La ley de la gravedad

Cuando yo tenía doce años mi mejor amigo era hinchable. Se llamaba Arthur Roth, lo que lo convertía además en un hebreo hinchable, aunque en nuestras charlas ocasionales sobre la vida en el más allá no recuerdo que adoptara una postura especialmente judía. Charlar era lo que más hacíamos -pues, dada su condición, las actividades al aire libre estaban descartadas- y el tema de la muerte y lo que puede haber después de ella surgió más de una vez. Creo que Arthur sabía que tendría suerte si sobrevivía al instituto. Cuando le conocí ya había estado a punto de morir una docena de veces, una por cada año de vida, así que el más allá siempre estaba en sus pensamientos; y también la posible inexistencia del mismo.

Cuando digo que charlábamos quiero decir que nos comunicábamos, discutíamos, intercambiábamos insultos y elogios. Para ser exactos, era yo el que hablaba. Art no podía, porque no tenía boca. Cuando tenía algo que decir lo escribía. Llevaba siempre una libreta colgada del cuello con un hilo de bramante y ceras en el bolsillo. Los trabajos de clase y los exámenes los hacía siempre con cera, pues el lector entenderá lo peligroso que puede resultar un lápiz afilado para un niño de poco más de cien gramos de peso hecho de plástico y relleno de aire.

Creo que una de las razones por las que nos hicimos tan amigos fue porque sabía escuchar, y yo necesitaba a alguien que me escuchara. Mi madre no estaba y con mi padre no podía hablar. Mi madre se marchó cuando yo tenía tres años y envió a mi padre una carta desde Florida, confusa e incoherente, sobre pecas, rayos gamma, sobre la radiación que emiten los cables de alta tensión y sobre cómo un antojo que tenía en el dorso de la mano izquierda se le había extendido por el brazo hasta el hombro. Después de eso, sólo un par de postales, y luego, nada.

En cuanto a mi padre, padecía migrañas y por las tardes se sentaba a ver telenovelas en la penumbra del cuarto de estar, con ojos vidriosos y tristes. No soportaba que nadie lo molestara, así que no se le podía decir nada; hasta intentarlo era un error.

– Bla, bla, bla -decía, interrumpiéndome a mitad de frase-. La cabeza me está matando y aquí estás tú con tu bla, bla, bla.

Pero a Art sí le gustaba escuchar y, a cambio, yo le brindaba mi protección. Los otros chicos me tenían miedo porque me había forjado una mala reputación. Tenía una navaja automática y a veces me la llevaba al instituto y se la enseñaba a los otros chicos para mantenerlos asustados. Lo cierto es que el único lugar donde la clavaba era en la pared de mi habitación. Me gustaba tirarme sobre la cama, lanzarla contra el aglomerado y escuchar cómo la punta se hundía con un sonido seco.

Un día que Art estaba de visita y vio las muescas en la pared se lo expliqué, una cosa llevó a la otra y antes de que me diera cuenta me estaba pidiendo que le dejara tirar a él.

– Pero ¿qué te pasa? -le dije-. ¿No tienes nada dentro de la cabeza o qué? Olvídalo, ni hablar.

Sacó una pintura de cera naranja y escribió:

«Pues por lo menos déjame mirar».

Abrí la navaja y se quedó mirándola con los ojos muy abiertos. En realidad todo lo miraba así, pues sus ojos eran de cristal duro y estaban pegados a la superficie de su cara. No podía pestañear ni nada. Pero esta mirada era distinta, me di cuenta de que estaba realmente fascinado.

Escribió:

«Tendré cuidado. Te lo prometo. ¡Por favor!».

Se la pasé y la apoyó en el suelo para meter la hoja y apretó el botón para que volviera a salir. Se estremeció y se quedó mirando la navaja en su mano. Y entonces, sin previo aviso, la lanzó hacia la pared. Obviamente no se clavó por la punta, hace falta práctica para eso y él no la tenía, y, para ser sinceros, nunca la tendría. Así que la navaja rebotó y salió disparada en su dirección. Art saltó a tal velocidad que fue como ver a un espíritu abandonando un cuerpo. La navaja aterrizó en el suelo, en el preciso lugar donde había estado, y después rodó debajo de mi cama.

Bajé a Art del techo de un tirón y escribió:

«Tenías razón, ha sido una estupidez. Soy un pringado, un capullo».

– Desde luego -dije yo.

Pero no era ninguna de las dos cosas. Mi padre sí que es un pringado, y los chicos del instituto, unos capullos; pero Art era diferente, todo corazón. Y lo único que quería era gustar a los demás.

En honor a la verdad, debo añadir que era la persona más inofensiva que he conocido. No sólo no habría hecho daño a una mosca, es que no podía. Si levantaba la mano para dar un manotazo a alguna, ésta seguía volando tan tranquila. Era como una especie de santo en una historia bíblica, alguien capaz de sanar a la gente con las manos. Y ya sabéis cómo terminan esa clase de historias en la Biblia. Sus protagonistas no viven mucho tiempo, porque siempre aparece el pringado o el capullo de turno que les pincha con un clavo y se queda mirándolos mientras se desinflan poco a poco.

Art tenía algo especial, algo que hacía que los otros chicos se sintieran naturalmente impulsados a pegarle. Era nuevo en el instituto, pues sus padres acababan de mudarse a la ciudad. Eran normales, tenían sangre en las venas, no aire. Art padecía uno de esos desórdenes genéticos que juegan a la rayuela con las generaciones, como la enfermedad de Tay-Sachs (una vez me contó que tuvo un tío abuelo, también hinchable, que al ir a saltar sobre un montón de hojas secas explotó tras pincharse con el diente de un rastrillo enterrado). En el primer día de curso, la señora Gannon le hizo ponerse de pie delante de toda la clase y nos lo explicó todo mientras él, avergonzado, balanceaba la cabeza.

