Bobby Conroy regresa de entre los muertos

Al principio Bobby no la reconoció. Estaba herida, como él. Los treinta primeros que llegaron hacían todos de heridos. Tom Savini los había maquillado personalmente.

Llevaba la cara de color azul plateado y los ojos hundidos y rodeados de dos círculos negros, y donde había estado su oreja derecha había ahora un agujero de bordes desiguales, un orificio que dejaba ver un trozo de hueso rojo y húmedo. Estaban sentados a menos de un metro de distancia en el murete de piedra que rodeaba la fuente, que estaba cerrada. Ella tenía sus páginas apoyadas en una rodilla -tres en total, y grapadas- y las miraba con concentración, frunciendo el entrecejo. Bobby había leído las suyas mientras esperaba en la cola para entrar en maquillaje.

Sus vaqueros le recordaban a Harriet Rutherford. Estaban cubiertos de parches que parecían cortados de pañuelos; cuadrados rojos y azul oscuro con estampados de cachemira. Harriet siempre llevaba vaqueros como ésos y a Bobby seguía excitándolo ver el trasero de unos Levi's de chica cubiertos de parches.

Siguió con la vista la curva de sus piernas hasta la campana de los pantalones en los tobillos, y después miró sus pies descalzos. Se había quitado las sandalias y se frotaba los Bobby Conroy abrió los ojos y los dirigió a su derecha, donde un niño con cara azul de muerto y pelo lacio y negro lo miraba. Llevaba una sudadera con la capucha puesta.

Harriet aflojó el abrazo y poco a poco se apartó de Bobby. Éste miró al niño unos segundos más -no tendría más de seis años-, y después bajó la vista a la mano de Harriet, a la alianza colocada en su dedo anular.

Entonces sonrió forzadamente al niño. Bobby había ido a más de setecientos castings en los años que pasó en Nueva York y tenía acumulado todo un catálogo de sonrisas falsas.

– Eh, chaval -dijo-. Soy Bobby Conroy. Tu madre y yo éramos amigos cuando los dinosaurios poblaban la tierra.

– Yo también me llamo Bobby -dijo el niño-. ¿Sabes mucho de dinosaurios? A mí me encantan.

Bobby sintió una punzada que pareció desgarrarle las entrañas. Miró a Harriet a la cara -no quería, pero no pudo evitarlo- y vio que ésta también lo miraba, con una sonrisa nerviosa y contenida.

– Lo eligió mi marido -dijo, mientras, por alguna razón, daba palmaditas en la rodilla a Bobby-. Por un jugador de los Yanquees. Nació en Albany.

– Sé algo de mastodontes -le dijo Bobby al niño, sorprendido al comprobar que su voz sonaba perfectamente normal-. Grandes elefantes peludos del tamaño de autobuses. Durante un tiempo habitaron la meseta de Pensilvania, dejando gigantescas cacas por todas partes, una de las cuales después se convirtió en Pittsburgh.

El niño sonrió y echó una mirada de reojo a su madre, tal vez para comprobar si la había escandalizado la alusión a la «caca». Ella le sonrió con indulgencia.

Bobby vio la mano del niño y dio un respingo.

– ¡Vaya! Ésa es la mejor herida que he visto en todo el día. ¿Qué es? ¿Una mano falsa?

De la mano izquierda del niño faltaban tres dedos. Bobby la cogió y tiró de ella esperando que salieran los dedos, pero estaba caliente y carnosa debajo del maquillaje azul y el niño se soltó.

– No -dijo-. Es mi mano. La tengo así.

Bobby se ruborizó tan intensamente que le escocían las orejas y agradeció estar maquillado. Harriet le puso una mano en la muñeca.

– Le faltan esos tres dedos -dijo.

Bobby la miró, intentando pensar en la manera de excusarse. Harriet sonreía ahora con cierta inquietud, pero no parecía estar enfadada con él, y que tuviera la mano apoyada en su brazo era una buena señal.

– Los metí en la sierra de mesa, pero no me acuerdo porque era muy pequeño -explicó el niño.

– Dean trabaja en el negocio de la madera -dijo Harriet.

– ¿Está Dean por aquí haciendo de zombi? -preguntó Bobby estirando el cuello y mirando a su alrededor de manera ostensible, aunque evidentemente no sabía qué aspecto tenía el marido de Harriet. Las dos plantas de la plataforma situada en medio del centro comercial estaban llenas de personas como ellos, maquilladas para parecer recién muertos. Estaban sentadas en bancos o de pie, formando grupos, charlando y riéndose de las heridas de cada uno, o leyendo las páginas fotocopiadas del guión que les habían dado. El centro comercial estaba cerrado al público -las tiendas habían bajado sus verjas de seguridad-, y dentro sólo había gente del equipo de producción y zombis.

– No. Nos dejó aquí y se fue a trabajar.

– ¿Endomingo?

– Tiene su propio taller.

Se disponía a decir algo gracioso al respecto cuando pensó que hacer chistes sobre el oficio del tal Dean delante de su mujer y de su hijo de cinco años no sería una buena idea, por mucho que Harriet y él hubieran sido en un tiempo amigos íntimos y la pareja más popular del grupo de teatro Morir de Risa durante su último año en el instituto. Así que se limitó a decir:

¿Ah sí? ¡Qué bien!

