuchando-el-más-allá, con los ojos abiertos de par en par y su característica expresión de vacía curiosidad.

Eddie me dio un codazo y después agarró a Morris por su jersey negro de cuello vuelto y lo empujó contra la pared. Morris abrió aún más los ojos y miró la cara enrojecida de Eddie con expresión confusa. Sujeté a Eddie por la muñeca tratando de obligarlo a que soltara a mi hermano, pero no pude.

– ¿Estabas cotilleando, pedazo de subnormal? -preguntó Eddie.

– Eddie. Eddie. Da igual lo que haya oído. Olvídalo. No se lo va a contar a nadie. Déjale en paz -dije.

Eddie le soltó y Morris se le quedó mirando, pestañeando con la boca abierta y el labio inferior caído. Me miró de reojo como preguntando: ¿De qué va esto?, y después se encogió de hombros.

– He tenido que desmontar el pulpo -dijo-. Me gustaban los tentáculos que se juntaban en el centro, eran como los radios de una rueda. Pero daba igual por dónde entraras, siempre sabías adonde ibas y es mejor no saberlo. No es tan fácil, pero es mejor. Ahora tengo una idea nueva, voy a empezar por el centro y seguir hacia fuera, como hacen las arañas.

– Genial -dije-. Hazlo.

– Para este nuevo diseño usaré más cajas que nunca. Esperad a verlo.

– Estaremos impacientes. ¿A que sí, Eddie?

– Sí -dijo éste.

– Me quedaré abajo trabajando, si alguien me necesita -continuó Morris antes de desaparecer por el estrecho hueco que había entre Eddie y yo, en dirección a las escaleras del sótano.

Fuimos hasta el cuarto de estar y encendí la televisión, aunque me resultaba imposible concentrarme en nada. Me sentía fuera de mi cuerpo. Como si estuviera de pie al final de un largo pasillo y pudiera vernos a Eddie y a mí en el otro extremo, sentados juntos en el sofá, sólo que no era yo, sólo mi reproducción en cera. Eddie dijo:-Siento haberme mosqueado con tu hermano.

Quería que Eddie se fuera, quedarme solo y acurrucar-me en mi cama en la oscuridad silenciosa y tranquila de mi habitación. No sabía cómo pedirle que se fuera, y en lugar de eso le dije con labios entumecidos:-Si Morris llegara a decir algo, y no lo hará, te lo juro, porque incluso si nos hubiera oído no habría entendido de qué hablábamos; pero si se lo contara a alguien tú no te…

– ¿Que si me mataría? -preguntó Eddie y un ruido burlón y ronco salió de su garganta-. No, joder. Le mataría a él. Pero no dirá nada, ¿no?

– No -dije. Me dolía el estómago.

Eddie se puso de pie y al salir de la habitación me dio una palmada en la pierna.

– Me tengo que ir. He quedado a cenar con mi primo. Te veo mañana.

Esperé hasta que oí cerrarse la puerta del recibidor, y después me levanté aturdido y mareado. Caminé tambaleante hasta el vestíbulo de entrada y empecé a subir las escaleras. Casi me caí encima de Morris, que estaba sentado en el sexto peldaño empezando desde abajo, con las manos sobre las rodillas y expresión ausente, como drogado. Con sus ropas oscuras sólo se le veía la cara pálida como la cera en la penumbra del vestíbulo. Al verlo allí, el corazón me dio un salto y por un instante permanecí de pie mirándolo. Él me devolvió la mirada con la misma expresión enajenada e inescrutable de siempre.

Así pues, había escuchado el resto de la historia, incluyendo la parte en que Eddie había dicho que lo mataría si contaba algo. Pero no supuse que nos hubiera entendido realmente.

Lo esquivé y subí a mi habitación. Cerré la puerta y me metí bajo las mantas con la ropa puesta, tal y como había deseado hacer. La habitación bailaba y daba vueltas a mi alrededor hasta que no pude soportar el mareo y tuve que taparme la cabeza con las mantas para poner fin a aquel baile absurdo y enloquecedor del mundo que me rodeaba.


A la mañana siguiente busqué en el periódico información sobre el accidente, algo así como «Niña pequeña en estado de coma, víctima de una emboscada en la autopista», pero no venía nada.


***

Esa tardé telefoneé a un hospital y pregunté por el accidente del día anterior en la 111, ese en el que un coche se salió de la carretera, el parabrisas se rompió y hubo heridos. Mi voz sonaba nerviosa e insegura, y la persona que me atendió empezó a interrogarme: ¿para qué quería esa información?, ¿quién era yo?, y colgué.


Unos días más tarde me encontraba en mi habitación buscando un paquete de chicles en los bolsillos de mi chaquetón cuando palpé un trozo afilado de algo hecho de un material resbaladizo y parecido al plástico. Lo saqué y allí estaba: la polaroid de Mindy Ackers acariciándose la entrepierna. Al verla se me revolvió el estómago. Abrí el cajón superior de la cómoda, la metí y cerré de golpe. Sentí que me faltaba el aire sólo de mirarla, de recordar el Volvo estampado contra el árbol, a la mujer saliendo tapándose un ojo con el guante y gritando: «¡Dios mío, Amy!». Para entonces mis recuerdos del accidente se estaban volviendo cada vez más borrosos. En ocasiones imaginaba que la cara de la mujer rubia estaba cubierta de sangre. En otras lo que estaba ensangrentado eran los cristales del parabrisas, rotos y esparcidos por la nieve. Y otras, imaginaba que había escuchado el aullido desgarrador de un niño llorando de dolor. Este convencimiento era el más difícil de ahuyentar. Estaba seguro de que alguien había gritado, aparte de la mujer. Quizá había sido yo.


Después de aquel día no quise volver a saber nada de Eddie, pero no conseguía evitarlo. Se sentaba a mi lado en las clases y me pasaba notas. Yo tenía que escribirle notas a él también, para que no pensara que intentaba darle de lado. Después del colegio se presentaba en casa sin avisar y nos poníamos a ver la televisión juntos. Traía su tablero de ajedrez y lo montábamos mientras veíamos Los héroes de Hogan. Ahora me doy cuenta -tal vez entonces también lo hacía- de que se estaba pegando a mí a propósito, vigilándome. Sabía que no podía permitirse que nos alejáramos, que si dejábamos de ser colegas yo podría llegar a hacer cualquier cosa, incluso confesar. Y también sabía que yo no tenía valor para poner fin a nuestra amistad, que no podía no abrirle la puerta cada vez que llamaba al timbre de mi casa. Que aceptaría la nueva situación por muy incómoda que me resultara, antes que tratar de cambiar las cosas y arriesgarme así a un desagradable enfrentamiento.

