Un fantasma del siglo XX

El mejor momento para verla es cuando el lugar está casi lleno. Está esa historia tan conocida del hombre que va a la sesión de madrugada de un cine y se encuentra la sala casi desierta. A mitad de la película mira a su alrededor y la ve sentada a su lado en una butaca que sólo unos instantes antes estaba vacía. El hombre se la queda mirando. Ella gira la cabeza y lo mira también, le sangra la nariz y tiene los ojos dilatados y tristes. Me duele la cabeza, susurra. Tengo que salir un momento. ¿Si me pierdo algo me lo cuentas luego? Es entonces cuando el hombre se da cuenta de que es tan incorpórea como el rayo de luz de color azul cambiante que sale del proyector, de que puede ver a través de su cuerpo. Entonces ella se levanta y se desvanece. También está la historia del grupo de amigos que van juntos al cine Rosebud el jueves por la noche. Uno de ellos se sienta junto a una mujer sola, vestida de azul. Como la película tarda en empezar, decide entablar conversación con ella. ¿Qué ponen mañana?, le pregunta. El cine estará oscuro mañana, le responde ella. Ésta es la última sesión. Poco después de empezar la película, desaparece. De vuelta a su casa después de la película, el hombre muere en un accidente de coche.

Estas y muchas otras famosas historias relacionadas con el cine Rosebud son falsas… meras leyendas inventadas por gente que ha visto demasiadas películas de terror y que cree saber muy bien cómo funciona un cuento de fantasmas.

Alec Sheldon, uno de los primeros en ver a Imogene Gilchrist, es propietario del Rosebud y a sus setenta y tres años sigue manejando él mismo el proyector casi todas las noches. Con sólo hablar unos instantes con una persona que afirma haberla visto sabe si dice o no la verdad. Pero esa información se la guarda para sí y nunca desmiente públicamente la historia de nadie… Sería perjudicial para el negocio.

Sin embargo sabe muy bien que quien afirma haber visto a través de ella miente. Algunos de estos charlatanes hablan de sangre que mana de su nariz, sus oídos, sus ojos; afirman que les dirigió una mirada suplicante y les pidió que llamaran a alguien, que buscaran ayuda. Pero ella no sangra nunca así y cuando tiene ganas de hablar no es para pedir un médico. Muchos de los supuestos testigos empiezan su relato de la misma manera: No se va a creer lo que acabo de ver. Y están en lo correcto, porque él no se lo cree, aunque siempre los escucha con una sonrisa paciente, casi alentadora.

Aquellos que la han visto no van en busca de Alec para contárselo. Lo más normal es que sea él quien los encuentre a ellos deambulando por el vestíbulo con paso vacilante; están conmocionados y no se sienten bien. Necesitan sentarse un momento. Nunca dicen: No va a creer lo que acabo de ver. La experiencia está todavía demasiado reciente y la idea de que quizá no les crean no les viene hasta más tarde. A menudo se encuentran en un estado que podría calificarse de adormecimiento, de aceptación incluso. Cuando piensa en el efecto que tiene en quienes se encuentran con ella se acuerda de Steven Greenberg saliendo de una proyección de Los pájaros una fresca tarde de domingo en 1963, Steven tenía entonces doce años y pasarían doce más antes de que se hiciera famoso: entonces no era aún «el chico de oro», sino un chico nada más.

Alec estaba en el callejón trasero del Rosebud fumando un cigarrillo cuando a su espalda escuchó abrirse de golpe la puerta de la salida de incendios. Se volvió y vio a un muchacho larguirucho apoyado en el quicio, simplemente apoyado, ni salía ni entraba. El muchacho parpadeó, deslumbrado por la fuerte luz blanca del sol, con la mirada confusa y desconcertada propia de un niño pequeño al que han despertado bruscamente de un profundo sueño. Detrás de él Alec veía una oscuridad llena de un estridente piar de gorriones y, más abajo, a unos cuantos espectadores revolviéndose incómodos en sus asientos y empezando a quejarse.

– Eh, chico: ¿entras o sales? -preguntó Alec-. Si dejas abierto entra la luz.

El chico -por entonces Alec aún no sabía su nombre- volvió la cabeza y se quedó mirando hacia el interior del cine durante un momento largo e intenso. Después salió y la puerta con amortiguador se cerró detrás de él suavemente, pero siguió sin moverse y sin ir a ninguna parte. El Rosebud llevaba dos semanas proyectando Los pájaros, y Alec había visto a otros espectadores salir antes de que terminara, pero nunca a un chico de doce años. Era la clase de película que la mayoría de los niños de esa edad esperaba un año entero para ver, pero ¿quién sabe? Tal vez éste era especialmente miedoso.

– Me he dejado la Coca-Cola dentro -dijo el muchacho con voz distante, casi neutra-. Todavía quedaba mucha.

– ¿Quieres entrar a cogerla?

El chico levantó la vista y miró a Alec con expresión alarmada, y entonces éste lo supo.

– No.

Alec terminó su cigarrillo y lo tiró al suelo.

– Me he sentado con la mujer muerta -soltó el niño de pronto.

Alec asintió con la cabeza.

– Me ha hablado.

– ¿Qué te ha dicho?

Miró de nuevo al niño y lo vio observándolo fijamente con los ojos abiertos de par en par, incrédulos.

– Que tenía ganas de hablar con alguien, dijo. Que cuando le gusta una película necesita hablar.