– Me gusta el corte gigante que llevas en la cara -dijo el niño señalando la ceja de Bobby. El tenía una herida en la cabeza de feo aspecto, en la que se veía el hueso bajo la piel-. ¿No te pareció guay el tipo que nos maquilló?

A Bobby, en realidad, le había dado bastante grima Tom Savini, que mientras lo maquillaba estuvo consultando todo el tiempo un libro de fotografías de autopsias. Las personas allí retratadas con la carne mutilada e inerte y caras contritas estaban realmente muertas, no se levantarían después para servirse un café de la mesa de catering. Savini estudiaba sus heridas con concentrado interés, igual que un pintor estudia el motivo de su cuadro.

Pero Bobby entendía por qué le había parecido guay al niño. Con su chaqueta de cuero negro, botas de motociclista, barba oscura y unas cejas poco comunes, gruesas y negras y puntiagudas como las del Dr. Spock o Bela Lugosi, parecía la viva imagen de un dios del death-metal rock.

Alguien dio una palmada y Bobby miró a su alrededor. El director, George Romero, estaba al pie de las escaleras mecánicas, un hombre corpulento de un metro ochenta de estatura y espesa barba castaña. Bobby había reparado en que muchos hombres del equipo de producción llevaban barba. Gran parte de ellos tenían también pelo largo y vestían antiguas prendas militares y botas de motero, como Savini, de forma que parecían una banda de revolucionarios de la contracultura.

Bobby, Harriet y el pequeño Bob se unieron al resto de extras para escuchar lo que decía Romero. Tenía una voz potente y segura, y cuando sonreía se le formaban dos hoyuelos en las mejillas, visibles a pesar de la barba. Preguntó si alguno de los presentes sabía algo de cómo se hace una película. Unos pocos, Bobby entre ellos, levantaron la mano. Romero dijo «gracias a Dios que hay alguien», y todos rieron. Añadió que quería darles la bienvenida al mundo de las superproducciones de Hollywood y todos volvieron a reír, porque George Romero hacía películas sólo en Pensilvania y todos sabían que El amanecer de los muertos era menos aún que una película de bajo presupuesto, era prácticamente una película sin presupuesto. Dijo que daba las gracias a todos por estar allí y que a cambio de diez horas de trabajo extenuante les pagaría en metálico una suma tan colosal que no se atrevía a decirla en voz alta, y por tanto se limitaría a enseñársela. Después de lo cual agitó un billete de un dólar en la mano, lo que fue recibido con nuevas risas. A continuación Tom Savini se inclinó sobre la barandilla de la planta de arriba y gritó:

– No os riáis. ¡Eso es más de lo que muchos cobramos por trabajar en este bodrio!

– La mayoría está aquí por amor al trabajo -dijo George Romero-. Tom en cambio lo hace porque disfruta rociando a la gente con pus.

Se escucharon algunos gemidos de asco.

– ¡Es pus falso! -gritó Romero.

– Eso es lo que tú te crees -respondió Savini desde algún lugar de la planta de arriba, pues se había separado de la barandilla y ya no se le veía.

Hubo más risas. Bobby tenía algo de experiencia en diálogos cómicos, y sospechaba que éste era ensayado y que había sido representado más de una vez.

Romero habló un rato sobre el argumento. Personas que acababan de morir volvían a la vida y se dedicaban a comerse a la gente. Ante la incapacidad del gobierno de hacer frente a esta crisis, cuatro jóvenes héroes se refugiaban en este centro comercial. Bobby dejó de escuchar y se descubrió observando al otro Bobby, el hijo de Harriet. Tenía un rostro alargado y solemne, ojos color chocolate y abundante pelo negro, lacio y despeinado. De hecho, el niño se parecía un poco a él, que también tenía ojos marrones, cara ovalada y espesos cabellos negros.

Se preguntó si Dean se parecería también a él y aquel pensamiento le aceleró el pulso. ¿Qué pasaría si Dean se presentaba a hacer una visita a Harriet y al pequeño Bobby y resultaba ser su hermano gemelo? Esta idea le resultaba tan inquietante que por un instante sintió que le flaqueaban las piernas, pero entonces recordó que estaba disfrazado de cadáver, con la cara azul y una herida en la cabeza. Incluso si resultaban ser idénticos nadie lo notaría.

Romero dio algunas instrucciones más sobre cómo caminar como un zombi -hizo una demostración poniendo los ojos en blanco y dejando caer la cabeza como un muerto-, y después prometió que empezarían a rodar en pocos minutos.

Harriet giró sobre sus talones y lo miró con una mano apoyada en la cadera y pestañeando de forma teatral. Bobby se volvió al mismo tiempo y estuvieron a punto de chocar el uno contra el otro. Harriet abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido alguno. Estaban demasiado cerca y aquella proximidad física inesperada pareció perturbarla. Bobby tampoco sabía qué decir, de repente tenía la mente en blanco. Entonces Harriet rió y sacudió la cabeza, una reacción que a Bobby le pareció artificial y producto del nerviosismo, no de la alegría.