Entonces, una tarde, unas tres semanas después del accidente en la autopista 111, descubrí a Morris en mi habitación, de pie frente a mi cómoda. El cajón de arriba estaba abierto. En una mano tenía una caja de cuchillas de recambio de cúter; el cajón estaba lleno de cachivaches como ése, cordel, grapas, un rollo de cinta de embalar… y a veces cuando Morris necesitaba algo para su fortaleza interminable asaltaba mis reservas. En la otra mano sostenía la foto de la entrepierna de Mindy Ackers. La sujetaba casi pegada a la nariz y la miraba con ojos como platos llenos de incomprensión.

– No hurgues en mis cosas -le dije.

– ¿No te da pena que no se le vea la cara? -dijo él.

Le arranqué la fotografía de la mano y la lancé al cajón.

– Como vuelvas a hurgar en mis cosas te mato.

– Hablas como Eddie -dijo Morris volviendo la cabeza y mirándome. En los últimos días no le había visto mucho, había pasado en el sótano más tiempo del habitual. Su cara fina y de facciones delicadas estaba más delgada de como la recordaba, y en ese preciso instante me di cuenta de cuan menudo y frágil era, de su complexión casi infantil. Tenía casi doce años, pero podría haber pasado perfectamente por un niño de ocho-. ¿Seguís siendo amigos?

Hastiado de estar todo el tiempo preocupado, hablé sin pensar en lo que decía.

– No lo sé.

– ¿Por qué no le dices: «vete»? ¿Por qué no haces que se vaya?

Estaba casi pegado a mí, mirándome a la cara con sus ojos desmesurados y sin pestañear.

– No puedo. -En ese momento me di la vuelta porque no me sentía capaz de sostener su mirada confusa y preocupada. Estaba al límite de mis fuerzas, con los nervios destrozados-Ojalá pudiera. Pero nadie puede hacer que se vaya. -Me apoyé en la cómoda y descansé la frente un instante en el borde. Después, en un susurro ronco que apenas oí yo mismo, dije:

– No me deja escapar.

– ¿Por lo que pasó?

Entonces lo miré. Estaba inclinado sobre mi hombro, con las manos dobladas sobre el pecho y las puntas de los dedos aleteando, nerviosas. De manera que entendía lo que había pasado… Tal vez no todo, pero sí algo. Lo suficiente. Sabía que habíamos hecho algo horrible. Conocía la tensión que estaba a punto de acabar conmigo.

– Olvídate de lo que pasó -le dije en voz más alta ya, casi con un tono de amenaza-. Olvida todo lo que oíste. Si alguien se entera… Morris, no puedes contárselo a nadie. Nunca.

– Quiero ayudar.

– Nadie puede ayudarme. -La verdad que encerraban aquellas palabras fue como una bofetada. Después añadí, en un tono triste y resignado-: Vete, por favor.

Morris frunció un poco el ceño y agachó la cabeza. Por un momento pareció dolido, pero después dijo:

– Casi he terminado con el fuerte nuevo. Ya veo cómo va a ser.

Después fijó sus ojos abiertos e intensos en mí:

– Lo estoy construyendo para ti, Nolan. Porque quiero que estés mejor.

Dejó escapar un suspiro que sonó parecido a una risa. Por un momento habíamos hablado casi como dos hermanos normales que se quieren y se preocupan el uno del otro, casi como iguales. Durante unos segundos me había olvidado de las fantasías de Morris. Había olvidado que para él la realidad era algo que sólo atisbaba de vez en cuando entre el vaho de su imaginación, de sus ensoñaciones. Para Morris, la única respuesta posible a la infelicidad era construir un rascacielos con hueveras de cartón.

– Gracias, Morris -dije-. Eres un buen chico. Sólo te pido que te mantengas alejado de mi habitación.

Asintió, pero seguía frunciendo el ceño cuando me rodeó y salió al pasillo. Lo vi alejarse escaleras abajo, el tiempo que su sombra de espantapájaros se proyectaba en la pared, creciendo con cada paso que daba hacia la luz del sótano, hacia un futuro que construiría colocando una caja sobre otra.


Morris estuvo abajo hasta la hora de la cena -nuestra madre tuvo que llamarlo a gritos tres veces antes de que subiera-, y cuando se sentó a la mesa tenía las manos manchadas de un polvo blanco parecido a la escayola. Volvió al sótano en cuanto los platos de la cena estuvieron metidos en agua jabonosa dentro del fregadero, y permaneció allí hasta casi las nueve de la noche, y sólo porque mi madre le gritó que era hora de irse a la cama.

Yo pasé una vez por delante de la puerta del sótano, poco antes de irme a la cama, y me detuve un momento. Me había parecido oler a algo que al principio no pude identificar, pegamento, pintura fresca o escayola, o una combinación de las tres cosas.

Mi padre entró en el recibidor golpeando el suelo con los pies. Había caído algo de nieve y venía de barrer los escalones de la entrada.

– ¿A qué huele? -le pregunté arrugando la nariz.

Mi padre se acercó a la escalera que bajaba al sótano y olisqueó.

– Ah sí -dijo-. Morris me comentó que iba a trabajar con papel maché. De lo que es capaz con tal de entretenerse, ¿eh?


Mi madre trabajaba de voluntaria en un hogar de ancianos todos los jueves, leyendo cartas a los residentes con problemas de visión y tocando el piano en la sala de recreo, aporreando las teclas de manera que hasta los sordos pudieran oírla, y esas tardes yo me quedaba a cargo de la casa y de mi hermano. Llegó el jueves. Mi madre no llevaba fuera más de diez minutos cuando Eddie llamó con el puño en la puerta de entrada.

– Eh, colega -dijo-. ¿Sabes una cosa? Mindy Ackers me acaba de dar una paliza en cinco partidas seguidas, así que tengo que devolverle la fotografía. La tienes todavía, ¿no? Espero que me la hayas cuidado bien.

– Encantado de devolverte tu puta foto -le dije algo aliviado al imaginar que sólo había venido para coger la foto y largarse. Por lo general, no era tan fácil librarse de él. Se quitó las botas y me siguió hasta la cocina-. Voy por ella. Está en mi habitación.

– En tu mesilla de noche, supongo, puto salido -dijo Eddie riendo.

– ¿Estáis hablando de la fotografía de Eddie? -preguntó Morris. Su voz parecía subir flotando desde el sótano-. La tengo yo. La estaba mirando. Está aquí abajo.

Esta afirmación probablemente me sorprendió a mí más que a Eddie. Le había dejado muy claro a mi hermano que no debía tocarla y no era propio de él desobedecer una orden directa.

– Morris, te dije que no te acercaras a mis cosas -grité.

Eddie se detuvo en lo alto de las escaleras y miró hacia el sótano con expresión maliciosa.

– ¿Qué haces ahí abajo, pequeño pervertido? -le gritó a Morris.

Éste no contestó y Eddie bajó las escaleras a grandes zancadas, conmigo detrás. Se detuvo tres peldaños antes de llegar abajo y, con los puños apoyados en las caderas, dirigió la vista al sótano.

– ¡Vaya! -dijo-. Mola.