Era blanco, pero no de raza caucásica, sino blanco como el malvavisco, o como Casper. Una costura le recorría la cabeza y los costados del cuerpo, y debajo de un brazo tenía un pezón de plástico por donde se le podía inflar.

La señora Gannon nos dijo que debíamos evitar a toda costa correr con tijeras o bolígrafos en la mano, ya que un pinchazo podría matarlo. Además no podía hablar; todos debíamos tenerlo en cuenta. Sus aficiones eran los astronautas, la fotografía y las novelas de Bernard Malamud.

Antes de invitarlo a ocupar su sitio le pellizcó suavemente en el hombro para darle ánimos y cuando hundió los dedos en él Art emitió un ligero silbido. Era el único sonido que salía de él. Si se doblaba era capaz de producir pequeños chirridos y gemidos, y cuando otras personas le apretaban dejaba escapar un suave pitido musical.

Caminó balanceándose hasta el fondo del aula y se sentó en una silla vacía que había a mi lado. Billy Spears, que estaba justo detrás de él, estuvo dándole capirotazos toda la mañana. Las dos primeras veces Art hizo como que no se daba cuenta, pero luego, cuando la señora Gannon no miraba, le escribió una nota a Billy:

«¡Para, por favor! No quiero chivarme a la señora Gannon, pero darme capirotazos es peligroso. Piénsalo».

Billy le escribió:

«Como te pases, no quedará de ti ni para un parche de rueda de bicicleta. Piénsalo».

A partir de ahí las cosas no fueron fáciles para Art. En las clases de biología en el laboratorio su pareja era Cassius Delamitri, que repetía sexto curso por segunda vez. Era un chico gordo con cara fofa y expresión ceñuda y una desagradable capa de pelusa negra sobre los labios siempre fruncidos.

Ese día tocaba destilar madera, para lo que había que usar mecheros de gas, así que Cassius hacía el experimento mientras Art le escribía notas de ánimo:

«No me puedo creer que suspendieras este experimento el año pasado. ¡Lo sabes hacer perfectamente!».

Y:

«Mis padres me compraron un juego de química por mi cumpleaños. Un día podías venir a casa y jugar conmigo a los científicos locos, ¿eh?».

Después de dos o tres notas como éstas Cassius llegó a la conclusión de que Art era homosexual… sobre todo cuando le habló de jugar a los médicos o algo por el estilo. Así que cuando el profesor estaba distraído ayudando a otros alumnos Cassius empujó a Art debajo de la mesa y le ató alrededor de una de las patas de madera con un nudo corredizo y sibilante. Cabeza, brazos, el cuerpo, todo. Cuando el señor Milton preguntó dónde había ido Art, Cassius contestó que creía que estaba en el cuarto de baño.

– ¿Ah sí? -preguntó el señor Milton-. Pues qué alivio. Ni siquiera estaba seguro de que ese chico pudiera ir al cuarto de baño.

En otra ocasión, John Erikson sostuvo a Art cabeza abajo durante el recreo y le escribió BOLSA DE COLESTOMÍA, en vez de COLOSTOMÍA, en el estómago, con rotulador indeleble. Para cuando se le borró ya era primavera.

«Lo peor ha sido que mi madre lo ha visto. Ya es malo que tenga que saber que me pegan todos los días, pero es que encima le disgustó que estuviera mal escrito».

Y añadió:

«No sé qué pretende ella. Estamos en sexto curso. ¿Es que se le ha olvidado lo que es el sexto curso? Lo siento, pero, seamos realistas: ¿qué probabilidades tengo de que me acabe dando una paliza el campeón nacional de ortografía?».

– Con la carrera que llevas -le contesté yo-, me temo que muchas.

Así es como Art y yo nos hicimos amigos:

Durante los recreos yo siempre me quedaba en los toboganes solo, leyendo revistas deportivas. Estaba cultivando mi reputación como delincuente y posible traficante de drogas. Para fomentar esta imagen, siempre vestía una chaqueta vaquera negra y no hablaba con nadie ni hacía amigos.

Subido en lo alto del laberinto trepador -una estructura con forma de cúpula situada en un extremo del patio de asfalto del colegio- me encontraba a casi tres metros del suelo y podía ver todo el recinto. Un día vi a Billy Spears haciendo el tonto con Cassius Delamitri y John Erikson. Billy tenía una pelota y un bate y los tres intentaban meterla por una ventana del segundo piso. Al cabo de apenas quince minutos John Erikson tuvo suerte y acertó. Cassius dijo:

– ¡Mierda! Nos hemos quedado sin pelota. Necesitamos otra cosa para lanzar.

– ¡Eh! -gritó Billy-. ¡Mirad! ¡Ahí está Art!

Corrieron hacia Art, que intentó esquivarlos, y Billy comenzó a lanzarlo por los aires y a golpearlo con el bate para comprobar hasta dónde llegaba. Cada vez que le daba a Art con el bate éste dejaba escapar un ruido elástico: ¡zis! Se elevaba, planeaba unos instantes y después se posaba suavemente en el suelo. En cuanto sus talones tocaban tierra echaba a correr, pero el pobre no tenía precisamente alas en los pies. John y Cassius pronto se unieron a la diversión dándole puntapiés y compitiendo por ver quién lo lanzaba más alto.

Poco a poco, fueron empujándolo hasta donde yo me encontraba y Art logró liberarse el tiempo suficiente como para refugiarse debajo de las barras. Pero Billy lo alcanzó, y golpeándolo en el culo con el bate, lo lanzó de nuevo por los aires.