– Veamos, amigo -dijo Harriet, y Bobby recordó que cuando la obra no iba bien y tenía problemas con el texto, en ocasiones se ponía a imitar a John Wayne en el escenario, una costumbre que en aquel entonces irritaba a Bobby y que en cambio ahora le resultó enternecedora.

– ¿Vamos a empezar ya o qué? -preguntó el pequeño Bobby.

– Muy pronto. ¿Por qué no practicas haciendo de zombi? Vamos, ponte a dar unos tumbos.

Bobby y Harriet se sentaron otra vez en el borde de la fuente. Las manos de ella eran como pequeños puños huesudos sobre sus muslos. Tenía la vista fija en su regazo y sus ojos inexpresivos parecían mirar en su interior. De nuevo tenía los dedos de un pie apoyados sobre los del otro.

Bobby habló primero. Alguno de los dos tenía que decir algo.

– ¡No me puedo creer que estés casada, y con un niño! -dijo en el mismo tono de alegre asombro que reservaba para los amigos que acababan de decirle que habían conseguido un papel para el que él también se había presentado-. Me encanta tu hijo, es guapísimo, aunque ¿quién podría resistirse a un niño que parece medio putrefacto?

Harriet pareció salir de su ensimismamiento y le sonrió, casi con timidez. Bobby continuó hablando:-Y ya puedes empezar a contármelo todo sobre el tal Dean.

– Vendrá más tarde, para llevarnos a comer. Deberías venir con nosotros.

– ¡Sería estupendo! -exclamó Bobby mientras decidía interiormente que debía rebajar su entusiasmo un tono.

– Puede ser un poco tímido cuando acaba de conocer a alguien, así que no esperes demasiado.

Bobby agitó una mano en el aire:

– ¡Bah! Seguro que lo pasamos bien. Siempre me ha interesado el negocio de la madera… y del aglomerado.

Esto era un tanto arriesgado, hacer chistes sobre un marido al que ni siquiera conocía. Pero Harriet sonrió y dijo:

– Es tu oportunidad para aprender todo lo que siempre has querido saber sobre tablones estándar y no te atrevías a preguntar.

Y por un momento ambos sonrieron, un poco tontamente y con las rodillas casi juntas. En realidad, nunca habían sido capaces de mantener una verdadera conversación, ya que casi siempre que estaban juntos era en escena, cada uno concentrado en utilizar lo último que hubiera dicho el otro para hacer un chiste. Al menos en eso no habían cambiado.

– Madre mía. No me puedo creer que nos hayamos encontrado aquí -dijo Harriet-. Me he preguntado muchas veces qué habría sido de ti. He pensado mucho en ti.

– ¿En serio?

– Me imaginaba que a estas alturas ya serías famoso.

– Lo mismo te digo -dijo Bobby guiñándole un ojo, e inmediatamente deseando no haberlo hecho. Había sido un gesto falso y no quería ser falso con ella. Así que se apresuró a contestar a una pregunta que Harriet ni siquiera había formulado-. Aún me estoy aclimatando, llevo aquí tres meses, viviendo con mis padres por un tiempo. Digamos que readaptándome a Monroeville.

Harriet asintió mirándolo fijamente, con una expresión seria que le hizo sentirse incómodo.

– ¿Y qué tal lo llevas?

– Me gano la vida -mintió Bobby.


Entre toma y toma, Bobby, Harriet y el pequeño Bob se entretuvieron inventando historias sobre sus supuestas muertes.

– Yo trabajaba de cómico en Nueva York -dijo Bobby llevándose la mano a la herida de la cabeza-. Y una de las veces que me subí al escenario ocurrió algo trágico.

– Sí -dijo Harriet-. Que actuaste.

– Algo que no había ocurrido nunca antes.

– ¿El qué? ¿Que la gente se rió?

– Estuve tan genial como siempre y el público se retorcía de risa.

– Querrás decir que se retorcía de dolor.

– Y allí estaba yo, haciendo mi número de despedida, cuando ocurrió un terrible accidente. Uno de los tramoyistas dejó caer desde una viga del techo un saco de arena de ochenta kilos de peso, justo sobre mi cabeza. Pero al menos me fui al otro mundo rodeado de aplausos.

– Estaban aplaudiendo al tramoyista -dijo Harriet.

El niño miró a Bobby con expresión seria y le agarró la mano.

– Siento lo del golpe en la cabeza -dijo, y le dio un beso en los nudillos. Bobby se le quedó mirando y notando un hormigueo en la mano, donde el pequeño le había besado.

– Es el niño más besucón del mundo -dijo Harriet-. Es como si estuviera lleno de afecto reprimido, y en cuanto te descuidas lo más mínimo te llena de mimos y abrazos. -Mientras hablaba le revolvía el pelo a Bobby con afecto-. Y a ti, ¿qué fue lo que te mató, enano?

Bobby levantó la manó y saludó con los muñones.

– Me pillé los dedos en la sierra de mesa de papá y me desangré hasta morir.

Harriet continuó sonriendo, pero los ojos parecieron velársele ligeramente. Buscó en los bolsillos y sacó una moneda de veinticinco centavos.

– Anda, ve a comprarte un chicle.