Alec sabe que cuando quiere hablar con alguien siempre es sobre cine. Suele dirigirse a hombres, aunque en ocasiones elige sentarse junto a una mujer, Lois Weisel, por ejemplo. Alec tiene una teoría acerca de lo que la impulsa a aparecerse a alguien. Lleva un tiempo tomando notas en su bloc amarillo y tiene una lista de las personas a las que se ha aparecido, en qué película y cuándo (Leland King, Harold y Maude, minuto 72; Joel Harlowe, Cabeza borradora, minuto 77; Hal Lash, Sangre fácil, minuto 85, y todos los demás). A lo largo de los años ha ido desarrollando una teoría sobre las condiciones que favorecen su aparición, aunque los detalles concretos siempre cambian.

Cuando era joven siempre pensaba en ella, o al menos siempre la tenía presente de alguna manera; fue su primera y más sentida obsesión. Después, por un tiempo, estuvo mejor, cuando el cine marchaba bien y él era un hombre de negocios respetado en la comunidad, en la cámara de comercio y en el concejo municipal. En esos días podían pasar semanas sin que pensara en ella, pero entonces alguien la veía o afirmaba haberla visto y todo empezaba de nuevo.

Sin embargo, después de su divorcio -ella se quedó con la casa y él se mudó al apartamento de una sola habitación en los bajos del local-y poco antes de que abrieran los multicines de ocho salas a las afueras de la ciudad, empezó a obsesionarse otra vez, no tanto con ella como con el cine en sí. (Aunque, ¿acaso había diferencia alguna? En realidad no, supone, los pensamientos sobre uno y otra siempre están relacionados). Nunca imaginó que llegaría a ser tan viejo y a tener tantas deudas. Le cuesta conciliar el sueño, porque en su cabeza bullen las ideas -descabelladas, desesperadas- sobre cómo evitar tener que cerrar el cine. Permanece despierto pensando en ingresos, empleados, bienes amortizables. Y cuando ya no puede seguir pensando en dinero trata de imaginar adónde irá si el cine cierra. Se ve en un hogar para jubilados, con colchones apestando a linimento y viejos encorvados sin dentadura viendo comedias televisivas en un salón mohoso; se ve en un lugar donde se apagará lenta y pasivamente, como un papel de pared demasiado expuesto al sol que pierde poco a poco su color.

Y eso es malo. Pero es aún peor cuando trata de imaginar qué le ocurrirá a ella si cierra el Rosebud. Ve la sala despojada de sus butacas, un espacio vacío y lleno de eco, con pelusas de polvo en las esquinas y bolas de chicle seco, adheridas al cemento. Las pandillas de adolescentes lo usan para beber y follar; ve botellas de licor tiradas por todas partes, pintadas analfabetas en las paredes, un condón solitario y grotesco en el suelo, delante de la pantalla. Este lugar desolado y vulnerado será su última morada, donde desaparecerá para siempre.

O tal vez no lo haga… Y eso es lo que más miedo le da.


Alec la vio -habló con ella- por primera vez cuando tenía quince años, seis días después de enterarse de que su hermano mayor había muerto en el Pacífico Sur. El presidente Truman había enviado una carta de pésame. Era una carta oficial, pero la firma estampada al final era auténtica. Alec no había llorado todavía. Años más tarde supo que había pasado una semana en estado de shock, que había perdido a la persona que más quería en el mundo y que ello lo había traumatizado. Pero en 1945 nadie empleaba la palabra «trauma» para hablar de sus emociones, y la única clase de neurosis de que hablaba la gente era de la «neurosis de guerra».

A su madre le decía que iba al colegio por las mañanas, pero era mentira. Lo que hacía era vagabundear por el centro de la ciudad metiéndose en líos. Robaba barras de caramelo del American Luncheonette y se las comía en la fábrica de zapatos abandonada, que había tenido que cerrar porque todos los hombres estaban en Francia o en el Pacífico. Después quemaba la energía que le proporcionaba el azúcar tirando piedras a los cristales, practicando lanzamientos rápidos.

Un día, mientras deambulaba por el callejón situado detrás del Rosebud, reparó en que la puerta de la sala del cine no estaba bien cerrada. El panel que daba al callejón era una superficie lisa de metal, sin picaporte, pero pudo abrirla con las uñas. Llegó justo a tiempo para el pase de las tres y media de la tarde, con la sala repleta de un público compuesto en su mayor parte de niños menores de diez años acompañados de sus madres. La salida de incendios estaba situada a medio camino del pasillo, en un saliente de la pared, y en penumbra, así que nadie lo vio entrar. Avanzó agachado por el pasillo y encontró un asiento vacío en las últimas filas.

– He oído que Jimmy Stewart se ha ido al Pacífico -le había dicho su hermano cuando estuvo en casa de permiso, antes de embarcar hacia allí. Jugaban a pasarse la pelota-. Apuesto a que el caballero sin espada [5] está ahora mismo bombardeando a los putos demonios de Tokio. ¿Qué te parece?

El hermano de Alec, Ray, se definía a sí mismo como un loco del cine. Durante el mes que estuvo de permiso habían ido juntos a todos los estrenos. Bataan, Batallón de construcción, Siguiendo mi camino…

Alec esperó a que terminara el capítulo de una serie de cortometrajes dedicada a las últimas aventuras de un vaqueros cantarín de largas pestañas y boca tan negra que sus labios parecían negros también. No le interesó, así que se dedicó a sacarse mocos y a cavilar cómo agenciarse una Coca-Cola sin pagar. Entonces empezó el largometraje.

Al principio no conseguía entender qué narices era aquella película, aunque desde la primera escena temió que se tratara de un musical. Comenzaba con los músicos de una orquesta colocándose en un escenario con un telón de fondo de un azul insípido. A continuación salía un tipo con camisa almidonada que procedía a anunciar al público que estaban a punto de ver una nueva clase de espectáculo. Cuando empezó a decir idioteces acerca de Walt Disney y sus artistas, Alec se deslizó en su asiento y hundió la cabeza entre los hombros. La orquesta prorrumpió entonces en un gran y teatral estruendo de violines y trompetas, y en cuestión de segundos sus temores se habían hecho realidad. No sólo era un musical, sino un musical de dibujos animados. Tenía que habérselo imaginado, Hería como estaba la sala de niños con sus madres, una sesión a las tres y media de la tarde, y entre semana, que empezaba con un episodio de The Lipstick Cowboy cantando mariconadas en las llanuras.

