Oirás cantar a la langosta

1

Francis Kay se despertó de un sueño que no le resultó angustioso, sino placentero, y comprobó que se había convertido en un insecto. No le sorprendió, pues se trataba de algo que había pensado que podría suceder. Bueno, pensado no, más bien deseado, imaginado y, si no eso precisamente, al menos algo parecido. Durante un tiempo había llegado a creerse capaz de controlar a las cucarachas por telepatía, de capitanear un ejército de ellas con sus lomos de color marrón brillante marchando con un estrepitoso repiqueteo a combatir por él. O, como en aquella película con Vincent Price, se había imaginado transformado sólo parcialmente, con una cabeza de mosca de la que brotaban obscenos cabellos negros y ojos poliédricos en los que se reflejaban miles de caras gritando, en el lugar de la suya.

Conservaba su antigua piel como un abrigo, la piel que había tenido cuando era humano. Cuatro de sus seis patas asomaban por hendiduras de una capa de carne húmeda, blancuzca, salpicada de granos y lunares, siniestra y maloliente. La visión de su antigua y ya desprendida piel le provocó un breve momento de éxtasis y pensó: «Al cuerno con ella». Estaba tumbado de espaldas, y las patas -segmentadas y articuladas de modo que podía doblarlas hacia atrás- se agitaban impotentes sobre su cuerpo. Estaban recubiertas de cerdas curvas de color verde brillante, tan relucientes como el cromo pulido, y en la luz oblicua que se colaba por las ventanas de su dormitorio despedían ráfagas de enfermiza iridiscencia. Sus extremidades terminaban en curvos ganchos de grueso esmalte negro, guarnecidos con un millar de pelillos afilados como cuchillas.

Francis no estaba despierto del todo. Temía el momento en que su cabeza se despejara por completo y la ilusión se desvaneciera. Su piel de nuevo en su sitio, la apariencia de insecto desaparecida y tan sólo el recuerdo de un intenso sueño que había persistido varios minutos después de despertar. Pensó que si resultaba que sólo lo estaba imaginando la decepción acabaría con él, no podría soportarla. Como mínimo, tendría que faltar a clase.

Entonces recordó que tenía planeado hacerlo de todas formas. Huey Chester creyó que lo estaba mirando en plan maricón en el vestuario, después de gimnasia, cuando los dos se estaban cambiando. Por eso sacó una mierda del retrete con ayuda de un bastón de lacrosse y se la tiró a Francis para que aprendiera lo que podía pasarle si se dedicaba a mirar a los tíos, y le resultó tan divertido que decidió que deberían instituirlo como nuevo deporte. Huey y otros chicos estuvieron discutiendo sobre cómo llamarlo. Esquiva-la-mierda tuvo bastante éxito; tiro-con-mierda también. Fue en ese momento cuando Francis decidió que más le valía mantenerse alejado de Huey Chester y del gimnasio -o incluso del colegio en general- durante un par de días.

Hubo un tiempo en que le había gustado a Huey; o no exactamente gustado, pero sí que disfrutaba presumiendo de él delante de los demás. Eso fue en cuarto curso. El verano anterior Francis lo había pasado con su tía abuela Reagan en un remolque en Tuba City. Reagan escaldaba grillos en melaza y los servía de merienda. Era algo fascinante verlos cocerse. Francis se inclinaba sobre el suave borboteo de la cacerola de melaza, que desprendía un olor alquitranado y dulzón, y entraba en una suerte de delicioso trance observando la lenta agonía de los grillos mientras se ahogaban. Disfrutaba comiendo aquellos grillos de caramelo, dulces y crujientes por fuera y aceitosos y con sabor a hierba por dentro. También disfrutaba viviendo con Reagan, y le habría gustado quedarse con ella para siempre pero, claro, al final tuvo que marcharse con su padre cuando éste fue a buscarlo.

Así que un día en el colegio le habló a Huey de los grillos y Huey quiso ver cómo era aquello, pero como no tenían ni melaza ni grillos, Francis atrapó una cucaracha y se la comió viva. Sabía salada y amarga, con un regusto áspero y metálico, asqueroso a decir verdad. Pero Huey se rió y Francis sintió un orgullo tan intenso que durante un instante no fue capaz de respirar; igual que un grillo ahogándose en melaza, se asfixiaba en una dulzura intensa.