El niño cogió la moneda y salió corriendo.

– La gente debe de pensar que somos unos pésimos padres -dijo Harriet en tono neutral y con la vista fija en su hijo-. Pero lo de sus dedos no fue culpa de nadie.

– Estoy seguro.

– La sierra estaba desenchufada y Bobby no había cumplido los dos años. No sabíamos que supiera enchufarla, y Dean estaba allí con él. Fue todo muy rápido. ¿Sabes cuántas cosas tuvieron que torcerse a partir de ese instante para que acabara así? Dean cree que el ruido de la sierra lo asustó e intentó apagarla. Que pensó que nos enfadaríamos.

Calló unos instantes mientras miraba a su hijo junto a la máquina de chicles, y después continuó:

– Siempre pensé que mi hijo… sería lo mejor que haría en la vida. Nada de equivocaciones en esto. Tenía planeado que cuando cumpliera quince años saldría con la chica más guapa del instituto. Que sabría tocar cinco instrumentos y deslumbraría a todo el mundo con su talento. Que sería el chico más divertido, al que todo el mundo conoce. -Hizo una nueva pausa y añadió-: Ahora será el gracioso. El chico gracioso siempre tiene algún defecto. Por eso es tan gracioso, para distraer la atención de la gente de ese defecto.

En el silencio que siguió a esta afirmación Bobby tuvo una sucesión de pensamientos. El primero fue que él había sido el gracioso de su clase del colegio. ¿Acaso Harriet pensaba que estaba intentando compensar algún defecto oculto? Después recordó que los dos habían sido los graciosos y se preguntó: «¿Cuál era nuestro problema?».

Tenía que haber algo, de otro modo ahora estarían juntos y el niño que estaba donde la máquina de los chicles sería el hijo de los dos. El siguiente pensamiento que le vino a la cabeza fue que si el pequeño Bobby fuera su hijo aún conservaría los diez dedos de las manos y experimentó un profundo rechazo hacia Dean el maderero, un paleto ignorante cuya idea de pasar el tiempo con su hijo era llevarlo a una carrera de tractores.

Un ayudante de dirección empezó a dar palmas y a pedir a gritos a los zombis que ocuparan sus puestos.

– Mamá -dijo el niño mientras mascaba el chicle y miraba a la oreja arrancada de su madre-. No nos has contado cómo fue tu muerte.

– Yo lo sé -dijo Bobby-. Se encontró con un viejo amigo en el centro comercial y empezaron a charlar. Pero quiero decir a charlar en serio, durante horas, y llegado un momento el viejo amigo le dijo: «Eh, te estoy comiendo la oreja» y ella le contestó: «No te preocupes».

– Un hombre célebre dijo en una ocasión: «Prestadme vuestros oídos» [8] -dijo Harriet, y a continuación se dio una palmada en la frente-. ¿Por qué le haría caso?


Excepto por el pelo oscuro, Dean no se parecía nada a él. Era bajito. Bobby no estaba preparado para que fuera tan bajo. Era más bajo que Harriet, que no medía mucho más de metro sesenta. Cuando se besaron, Dean tuvo que estirar el cuello. Era compacto y de complexión fuerte, de espaldas anchas y caderas estrechas. Los ojos detrás de las gruesas gafas con montura de plástico eran del color del peltre sin bruñir. Eran ojos tímidos: miró a Bobby cuando Harriet los presentó, después desvió la mirada, lo miró de nuevo y apartó la vista una vez más. Y además revelaban su edad; tenían las comisuras cubiertas de patas de gallo. Era mayor que Harriet, tal vez incluso diez años mayor.

Acababan de ser presentados cuando Dean gritó de repente:

– ¡ Ah, así que tú eres ese Bobby! ¡Bobby el gracioso! ¿Sabes que estuvimos a punto de no llamar Bobby a nuestro hijo precisamente por ti? Harriet me hizo prometer que si alguna vez nos encontrábamos contigo te aseguraría que llamar Bobby a nuestro hijo había sido idea mía. Por Bobby Murcer. Desde que tuve edad suficiente para imaginar que tendría hijos siempre quise…

– ¡Yo soy gracioso! -interrumpió el niño.

Dean lo cogió por las axilas y lo levantó en el aire.

– ¡Desde luego que lo eres!

Bobby no estaba seguro de querer ir a comer con ellos, pero Harriet le agarró del brazo y echó a andar hacia el aparcamiento mientras su hombro desnudo y cálido tocaba el suyo, así que no tenía mucha elección.

No reparó en que los otros clientes del restaurante les miraban y se olvidó de que estaban maquillados hasta que se les acercó la camarera. Era prácticamente una adolescente, con una cabellera rubia y rizada que se balanceaba al caminar.

– Estamos muertos -anunció el pequeño Bobby.

– Ya veo -dijo la chica-. Así que supongo que estáis trabajando en la película de terror o acabáis de probar el plato especial del día. ¿De cuál de las dos cosas se trata?