Transcurrido un rato, levantó la cabeza y, tras taparse la cara con las manos, estuvo un tiempo mirando la pantalla por entre los dedos. Era una animación abstracta: gotas de lluvia plateadas contra un fondo de humo, rayos de sol líquido que rielaban en un cielo ceniciento. Finalmente se enderezó en el asiento para estar más cómodo. No estaba seguro de lo que sentía. Aquello le aburría, pero al mismo tiempo le interesaba, le fascinaba incluso. Le habría resultado difícil no mirar, pues la sucesión de imágenes le hipnotizaba: tirabuzones de luz roja, remolinos de estrellas, una masa de nubes brillando en el cielo escarlata del anochecer.

Los niños se revolvían inquietos en sus butacas y oyó a una niña pequeña preguntar en un susurro audible:

– Mamá, ¿cuándo sale Mickey?

Para los niños aquello era como estar en clase. Pero para cuando empezó el siguiente número musical de la película y la orquesta pasó de Bach a Tchaikovski, Alec estaba erguido en su asiento, incluso inclinado ligeramente hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas. Vio a las hadas danzando juguetonas por el oscuro bosque, tocando flores y telarañas con sus varitas mágicas y esparciendo nubecillas de rocío incandescente. Sentía una especie de confundida admiración al verlas revolotear, un extraño anhelo, y de pronto pensó que le gustaría quedarse allí sentado, en ese cine, para siempre.

– Podría quedarme en este cine para siempre -susurró alguien a su lado. Era una voz de niña-. Quedarme aquí sentada viendo películas y no salir nunca.

No sabía que había alguien sentado a su lado y le sobresaltó oír una voz tan cerca. Pensaba, no, sabía que cuando se sentó las butacas a ambos lados estaban vacías. Volvió la cabeza.

Era sólo unos pocos años mayor que él, no tendría más de veinte, y su primer pensamiento fue que estaba buena; el corazón se le aceleró ligeramente al darse cuenta de que una chica mayor le estaba hablando y pensó: «No lo estropees». Ella no lo miraba, tenía los ojos fijos en la pantalla y sonreía con una mezcla de admiración y asombro infantil. Alec quería desesperadamente decirle algo que la impresionara, pero tenía la lengua atrapada en la garganta.

La chica se inclinó hacia él sin despegar la vista de la pantalla y su mano rozó la suya, apoyada en el brazo de la butaca.

– Siento molestarte -susurró-. Pero es que cuando una película me gusta me entran ganas de hablar. No puedo evitarlo.

Al minuto siguiente Alec fue consciente de dos cosas, más o menos a la vez. La primera era que la mano de ella en contacto con su brazo estaba fría. Podía sentir su frialdad letal a través del jersey y era tan palpable que le sobresaltó un poco. La segunda cosa que percibió fue una gota de sangre en su labio superior, bajo la fosa nasal derecha.

– Te sangra la nariz -dijo en voz demasiado alta, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Uno sólo tenía una única oportunidad de impresionar a una chica así. Debería haber buscado algo con que secarle la nariz, habérselo ofrecido y murmurado algo al estilo de Sinatra: «Estás sangrando, toma, usa esto». Hundió las manos en los bolsillos buscando algo que pudiera servirle para limpiarle la nariz a la chica, mas no tenía nada.

Pero ella parecía no haberle oído, no parecía en absoluto consciente de que le hubiera hablado. Con gesto distraído se pasó el dorso de la mano por encima del labio superior dejando una mancha oscura de sangre… y Alec se quedó paralizado, con las manos en los bolsillos, mirándola fijamente. Fue entonces cuando se dio cuenta de que algo le ocurría a la chica sentada a su lado, de que había algo raro en la situación, e instintivamente se apartó de ella, sin ni siquiera darse cuenta de lo que hacía.

La chica se rió de algo que pasaba en la pantalla; su voz era suave y apagada. Entonces se inclinó hacia Alec y susurró:

– Esta película no es para niños. A Harry Parcells le encanta este cine, pero no sabe elegir las películas. ¿Conoces a Harry Parcells, el dueño?

La sangre manaba de nuevo de su fosa nasal izquierda y le cubría el labio superior, pero ahora Alec estaba pendiente de otra cosa. Estaban sentados justo debajo del haz del proyector y las polillas y otros insectos revoloteaban en la columna de luz azul. Una polilla blanca se había posado en la cara de la chica y le subía por la mejilla. Ella no se había dado cuenta y Alec no dijo nada. Le faltaba el aire y no podía articular palabra.

La chica susurró:

– Se cree que porque son dibujos animados gustará a los niños. Es curioso que le guste tanto el cine y que sepa tan poco. No seguirá aquí mucho tiempo.

Lo miró y sonrió. Tenía sangre en los dientes. Una segunda polilla, de color blanco marfil, avanzaba entre su pelo. Alec tuvo la impresión de haber dejado escapar un leve gemido. Empezó a alejarse de la chica, que lo miraba fijamente. Retrocedió unos cuantos metros por el pasillo y tropezó con las piernas de un niño, que gritó. Apartó los ojos de ella por un instante y reparó en un chaval regordete con camiseta de rayas que lo encaraba furioso. «Fíjate por dónde pisas, imbécil».