Art flotó hasta lo alto de la cúpula y cuando su cuerpo tocó las barras metálicas se quedó atascado boca arriba, por la electricidad estática.

– ¡Eh! -aulló Billy-. ¡Pásanoslo!

Hasta ese momento, Art y yo nunca habíamos estado frente a frente. Aunque teníamos asignaturas comunes e incluso nos sentábamos juntos en la clase de la señora Gannon, no habíamos cruzado palabra. Él me miraba con sus enormes ojos de plástico y su cara triste y blanca, y yo le devolví la mirada. Cogió la libreta que llevaba colgada al cuello, garabateó algo con tinta verde primavera, arrancó la hoja y me la enseñó.

«No me importa lo que me hagan, pero ¿te importaría marcharte? No me gusta tener público cuando me están pegando».

– ¿Qué está escribiendo? -gritó Billy.

Mi vista pasó de la nota a Art y de ahí hacia los chicos que estaban abajo. Entonces me di cuenta de que podía olerlos, a los tres, un olor húmedo y humano, un hedor agridulce a sudor que me revolvió el estómago.

– ¿Por qué no lo dejáis en paz?

– Nos estamos divirtiendo un rato -contestó Billy.

– Queremos ver hasta dónde puede subir -añadió Cassius-. Deberías bajar. ¡Vamos a lanzarlo hasta el puto tejado del colegio!

– Se me ocurre algo más molón -dije, pensando que la palabra «molón» es perfecta si quieres que otros chicos te consideren un psicópata retrasado mental-. ¿Qué tal si jugamos a ver si puedo mandar vuestros culos sebosos al tejado del colegio de una patada?

– ¿A ti qué te pasa? -preguntó Billy-. ¿Estás con la regla o qué?

Agarré a Art y bajé al suelo de un salto. Cassius palideció y John Erikson retrocedió unos pasos. Yo seguía sujetando a Art debajo del brazo, con los pies apuntando hacia ellos y la cabeza en sentido contrario.

– Sois unos mierdas -dije, porque no siempre es el momento de decir algo gracioso. Y les di la espalda, temiendo sentir de un momento a otro la pelota de Billy en la nuca, pero éste no hizo nada, y seguí caminando.

Fuimos hasta el campo de béisbol y nos sentamos en la base de lanzamiento. Art me escribió una nota dándome las gracias y otra diciendo que no tenía por qué haber hecho lo que hice, pero que se alegraba de ello y que me debía una. Me metí las dos notas en el bolsillo después de leerlas, sin pensar por qué lo hacía. Esa noche, solo en mi habitación, saqué una bola de papel de notas arrugado del bolsillo, un bulto del tamaño de un limón, las separé, las alisé sobre la cama y volví a leerlas. No tenía ninguna razón para no tirarlas, pero en lugar de eso empecé a coleccionarlas. Era como si una parte de mí supiera ya entonces que cuando Art no estuviera allí necesitaría algo que me lo recordara. Durante el año siguiente guardé cientos de notas, algunas de las cuales eran sólo un par de palabras, y otras, auténticos manifiestos de seis páginas. Todavía conservo la mayoría, desde la primera que me escribió, la que empieza:

«No me importa lo que me hagan».

Hasta la última, la que termina:«Quiero saber si es verdad. Si al final del todo el cielo se abre».


* * *

Al principio a mi padre no le gustaba Art, pero cuando lo conoció mejor lo odió directamente.

– ¿Por qué anda de puntillas? -me preguntó-. ¿Es que es un hada o algo así?

– No, papá. Es que es hinchable.

– Pues se comporta como un hada. Así que espero que no andéis haciendo mariconadas en tu cuarto.

Art se esforzaba por gustarle, intentó convertirse en amigo de mi padre, pero cada cosa que hacía era malinterpretada, cada cosa que decía, malentendida. Una vez mi padre comentó algo sobre una película que le gustaba y Art le escribió una nota diciendo que el libro era todavía mejor.

– Se cree que soy analfabeto -fue el comentario de mi padre en cuanto Art se marchó.

En otra ocasión, Art reparó en una pila de neumáticos gastados amontonados detrás de nuestro garaje y le habló a mi padre de un programa de reciclaje que tenían en Sears. Si llevabas los neumáticos viejos te hacían un descuento del 20 por ciento en unos nuevos.

– Se cree que somos unos muertos de hambre -se quejó mi padre antes de que Art tuviera tiempo de salir por la puerta-. El mocoso ese.

Un día llegamos del colegio y nos encontramos a mi padre sentado frente a la televisión con un pitbull a sus pies. £1perro salió disparado ladrando histérico y saltó sobre Art. Sus pezuñas arañaban y patinaban por su pecho de plástico. Art se apoyó en mi hombro para darse impulso y saltó hacia el techo. Era capaz de saltar cuando era necesario. Una vez arriba, se agarró al ventilador -que por suerte estaba apagado- y permaneció allí, sujeto a una de las aspas, mientras el pitbull ladraba y saltaba debajo de él.

– Pero ¿qué es esto? -pregunté.

– Nuestro nuevo perro -contestó mi padre-. Como tú querías.

– Esto no es un perro -repuse yo-, sino una licuadora con pelo.

– ¡Escucha! ¿Quieres ponerle un nombre o lo hago yo? -preguntó mi padre.

Art y yo nos escondimos en mi habitación y barajamos posibles nombres.

– Copo de nieve -propuse-. Terrón, Rayo de sol.

«¿Qué tal Feliz? Suena bien, ¿no?».

Estábamos bromeando, pero lo de Feliz no tenía ninguna gracia. En sólo una semana Art y yo tuvimos al menos tres encontronazos potencialmente mortales con el desagradable perro de mi padre.