Dean dejó escapar una ruidosa carcajada. Bobby nunca había conocido a nadie con la risa tan fácil, se reía de prácticamente todo lo que Harriet decía. En ocasiones se reía tan fuerte que la gente de otras mesas daba un respingo, asustada. Una vez que lograba controlarse pedía disculpas con una sinceridad inconfundible, la cara ligeramente ruborizada y los ojos brillantes y húmedos. Al verlo, Bobby pensó por primera vez que había encontrado la respuesta a la pregunta que tenía en la cabeza desde que descubrió que Harriet estaba casada con aquel Dean-dueño-de-su-propio-almacén-de-maderas. «¿Por qué él?». Bueno, era un espectador entregado, no había duda.

– Pensaba que estabas actuando en Nueva York -dijo Dean-. ¿Estás haciendo algo aquí?

– Podría decirse que sí. Por aquí lo llaman profesor suplente.

– ¡Estás dando clase! Y qué, ¿te gusta?

– Está genial. Siempre quise trabajar en cine o en televisión o de profesor de instituto. Concretamente sustituto del profesor de educación física, así que es mi sueño hecho realidad.

Dean rió salpicando la mesa de migas de rebozado de pollo frito.

– Lo siento, es horrible -dijo-. Hay comida por todas partes. Soy un cerdo.

– No pasa nada. ¿Quieres que le pidamos algo a la camarera? ¿Un vaso de agua? ¿Un abrevadero?

Dean inclinó la cabeza hasta casi tocar el plato, temblando con una risa sibilante y asmática.

– Para. Por favor, te lo pido.

Bobby paró, pero no porque se lo pidiera Dean, sino porque, por primera vez, la rodilla de Harriet estaba tocando la suya debajo de la mesa. Se preguntó si lo estaría haciendo adrede, y en cuanto pudo se reclinó en el asiento y echó una ojeada. No, no era intencionado. Se había quitado las sandalias y estaba clavando los dedos de un pie en los del otro con tal fuerza que la rodilla derecha se movía y tocaba la suya.

– ¡Vaya! Me habría encantado tener un profesor como tú. Alguien capaz de hacer reír a los niños -dijo Dean.

Bobby siguió masticando, aunque no sabía lo que estaba comiendo. No le sabía a nada.

Dean suspiró y se limpió de nuevo las lágrimas.

– Yo no soy nada gracioso. Ni siquiera soy capaz de aprenderme los chistes de «se abre el telón». En realidad, no sé hacer otra cosa que trabajar. En cambio Harriet es tan graciosa… A veces monta shows para Bobby y para mí, haciendo marionetas con calcetines viejos. Nos reímos tanto que nos cuesta respirar. Lo llama el show de los teleñecos ambulantes. Patrocinado por la cerveza Blue Ribbon.

Rompió a reír de nuevo y a dar palmadas en la mesa mientras Harriet fijaba la vista en su regazo. Dean dijo:

– Me encantaría que hiciera ese número en el show de Carson. Es su… ¿cómo lo llamáis?, su número estrella.

– Seguro que lo es -dijo Bobby-. Y me sorprende que Ed McMahon no la haya invitado ya a su programa.

Cuando Dean los dejó de nuevo en el centro comercial y se marchó a trabajar el estado de ánimo había cambiado. Harriet parecía distante y era difícil interesarla en ninguna conversación, aunque no puede decirse que Bobby lo intentara con gran ahínco. De pronto se sentía malhumorado, y ya no le resultaba divertido pasarse un día entero haciendo de zombi. Lo único que hacían era esperar, esperar a que los técnicos colocaran las luces correctamente, a que Tom Savini retocara una herida que empezaba a parecer de látex y no de carne desgarrada, y Bobby estaba harto. Le molestaba ver a otros extras divirtiéndose. Varios zombis habían formado un corrillo y jugaban a pasarse un tembloroso bazo rojo de goma, que cada vez que se caía lo hacía con un plaf. ¿Acaso no habían oído hablar del método Stanislavski? Deberían estar sentados, separados los unos de los otros y practicando su papel, ensayando gemidos y familiarizándose con un trozo de casquería. Entonces se escuchó a sí mismo gemir en voz alta, un sonido de enfado y frustración, y el pequeño Bobby le preguntó si le pasaba algo. Le dijo que estaba practicando y el niño se fue a mirar el partido de béisbol.

Harriet le dijo sin mirarlo:-Estuvo bien la comida, ¿no?

– Sen-sa-cio-nal -contestó Bobby pensando «ten cuidado». Estaba inquieto, lleno de una energía que no sabía cómo descargar-. Creo que Dean y yo hemos hecho buenas migas. Me recuerda a mi abuelo. Yo tenía un abuelo que sabía mover las orejas, se llamaba Evan. Me daba veinticinco centavos si lo ayudaba a recoger leña, cincuenta si lo hacía sin la camiseta puesta. Dime: ¿cuántos años tiene Dean?

Habían echado a caminar juntos y Harriet se puso rígida y se detuvo. Giró la cabeza en dirección a Bobby, pero el pelo le caía sobre los ojos y era difícil distinguir la expresión de su cara:

– Tiene nueve años más que yo. ¿Y qué?

– No, nada. Me alegro de que seas feliz.

– Lo soy -dijo Harriet con voz demasiado aguda.

– ¿Se puso de rodillas para pedirte que te casaras con él?

Harriet asintió con los labios fruncidos, recelosa.