El sótano estaba ocupado de una pared a otra por un enorme laberinto de cajas de cartón. Morris había vuelto a pintarlas todas, y cuando digo todas, quiero decir absolutamente todas. Las que estaban más cerca del pie de las escaleras eran del blanco cremoso de la leche entera, pero conforme la red de túneles se extendía por el resto de la habitación, las cajas eran más oscuras, de un azul pálido, después violeta y más allá de color cobalto. Las más alejadas eran completamente negras y simulaban un horizonte de noche artificial.

Vi grandes cajas de embalaje con pasadizos que salían de todos sus lados. Vi ventanas recortadas en forma de estrellas y estilizados soles. Al principio pensé que tenían pegadas cortinas de plástico de color naranja brillante, pero luego reparé en cómo latían y aleteaban suavemente, y me di cuenta de que estaban hechas de plástico transparente iluminado desde el interior por alguna clase de luz naranja parpadeante, la lámpara de lava de Morris, sin duda. Pero la mayoría de las cajas no tenían ventanas, sobre todo las que estaban más alejadas de la escalera y más cerca de las cuatro paredes del sótano. Dentro de ellas debía de estar bastante oscuro.

En la esquina noroeste, y situada a mayor altura que el resto de las cajas, había una con forma de gigantesca luna creciente hecha de papel maché y pintada de un blanco ligeramente brillante y de textura parecida a la cera. Tenía dibujados unos labios delgados y fruncidos, y un solo ojo triste y caído que parecía mirarnos con una expresión algo borrosa de desilusión. No me esperaba ver algo así y me quedé tan pasmado -era verdaderamente inmensa- que me costó darme cuenta de que en realidad se trataba de la caja gigante que antes había sido el cuerpo del pulpo de Morris. Entonces había estado envuelta en un ovillo de alambre con dos puntas retorcidas a modo de destartaladas antenas. Recordé haber pensado que aquella escultura amorfa hecha de alambre era la prueba irrefutable de que el cerebro, ya de por sí débil, de mi hermano se estaba deteriorando. Pero ahora me daba cuenta de que siempre había sido una luna; cualquiera lo habría visto… cualquiera menos yo. Creo que ésa había sido siempre mi gran equivocación: si no entendía algo a la primera nunca era capaz de mirarlo en retrospectiva para deducir el significado del conjunto, y esto me ocurría tanto con las estructuras de Morris como con mi propia vida.

Al pie mismo de las escaleras estaba la entrada a las catacumbas de cartón construidas por mi hermano. Era una caja alta, de alrededor de un metro y veinte centímetros y con dos solapas abiertas a modo de puerta. Dentro había grapada una tela negra de muselina, que me impedía ver el interior del túnel que partía de la caja y que se transformaba en un laberinto. Escuché una música, un eco procedente de algún lugar, una melodía que resonaba, hipnótica. Un barítono de voz profunda cantaba: «Las hormiguitas de una en una, ua, ua». Me llevó un instante darme cuenta de que la música procedía del interior de los túneles.

Estaba tan asombrado que me era imposible seguir enfadado con Morris por quitarme la foto de Mindy Ackers. Estaba tan asombrado, digo, que no podía articular palabra. Fue Eddie quien habló primero.

– Esa luna es increíble -dijo sin dirigirse a nadie en particular. Parecía como yo, algo desconcertado por la sorpresa-. Morris, eres un puto genio.

Morris estaba de pie a nuestra derecha, con semblante inexpresivo y la vista fija en el conjunto de túneles.

– He pegado tu fotografía dentro de mi nuevo fuerte. En la galería. No sabía que la querías, puedes ir a buscarla si quieres.

Eddie lanzó una mirada de reojo a Morris y esbozó una gran sonrisa.

– La has escondido y ahora quieres que la encuentre. Tío, Morris, estás como una regadera, ¿sabes?

Bajó de un salto los tres últimos peldaños, haciendo una cabriola que casi recordó a Gene Kelly bailando en una de sus coreografías.

– ¿Dónde está la galería? ¿Allí al final, dentro de la luna?

– No -contestó Morris-. Por ahí no vayas.

– Vale -dijo Eddie riendo-. De acuerdo. ¿Qué otras fotos has colgado ahí dentro? ¿Tías en bolas? ¿Te has montado un rinconcito íntimo para machacártela a gusto?

– No quiero que digas nada más. No quiero que estropees la sorpresa. Entra y lo verás.

Eddie me miró. Yo no sabía qué decir, pero sentía una especie de trémula expectación en la que no faltaba una pequeña dosis de inquietud. Quería y temía al mismo tiempo que Eddie desapareciera en aquella desconcertante y genial fortaleza de Morris. Eddie sacudió la cabeza.

– ¡Joder, esto es increíble! -Se puso a cuatro patas y entró en la primera caja, no sin antes dirigirme una última mirada, que me sorprendió por la excitación casi infantil que denotaba. Fue una mirada que, por alguna razón, me inquietó. Yo no sentía ningún deseo de reptar por aquel inmenso y oscuro laberinto.

– Deberías venir -dijo Eddie-. Deberíamos ver esto juntos.

Asentí sintiendo una ligera debilidad -en el lenguaje de nuestra amistad no existía la palabra «no»- y empecé a bajar las escaleras. Eddie apartó una de las cortinas de muselina negra y la música salió de un largo túnel circular, una tubería de cartón de casi un metro de diámetro: «Las hormiguitas de tres en tres, ua, ua». Bajé el último peldaño y me dispuse a agacharme para entrar detrás de Eddie, cuando Morris caminó hasta mí y me sujetó del brazo con una fuerza inesperada.

Eddie no se volvió, así que no pudo vernos.

– Joder -dijo-. ¿Alguna indicación de por dónde tengo que ir?

– Ve hacia la música -dijo Morris.

Eddie movió la cabeza lentamente en un gesto de asentimiento, como si Morris le hubiera dicho algo obvio. Miró hacia el túnel largo, oscuro y circular que se extendía ante él.

En un tono de voz perfectamente normal, Morris me advirtió:-No entres. No lo sigas.

Eddie comenzó a reptar hacia el centro del laberinto.

– ¡Eddie! -exclamé repentinamente alarmado-. ¡Eddie, espera un minuto! ¡Sal!

– ¡Dios, qué oscuro está esto! -dijo Eddie como si no me hubiera oído. De hecho, estoy seguro de que no me oyó. Dejó de oírme en cuanto entró en el laberinto.

– ¡Eddie! -grité-. ¡No entres!

– Más vale que haya alguna ventana más adelante -murmuraba Eddie hablando consigo mismo-. Como me entre la claustrofobia, me pongo de pie y me cargo esta mierda. -Tomó aire y lo expulsó lentamente-. Vale, vamos allá.

La cortina se cerró detrás de sus pies y Eddie desapareció.