«Si me clava los dientes se acabó. Me dejará como un colador».

Era imposible enseñar a Feliz a hacer fuera sus necesidades, dejaba sus cagadas por todo el cuarto de estar y era difícil distinguirlas por el color marrón de la moqueta. En una ocasión mi padre pisó una con los pies descalzos y se puso como loco. Persiguió a Feliz escaleras abajo con un mazo de croquet, y al intentar golpearlo hizo un agujero en la pared y, al coger impulso hacia atrás, rompió varios platos que había en la encimera de la cocina.

Al día siguiente construyó una perrera con cadena en el lateral del jardín. Feliz entró y se quedó allí.

Para entonces, sin embargo, a Art le daba miedo venir a casa y prefería que nos viéramos en la suya. Yo no veía por qué. Estaba mucho más lejos andando desde el colegio, mientras que mi casa se hallaba justo a la vuelta de la esquina.

– ¿Qué te preocupa? -le pregunté-. Está encerrado. Como supondrás, no va a aprender a abrir la puerta.

Art lo sabía… pero seguía sin querer venir a casa, y cuando lo hacía solía traer un par de parches de rueda de bicicleta, por si acaso.


Una vez que empezamos a ir todos los días a casa de Art y eso se convirtió en una costumbre, me preguntaba por qué no había querido hacerlo antes. Me habitué a la caminata, la hice tantas veces que llegué a olvidarme de lo larga -lo interminable- que era. Incluso esperaba con ilusión ese paseo vespertino por las serpenteantes calles de las afueras, dejando atrás viviendas al estilo Disney en variedad de tonos pastel: limón, nácar, mandarina. Mientras recorría el camino que separaba mi casa de la de Art, tenía la impresión de que me internaba en una zona donde la paz y el orden eran cada vez mayores, y que en el corazón de todo ello estaba Art.

Art no podía correr, hablar o acercarse a nada puntiagudo, pero en su casa no nos aburríamos. Veíamos la televisión. Yo no era como el resto de los niños, no sabía nada de televisión. Ya he mencionado que mi padre padecía fuertes migrañas y estaba de baja por invalidez. Vivía literalmente en la sala de estar y acaparaba el televisor todo el día, pues seguía cinco telenovelas diferentes. Yo trataba de no molestarlo y rara vez me sentaba con él, ya que notaba que mi presencia lo distraía en un momento en que necesitaba concentración.

Art habría accedido a ver cualquier cosa que yo quisiera, pero a mí se me había olvidado para qué servía un mando a distancia y era incapaz de elegir un canal, no sabía cómo hacerlo debido a la falta de costumbre. Art era fan de la NASA, así que veíamos todo lo relacionado con el espacio, sin perdernos un solo lanzamiento de cohete. Art me escribió:«Quiero ser astronauta. Me adaptaría sin problemas a la falta de gravedad. De hecho, soy prácticamente ingrávido».

Eso fue durante un programa sobre la Estación Espacial Internacional en que hablaban de lo duro que es para los seres humanos pasar demasiado tiempo en el espacio exterior. Los músculos se atrofian y el corazón se reduce a una tercera parte de su tamaño.

«Cada vez son más las ventajas de enviarme a mí al espacio. No tengo músculos que se me puedan atrofiar. No tengo un corazón que se pueda encoger. No lo dudes, soy el astronauta ideal. Lo mío es estar en órbita».

– Sé de alguien que te podría ayudar. Voy a llamar a Billy Spears. Tiene un cohete que está deseando meterte por el culo. Le he oído comentarlo.

Art me dirigió una mirada dolida y garabateó una respuesta de cinco palabras.

Pero no siempre podíamos quedarnos tirados viendo la tele. El padre de Art era profesor de piano y daba clases a niños pequeños en un piano de media cola que había en el cuarto de estar, con el televisor. Así que si tenía alumnos debíamos buscar otra ocupación, por lo general ir a la habitación de Art a jugar con el ordenador, aunque después de veinte minutos de escuchar el ding ding de campanita del lugar en tono agudo y desafinado a través del tabique nos intercambiábamos miradas furiosas y salíamos por la ventana sin necesidad de cruzar palabra.

Los padres de Art se dedicaban a la música, la madre era violonchelista. Habían tenido la esperanza, pronto transformada en decepción, de que también Art aprendiera a tocar un instrumento:«Ni siquiera puedo tocar el silbato, me escribió en una ocasión».

El piano estaba descartado, ya que Art no tenía dedos, sólo un pulgar, el resto era un especie de hinchado muñón de goma y había necesitado años de clases particulares sólo para poder escribir de forma legible con una cera. Obviamente los instrumentos de viento también estaban descartados; Art no tenía pulmones y no respiraba. Lo intentó con la batería, pero no tenía fuerza suficiente, así que su madre le compró una cámara digital.

– Haz música de colores -le dijo-. Melodías de luz.

La señora Roth siempre decía cosas así. Hablaba de la unión de todas las almas, de la bondad natural de los árboles y decía que no apreciábamos como debíamos el olor de la hierba recién cortada. Art me dijo que cuando yo no estaba solía hacerle preguntas sobre mí. Le preocupaba que no pudiera dar salida a mi creatividad y decía que necesitaba alimentar mi espíritu. Me regaló un libro sobre origami, que es como los japoneses llaman a la papiroflexia, cuando ni siquiera era mi cumpleaños.

– No sabía que mi espíritu estuviera hambriento -le dije a Art.

«Eso es porque ya lo has matado de hambre, me escribió».