Cuando Alec volvió a mirarla estaba hundida en la butaca, con la cabeza apoyada en el hombro izquierdo y las piernas separadas en una postura lasciva. Gruesos regueros de sangre espesa y reseca salían de sus fosas nasales y enmarcaban sus finos labios. Tenía los ojos en blanco y volcado sobre el regazo un cartón de palomitas.

Alec pensó que iba a gritar, pero no lo hizo. La chica estaba completamente inmóvil. Volvió la vista hacia el niño con el que había tropezado y éste giró la cabeza en dirección a la chica muerta sin mostrar reacción alguna. Volvió a mirar a Alec con ojos inquisitivos y una mueca de evidente desdén.

– Perdone, señor -dijo una mujer, la madre del chico gordo-. ¿Podría apartarse? Estamos intentando ver la película.

Alec lanzó otra mirada en dirección a la chica muerta, pero ahora la butaca estaba vacía y el asiento abatible cerrado. Empezó a recular, chocando con rodillas, tropezando una vez y agarrándose donde podía para evitar caer al suelo. Entonces la sala rompió en aplausos y vítores. El corazón le palpitaba. Gritó y miró a su alrededor con desesperación. Era Mickey, allí, en la pantalla, enfundado en ropas rojas y demasiado grandes. Por fin había llegado Mickey.

Retrocedió por el pasillo y empujó la puerta acolchada de cuero para salir al vestíbulo. La claridad de la luz de la tarde lo deslumbró y tuvo que entornar los ojos. Se sentía peligrosamente descompuesto. Entonces alguien lo sujetó por el hombro, le hizo girarse y atravesar la sala hasta la escalera que conducía al anfiteatro. Alec se sentó, o más bien se desplomó, en el primer peldaño.

– Quédate así un momento -le dijo alguien-. No te levantes. Respira. ¿Tienes ganas de vomitar?

Alec negó con la cabeza.

– Porque si vas a vomitar espera a que te traiga una bolsa. Las manchas de esta moqueta se van muy mal. Y el olor a vomitona le quita a la gente las ganas de comer palomitas.

Quienquiera que fuese, permaneció junto a él un momento y después, sin decir palabra, se dio la vuelta y se alejó arrastrando los pies. Cuando regresó habría transcurrido alrededor de un minuto.

– Toma. Regalo de la casa. Bébela despacio, el gas te asentará el estómago.

Alec tomó un vaso de papel perlado de gotas de agua fría, buscó la pajita con la boca y dio un sorbo de Coca-Cola helada y burbujeante. Levantó la vista. El hombre de pie frente a él era alto, de hombros encorvados y cintura fofa. Tenía el pelo oscuro, corto y erizado, y unos ojos pequeños y pálidos que le miraban incómodos detrás de los cristales de las gafas.

Cuando Alec habló no reconoció su propia voz:

– Hay una chica muerta ahí dentro.

El hombre se puso lívido y miró con tristeza en dirección a las puertas de la sala.

– Nunca había venido a esta sesión. Creía que sólo aparecía en las de la noche. Por el amor de Dios, es una película para niños. ¿Qué es lo que pretende?

Alec abrió la boca sin saber lo que iba a decir, seguramente algo sobre la chica muerta, pero en su lugar musitó:

– En realidad no es para niños.

El hombre alto lo miró con expresión algo molesta.

– Pues claro que sí. Es de Walt Disney.

Alec lo observó durante varios segundos y después añadió:

– Usted debe de ser Harry Parcells.

– Pues sí. ¿Cómo lo sabes?

– Lo he adivinado -respondió Alec-. Gracias por la Coca-Cola.


Alec siguió a Harry Parcells detrás del mostrador de palomitas y por una puerta hasta un rellano donde terminaba una escalera. Harry abrió una puerta situada a la derecha y entraron en un pequeño y atestado despacho. El suelo estaba lleno de latas metálicas con rollos de películas, y las paredes, cubiertas de carteles descoloridos, algunos de los cuales se superponían: Forja de hombres, David Copperfield, Lo que el viento se llevó.

– Siento que te haya asustado -dijo Harry dejándose caer pesadamente en una silla de despacho detrás de su mesa-. ¿Seguro que estás bien? Sigues algo pálido.

– ¿Quién es?

– Algo explotó dentro de su cabeza -contestó Harry mientras se apuntaba la sien con un dedo, como si fuera una pistola-. Fue hace seis años, durante El mago de Oz, el estreno. Fue horrible. Solía venir mucho por aquí, era mi cuente más fiel. Hablábamos, bromeábamos…

Su voz pareció perderse, sonaba confundido y alterado. Se retorció las regordetas manos sobre la mesa en frente de él, y entonces dijo:

– Y ahora busca mi ruina.

– Usted la ha visto.

No era una pregunta, sino una afirmación. Harry asintió.

– Pocos meses después de que muriera. Me dijo que no pinto nada aquí. No entiendo por qué quiere asustarme, con lo bien que nos llevábamos. ¿Te dijo a ti que te fueras?

– ¿Por qué viene? -preguntó Alec. Su voz sonaba aún algo ronca y se le antojó una pregunta extraña. Por unos momentos Harry se limitó a mirarlo desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas con cara de total incomprensión.

Después sacudió la cabeza y dijo:

– No es feliz. Murió antes de que acabara El mago de Oz y todavía está triste. Lo comprendo, era una buena película. Yo también me sentiría estafado.

– ¿Hola? -gritó alguien desde el vestíbulo-. ¿Hay alguien ahí?

– ¡Un momento! -respondió Harry, y miró a Alec con expresión dolorida-. La chica que atiende el bar me dijo ayer que se marcha. Sin previo aviso.

– ¿Por el fantasma?