– ¿Y tuviste que ayudarlo a levantarse después? -preguntó Bobby. Su voz también sonaba algo fuera de tono y pensó: «Déjalo ya». Pero aquello era como en los dibujos animados. Se imaginaba al coyote atado delante de una máquina de tren de vapor metiendo las patas entre los raíles para intentar frenarlo, y con las pezuñas hinchadas, rojas y humeantes.

– Imbécil -dijo Harriet.

– Perdóname -dijo Bobby sonriendo y levantando las manos con las palmas hacia fuera-. Ya sabes, Bobby el gracioso. No puedo parar de hacer chistes.

Harriet vaciló un instante y estuvo a punto de darle la espalda; no sabía si creerlo. Bobby se pasó la mano por la boca.

– De manera que ya sé cómo haces reír a Dean. Y él, ¿cómo te hace reír a ti? Ah, lo olvidaba. Él no es «gracioso». Pero entonces, ¿qué hace para enamorarte, además de besarte con la dentadura puesta?

– Déjame en paz, Bobby -dijo Harriet, e hizo ademán de alejarse de él, pero Bobby la rodeó y le cerró el paso.

– No.

– Para ya.

– No puedo -dijo Bobby y de pronto comprendió que estaba enfadado con ella-. Si no es gracioso, debe tener algo, y necesito saber qué es.

– Paciencia -dijo Harriet.

– Paciencia -repitió Bobby, desconcertado por la respuesta.

– Es paciente conmigo.

– Contigo.

– Y con Robert.

– Paciente -repitió Bobby. Y durante un momento se sintió incapaz de añadir nada más, porque se había quedado sin aliento.

De pronto notó que el maquillaje le picaba y deseó que, cuando había empezado a presionarla, Harriet se hubiera ido sin contestarle, o incluso que le hubiera pegado, en todo caso que le hubiera contestado cualquier otra cosa que no fuera «paciencia». Tragó saliva y añadió:

– Eso no es suficiente. -Sabía que ya no podía parar, que iba cuesta abajo sin frenos, y que los ojos del coyote estaban a punto de salirse de las órbitas-. Quería conocer a tu pareja y ponerme enfermo de celos, pero simplemente me he puesto enfermo. ¡Quería verte con alguien atractivo, creativo, brillante, un novelista, un dramaturgo, alguien con sentido del humor y una polla de treinta y cinco centímetros! ¡No con un maderero con la cabeza rapada para quien un masaje erótico incluye pomadas medicinales!

Harriet se enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas con el dorso de la mano.

– Sabía que lo odiarías, pero no pensé que fueras tan mezquino.

– No lo odio. ¿Qué se puede odiar de él? No está haciendo nada que no haría cualquiera en su lugar. Si yo fuera un carcamal de metro y medio daría saltos ante la oportunidad de conseguir una chica como tú. Desde luego que es paciente, más le vale. Debería arrodillarse todas las putas noches y lavarte los pies con óleos sacramentales, en agradecimiento por hacerlo feliz.

– Tuviste tu oportunidad. -Ella trataba de no romper a llorar. Los músculos de la cara le temblaban por el esfuerzo y tenía las facciones distorsionadas en una mueca.

– No se trata de mis oportunidades, sino de las tuyas.

Esta vez, cuando le dio la espalda, la dejó ir. Harriet se tapaba la cara con las manos. Los hombros le temblaban y mientras caminaba dejaba escapar ruiditos ahogados. Bobby la miró dirigirse hacia el murete que rodeaba la fuente donde se habían encontrado por la mañana. Entonces recordó al niño y se volvió, el corazón latiéndole con fuerza y preguntándose si el niño los habría visto u oído. Pero corría por la amplia explanada del centro comercial dando patadas al bazo, que para entonces llevaba adherida ya una buena cantidad de pelusas. Los otros dos niños muertos intentaban quitárselo.

Bobby lo observó jugar durante un rato. Uno de ellos hizo un pase largo y el bazo pasó rodando a su lado. Lo paró con un pie. Se deformaba de un modo desagradable bajo la suela de su zapato. Los niños se pararon a unos pocos metros, jadeando y esperando. Lo lanzó de una patada.

– Cógelo -dijo y se lo lanzó a Bobby, quien lo recogió con ambas manos y se alejó corriendo con la cabeza inclinada y los otros dos niños persiguiéndolo.

Cuando se volvió en dirección a Harriet vio que lo estaba mirando con las palmas de las manos apretadas contra los muslos. Esperó a que volviera la cabeza, pero no lo hizo, y terminó por interpretar su mirada como una invitación a acercarse.

Caminó hasta la fuente y se sentó junto a ella. Estaba intentando formular una disculpa cuando ella habló primero.

– Te escribí. Tú dejaste de contestarme. -Los dedos de sus pies descalzos luchaban otra vez los unos contra los otros.

– No soporto lo autoritario que es tu pie derecho -dijo él-. ¿No puede dejarle al izquierdo un poco de espacio?

Pero Harriet no le escuchaba.