Se alarmó cuando supo que yo no practicaba ninguna religión. Mi padre no me llevaba a la iglesia ni a la escuela dominical. La señora Roth era demasiado educada como para hablarme mal de mi padre, pero le decía cosas a Art que luego él me trasladaba. Le aseguró que si mi padre descuidara mi cuerpo como descuidaba mi espíritu estaría en la cárcel y yo en un hogar de acogida. También le dijo que si le quitaran a mi padre mi custodia ella me adoptaría, podría dormir en la habitación de invitados. Yo la quería, el corazón se me henchía de amor cada vez que me preguntaba si quería una limonada. Habría hecho cualquier cosa que me pidiera.

– Tu madre es una idiota -le dije a Art-. Una cretina, que lo sepas. Eso de la unión de las almas no existe. Todos estamos solos y quien piense que todos somos hermanos acabará aplastado por el culo gordo de Cassius Delamitri y oliéndole los calzoncillos.

La señora Roth quería llevarme a la sinagoga, no para convertirme, sino como una experiencia educativa, para que entrara en contacto con otras culturas y todo eso, pero el padre de Art se lo quitó de la cabeza. Ni hablar del tema, dijo, no es asunto nuestro. ¿Es que te has vuelto loca? Llevaba un adhesivo en el coche con la estrella de David y la palabra ORGULLO entre signos de exclamación al lado.

– Oye, Art -le dije en una ocasión-. Tengo una pregunta sobre judíos que quiero hacerte. Tú y tu familia, sois judíos fundamentalistas, ¿no?

«No creo que seamos fundamentalistas. En realidad no somos nada estrictos. Lo que sí hacemos es ir a la sinagoga, respetamos las festividades, esas cosas».

– Yo creía que a los judíos os pelaban el pito -dije llevándome la mano a la entrepierna-. Por eso de la fe. Dime…

Pero Art ya estaba escribiendo.

«Yo no. Yo me libré. Mis padres eran amigos de un rabino progresista y le hablaron de mí nada más nacer yo. Para saber cuál era la postura oficial».

¿Y qué dijo?

Dijo que la postura oficial era hacer una excepción en cualquiera que corriera el riesgo de explotar durante la circuncisión. Al principio pensaron que bromeaba, pero luego mi madre estuvo investigando y llegó a la conclusión de que yo estoy exento talmúdicamente hablando. Mamá dice que el prepucio tiene que ser de piel, y que si no lo es no hace falta cortarlo.

– Es curioso -dije-. Pensaba que tu madre no sabía lo que era una polla. Y ahora resulta que no sólo lo sabe, sino que es una experta. Oye, si alguna vez necesita hacer más investigaciones aquí tiene un espécimen fuera de lo común para examinarlo.

Entonces Art me escribió que para eso necesitaría un microscopio y yo le contesté que más bien tendría que apartarse unos metros cuando me desabrochara la bragueta y así continuó la cosa. Podéis imaginar el resto de la conversación. Cada vez que tenía ocasión le tomaba el pelo a Art con su madre, no podía evitarlo. Empezaba en cuanto ella abandonaba la habitación, cuchicheando cosas como lo buena que estaba para ser tan mayor y qué le parecería si se moría su padre y yo me casaba con su madre. Art, por el contrario, nunca hizo un solo chiste sobre mi padre. Si quería meterse conmigo, se burlaba de cómo me chupaba los dedos después de comer o de que no siempre llevaba calcetines del mismo color. No es difícil entender por qué Art no se metía nunca con mi padre de la manera que yo lo hacía con su madre. Cuando tu mejor amigo es feo -pero feo en el peor sentido, quiero decir, deforme- no le haces bromas del tipo «vas a romper el espejo de lo feo que eres». En una amistad, en especial entre dos chicos jóvenes, está permitido, incluso se da por hecho, un cierto grado de crueldad. Pero de ahí a hacer daño de verdad hay un trecho y bajo ninguna circunstancia se deben infligir heridas que puedan dejar cicatrices permanentes.


También nos acostumbramos a hacer los deberes en la casa de Arthur. A última hora de la tarde nos metíamos en su cuarto a estudiar. Para entonces su padre ya había terminado de dar sus clases, de manera que ya no teníamos aquel son taladrándonos el tímpano. Yo disfrutaba estudiando en la habitación de Art, de la tranquilidad y de trabajar rodeado de libros; Art tenía las paredes cubiertas de estantes con libros. Me gustaban aquellas sesiones de estudio compartido, pero también las temía, pues era entonces cuando -en aquel entorno tranquilo y silencioso- Art solía hablar de la muerte.

Cuando charlábamos, yo intentaba siempre controlar la conversación, pero Art era escurridizo y una y otra vez encontraba la manera de sacar la muerte a relucir.

– El que inventó el número cero fue un árabe -decía yo, por ejemplo-. Es curioso, ¿no? Que alguien tuviera que inventarse el cero.

«Porque no resulta obvio que nada pueda ser algo. Ese algo que no puede medirse ni verse puede sin embargo existir y significar algo. Si te paras a pensarlo, es lo mismo que pasa con el alma».

– ¿Verdadero o falso? -pregunté yo en otra ocasión en que estábamos preparando un test de ciencias-. La energía no se destruye, sólo se transforma.

«Espero que sea verdad. Estaría muy bien saber que vas a seguir existiendo después de morir, aunque sea transformado en algo completamente distinto a lo que has sido».

Me hablaba mucho de la muerte y de lo que podría haber después, pero lo que más recuerdo es lo que dijo sobre Marte. Estábamos preparando una exposición oral y Art había elegido Marte como tema, en concreto si el hombre lograría llegar hasta allí y colonizarlo. Él era muy partidario de la colonización de Marte, de crear ciudades con bóvedas de plástico y de extraer agua de sus helados polos. De hecho quería ir él mismo.