– ¡No, hombre, no! Se le cayó una uña postiza dentro de las palomitas de un cliente y le dije que no volviera a ponérselas para trabajar. Nadie quiere comerse una uña postiza. Me contestó que aquí vienen muchos chicos y que si no puede llevar las uñas postizas prefiere irse, así que ahora tengo que hacerlo yo todo.

Tenía algo en la mano, un recorte de periódico.

– Aquí está su historia -le dijo, y a continuación le dirigió una mirada, no exactamente furiosa, aunque sí tenía mucho de advertencia, y añadió-: Pero no te vayas. Aún tenemos que hablar.

Salió y Alec se le quedó mirando preguntándose a qué se habría debido esa mirada. Después echó un vistazo al recorte de periódico: era una necrológica, la de la chica. E1 papel tenía marcas de dobleces, los bordes desgastados y la tinta descolorida; se notaba que había sido muy manoseado. Se llamaba Imogene Gilchrist y había muerto con diecinueve años. Trabajaba en la papelería de Water Street. La sobrevivían sus padres, Colm y Mary. Amigos y familiares hablaban de su bonita risa y su contagioso sentido del humor. De lo mucho que le gustaba el cine. Veía todas las películas en cuanto se estrenaban, en la primera sesión, y era capaz de recitar de memoria el reparto completo de prácticamente cualquier película, era su particular habilidad. Incluso recordaba los nombres de los actores que tenían un papel de sólo una línea. En el instituto había sido presidenta del club de teatro, había actuado en todas las obras y también se ocupaba de las escenografías y de la iluminación. «Siempre pensé que acabaría siendo una estrella de cine», decía su profesora de teatro. «Con su físico y esa risa… Para hacerse famosa le habría bastado que alguien la hubiera enfocado con su cámara».

Cuando terminó de leer, Alec miró a su alrededor. La oficina seguía vacía. Volvió a mirar la necrológica mientras acariciaba el recorte entre los dedos pulgar e índice. La injusticia de aquello lo puso enfermo y durante un momento sintió una presión en la parte posterior de los globos oculares, un hormigueo, y tuvo la ridícula sensación de que iba a llorar. Sentía que era absurdo vivir en un mundo en el que una muchacha de diecinueve años llena de risas y vida pudiera morir así, sin motivo alguno. La intensidad de lo que sentía era algo absurda, en realidad, teniendo en cuenta que no la conoció mientras estaba viva; pero entonces se acordó de Ray y de la carta de Harry Truman a su madre, de las palabras «murió con valentía, defendiendo la libertad, América está orgullosa de él». Recordó cuando Ray le había llevado a ver Batallón de construcción en ese mismo cine y se habían sentado uno al lado del otro con los pies apoyados en las butacas delanteras y los hombros juntos. «Fíjate en John Wayne», le había dicho Ray. «Haría falta un bombardero para él y otro para sus pelotas». El escozor de los ojos era tan intenso que le resultaba insoportable y le dolía al respirar. Se frotó la nariz húmeda y se concentró en llorar lo más silenciosamente posible.

Se limpió la cara con el faldón de la camisa, dejó la necrológica en la mesa de Harry Parcells y echó un vistazo por la habitación. Miró los carteles y los montones de latas de celuloide. En una esquina había un trozo de película, unos ocho fotogramas, y se preguntó qué sería. Lo cogió para mirarlo de cerca y vio la secuencia de una niña cerrando los ojos y levantando la cara para besar a un hombre que la abrazaba con fuerza. Alec quería ser besado algún día de aquella manera. Tener en la mano un trozo de una película le producía una extraña emoción y, siguiendo un impulso, se la guardó en el bolsillo.

Salió de la oficina al rellano situado al final de las escaleras y miró hacia el vestíbulo. Esperaba ver a Harry detrás del mostrador, atendiendo a algún cliente, pero no había nadie. Dudó, preguntándose dónde habría ido, y mientras lo hacía reparó en un suave zumbido procedente de lo alto de las escaleras. Miró hacia arriba y escuchó un chasquido. Harry estaba cambiando el rollo.

Alec subió las escaleras y entró en la sala de proyección, un compartimento oscuro con techo bajo y dos ventanas cuadradas que daban a la sala. El proyector, una máquina de gran tamaño hecha de acero inoxidable pulido con la palabra VITAPHONE estampada en la funda, apuntaba hacia una de ellas. Harry estaba de pie en un extremo, inclinado hacia delante y mirando a través de la ventana por la que salía la luz del proyector. Oyó a Alec en la puerta y le dirigió una breve mirada. Alec esperaba que le ordenara salir de allí, pero Harry no dijo nada y se limitó a saludarlo con la cabeza y a regresar a su silenciosa ocupación.

Alec avanzó con cuidado entre la oscuridad hasta el VITAPHONE. A la izquierda del proyector había una ventana que daba a la sala de cine y Alec la miró largo rato, dudando de si se atrevería, hasta que por fin pegó la cara al cristal y miró hacia abajo.

Una luz azul de medianoche procedente de la pantalla alumbraba la sala: de nuevo el director, con la silueta de la orquesta detrás. El narrador estaba presentando la siguiente pieza musical. Alec bajó la vista y escudriñó las filas de butacas. No le fue difícil localizar dónde había estado sentado, en una esquina casi vacía al final de la sala, a la derecha. Una parte de él esperaba verla todavía allí, con la cara vuelta hacia el techo y cubierta de sangre, los ojos tal vez fijos en él. La idea de verla le llenaba de una mezcla de temor y euforia nerviosa, y cuando se dio cuenta de que no estaba allí, la decepción que sintió lo sorprendió un tanto.