Después de aquello, Huey convocó a sus amigos a un espectáculo de terror en el patio del colegio. Le llevaron cucarachas a Francis y éste se las comió. Se metió una polilla de hermosas alas verde pálido en la boca y la masticó despacio; los niños le preguntaron qué sentía y a qué sabía la polilla. «Hambre», contestó a la primera pregunta, y a la segunda: «A césped». Después vertió miel en el suelo para atraer a las hormigas y cuando estuvieron dentro de aquel montón de ámbar brillante las inhaló con ayuda de una paja. Las hormigas subieron una a una por el tubo de plástico haciendo un ruido seco. Los espectadores rompieron en murmullos de admiración y Francis sonrió feliz, embriagado por su recién estrenada popularidad.

Lo malo fue que no sabía lo que significa ser famoso, y se equivocó al calcular la capacidad de aguante de sus admiradores. Una tarde capturó moscas que revoloteaban alrededor de una caca de perro solidificada y se las tragó todas juntas. De nuevo, los gemidos de quienes se habían acercado a mirar lo entusiasmaron. Pero tragarse moscas que venían de comer mierda era distinto que comer hormigas rebozadas en miel. Lo segundo resultaba asquerosamente divertido, lo primero era patológicamente inquietante. Después de aquello empezaron a llamarle comemierda y escarabajo pelotero, un día alguien le metió una rata muerta en la tartera y en clase de biología Huey y sus amigos lo atacaron con salamandras a medio diseccionar mientras el señor Krause estaba fuera del laboratorio.

Francis paseó la vista por el techo. Tiras de papel matamoscas curvadas por el calor se mecían en la brisa que generaba un ventilador viejo y ruidoso en una esquina. Vivía solo con su padre y la novia de éste en la trastienda de una gasolinera. Las ventanas de su cuarto daban a un sumidero rebosante de basura y rodeado de arbustos y maleza, la parte trasera del vertedero municipal. Al otro lado del sumidero había una ligera pendiente y, más allá, las casas rojas donde algunas noches todavía encendían La Bomba. La había visto una vez, a los ocho años: cuando se despertó el viento golpeaba el muro trasero de la gasolinera y plantas rodadoras volaban por el aire. De pie sobre su cama para poder mirar por la ventana situada a mayor altura, vio el sol saliendo por el oeste a las dos de la madrugada, una bola gaseosa de luz de neón de color sangre que se elevaba dejando una fina estela de humo en el cielo. La miró hasta que el dolor que sentía detrás de los ojos se hizo demasiado intenso.

Se preguntó si sería tarde. No tenía reloj, pues llegar a tiempo a los sitios había dejado de preocuparlo. Sus profesores rara vez se daban cuenta de si estaba o no en clase o de si entraba por la puerta. Se concentró en escuchar algún ruido procedente del mundo exterior y oyó la televisión, lo que quería decir que Ella se había despertado. Ella era la corpulenta novia de su padre, una mujer de gruesas piernas y venas varicosas, que pasaba los días tumbada en el sofá.

Estaba hambriento, así que pronto tendría que levantarse. Fue entonces cuando reparó en que seguía siendo un insecto, una constatación que lo sorprendió y lo excitó. Su vieja piel se había deslizado de sus brazos y colgaba como una masa de goma de sus… -¿qué eran aquellas cosas?, ¿hombros?-; bien, en cualquier caso a sus pies yacía algo parecido a una sábana arrugada hecha de un material sintético y elástico. Quiso levantarse, ponerse de pie y echar un vistazo a su vieja piel. Se preguntó si encontraría su cara en ella, una máscara apergaminada con aberturas para los ojos.

Intentó apoyarse en la pared para poder girarse, pero sus movimientos eran descoordinados y las piernas se agitaban y movían en todas las direcciones excepto en la que quería. Mientras luchaba con sus articulaciones sintió una creciente presión gaseosa en la mitad inferior del abdomen. Trató de sentarse y en ese preciso instante la presión desapareció y de su extremidad posterior salió un fuerte silbido, como el de un neumático al desinflarse. Notó un extraño calor en las patas traseras y cuando miró hacia abajo alcanzó a distinguir una alteración en el aire, como la que parece despedir el asfalto desde lejos en un día de calor.