– Mola imaginarlo -comenté yo-. Pero estar allí de verdad sería una mierda. Polvo, un frío que pela y todo de color rojo. Al final te quedarías ciego de ver tanto rojo por todas partes. Si te dieran la oportunidad, seguro que no querrías irte y abandonar la Tierra para siempre.

Art se me quedó mirando largo rato y después agachó la cabeza para escribir una breve nota en azul turquesa.

«Pero voy a hacerlo de todas maneras. Todos lo hacemos».

Y después escribió:

«Al final, aunque no lo quieras, todos nos convertimos en astronautas. De camino hacia un mundo del que no conocemos nada. Así es como funcionan las cosas».


En la primavera Art se inventó un juego llamado Satélite Espía. Había una tienda en el centro, llamada Party Station, donde te vendían un montón de globos de helio por veinticinco centavos. Yo compraba bastantes y me dirigía a donde había quedado con Art, que me esperaba con su cámara digital.

En cuanto se agarraba a los globos, despegaba del suelo y se elevaba en el aire. Conforme subía, el viento lo zarandeaba de un lado a otro. Cuando estaba lo suficientemente alto, soltaba un par de globos, descendía un poco y empezaba a sacar fotografías. Para bajar al suelo sólo tenía que soltar unos cuantos más. Yo lo recogía donde hubiera aterrizado, y después íbamos a su casa a ver las fotos en su ordenador portátil. Eran imágenes de gente nadando en sus piscinas, hombres reparando el tejado de su casa, fotos de mí de pie en alguna calle desierta con la cara vuelta hacia el cielo y los rasgos indistinguibles por la distancia. Y en la parte inferior siempre aparecían las zapatillas deportivas de Art.

Algunas de sus mejores fotografías estaban hechas desde poca altura, instantáneas tomadas a sólo unos metros de distancia del suelo. Una vez cogió tres globos y voló por encima de la caseta donde Feliz estaba atado, en el lateral del jardín de mi casa. Feliz se pasaba los días encerrado en su perrera, ladrando, frenético, a las mujeres que paseaban con sus cochecitos de bebé, al camión de los helados, a las ardillas. Había escarbado la tierra de su recinto hasta convertirla en un barrizal en el que se apilaban montones de mierda seca, y allí, en el centro de ese asqueroso paisaje marrón, estaba Feliz, y en todas las fotos aparecía erguido sobre sus patas traseras, con la boca abierta, dejando ver una cavidad rosa y los ojos fijos en las deportivas de Art.

«Me da pena. Vaya un sitio para vivir».

– Deja de pensar con el culo -le respondí-. Si se dejara sueltas a criaturas como Feliz, el mundo entero sería igual que ese barrizal. No quiere vivir en ninguna otra parte. La idea que tiene Feliz del paraíso es un jardín sembrado de mierdas y barro.

«No estoy de acuerdo en absoluto, me escribió Arthur, pero el paso del tiempo no ha suavizado mi opinión a este respecto».

Estoy convencido de que, por regla general, a las criaturas como Feliz -me refiero tanto a perros como a personas-, aunque viven en su mayor parte en libertad en lugar de encerrados, lo que realmente les gusta es un mundo lleno de barro y heces, un mundo donde ni Art ni nadie como él tienen cabida, un mundo en el que no se habla de Dios ni de otros mundos más allá de éste y donde la única comunicación son los ladridos histéricos de perros hambrientos y llenos de odio.

Una mañana de sábado de mediados de abril mi padre abrió la puerta de mi habitación y me despertó tirándome encima las zapatillas deportivas.

– Tienes que estar en el dentista dentro de media hora, así que mueve el culo.

Fui andando -el dentista estaba sólo a unas cuantas calles-, y llevaba veinte minutos sentado en la sala de espera, frito del aburrimiento, cuando recordé que le había prometido a Art que iría a su casa en cuanto me levantara. La recepcionista me dejó usar el teléfono para llamarle.

Contestó su madre.

– Acaba de ir a tu casa a buscarte -me dijo.

Llamé a mi padre.

– Por aquí no ha venido -me dijo-. No lo he visto.

– Estate pendiente.

– Oye, mira, me duele la cabeza y Art sabe llamar al timbre.

Me senté en la silla del dentista con la boca abierta de par en par y sabor a sangre y a menta, preocupado e impaciente por salir de allí. Tal vez no confiara en que mi padre se portara bien con Art si yo no estaba delante. La ayudante del dentista no hacía más que tocarme el hombro y decirme que me relajara.

Cuando por fin hube terminado y salí a la calle, el azul vivido y profundo del cielo me desorientó un poco. El sol cegador me hacía daño en los ojos. Llevaba dos horas levantado y aún estaba adormilado y entumecido, no me había despertado del todo. Eché a correr.

Lo primero que vi al llegar a casa fue a Feliz, suelto y fuera de su perrera. Ni siquiera me ladró, estaba tumbado boca abajo en la hierba, con la cabeza entre las patas. Me volví y vi a Art en el asiento trasero de la ranchera de mi padre, golpeando los cristales con las manos. Me acerqué y abrí la puerta y en ese instante Feliz echó a correr ladrando enloquecido. Agarré a Art por los dos brazos, me di la vuelta y salí huyendo mientras los colmillos de Feliz se clavaban en la pernera de mi pantalón. Escuché el feo sonido de un desgarrón, me tambaleé unos segundos y seguí corriendo.

Corrí hasta que me dolió el costado y hube perdido de vista al perro, al menos seis calles más allá, hasta dejarme caer en el jardín de algún vecino. La pernera de mi pantalón estaba rasgada desde la rodilla hasta el tobillo. Entonces miré a Art y me estremecí. Estaba tan sin resuello que sólo acerté a emitir un leve chillido, como solía hacer siempre Art.