Empezó la música: primero el son vacilante de los violines, subiendo y bajando en intensidad, y después una serie de estallidos amenazadores procedentes de los metales, sonidos casi militares. La vista de Alec se alzó una vez más en dirección a la pantalla y permaneció allí. Sintió cómo un escalofrío le recorría el cuerpo y notó que se le erizaba la piel de los antebrazos. En la pantalla, los muertos se levantaban de sus tumbas, un ejército de espectros en blanco y negro que surgían del suelo y se elevaban hacia el cielo nocturno. Un demonio de anchas espaldas los conminaba desde la cima de una colina. Los espectros acudían a su encuentro con los jirones de sus sudarios blancos revoloteando alrededor de sus cuerpos demacrados y las caras angustiadas y dolientes. Alec contuvo el aliento y siguió mirando la pantalla mientras en su interior crecía un sentimiento que era mezcla de asombro y conmoción.

Entonces el demonio abrió una grieta en la montaña: el Infierno. Las llamas crecían y los condenados saltaban y bailaban, y Alec supo que aquellas imágenes hablaban de la guerra, de la muerte injustificada de su hermano en el Pacífico, de América que se siente orgullosa de él, de los cuerpos con heridas mortales, hinchados, descomponiéndose, diseminados aquí y allá, mecidos por las olas que rompían en la orilla de alguna lejana playa oriental. Hablaban de Imogene Gilchrist, que amaba el cine y murió con las piernas abiertas y el cerebro anegado en sangre, tenía diecinueve años y sus padres se llamaban Colm y Mary. Hablaban de los jóvenes, de cuerpos jóvenes y sanos agujereados por las balas, la vida manando a chorros de sus arterias, de sueños incumplidos y de ambiciones frustradas. Hablaba de los jóvenes que aman y son amados y se van para no volver, y de los tristes recuerdos que rodean su marcha: Lo tengo presente en mis oraciones, Harry Truman, y siempre pensé que acabaría siendo una estrella de cine.

En algún lugar lejano sonó la campana de una iglesia y Alec levantó la vista. El sonido procedía de la película. Los muertos se desvanecían y el demonio mal encarado y de anchas espaldas se cubría con sus grandes alas negras para protegerse de la llegada del amanecer. Hombres vestidos con túnicas desfilaban a los pies de la colina portando antorchas que brillaban con un resplandor tenue. La música sonaba en suaves compases. El cielo se teñía de un azul frío y trémulo y entonces la luz ascendía y el brillo del amanecer iluminaba las ramas de los abetos y los pinos. Alec se quedó mirando la pantalla en una especie de veneración religiosa hasta que la película terminó.

– Me gustó más Dumbo -dijo Harry.

Encendió un interruptor que había en la pared y una bombilla desnuda iluminó la habitación con una potente luz blanca. El VITAPHONE engulló el último tirabuzón de película y lo escupió por el otro extremo, donde se enroscó en una bobina. El rodillo de salida siguió girando, vacío, y haciendo un so-nido semejante a un aleteo. Harry apagó el proyector y miró a Alec por encima de él.

– Tienes mejor aspecto. Has recuperado el color.

– ¿De qué quería hablar conmigo? -Alec recordó la vaga mirada de advertencia que le había dirigido Harry cuando le dijo que no se moviera de allí, y se le ocurrió que tal vez supiera que se había colado en el cine sin entrada y que ahora podría tener problemas.

Pero Harry dijo:

– Estoy dispuesto a devolverte el dinero de la entrada o a darte un par de pases gratis para la sesión que quieras. Es lo máximo que puedo ofrecerte.

Alec se le quedó mirando, incapaz de articular palabra.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Para que mantengas la boca cerrada. ¿Te imaginas lo que sería de este cine si corriera la voz de que ella está aquí? Mucho me temo que la gente no quiera pagar por sentarse en la oscuridad junto a una chica muerta con ganas de conversación.

Alec movió la cabeza. Le sorprendía que Harry pensara que saber que había fantasmas en el Rosebud espantaría al público. Alec pensaba más bien que tendría el efecto contrario. La gente siempre estaba dispuesta a pagar por pasar un poco de miedo en la oscuridad. Si no fuera así, el cine de terror no sería un negocio. Y entonces recordó lo que le había dicho Imogene Gilchrist sobre Harry Parcells: «No durará aquí mucho tiempo».

– ¿Qué dices, entonces? -preguntó Harry-. ¿Quieres pases?

Alec negó con la cabeza.

– Pues el dinero de la entrada.

– No.

Harry se detuvo cuando se disponía a sacar la cartera y dirigió a Alec una mirada sorprendida y hostil.

– ¿Qué es lo que quieres, entonces?

– ¿Qué tal un trabajo? Necesitará a alguien para vender palomitas. Prometo no traerme las uñas postizas.

Harry se quedó mirándolo un momento sin responder y a continuación se sacó la mano del bolsillo trasero del pantalón.

– ¿Puedes venir los fines de semana? -preguntó.


En octubre Alec se entera de que Steven Greenberg está de vuelta en New Hampshire, rodando exteriores para su nueva película en los terrenos de la Academia Phillips Exeter, algo con Tom Hanks y Haley Joel Osment sobre un profesor incomprendido que ayuda a niños superdotados con problemas. Alec no necesita saber más para suponer que Steven está a punto de ganar su segundo Oscar. Sin embargo a él le gustan más sus primeras películas, las de género fantástico y los thrillers.

Considera la posibilidad de acercarse hasta allí y echar un vistazo, se pregunta si le dejarán colarse en el rodaje. Pues claro que sí, conoce a Steven desde que era un muchacho, pero pronto cambia de parecer. Deben de ser centenares las personas de esta parte de New Hampshire que afirman conocer a Steven, y tampoco es que fueran amigos íntimos. En realidad sólo hablaron una vez, el día en que Steven la vio. Antes de aquello, nada, y después tampoco mucho.