Qué curioso: un pedo de insecto gigante; o tal vez una evacuación de insecto gigante. No estaba seguro, pero creía haber notado humedad ahí abajo. Se estremeció de risa y por primera vez reparó en unas láminas delgadas y duras atrapadas entre la curva de su espalda y las gruesas protuberancias de su antigua carne. Trató de imaginar qué serían. Formaban parte de él y daba la impresión de que podría moverlas como si fueran brazos… sólo que no lo eran.

Se preguntó si lo descubrirían y se imaginó a Ella llamando a la puerta y asomando la cabeza… y en cómo gritaría, con la boca tan abierta que le saldrían cuatro papadas, y los ojos juntos y porcinos brillarían de terror. Pero no, Ella no entraría; levantarse del sofá le suponía demasiado esfuerzo. Durante un rato imaginó que salía de su habitación caminando sobre sus seis patas e iba a su encuentro, en cómo gritaría y se encogería en el sofá. ¿Cabía la posibilidad de que muriera de un ataque al corazón? Se la imaginó ahogándose en sus gritos, la piel debajo del espeso maquillaje volviéndose de un feo color gris, parpadeando y con los ojos en blanco.

Comprobó que era capaz de desplazarse si se colocaba de costado y se movía poco a poco hacia el borde de la cama. Conforme se acercaba a él trató de imaginar qué haría después de provocarle el infarto a Ella y se vio gateando en la calurosa mañana de Arizona hasta plantarse en plena autopista, con los coches tratando de esquivarlo, el aullido de los cláxones, el chirrido de los neumáticos derrapando y los conductores estrellando sus furgonetas en los postes de teléfono, todos esos palurdos chillando. «Qué coño es esa cosa», después sacando los rifles del maletero… Pensándolo bien, tal vez sería mejor mantenerse lejos de la autopista.

Su idea era llegar hasta la casa de Eric Hickman, colarse en su sótano y esperarlo allí. Eric era un chico esquelético de diecisiete años, con una enfermedad de la piel que le hacía tener la cara llena de lunares, de la mayoría de los cuales brotaban pequeñas matas de rizado vello púbico; también tenía un bozo que se espesaba en las comisuras de la boca como los bigotes del pez gato, y que le había hecho merecedor del sobrenombre de pez como en el colegio. Eric y Francis quedaban en ocasiones para ir al cine. Juntos habían visto dos veces La mosca, con Vincent Price; lo mismo que La humanidad en peligro, que a Eric le encantaba. Cuando supiera lo que había pasado le daría algo. Eric era inteligente -había leído todas las novelas de Mickey Spillane- y juntos podrían pensar en qué hacer.

Además, tal vez le consiguiera algo de comer, a Francis le apetecía algo dulce. Bollos, chocolatinas. El estómago le rugió peligrosamente.

Al instante siguiente sintió -no escuchó, sintió- a su padre entrando en el salón. Cada paso que daba Buddy Kay emitía una sutil vibración que Francis notaba en la armazón metálica de su cama y que reverberaba en el aire caliente y seco de alrededor de su cabeza. Las paredes de estuco de la gasolinera eran relativamente gruesas y absorbían bien los sonidos. Hasta entonces nunca había podido oír una conversación en la habitación contigua y en cambio ahora, pensó, sentía, más que oía, lo que Ella decía y lo que le contestaba su padre; percibía sus voces en una serie de suaves reverberaciones que estimulaban las antenas hipersensibles que tenía en la cabeza. Sus voces sonaban distorsionadas y más profundas de lo normal -como si la conversación tuviera lugar debajo del agua-, pero las entendía perfectamente.

Ella decía:

– Que sepas que no ha ido al colegio.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Buddy.

– De que no ha ido al colegio. Lleva ahí toda la mañana.

– ¿Está despierto?

– No lo sé.

– ¿No has ido a ver?