– No me importó -dijo con voz ronca y congestionada. El maquillaje que llevaba era aceitoso y, a pesar de las lágrimas, no se había estropeado-. No me enfadé. Sabía que lo nuestro no podía funcionar, viéndonos sólo cuando volvías a casa a pasar las Navidades. -Tragó saliva con fuerza-. Cada vez que pensaba en que un día te vería en la televisión, con la gente riéndose de tus chistes, sonreía como una estúpida. Podía pasarme una tarde entera soñando con ello. No entiendo qué es lo que te ha hecho volver a Monroeville.

Pero Bobby ya había dicho lo que le había hecho volver a casa de sus padres, a su dormitorio sobre el garaje. Dean se lo había preguntado durante la comida y había contestado la verdad.

Un jueves por la noche, la primavera anterior, había actuado temprano en un club del Village. Hizo sus veinte minutos de monólogo, que le reportaron un murmullo continuo, aunque no precisamente abrumador, de risas y un aplauso al terminar. Después se sentó junto a la barra del bar para ver algunos de los otros números. Estaba a punto de dejar su taburete y marcharse a casa cuando vio a Robin Williams saltar al escenario. Estaba en la ciudad visitando clubes, probando material. Bobby se sentó de nuevo en el taburete y se dispuso a escuchar mientras el pulso le latía con fuerza.

No podía explicar a Harriet la importancia de lo que había visto. Uno de los espectadores se aferraba al borde de su mesa con una mano y al muslo de su pareja con la otra, apretando tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Estaba doblado, las lágrimas le rodaban por las mejillas y su risa era aguda, penetrante y convulsa, más propia de un animal que de un humano, como de perro lobo. Sacudía la cabeza de un lado a otro y agitaba una mano en el aire. «Por favor, pare, no me haga esto». Aquello era una risa que rozaba el sufrimiento.

Robin Williams se fijó en el hombre e interrumpió su monólogo sobre la masturbación para señalarlo con el dedo y gritar: ¡Usted, eh, usted, hombre hiena histérico! ¡Tiene usted entradas gratis para cada espectáculo mío durante el resto de mi puñetera vida! Y entonces hubo una gran algazara entre el público. Risas y también aplausos, pero mezclados con algo más. Era como un retumbar de regocijo incontenible, un sonido tan inmenso que se sentía, además de oírse, y que hizo hervir algo dentro del pecho de Bobby.

Él no se rió ni una sola vez y cuando se marchó tenía el estómago revuelto, los pies le pesaban y le costó recordar el camino a casa. Cuando por fin estuvo en su apartamento, se sentó en el borde de la cama con los tirantes bajados y la camisa desabotonada, y por primera vez supo que no había esperanza para él.

Vio que algo brillaba en la mano de Harriet. Estaba jugando con unas monedas de veinticinco centavos.

– ¿Vas a llamar a alguien? -le preguntó.

– A Dean -dijo-. Para que nos lleve a casa.

– No lo hagas.

– No quiero quedarme. No puedo.

Miró sus atormentados dedos de los pies, luchando entre sí, y asintió. Se levantaron al mismo tiempo y de nuevo se encontraron embarazosamente juntos.

– Hasta la vista entonces.

– Adiós -dijo Bobby. Quería cogerle de la mano, pero no lo hizo. Quería decirle algo, pero no se le ocurría nada.

– ¿Alguna pareja voluntaria para que le disparen? -preguntó George Romero desde menos de un metro de distancia-. Tendría un primer plano garantizado en la película.

Bobby y Harriet levantaron la mano al mismo tiempo.

– Yo -dijo Bobby.

– Yo -dijo Harriet pisándole un pie mientras avanzaba para atraer la atención de Romero-. ¡Yo!


– Va a ser una gran película, señor Romero -dijo Bobby. Estaban prácticamente hombro con hombro, charlando, mientras Savini terminaba de colocar a Harriet su cartucho de sangre, un condón relleno a partes iguales de sirope y colorante alimentario que cuando explotara simularía una herida de bala. Bobby ya tenía el suyo… y estaba bastante nervioso-. Algún día todos los habitantes de Pittsburgh contarán que hicieron de zombis en esta película.

– Sabes hacer muy bien la pelota -dijo Romero-. ¿Tienes experiencia en el mundo del espectáculo?

– Seis años en Off Broadway [9] -contestó Bobby-. Y también en casi todos los clubes de comedia.

– Y aquí estás, de vuelta en Pittsburgh. Eso es lo que se llama hacer carrera. Quédate por aquí y no tardarás en ser una estrella.

Harry se acercó de un salto a Bobby con el pelo al viento.

– ¡Me van a explotar una teta!

– Magnífico -dijo Bobby-. No hay que perder la esperanza, nunca se sabe cuándo puede ocurrir algo maravilloso.

George Romero los condujo a sus marcas y les explicó lo que quería de ellos. La luz de los focos rebotaba en paraguas brillantes, arrojando un brillo blanco y un calor seco en una extensión de suelo de casi tres metros. Sobre las baldosas había un colchón nudoso de rayas junto a una columna cuadrada.

Harriet sería la primera en recibir un disparo, en el pecho. Tenía que saltar de espaldas y después seguir avanzando, ignorando la bala cuanto le fuera posible. A continuación, Bobby recibiría un balazo en la cabeza y caería al suelo. El cartucho se hallaba oculto dentro de uno de los pliegues de látex de su herida en la cabeza, y los cables que le volarían los sesos al explotar estaban escondidos entre el pelo.