Morris me soltó del brazo. Lo miré, pero él tenía los ojos fijos en su enorme fortaleza, en el túnel de cartón en el que había entrado Eddie. Podía oír a éste avanzar, alejándose de nosotros y salir por el otro extremo pasando a una gran caja de un metro veinte centímetros de alto y sólo cincuenta centímetros de ancho. Oí cómo chocaba -rozando con el hombro una de las paredes tal vez- y la caja se tambaleó ligeramente. Había un túnel que iba hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Eddie eligió el que conducía hacia la luna. Desde el pie de las escaleras del sótano podía oírle avanzar, veía las cajas temblar cuando pasaba por ellas y de vez en cuando el sonido ahogado de su cuerpo rozando las paredes. Después le perdí la pista por un momento, no conseguía localizarlo. Hasta que oí su voz.

– Os estoy viendo, tíos -canturreó y oí cómo daba golpecitos a una superficie de plástico grueso.

Me giré y vi su cara detrás de una ventana con forma de estrella. Sonreía de manera que mostraba la separación que tenía en los dientes delanteros, a lo David Letterman. Me hizo un gesto obsceno con el dedo mientras la luz rojo caldera de la lámpara de lava de Morris proyectaba reflejos a su alrededor. Después siguió avanzando a cuatro patas y nunca más volví a verlo.

Pero sí le oí. Durante un buen rato le oí abrirse paso por el laberinto en dirección a la luna y hacia los confines de nuestro sótano. Por encima del retumbar ahogado de la música -«se metió en el arca y el chaparrón venció»-, le escuché chocar contra las paredes del laberinto. Después vi una caja temblar. También le oí pasar sobre un trozo de papel burbuja que debía de estar grapado al suelo de uno de los túneles. Un puñado de pompas de plástico explotó en una sucesión de pequeños ruidos secos, como una ristra de petardos y le oí decir: «¡Joder!».

Después de eso le perdí. Su voz me llegó otra vez procedente de la derecha, desde el extremo contrario a donde le había oído la última vez.

«¡Mierda!», fue todo lo que dijo, y por primera vez me pareció percibir en su tono de voz y en su aliento entrecortado un deje de exasperación contenida.

Un instante después habló de nuevo y una oleada de confusión me invadió, haciendo que me flaquearan las piernas. Ahora su voz sonaba desde la izquierda, algo que no tenía ningún sentido, como si se hubiera desplazado treinta metros en cuestión de segundos.

– Puto callejón sin salida -dijo, y un túnel a su izquierda tembló conforme se arrastraba por él.

Entonces ya no supe muy bien dónde se encontraba. Transcurrió casi un minuto y me di cuenta de que tenía los puños cerrados y las manos sudorosas, de que prácticamente estaba conteniendo la respiración.

– ¡Eh! -dijo Eddie desde algún lugar, y me pareció notar una cierta inquietud en su voz-. ¿Hay alguien rondando por aquí?

Sonaba desde muy lejos, y me daba la impresión de que estaba en una de las cajas situadas cerca de la luna.

Siguió un gran silencio. Para entonces la canción había llegado al final y había empezado otra vez desde el principio. Por primera vez presté atención a la letra, escuché lo que decía. No era como la recordaba de cantarla en los campamentos de verano. En un momento determinado la voz grave entonaba:


Las hormiguitas de dos en dos, ua, ua

Las hormiguitas de dos en dos, ua ua

Las hormiguitas de dos en dos, ua, ua

el alce y la vaca diciendo adiós

¡Se metió en el Arca

Y al chaparrón venció!


Sin embargo, la versión que yo recordaba me parecía que decía algo de una hormiguita que se paraba a sacarse una china que se le había metido en el zapato. Además aquella grabación sin fin me estaba poniendo frenético.

– ¿Qué pasa con esa cinta? -le pregunté a Morris-. ¿Por qué sólo tiene una canción grabada?

– No lo sé -me contestó-. Empezó esta mañana y no ha parado. Lleva sonando todo el día.

Volví la cabeza y me quedé mirándolo mientras un hormigueo frío y de temor me recorría el pecho.

– ¿Qué quieres decir con eso de que «no ha parado»?

– Ni siquiera sé de dónde viene -dijo Morris-. Yo no he hecho nada para que suene.

– ¿Pero no hay un casete?

Morris negó con la cabeza y por primera vez sentí pánico.

– ¡Eddie! -grité.

No hubo respuesta.

– ¡Eddie! -grité de nuevo y empecé a cruzar la habitación hacia donde había oído la voz de Eddie por última vez-. ¡Eddie, contéstame!

Desde una distancia absurdamente lejana oí algo, un trozo de una frase: «Rastro de migas de pan». Ni siquiera sonaba como la voz de Eddie. Las palabras tenían un tono cortante, casi altanero, como uno de los coros que suenan en esa canción loca de remate y absurda de los Beatles, Revolution 9, y no era capaz de distinguir de dónde procedía, no estaba seguro de si salía de delante o de detrás de mí. Di vueltas y más vueltas tratando de localizar el origen y de repente, cuando las hormiguitas iban ya de nueve en nueve, la música se calló. Solté un grito de sorpresa y miré a Morris.

Tenía en la mano su cúter con una cuchilla nueva que sin duda se había agenciado en mi cajón, y estaba arrodillado cortando la cinta adhesiva que unía la caja de entrada con el laberinto.

– Ya está -dijo-. Se ha ido. Trabajo terminado. -Aplastó y dobló la caja y la colocó a un lado.

– ¿De qué estás hablando?

No me miraba. Estaba empezando a desmontar el laberinto de forma metódica, cortando cinta, desmontando cajas y apilándolas junto a las escaleras. Continuó hablando:

– Quería ayudarte. Dijiste que no se iría, así que le obligué. -Levantó la vista un momento y me miró con esos ojos suyos que parecían atravesarme-. Tenía que irse. Nunca te iba a dejar en paz.

– ¡Dios! -exclamé-. Sabía que estabas loco, pero no imaginaba que estabas como una puta cabra. ¿Qué quieres decir con eso de que se ha ido? Está ahí mismo. ¡Sigue en las cajas! ¡Eddie! -grité con voz algo histérica-. ¡Eddie!

Pero sí se había ido, y yo lo sabía. Sabía que se había metido en las cajas de Morris y gateado hasta algún lugar desconocido que no estaba en nuestro sótano. Empecé a mirar por el fuerte, buscando ventanas, dando patadas a cajas, arrancándoles la cinta de embalar con las manos y dándoles la vuelta para mirar dentro. Caminaba como loco, a trompicones y una vez tropecé y estuve a punto de destrozar un túnel.