– Ya sabes que se me cargan las piernas.

– Puta foca -dijo el padre y echó a andar en dirección á la habitación de su hijo. A cada pisada que daba las antenas de Francis se estremecían de miedo y de placer.

Para entonces ya había conseguido llegar al borde de la cama, no así la piel de su antiguo cuerpo, que yacía en arrugado desorden en el centro del colchón, una funda de cuero sin armazón y llena de sangre. Se apoyó en la barandilla de hierro de la cama y trató de arrastrarse un par de centímetros más, sin estar muy seguro de cómo bajar al suelo, y después se dio la vuelta. La vieja piel se le enrolló en las patas tirando de él hacia atrás. Entonces escuchó los tacones de las botas de su padre al otro lado de la puerta e intentó en vano impulsarse hacia delante, aterrado por la idea de que lo encontrara así, indefenso, patas arriba. Su padre podría no reconocerle e ir a buscar el rifle -que estaba colgado en la pared del cuarto de estar- y convertir su vientre segmentado en un borbotón de viscosas entrañas verdes blancuzcas.

Cuando consiguió caer de la cama su vieja piel se hizo jirones con un ruido similar a una sábana rasgándose. Se cayó y acto seguido rebotó hasta aterrizar elegantemente sobre sus seis patas con una agilidad que nunca tuvo cuando era humano, con la espalda vuelta hacia la puerta. No tenía tiempo para pensar, y quizá por eso sus patas hicieron lo que debían. Se giró, con las patas traseras hacia la derecha, mientras que las delanteras se desplazaban en sentido contrario hasta arrastrar su estrecho cuerpo de metro y medio de longitud. Notaba las delgadísimas láminas o escudos a su espalda aletear de forma extraña y dedicó un instante a preguntarse una vez más qué serían. Al momento siguiente su padre rebuznaba detrás de la puerta:

– ¿Se puede saber qué cono haces ahí dentro, pedazo de cretino? Vete ahora mismo al colegio.

La puerta se abrió de golpe y Francis reculó, levantando las dos patas delanteras. Sus mandíbulas castañetearon produciendo un sonido similar al de un veloz mecanógrafo aporreando su máquina de escribir. Buddy estaba en el umbral con una mano apoyada en el pomo de la puerta. Sus ojos se posaron en la encorvada figura de su transformado hijo y su rostro delgado y bigotudo se volvió lívido, hasta que pareció un retrato en cera de sí mismo.

Entonces chilló, con un grito agudo y penetrante que inmediatamente estimuló las antenas de Francis. Éste también chilló, aunque lo que salió de él no se parecía en nada a un grito humano, sino más bien a alguien agitando una lámina de aluminio, un gorjeo ondulante e inhumano.

Buscó la manera de salir de allí. En la pared, sobre la cama, había ventanas, pero no lo bastante grandes, en realidad eran meras hendiduras de treinta centímetros de alto. Su mirada viajó hasta su cama y permaneció allí, sorprendida y fija durante unos segundos. Durante la noche se había destapado, empujado las sábanas con los pies hasta el extremo del colchón y ahora estaban cubiertas de una baba blanca y espumosa, se estaban disolviendo en ella… se habían derretido y oscurecido al mismo tiempo hasta convertirse en una masa orgánica viscosa y burbujeante.

La cama estaba profundamente hundida en el centro, donde yacía su antiguo vestido de carne, un disfraz de una sola pieza desgarrado por la mitad. No vio su cara, pero sí una mano, un arrugado guante color carne vacío, con los dedos vueltos del revés. La espuma que había corroído las sábanas goteaba en dirección a su vieja piel y allí donde entraba en contacto con ella el tejido se hinchaba y humeaba. Francis recordó haberse tirado un pedo y la sensación de un líquido caliente que descendía por sus patas traseras. De alguna manera él era el autor de aquello.

El aire tembló con un repentino estruendo. Miró hacia atrás y vio a su padre en el suelo, con los dedos de los pies apuntando hacia arriba. Dirigió la vista al cuarto de estar, donde Ella trataba de incorporarse en el sofá. Al ver a Francis, en lugar de ponerse pálida y llevarse las manos al pecho, permaneció inmóvil y con rostro inexpresivo. Tenía en la mano una botella de Coca-Cola -y todavía no eran ni las diez de la mañana- y se disponía a dar un sorbo cuando se quedó a medio camino, petrificada.