Su cuerpo había perdido por completo su blancura de malvavisco y ahora era de un tono marrón oscuro, como si lo hubieran tostado ligeramente. Se había desinflado hasta perder cerca de la mitad de su volumen normal y tenía la barbilla hundida en el tronco, incapaz de mantener la cabeza erguida.

Art se encontraba cruzando el jardín delantero de mi casa cuando Feliz salió de su escondite, bajo uno de los setos. En ese primer momento crucial Art fue consciente de que no podría escapar del perro corriendo y de que si lo intentaba acabaría lleno de pinchazos mortales, así que en lugar de eso saltó a la ranchera y una vez dentro cerró la puerta.

Las ventanas eran automáticas, no había manera de bajarlas y cada vez que intentaba abrir una puerta, Feliz trataba de meter el hocico y morderle. Fuera hacía veinte grados y dentro del coche más de treinta y Art vio desesperado cómo Feliz se tumbaba en la hierba junto a la ranchera a esperar a que saliera.

Así que Art siguió allí sentado mientras desde la distancia llegaba el ronroneo de las cortadoras de césped. Pasaban las horas y Art empezaba a marchitarse, a sentirse enfermo y aturdido. Su piel de plástico se pegaba a los asientos.

«Entonces llegaste tú y me salvaste la vida».

Pero la vista se me nublaba y mojé su nota con mis lágrimas. No había llegado a tiempo. En absoluto.

Art nunca volvió a ser el mismo. Su piel se quedó de un color amarillo vaporoso y le resultaba difícil mantenerse hinchado. Sus padres lo inflaban y durante un rato estaba bien, el cuerpo henchido de oxígeno, pero pronto volvía a quedarse flácido y sin fuerzas. Tras echarle un vistazo, su médico recomendó a sus padres que no pospusieran el viaje a Disneylandia.

Yo tampoco era el mismo. Me sentía desgraciado, perdí el apetito, me dolía el estómago y pasaba las horas triste y meditabundo.

– Cambia esa cara de una vez -me dijo mi padre una noche mientras cenábamos-. La vida sigue. Ponte las pilas.

Era lo que estaba haciendo. Sabía perfectamente que la puerta de la perrera no se abría sola, así que pinché todas las ruedas de la ranchera y dejé mi navaja clavada en una de ellas para que mi padre no tuviera dudas acerca de quién había sido. Llamó a la policía e hizo que me arrestaran. Los agentes me hicieron subir a su furgón, me dieron una charla y luego me dijeron que me llevarían de vuelta a casa si «me comprometía a obedecer las normas». Al día siguiente encerré a Feliz en la ranchera y se cagó en el asiento del conductor. Por su parte, mi padre cogió todos los libros que Art me había recomendado, el de Bernard Malamud, el de Ray Bradbury, el de Isaac Bashevis Singer, y los quemó en la barbacoa del jardín.

– ¿Qué te parece, listillo? -me preguntó mientras los rociaba con gasolina.

– Me parece estupendo -le contesté-. Los cogí con tu carné de la biblioteca.

Ese verano dormí muchas noches en casa de Art.

«No estés enfadado. No es culpa de nadie, me escribió».

– Vete a cagar -fue toda mi respuesta, pero es que no podía decir nada más, porque sólo con mirarle me entraban ganas de llorar.


***

A finales de agosto Art me llamó. Quería que nos encontráramos en Scarswell Cove, a más de seis kilómetros cuesta arriba, pero al cabo de varios meses de patearme el camino hasta su casa después del colegio, yo estaba bien entrenado. Tal y como me pidió, llevé un montón de globos.

Scarswell Cove es una playa resguardada y pedregosa adonde la gente acude a remojarse en la orilla y a pescar. Cuando llegué estaban sólo un par de pescadores y Art, sentado en la pendiente de la playa. Tenía el cuerpo blando y flácido y la cabeza doblada hacia delante, colgando débilmente de su inexistente cuello. Me senté junto a él. A unos metros de nosotros las olas se rizaban en heladas crestas.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

Art se quedó pensando un momento y después empezó a escribir.

«¿Sabes cómo consigue llegar la gente al espacio sin cohetes? Chuck Yeager logró subir tan alto con un avión que empezó a dar bandazos hacia arriba, no hacia abajo. Subió tan alto que logró engañar a la gravedad y su avión salió despedido de la estratosfera. Entonces el cielo perdió su color, era como si se hubiera convertido en papel y en el centro había un agujero y detrás del agujero todo estaba negro. Lleno de estrellas. Imagínate lo que sería caer hacia arriba».

Miré su nota y después a él, que escribía de nuevo. Su segundo mensaje era más escueto.

«No puedo más. Lo digo en serio, se acabó. Me desinflo quince o dieciséis veces al día. Tienen que inflarme prácticamente cada hora. Estoy siempre enfermo y lo odio. Esto no es vida».

– No, no -dije, mientras se me nublaba la vista y las lágrimas brotaban de mis ojos-. Verás como todo se arregla.

«No. No lo creo. Y no se trata de que vaya a morir, sino de dónde. Y lo he decidido: quiero ver hasta dónde puedo subir. Comprobar si es cierto que el cielo se abre al final».

No recuerdo qué más le dije. Muchas cosas, supongo. Le pedí que no lo hiciera, que no me abandonara. Le dije que no era justo, que él era mi único amigo, que siempre me había sentido solo. Seguí hablando hasta que rompí en sollozos y Art me pasó su arrugada mano de plástico por los hombros y yo hundí mi cabeza en su pecho.