El interior de una de las cajas tenía las paredes recubiertas de un collage hecho con fotografías de personas ciegas: ancianos con ojos de color lechoso y semblantes inexpresivos, un hombre negro con una guitarra de blues sobre las rodillas y gafas de sol redondas y oscuras sobre la nariz, niños camboyanos con pañuelos anudados sobre los ojos. Puesto que la caja no tenía ventanas, habría sido imposible ver el collage al pasar por ella. En otra caja, tiras rosas de papel matamoscas que parecían en realidad trozos secos de malvavisco colgaban del techo, pero no tenían moscas pegadas. En su lugar había varias luciérnagas, todavía vivas y brillando con un tono verde amarillento por un instante, antes de apagarse. En ese momento no pensé que estábamos en el mes de marzo y que por tanto era imposible que hubiera luciérnagas. El interior de una tercera caja había sido pintado de color azul cielo y decorado con bandadas de pequeños mirlos, y en una esquina había lo que al principio tomé por un juguete para gatos, una bola de plumas con pelusas pegadas. Pero cuando di la vuelta a la caja de su interior cayó un pájaro muerto. El cuerpo estaba enjuto y reseco y tenía los ojos hundidos en el cráneo, de manera que las cuencas vacías parecían quemaduras de cigarrillo. Me sobrevino una gran arcada y la boca se me llenó de sabor a bilis.

Entonces Morris me cogió por el hombro y me dirigió hacia las escaleras.

– Así no le vas a encontrar -dijo-. Por favor, siéntate, Nolan.

Me senté en el último escalón, luchando por contener el llanto. Todavía esperaba ver a Eddie aparecer en cualquier momento, en alguna parte -«tío, te lo has tragado»-, pero al mismo tiempo algo dentro de mí sabía que no sería así.

Tardé un tiempo en darme cuenta de que Morris estaba arrodillado delante de mí, como un hombre que se dispone a proponer matrimonio a su novia. Me miraba con fijeza.

– Tal vez si lo volvemos a montar empezará otra vez la música. Y puedes entrar a buscarle -dijo-. Pero no creo que puedas salir. ¿Lo entiendes, Nolan? El interior es más grande de lo que parece. -Seguía mirándome con sus ojos como platos, y después dijo con serena firmeza-: No quiero que entres, pero si me lo pides volveré a montarlo.

Lo miré y sostuvo mi mirada con la cabeza ladeada y en actitud atenta, como un pájaro carbonero en la rama de un árbol escuchando la lluvia caer entre las ramas. Me lo imaginé montando con cuidado de nuevo las cajas que habíamos desmontado en los últimos diez minutos… y después me imaginé la música, esta vez rugiendo a todo volumen: «¡SE METIÓ EN EL ARCA Y AL CHAPARRÓN VENCIÓ!». Pensé que si comenzaba a sonar otra vez sin previo aviso chillaría sin poder evitarlo.

Negué con la cabeza y Morris me dio la espalda y continuó desmontando su creación.

Permanecí sentado en las escaleras casi una hora, mirando a Morris desarmar cuidadosamente su fortaleza de cartón. Eddie nunca salió de ella, tampoco ningún sonido más. Oí abrirse la puerta trasera de casa y los pasos de mi madre en el suelo de madera sobre mi cabeza. Me gritó que subiera a ayudarla a meter la compra. Subí, cargué con las bolsas, guardé la comida en la nevera. Morris subió a cenar y después bajó de nuevo. Desmontar algo siempre lleva más tiempo que construirlo. Eso es cierto para todo, excepto para un matrimonio. Cuando a las ocho menos cuarto miré escaleras abajo, hacia el sótano, vi montones de cajas dobladas en montones de un metro de altura y una gran superficie de suelo de cemento desnudo. Morris estaba al pie de los escalones, barriendo. Se detuvo y levantó la vista hacia mí -otra de sus miradas marcianas e impenetrables-y sentí un escalofrío. Después regresó a su mundo, manejando la escoba en movimientos cortos y precisos, uno y otro y otro.

Viví en aquella casa durante cuatro años más, pero después de ese día nunca volví a visitar a Morris en el sótano; de hecho evitaba bajar allí siempre que podía. Cuando me marché a la universidad la cama de Morris había sido trasladada allí y rara vez subía. Dormía en una suerte de cabaña que se había construido él mismo con botellas de Coca-Cola vacías y trozos de porexpán azul.

La luna fue la única parte de la fortaleza que Morris no desmontó. Algunas semanas después de que Eddie desapareciera mi padre la llevó a la escuela especial donde estudiaba mi hermano y ganó el tercer premio -cincuenta dólares y una medalla- en un concurso de manualidades. No sabría decir qué fue de ella después de aquello. Al igual que Eddie Prior, nunca volvió.


De las semanas que siguieron a la desaparición de Eddie recuerdo tres cosas. Recuerdo a mi madre abriendo la puerta de mi dormitorio justo después de las doce de la noche en que desapareció. Yo estaba acurrucado en mi cama, con la sábana sobre la cabeza, aunque no dormía. Mi madre llevaba una bata rosa de punto atada a la cintura con un nudo flojo. La miré parpadeando, deslumbrado por la luz del pasillo.

– Nolan, acaba de llamar la madre de Ed Prior. Está llamando a todos sus amigos. No sabe dónde está, no lo ha visto desde que salió para el instituto esta mañana. ¿Ha venido hoy por aquí?

– Lo vi en el instituto -dije, y a continuación me quedé mudo, no sabía qué añadir, no sabía hasta qué punto era seguro dar más información.

Mi madre probablemente asumió que acababa de despertarme de un profundo sueño y que estaba demasiado aturdido para pensar. Me dijo:

– ¿Hablasteis de algo?

– No sé. Supongo que nos saludamos. No recuerdo nada más -me senté en la cama tratando de acostumbrarme a la luz-. La verdad es que últimamente no vamos mucho juntos.

Mi madre asintió.

– Bueno, tal vez sea mejor así. Eddie es un buen chico, pero un poco mandón, ¿no te parece? No te deja mucho espacio para ser tú mismo.

Cuando hablé otra vez, en mi voz había una cierta tensión:

– ¿Ha llamado su madre a la policía?

– No te preocupes -contestó mi madre malinterpretando mi tono de voz y suponiendo que estaba preocupado por el bienestar de Eddie, cuando en realidad lo que me preocupaba era el mío-. Ella piensa que se está escondiendo por un tiempo en casa de algún colega. Por lo visto, ya lo ha hecho antes, cuando ha tenido alguna bronca con su novio. Me ha contado que una vez desapareció todo un fin de semana. -Bostezó y se tapó la boca con el dorso de la mano-. De todas formas es normal que esté nerviosa, sobre todo después de lo que le pasó a su hijo mayor, que se escapó del centro de menores y es como si se lo hubiera tragado la tierra.

– Tal vez sea una tradición familiar -dije con voz ahogada.

– ¿El qué?

– Desaparecer -dije.

– Desaparecer -repitió mi madre, y pasado un segundo asintió-. Supongo que cualquier cosa puede convertirse en tradición familiar, incluso eso. Buenas noches, Nolan.

– Buenas noches, mamá.

Estaba cerrando la puerta despacio cuando se detuvo e inclinando el cuerpo me dijo:-Te quiero, hijo.

Era algo que hacía siempre en los momentos más inesperados y que siempre me pillaba desprevenido. Los ojos empezaron a escocerme y traté de contestar algo, pero cuando abrí la boca me di cuenta de que tenía un nudo demasiado grande en la garganta como para que pudiera pasar el aire. Para cuando conseguí dominarme mi madre ya se había ido.