Así que se lleva una sorpresa cuando un viernes por la tarde, hacia finales del mes, recibe una llamada de la asistente personal de Steven, una mujer alegre y con voz de persona eficiente llamada Marcia. Le dice a Alec que a Steven le gustaría verle y si podría acercarse al rodaje. ¿Qué tal el domingo por la mañana? Tendrá un pase esperándolo en el edificio principal, en los terrenos de la Academia. Sobre las diez de la mañana, le dice con voz cantarina antes de colgar. Hasta pasados unos minutos después de la conversación, Alec no se da cuenta de que no ha recibido una invitación, sino una orden.

Un asistente con perilla recibe a Alec en el edificio principal y lo acompaña hasta el lugar de rodaje. De pie, y en compañía de unas treinta personas más, observa de lejos a Tom Hanks y a Osment pasear juntos por un cuadrado de césped alfombrado de hojas caídas. Hanks asiente pensativo, mientras Osment habla y hace gestos con las manos. Frente a ellos dos hombres tiran de un travelling sobre el que están otros dos hombres y su equipo. Steven se echa a un lado, al igual que el resto del reducido grupo de espectadores, y contempla la escena en un monitor de vídeo. Nunca antes ha estado en un rodaje y disfruta enormemente viendo trabajar a los profesionales de la gran ilusión.

Una vez satisfecho con la escena, y después de conversar con Hanks durante unos minutos, Steven se dirige hacia el grupo de espectadores entre los que está Alec. Su cara tiene una expresión tímida e interrogante. Entonces ve a Alec y esboza una sonrisa desdentada, saluda con la mano y durante un momento vuelve a ser aquel joven larguirucho de años atrás. Lo invita a acompañarlo a la zona de catering a por un perrito y un refresco.

Por el camino, Steven parece nervioso, haciendo sonar las monedas que lleva en los bolsillos y mirando a Alec por el rabillo del ojo. Éste sabe que quiere hablar de Imogene, pero no se le ocurre cómo sacar el tema. Cuando por fin habla es de sus recuerdos del Rosebud, de cómo le gustaba aquel lugar y de las magníficas películas que vio allí por primera vez. Alec sonríe y asiente, pero en el fondo está algo asombrado por la capacidad de Steven para el autoengaño. Steven nunca regresó al Rosebud después de Los pájaros, así que no vio allí ninguna de esas películas de las que habla.

Por fin Steven balbucea:

– ¿Qué va a pasar con el cine cuando te jubiles? No digo que tengas que jubilarte. Lo que quiero decir es… ¿Crees que seguirás llevándolo mucho tiempo?

– No mucho -contesta Alec (y es la verdad), pero no dice nada más. No quiere rebajarse a pedir ayuda, aunque en el fondo sabe que ha venido por eso, que desde que recibió la invitación de Steven a visitarlo en el rodaje ha estado imaginando que terminarían hablando del Rosebud y que Steven, que tiene tanto dinero, podría ser la solución a sus problemas económicos.

– Las viejas salas de cine son tesoros nacionales -continúa Steven-. Aunque no te lo creas, yo soy propietario de un par de ellas. Las uso para reestrenar viejas películas. Me encantaría poder hacer lo mismo algún día con el Rosebud; es una ilusión que tengo.

Aquí está la oportunidad que Alec estaba esperando, aunque no quería admitirlo. Pero en lugar de confesar a Steven que el Rosebud está al borde de la ruina, a punto de cerrar, cambia de tema… últimamente le faltan agallas para hacer lo que debe.

– ¿Cuál es tu próximo proyecto? -le pregunta a Steven.

– ¿Después de éste? Estaba pensando en un remake -contesta Steven mientras le dirige otra mirada furtiva-. A que no adivinas cuál.

Y entonces, de repente, le pone a Alec la mano en el brazo.

– Volver a New Hampshire me ha hecho recordar muchas cosas. He soñado con nuestra vieja amiga. ¿Te lo puedes creer?

– Nuestra vieja… -empieza a decir Alec, hasta que se da cuenta de a quién se refiere.

– Soñé que el cine estaba cerrado, con una cadena en la puerta de entrada y tablones en las ventanas. Dentro lloraba una niña -dice Steven, y sonríe nervioso-. ¿No te parece raro?

Alec conduce de regreso a casa con la cara empapada en un sudor frío y un intenso malestar. No sabe por qué no ha dicho nada, Greenberg estaba prácticamente suplicándole que le dejara ayudarlo económicamente. Piensa, con amargura, que se ha convertido en un viejo tonto e inútil.

Cuando llega al cine tiene nueve mensajes en el contestador automático. El primero es de Lois Weisel, de quien Alec no ha sabido nada en años. Habla con voz aguda. Hola, Alec, dice, soy Lois Weisel, de la Universidad de Boston. Como si hubiera podido olvidarla. Lois vio a Imogene durante una proyección de Cowboy de medianoche. Ahora imparte cursos de posgrado de dirección de cine documental. Alec sabe que estas dos cosas no son coincidencia, como tampoco lo es que Steven Greenberg se haya convertido en lo que es. ¿Podrías llamarme? Quería hablar contigo de… Bueno, llámame, ¿de acuerdo? Después ríe, con una risa extraña, como asustada, y añade: Esto es una locura. Suspira profundamente. Sólo quería saber si pasa algo con el Rosebud, algo malo. Así que, llámame.