– Puedes caer primero y deslizarte en sentido lateral -dijo George Romero-. Cae sobre una rodilla, si quieres, y de ahí al suelo, fuera de encuadre. Si te sientes con fuerzas para Hacer acrobacias, intenta caer directamente de espaldas, pero asegúrate de que sea sobre el colchón, no queremos que nadie se haga daño innecesariamente.

Sólo saldrían Bobby y Harriet en la escena y los enfocarían de cintura para arriba. Los otros extras se situaron a lo largo de las paredes del centro comercial, para observarlos. Sus miradas y sus murmullos constantes le provocaron a Bobby una agradable subida de adrenalina. Tom Savini estaba arrodillado junto a la cámara, con una caja metálica en la mano, de la que salían cables que llegaban hasta Bobby y Harriet. El pequeño Bob estaba junto a él con las manos bajo la barbilla, apretando el bazo, los ojos brillantes por la emoción. Savini le había explicado todo lo que iba a pasar, con la intención de prepararlo para ver la sangre brotar del pecho de su madre, pero el niño no estaba preocupado.

– Ya lo he visto mil veces, no me da miedo, me gusta.

Savini le había regalado el bazo como recuerdo.

– Rodando -dijo Romero, y Bobby dio un respingo. Pero ¿cómo? ¿Estaban ya rodando? Si acababan de enseñarles las marcas. ¡Madre mía! ¡Romero estaba delante de la cámara! Agarró la mano a Harriet impulsivamente y ésta le apretó los dedos y le soltó. Romero se quitó de delante de la cámara.

– ¡Acción!

Bobby puso los ojos en blanco, tanto que no veía por dónde iba, dejó caer la cabeza y caminó pesadamente hacia la cámara.

– Disparad a la chica -dijo Romero.

Bobby no vio estallar el cartucho de Harriet porque iba delante de ella, pero el ruido de la explosión fue tan fuerte que lo dejó momentáneamente sordo. Saltó hacia atrás girando sobre sus talones y su hombro chocó contra algo que había detrás de él, pero que no sabía qué era. Entonces atisbo una esquina de la columna cuadrada situada junto al colchón y tuvo una súbita inspiración. Se dio de lleno con la cabeza contra la columna y conforme caía al suelo vio que una flor carmesí se dibujaba en la escayola blanca.

Se derrumbó sobre el colchón, que era lo bastante mullido como para amortiguar el golpe. Tenía los ojos llorosos y no podía ver con claridad, todo parecía distorsionado. Sobre él había una nube de humo azul y le dolía el centro de la cabeza. Tenía la cara cubierta de un fluido frío y viscoso. Cuando el zumbido en sus oídos cedió fue consciente de dos cosas. La primera era el sonido, el rugido distante y amortiguado de los aplausos, un sonido que llenó sus pulmones como si fuera aire. George Romero avanzaba hacia él también aplaudiendo, y sonriendo con hoyuelos en las mejillas. La segunda cosa de la que fue consciente Bobby fue que Harriet estaba hecha un ovillo contra él, con una mano apoyada en su pecho.

– ¿Te he tirado al suelo? -le preguntó.

– Me temo que sí -contestó ella.

– Sabía que era cuestión de tiempo que te acostaras conmigo -dijo Bobby.

Harriet dibujó una sonrisa de satisfacción que no le había visto en todo el día. Su pecho empapado de rojo subía y bajaba con cada respiración.

El pequeño Bob corrió hasta el colchón y saltó sobre ellos. Harriet alargó un brazo y lo atrajo hasta colocarlo entre ella y Bobby. El niño sonrió y se metió el pulgar en la boca. La cara de Bobby estaba cerca de la del niño y de pronto reparó en el olor de su champú, un aroma a melón.

Harriet lo miraba fijamente por encima de la cabeza de su hijo, todavía con aquella sonrisa en la cara. Bobby dirigió la vista hacia el techo, a las claraboyas y al cielo azul y almidonado. No quería levantarse, moverse de allí. Se preguntó qué haría Harriet cuando Dean estaba trabajando y Bobby en el colegio. Al día siguiente era lunes; no sabía si tendría clase. Esperaba que no. La semana laboral se extendía ante él, libre de obligaciones o preocupaciones y llena, en cambio, de posibilidades. Los tres, Bobby, el niño y Harriet, permanecieron tumbados sobre el colchón pegados unos a otros y moviéndose sólo para respirar.

George Romero se volvió hacia ellos sacudiendo la cabeza.

– Eso ha estado muy bien, digo cuando te diste con la columna y dejaste ese reguero de sangre. Deberíamos repetirlo exactamente igual. Pero esta vez podrías intentar dejarte también algunos sesos en la columna. ¿Qué me decís, chicos? ¿Alguien se anima a repetir?

– Yo -dijo Bobby.

– Yo -dijo Harriet-. Yo.

– Sí, por favor -dijo el pequeño Bobby, aún con el pulgar en la boca.

– Veo que hay unanimidad -dijo Bobby-. Todos queremos repetir.

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