Unos días más tarde me sacaron de la biblioteca y me mandaron ir al despacho del subdirector, donde un detective llamado Carnahan se había apropiado de la mesa. No recuerdo gran cosa de sus preguntas ni de mis respuestas. Sí recuerdo que los ojos de Carnahan eran del color del hielo compacto -un azul blancuzco-, y que no me miró una sola vez en el curso de nuestros cinco minutos de conversación. También recuerdo que en dos ocasiones dijo mal el nombre de Eddie, llamándole Edward Peers, en lugar de Edward Prior. La primera vez le corregí, la segunda lo dejé estar. Durante toda la entrevista estuve terriblemente tenso; notaba la cara entumecida como si me la hubieran anestesiado, y cuando hablaba tenía la impresión de que apenas movía los labios. Estaba convencido de que Carnahan se daría cuenta y lo encontraría extraño, pero no fue así. Terminó aconsejándome que me mantuviera alejado de las drogas, después consultó algunos papeles que tenía delante y se quedó completamente en silencio. Yo seguí allí sentado frente a él casi un minuto, sin saber qué hacer. Después levantó la vista y se sorprendió al verme todavía allí. Me hizo un gesto con la mano para que me fuera, y me dijo que habíamos terminado y que hiciera pasar al siguiente.

Cuando me levantaba le pregunté:

– ¿Tienen alguna idea de lo que le ha podido pasar?

– Yo no me preocuparía demasiado. El hermano mayor del señor Peers se escapó del centro de menores el verano pasado y no se le ha visto desde entonces. Tengo entendido que estaban muy unidos. -Carnahan volvió la vista a los papeles y empezó a cambiarlos de sitio-. O tal vez ha decidido largarse solo. Ya ha desaparecido en un par de ocasiones, y ya sabes lo que dicen: a la tercera va la vencida.

Cuando salí, Mindy Ackers estaba sentada en un banco situado junto a la pared del área de recepción. Al verme se puso en pie de un salto, sonrió y se mordió el labio inferior. Con su aparato dental y su piel llena de acné, Mindy no tenía demasiados amigos y sin duda echaba mucho de menos a Eddie. Yo no sabía gran cosa acerca de ella, pero sí que siempre había buscado complacer a Eddie por encima de todo, y que disfrutaba siendo el blanco de sus bromas. Sentí simpatía y pena por ella; teníamos mucho en común.

– ¡Eh, Nolan! -dijo con una mirada entre esperanzada y suplicante-. ¿Qué ha dicho el poli? ¿Saben algo de adonde ha ido?

Entonces sentí un pinchazo de ira, no hacia ella, sino hacia Eddie, un profundo desprecio por la costumbre que tenía de hablar y burlarse de ella a sus espaldas.

– No -dije-, pero yo no me preocuparía por él. Te garantizo que, donde quiera que esté, no está pensando en ti.

La vi parpadear, dolida, y después rehuí su mirada y eché a andar, sin volver la vista atrás y deseando no haber dicho nada. Porque, al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo que Mindy le echara de menos? Después de aquel día nunca volvimos a hablar y no sé qué fue de ella al terminar el instituto. Tratas con ciertas personas durante un tiempo y un buen día se las traga la tierra y desaparecen para siempre de tu vida.


Hay otra cosa más que recuerdo de los días que siguieron a la desaparición de Eddie. Como he dicho, trataba de no pensar en lo que le habría pasado y evitaba mantener conversaciones sobre él. No resultaba tan difícil como cabría suponer. Estoy convencido de que aquellos que me querían se esforzaban por no agobiarme, conscientes de que un amigo había salido de mi vida sin una palabra de despedida. A finales de mes era casi como si realmente no supiera nada de lo que había sido de Eddie, estaba empezando a sepultar mis recuerdos sobre él -el puente sobre la autopista, las partidas de damas con Mindy, sus historias sobre su hermano mayor, Wayne- detrás de un muro cuidadosamente construido, de ladrillos mentales. Pensaba en otras cosas. Quería un trabajo y estaba considerando la posibilidad de entregar una solicitud en el supermercado. Quería tener dinero para gastar, poder salir más de casa. Los AC/DC daban un concierto en la ciudad en junio y quería comprar entradas. Ladrillo tras ladrillo, tras ladrillo.

Y entonces ocurrió algo, una tarde de domingo de principios de abril, cuando la familia al completo nos disponíamos a salir hacia la casa de tía Neddy para comer un asado con patatas. Yo estaba arriba, en mi habitación, poniéndome la ropa de los domingos, y mi madre me gritó que buscara unos zapatos buenos en la habitación de Morris. Entré en su pequeño dormitorio -una cama cuidadosamente hecha, una hoja de papel en blanco en un caballete de pintor, libros en las estanterías ordenados alfabéticamente- y abrí la puerta del armario. Delante de todo estaba la hilera de los zapatos de Morris, y en un extremo de la misma las botas de nieve de Eddie, las que se había quitado en el recibidor antes de bajar al sótano y desaparecer para siempre dentro del fuerte gigante de Morris. Súbitamente, las paredes de la habitación empezaron a hincharse y deshincharse como unos pulmones. Me sentí mareado y pensé que si soltaba el pomo de la puerta perdería el equilibrio y me caería.

Entonces mi madre apareció en el pasillo.

– Llevo un siglo llamándote. ¿Los has encontrado?

Giré la cabeza y la miré un momento antes de volver los ojos hacia el armario. Me incliné, cogí los zapatos de vestir de Morris y cerré.

– Sí-dije-. Están aquí. Perdona, me he distraído un momento.

Mi madre movió la cabeza:

– Todos los hombres de esta familia sois iguales. Tu padre está en la luna la mitad del tiempo, tú te paseas por la casa como hipnotizado, y tu hermano… juro por Dios que un día de éstos se va a meter en uno de sus fuertes y desaparecer para siempre.


Morris aprobó un examen equivalente al título de bachillerato poco antes de cumplir los veinte, y durante unos años estuvo encadenando un trabajillo con otro, viviendo por un tiempo en el sótano de mis padres y después en un apartamento en New Hampshire. Trabajó envolviendo hamburguesas en McDonald's, de empaquetador en una planta botellera y de limpiador en un centro comercial, antes de conseguir un empleo estable en una gasolinera de Citgo.

Cuando faltó tres días seguidos al trabajo su jefe llamó a mis padres y éstos fueron a visitarlo a su apartamento. Se había deshecho de todos los muebles y del techo de todas las habitaciones colgaban sábanas blancas, creando una red de galerías con ondulantes paredes. Encontraron a Morris al final de uno de estos pasillos sinuosos, sentado, desnudo, en un colchón. Les dijo que si se seguía el camino correcto entre el laberinto de sábanas se llegaba a una ventana por la que se veía un gran viñedo, unos acantilados lejanos de piedra blanca y un océano oscuro. Dijo que había mariposas y una vieja valla, y que quería ir allí. Dijo que había tratado de abrir la ventana, pero que estaba sellada.