El siguiente mensaje es de Dana Llewellyn, que la vio en Grupo salvaje. El siguiente de Shane Leonard, que vio a Imogene durante la proyección de American Graffiti. Darren Campbell, que la vio en Reservoir Dogs. Algunos le hablan de un sueño que han tenido idéntico al descrito por Steven Greenberg: ventanas cegadas con tablones, una cadena en la puerta, el llanto de una niña.Algunos dicen que sólo quieren hablar y para cuando ha terminado de escuchar todos los mensajes Alec se encuentra sentado en el suelo de su despacho, con los puños apretados y sin poder parar de llorar.

Unas veinte personas han visto a Imogene en los últimos veinticinco años y casi la mitad de ellas han dejado mensajes a Alec para que les llame. La otra mitad lo hará en los días siguientes, querrán saber cómo va el Rosebud, contarle los sueños que han tenido. Alec hablará con prácticamente todas las personas vivas que la han visto alguna vez, con las que Imogene sintió deseos de charlar: un profesor de teatro, el dueño de un videoclub, un financiero retirado que en su juventud escribió airadas y satíricas críticas de cine para el Lansdowne Record, y otros. Toda una congregación de personas que cada domingo acudían en peregrinación al Rosebud en lugar de a la iglesia, cuyas plegarias habían sido escritas por Paddy Chayefsky6 y sus himnos compuestos por John Williams7 y la intensidad de cuya fe es [6]una llamada a la que Imogene no se puede resistir. Y Alec es uno de ellos.

Después de la venta el Rosebud permanece tres semanas cerrado por reformas. Una docena de trabajadores especializados montan andamios y trabajan con pequeños pinceles restaurando la deteriorada moldura de escayola del techo. Steven contrata más personal para que se ocupe de las gestiones diarias. Aunque ahora él es el dueño, Alec ha accedido a seguir al frente del negocio durante un tiempo.

Lois Weisel acude tres días por semana para rodar un documental sobre la renovación del local y sus alumnos desempeñan diversas tareas, como electricistas, técnicos de sonido, chicos para todo. Steven quiere organizar una gala de inauguración que sea un homenaje a la historia del Rosebud. Cuando Alec se entera de lo que quiere proyectar, una doble sesión de El mago de Oz y Los pájaros, se le pone la carne de gallina, pero no dice nada.

En la noche de la inauguración el cine está abarrotado; no ha habido tantos espectadores desde que se proyectó Titania Las televisiones locales filman a la gente entrando vestida con sus mejores galas. Steven está allí, por supuesto, de ahí la expectación…aunque Alec piensa que incluso sin él el aforo habría estado completo, porque la gente está deseando ver el cine restaurado. Los dos posan juntos para los fotógrafos estrechándose la mano bajo la carpa de entrada, vestidos de esmoquin. El de Steven es de Armani, especialmente comprado para la ocasión. Alec se compró el suyo para su boda.

Steven se inclina hacia él rozándole el pecho con el hombro.

– Y ahora ¿qué vas a hacer?

Antes de que llegara el dinero de Steven, Alec habría estado dentro contando las entradas y después habría encendido el proyector. Pero Steven ha contratado a gente para que se ocupe de la taquilla y de la proyección, así que Alec contesta:

– Supongo que me sentaré y veré la película.

– Guárdame un sitio -le dice Steven-. Me temo que no voy a salir de aquí hasta Los pájaros, todavía tengo que atender a la prensa.

Lois Weisel ha instalado una cámara en la parte delantera de la sala, enfocando a los espectadores y preparada para rodar en la oscuridad. Filma al público en distintos momentos, registrando sus reacciones ante El mago de Oz. Éste iba a ser el final de su documental -una sala abarrotada de gente disfrutando de un clásico del siglo XX en un viejo cine bellamente restaurado-, pero las cosas no saldrán según lo planeado.

En las primeras escenas rodadas por Lois se puede ver a Alec sentado en la última fila de la izquierda, con los ojos fijos en la pantalla y sus gafas desprendiendo reflejos azulados en la oscuridad. A su izquierda hay un asiento vacío, el único de toda la sala. En algunos momentos come palomitas, en otros sólo mira con la boca ligeramente entreabierta y expresión casi fervorosa.

Entonces viene una escena en la que aparece vuelto hacia el asiento situado a su izquierda, en el que se ha sentado una mujer de azul. Alec está inclinado sobre ella y no hay duda de que se están besando. Los espectadores que los rodean no les prestan atención, El mago de Oz está a punto de terminar. Lo sabemos porque se oye a Judy Garland recitando una y otra vez las mismas palabras con voz queda y anhelante. Dice… Bueno, ya sabéis lo que dice. Son las seis palabras más bellas jamás pronunciadas en una película.

En la escena que viene a continuación se han encendido las luces y un grupo de personas se arremolina alrededor del cuerpo inerte de Alec, desplomado en la butaca. Steven Greenberg está en el pasillo, histérico, y pidiendo a gritos un médico. Se escucha el llanto de un niño y también un zumbido de fondo procedente de los espectadores, que cuchichean nerviosos. Pero ésta no es la escena que importa, sino la inmediatamente anterior.

Sólo dura unos segundos, unos pocos cientos de fotogramas que muestran a Alec con su acompañante sin identificar y que le reportarán a Lois fama y, por supuesto, dinero. Se emitirá en programas de televisión dedicados a fenómenos inexplicables, todos aquellos fascinados por lo sobrenatural la verán una y otra vez. Será estudiada, comentada, refutada, confirmada y celebrada. Veámosla de nuevo.

Él se inclina sobre ella. Ella alza la cara hacia la suya y cierra los ojos. Es muy joven y se entrega por completo. Alec se ha quitado las gafas y la sujeta con suavidad por la cintura. Es el beso con el que todos soñamos, un beso de cine. Y, de fondo, la voz infantil y animosa de Dorothy llena la oscuridad de la sala. Dice algo sobre volver a casa. Algo que todos conocemos.

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