Cogió los globos y se los ató alrededor de la muñeca. Yo le agarré la otra mano y juntos caminamos hacia la orilla del mar. Rompió una ola que me empapó las zapatillas. El agua estaba tan fría que me dolieron los huesos de los pies. Entonces lo levanté, lo sujeté con ambos brazos y lo apreté hasta que dejó escapar un lúgubre quejido. Estuvimos abrazados largo rato; después abrí los brazos y lo dejé ir. Espero que, si hay otra vida después de ésta, no nos juzguen demasiado severamente por lo que hicimos mal aquí. Que nos perdonen los errores que cometimos por amor. Estoy seguro de que aquello, dejar ir a alguien así, tiene que ser un pecado.

Art se elevó y la corriente de aire lo zarandeó, de manera que mientras sobrevolaba el agua con el brazo izquierdo levantado sosteniendo los globos me estaba mirando. Tenía la cabeza ladeada con expresión pensativa, como si me estuviera estudiando.

Me quedé sentado en la playa y lo vi alejarse, hasta que no pude distinguirlo de las gaviotas que sobrevolaban y se zambullían en el agua, a kilómetros de distancia. No era más que un punto negro deambulando por el cielo. Permanecí inmóvil, no sabía si sería capaz de levantarme. Al cabo de un rato el horizonte se tiñó de rosa oscuro y el cielo azul, de negro. Me tumbé de espaldas en la arena y vi salir poco a poco las estrellas. Seguí mirando hasta que me sentí mareado y me imaginaba despegando del suelo y precipitándome en la noche.


Empecé a tener problemas emocionales. Cuando llegó el momento de volver al colegio la sola visión de una silla vacía me hacía llorar. Era incapaz de contestar a preguntas o de hacer los deberes. Suspendí todo y tuve que repetir séptimo curso.

Pero, lo que era peor, ya nadie me tenía miedo. Era imposible estar asustado de mí después de haberme visto llorar como una magdalena en más de una ocasión. Y ya no tenía la navaja, porque mi padre me la había confiscado.

Un día después del colegio, Billy Spears me dio un puñetazo en la boca y me dejó un diente colgando. John Erikson me tiró al suelo y me escribió BOLSA DE COLESTOMÍA en la frente con rotulador indeleble. Cassius Delamitri me preparó una emboscada, me hizo caer y se sentó encima de mí aplastándome con todo su peso y dejándome sin respiración. Noqueado por la falta de aire; Art lo habría comprendido perfectamente.

Evitaba a los Roth. Estaba deseando ver a la madre de Art, pero me mantenía lejos de ella. Temía que, si hablaba con ella, acabaría contándoselo todo, que yo había estado allí, que me quedé de pie en la orilla del mar mientras Art se alejaba. Temía lo que pudieran decirme sus ojos, su dolor y su ira.

Menos de seis meses después de que el cuerpo desinflado de Art apareciera flotando en la orilla de la playa de North Scarswell, en la casa de los Roth apareció un cartel de «Se vende». Nunca volví a verlos. La señora Roth me escribía cartas de vez en cuando preguntándome cómo estaba, pero nunca le contesté. Al final de sus cartas ponía siempre «con cariño».

En el instituto me aficioné al deporte y pronto destaqué en el salto con pértiga. Mi entrenador dijo que la ley de la gravedad no se aplicaba en mi caso. El hombre no tenía ni puta idea de lo que es la gravedad. Por muy alto que lograra subir, siempre terminaba bajando, como todo el mundo.

Gracias al salto con pértiga conseguí una beca para la universidad. Allí no me relacionaba en absoluto. Nadie me conocía, así que pude recuperar mi vieja imagen de sociópata. No iba a las fiestas ni salía con chicas. No tenía ningún interés por hacer amigos.

Una mañana en que atravesaba el campus vi acercarse hacia mí a una chica con el pelo tan negro y brillante que parecía petróleo. Vestía un jersey abultado y una falda tableada hasta los tobillos, un conjunto de lo menos sensual, pero bajo el que se adivinaba un cuerpo impresionante, de caderas finas y pechos generosos. Tenía los ojos de color azul cristal y la piel tan blanca como la de Art. Era la primera vez que veía a una persona hinchable desde que Art se alejó volando con sus globos. Un chico que caminaba detrás de mí le silbó. Yo me eché a un lado, y cuando pasó junto a mí le puse la zancadilla y vi cómo sus libros salían disparados en todas direcciones.

– ¿Qué eres, un psicópata? -aulló.

– Sí -le contesté-. Exactamente.

Se llamaba Ruth Goldman. Llevaba un parche de goma en uno de los talones, donde se había cortado al pisar unos cristales rotos cuando era una niña, y otro más grande en el hombro izquierdo, donde una rama se le había clavado en un día de viento. La escolarización en casa y unos padres especialmente protectores la habían salvaguardado de daños mayores. Ambos estudiábamos Literatura Inglesa. Su escritor preferido era Kafka, por su comprensión del absurdo; el mío Malamud, porque sabe lo que es la soledad.

Nos casamos el mismo día que me licencié. Aunque sigo dudando de la existencia de la vida eterna, no necesité que me convenciera para convertirme y para, finalmente, aceptar que necesito que la vida tenga una dimensión espiritual. ¿Puede llamarse conversión a eso? La realidad es que yo no tenía ninguna creencia previa de la que convertirme. Pero, sea como sea, nuestra boda fue judía y cumplí con el rito de pisar una copa bajo un paño blanco con el tacón de la bota.

Una tarde le hablé de Art.

«Es muy triste. Lo siento mucho», me escribió con una cera. Después puso su mano sobre la mía.

«¿Qué pasó? ¿Se quedó sin aire?».

– Se quedó sin cielo -contesté.

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