Sin embargo en su apartamento sólo había una ventana y daba a un aparcamiento situado en la parte trasera del edificio. Tres días más tarde Morris firmó unos papeles que mi madre le llevó y aceptó recluirse de forma voluntaria en el centro de salud mental Wellbrook Progressive.

Mi padre y yo lo ayudamos con el traslado. Era principios de septiembre y teníamos la impresión de que estábamos acompañando a Morris mientras se instalaba en una residencia universitaria privada. Su dormitorio se encontraba en la tercera planta y mi padre insistió en subir él solo por las escaleras el pesado baúl con asas metálicas. Para cuando lo dejó caer en el suelo, a los pies de la cama de Morris, su cara tenía un calamitoso color ceniciento y estaba empapado en sudor. Se sentó un rato frotándose la muñeca. Cuando le pregunté qué le pasaba, me dijo que se la había torcido cargando con el baúl.

Una semana más tarde, durante la noche, se sentó en la cama tan súbitamente que despertó a mi madre. Ésta abrió los ojos y lo miró. Se sujetaba la misma muñeca y siseaba como si fuera una serpiente. Los ojos parecían salírsele de las órbitas y tenía las venas de las sienes hinchadas. Murió diez minutos antes de que llegara la ambulancia, de un ataque fulminante al corazón. Mi madre lo siguió un año más tarde. Cáncer uterino. Se negó a someterse a ningún tratamiento. Tenía el corazón enfermo y el útero envenenado.

Yo vivo en Boston, a casi una hora de Wellbrook. Me acostumbré a visitar a mi hermano el tercer sábado de cada mes. A Morris siempre le gustaron el orden, la rutina, las costumbres, saber exactamente cuándo iba a visitarlo. Dábamos paseos juntos. Me hizo una billetera con cinta de embalar y un sombrero forrado con chapas de botellas raras. No sé qué ha sido de la billetera. El sombrero está sobre un archivador en mi despacho, aquí en la universidad. A veces lo cojo y hundo en él la nariz. Huele como Morris, lo que equivale a decir que huele como el sótano húmedo y polvoriento de la casa de mis padres.

Morris consiguió un empleo de mantenimiento en Wellbrook. La última vez que lo vi estaba trabajando. Me encontraba de paso por la zona y me acerqué, aunque era un día entre semana y, por una vez, me salía de nuestra rutina. Me dijeron que lo encontraría en la zona de carga y descarga, detrás de la cafetería.

Estaba en un callejón trasero, junto al aparcamiento de empleados, detrás de un contenedor. El personal de cocinas había sacado allí cajas de cartón vacías y le habían pedido a Morris que las desmontara y las atara con cordeles, para cuando pasara el camión de reciclaje.

Acababa de empezar el otoño y las copas de los álamos gigantes que se alzaban detrás del edificio empezaban a tornarse ya de un color cobrizo. Me quedé junto al contenedor, observándolo durante un momento. No sabía que yo estaba allí. Sostenía una gran caja blanca abierta por los dos lados con ambas manos, dándole la vuelta una y otra vez, mirándola con expresión muda. Tenía el pelo castaño claro rizado en un remolino en la nuca, y canturreaba en voz baja y en tono ligeramente desafinado. Cuando escuché lo que cantaba giré sobre mis talones mientras el mundo daba vueltas a mi alrededor. Tuve que agarrarme al contenedor para no desplomarme en el suelo.

– Las hormiguitas… de una en una… -cantaba. Le dio la vuelta a la caja y continuó-: Ua, ua.

– Para -dije.

Se dio la vuelta y me miró, al principio sin reconocerme, o al menos eso me pareció. Después algo cambió en su mirada y las comisuras de su boca se arquearon en una sonrisa.

– ¡Eh, hola, Nolan! ¿Me ayudas a aplastar algunas cajas?

Me acerqué con paso vacilante. No había pensado en Eddie Prior desde hacía no sé cuánto tiempo, y notaba la cara bañada en sudor. Cogí una caja, la aplasté hasta aplanarla y la añadí al pequeño montón que estaba haciendo Morris.

Charlamos un rato pero no recuerdo de qué. De qué tal le iba y cuánto dinero había ahorrado, tal vez. Después me dijo:

– ¿Te acuerdas de aquellos fuertes que construía? ¿Los del sótano?

Sentí como si un peso frío me oprimiera el pecho desde dentro.

– Claro. ¿Por qué?

No contestó enseguida, sino que desmontó otra caja. Después dijo:

– ¿Crees que lo maté?

Me costaba trabajo respirar.

– ¿A Eddie Prior? -El solo hecho de pronunciar su nombre me descompuso, y sentí vértigo en las sienes y en la parte posterior de la cabeza.

Morris me miró sin comprender lo que me pasaba, frunció los labios y dijo:

– No. A papá. -Lo dijo como si se tratara de algo evidente. Después me dio la espalda y cogió otra caja de gran tamaño, observándola con cuidado-. Papá siempre me traía cajas como ésta del trabajo. Él sabía lo emocionante que es coger una caja y no estar seguro de lo que hay dentro. Podría encerrar todo un mundo. ¿Quién puede saberlo, viéndola desde fuera? Por fuera no tienen nada.

Casi habíamos apilado ya todas las cajas en un solo montón. Yo quería terminar ya, que fuéramos dentro y jugáramos al ping-pong en la sala de recreo, dejar atrás aquella conversación. Dije:

– ¿No se supone que tienes que atarlas?

Morris miró la pila de cajas y dijo:

– Me he olvidado el cordel. No te preocupes. Déjalas aquí, después me ocupo de ellas.

Estaba atardeciendo cuando me marché. El cielo sobre Wellbrook era una superficie lisa y sin nubes, teñida de violeta pálido. Morris permaneció detrás de una ventana de la sala de recreo diciéndome adiós con la mano. Yo lo saludé también mientras me alejaba, y tres días más tarde me llamaron para decirme que había desaparecido. El detective que me visitó en Boston para comprobar si podía decirles algo que les ayudara a encontrarlo sí se sabía el nombre de mi hermano, pero los resultados de su investigación fueron tan infructuosos como los de Carnahan con Edward Prior.

Poco después de que fuera declarado oficialmente persona desaparecida, Betty Millhauser, la cuidadora de la clínica que estaba a cargo de Morris, me llamó para decirme que tendrían que almacenar sus pertenencias «hasta su regreso» -una expresión que pronunció en un tono de alegre optimismo que me resultó bastante doloroso- y que, si quería, podía pasarme a recoger algunas cosas y llevármelas a casa. Dije que iría en cuanto tuviera una oportunidad, que resultó ser un sábado, precisamente cuando tendría que haber visitado a Morris de haber seguido él allí.

Un celador me dejó solo en la pequeña habitación de Morris, en la tercera planta. Paredes blancas, un colchón delgado sobre un somier de metal. En el armario, cuatro pares de calcetines y dos paquetes de plástico sin abrir de ropa interior. Un cepillo de dientes. Revistas: Mecánica para aficionados, Reader's Digest y un ejemplar de la High Plains Literary Review, que había publicado mi ensayo sobre la poesía cómica de Allan Poe. En el armario encontré también una americana azul que Morris había transformado, adornándola con luces de un árbol de Navidad. Había un cable eléctrico metido en uno de los bolsillos. Se la ponía para la fiesta navideña de Wellbrook todos los años, y era el único objeto que había en la habitación que no era completamente anodino. La guardé en una bolsa de lavandería.

Me detuve en las oficinas de administración para agradecer a Betty Millhauser que me hubiera dejado revisar las cosas de Morris y para decirle que me marchaba. Me preguntó si había mirado en su taquilla, en el departamento de mantenimiento. Le dije que ni siquiera sabía que tuviera una taquilla, y le pregunté dónde estaba aquel departamento.

– En el sótano.

Dicho sótano era un espacio grande y de techos altos con suelo de cemento y paredes color beis. Estaba dividido en dos por una valla negra de alambre rígido. A uno de los lados había una pequeña y ordenada área de descanso para el personal de mantenimiento. Una hilera de taquillas, una mesa pequeña y banquetas. Junto a la pared zumbaba una máquina de Coca-Cola. No podía ver el resto del sótano, ya que las luces, al otro lado de la alambrada divisoria, estaban apagadas, pero escuché el suave rumor de agua hirviendo y el murmullo de las cañerías. Aquellos sonidos me recordaron al del interior de una caracola cuando te la llevas a la oreja.

Al pie de las escaleras había un pequeño cubículo. Las ventanas daban a una mesa desordenada y cubierta de montones de papeles. Un hombre negro robusto estaba sentado detrás de ella, pasando las páginas de The Wall Street Journal. Al verme de pie junto a las taquillas se levantó y se acercó hasta mí. Nos estrechamos la mano. La suya era áspera y fuerte. Se llamaba George Prine y era el jefe de mantenimiento. Me señaló el armario de Morris y se quedó a unos cuantos pasos detrás de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho, observándome mientras revisaba las cosas de mi hermano.

– Su chico era un muchacho con el que resultaba fácil llevarse bien -dijo Prine, como si Morris hubiera sido mi hijo en lugar de mi hermano-. De vez en cuando se perdía en su mundo, pero es algo bastante habitual en este lugar. Era bueno trabajando, sin embargo. No de los que fichan y después pierden el tiempo atándose los cordones de las botas o charlando con los compañeros, como hacen otros. En cuanto fichaba se ponía a trabajar.

En la taquilla de Morris no había prácticamente nada. Chándales, botas, un paraguas y un libro de bolsillo delgado y de cubiertas desgastadas titulado Flatland.

– Claro que en cuanto salía del trabajo la cosa cambiaba. Se quedaba horas por aquí, haciendo construcciones con sus cajas, tan concentrado en lo suyo que se olvidaba de cenar si yo no se lo recordaba.

– ¿Qué? -pregunté.

Prine sonrió algo misteriosamente, como dando a entender que yo estaba obligado a saber de qué me estaba hablando. Caminó hasta la pared del muro divisorio y pulsó un interruptor. Las luces se encendieron en la otra mitad del sótano. Al otro lado del muro había una gran extensión de suelo bajo un techo recubierto de tuberías y cinta de embalar. Todo este espacio estaba lleno de cajas dispuestas de modo que formaban un gigantesco fuerte infantil, con al menos cuatro entradas diferentes, túneles, toboganes y ventanas con siluetas extrañas y deformes. Los exteriores estaban pintados con verdes helechos, flores ondulantes y mariquitas del tamaño de una fuente para pasteles.

– Me gustaría traer aquí a mis hijos -dijo Prine-. Dejarles meterse y jugar dentro un rato. Los volvería locos.

Me giré y comencé a caminar hacia las escaleras, conmocionado, temblando de frío y respirando con dificultad. Pero entonces, cuando pasé junto a George Prine, me sobrevino un impulso y le sujeté un brazo y se lo apreté con más fuerza de lo que habría querido.

– Mantenga a sus hijos alejados de aquí -dije en un susurro ahogado.

Me puso la mano en la muñeca, con suavidad pero con firmeza y me hizo soltarle el brazo. Después me miró con recelo, sopesándome con calma y respeto, como lo haría un hombre que acaba de ver a una serpiente salir de entre la maleza y la sujeta por la cabeza para que no pueda morderle.

– Está usted tan loco como él -dijo-. ¿No ha pensado nunca en trasladarse aquí?


He contado esta historia tan fielmente como me ha sido posible, y ahora espero, después de este acto de confesión, ser capaz de alejar a Eddie Prior de mi subconsciente. Comprobaré si soy capaz de regresar a mi rutina de todos los días: clases, exámenes, lecturas, papeleo en el departamento de literatura. Es decir, de reconstruir el muro ladrillo a ladrillo.

Pero no estoy seguro de que pueda repararse lo que se ha destruido. El sudario es demasiado viejo, el muro está mal hecho. Yo nunca fui un constructor tan bueno como mi hermano. Últimamente he ido mucho a la biblioteca de mi antigua ciudad, Pallow, para leer periódicos viejos en microfilm. Buscaba un artículo, una nota breve sobre un accidente en la autopista 111, un ladrillo que choca contra un parabrisas y un Volvo que se sale de la carretera. He tratado de averiguar si hubo heridos graves, si murió alguien. El no saberlo fue en otro tiempo mi refugio, pero ahora me resulta imposible de soportar.

De forma que tal vez resulte que, después de todo, estoy escribiendo esto para que lo lea otra persona. Alguna vez he pensado que George Prine tenía razón. Tal vez debería mostrarle estas páginas a Betty Millhauser, la ex cuidadora de Morris.

Al menos si viviera en Wellbrook podría sentir alguna conexión con Morris. Me gustaría poder sentirme conectado a algo o alguien. Podría tener su antigua habitación, su mismo trabajo, su taquilla.

Y por si eso no basta, por si las pastillas y las sesiones de terapia y el aislamiento no consiguen salvarme de mí mismo, siempre hay otra posibilidad. Si George Prine no ha derribado aún el último laberinto de Morris, siempre podría entrar y cerrar las solapas de cartón detrás de mí. Siempre existe esa posibilidad. Cualquier cosa puede convertirse en tradición familiar, incluso desaparecer.

Pero todavía no voy a hacer nada con esta historia. Voy a guardarla en un sobre de estraza y a pegarla debajo del último cajón de mi mesa. La guardaré y trataré de seguir con mi vida donde la dejé, justo antes de que Morris desapareciera. No se la enseñaré a nadie, no haré ninguna tontería. Todavía puedo resistir un tiempo, obligándome a avanzar por la oscuridad, por los estrechos pasillos de mis recuerdos. ¿Quién sabe lo que me aguarda a la vuelta de la siguiente esquina? Tal vez haya una ventana en algún lugar, más adelante. Y puede que dé a un campo de girasoles.

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