– Oh, Dios mío -dijo en un tono de voz sorprendido, pero relativamente normal-. Mírate.

La Coca-Cola empezó a salirse de la botella mojando sus pechos. No se dio cuenta.

Tenía que salir de allí, y sólo había un camino. Saltó hacia delante, con torpeza primero -al cruzar la puerta se echó demasiado a la derecha y se arañó el costado, aunque casi no lo notó-, y pasó por encima de su padre, inconsciente en el suelo. Desde ahí siguió, apretujándose entre el sofá y la mesa baja, en dirección a la puerta. Ella subió con cuidado los pies al sofá para dejarlo pasar mientras susurraba en voz tan baja que no habría sido audible ni para alguien sentado a su lado. Francis sin embargo escuchó cada palabra mientras sus antenas temblaban con cada sílaba.

«Y del humo salieron langostas sobre la tierra; y se les dio poder, como tienen poder los escorpiones de la tierra. Y se les mandó que no dañasen la hierba de la tierra, ni cosa verde alguna, ni a ningún árbol…». Para entonces Francis ya estaba en la puerta y se detuvo mientras seguía escuchando: «… sino solamente a los hombres que no tuviesen el sello de Dios en sus frentes. Y les fue dado, no que los matasen, sino que los atormentasen cinco meses; y su tormento era como tormento de escorpión cuando hiere al hombre. Y en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos».

Se estremeció, aunque no sabía muy bien por qué; aquellas palabras lo conmovían y le llenaban de gozo. Levantó las patas delanteras para empujar la puerta y gateó hacia el calor blanco y cegador del día.

2

Casi un kilómetro de vertedero estaba lleno de basura, la suma de los desechos de cinco localidades. La recolección de basura era la principal industria de Calliphora. Dos de cada cinco hombres adultos trabajaba en ella; otro estaba en la base nuclear del ejército de Camp Calliphora y, un kilómetro y medio al norte, los otros dos restantes se quedaban en sus casas viendo la televisión, jugando a la bonoloto y alimentándose de platos precocinados que compraban con cupones de comida. El padre de Francis era una excepción: tenía su propio negocio. Buddy se refería a sí mismo como un emprendedor, había tenido una idea que, estaba convencido, revolucionaría el negocio de las gasolineras. Se llamaba autoservicio y consistía en que el cliente llenaba el depósito de su coche él mismo y pagaba igual que en las gasolineras normales.

Abajo, en el vertedero, era difícil ver nada de Calliphora, arriba, en el saliente de la montaña. Cuando Francis levantó la vista sólo pudo identificar la punta de asta de la gigantesca bandera de la gasolinera de su padre. Dicha bandera tenía fama de ser la más grande de todo el estado, suficiente para envolver la cabina de un camión de gran tonelaje y demasiado pesada para que ni siquiera un fuerte viento la agitara. Francis sólo la había visto ondear en una ocasión: durante el vendaval que azotó Calliphora después de que probaran La Bomba.

Su padre había sacado gran provecho de la guerra. Cada vez que tenía que dejar la oficina por algún motivo, por ejemplo, para echar un vistazo al motor recalentado del jeep de algún cliente, solía ponerse parte del uniforme de faena del ejército sobre la camiseta. Las medallas se balanceaban y brillaban sobre el pecho izquierdo. Ninguna era suya -las había comprado una tarde en una casa de empeño-, pero al menos el uniforme sí lo había obtenido por medios honestos, durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre había disfrutado en la guerra.

– No hay mejor polvo que el que echas en un país que acabas de arrasar -dijo una noche brindando con una lata de cerveza Buckhorn, mientras los ojos legañosos le brillaban evocando recuerdos agradables.

Francis se escondió en la basura, apretujándose en un hueco entre bolsas rebosantes de desperdicios, y esperó temeroso la llegada de los coches de policía, el temible y atronador ruido de los helicópteros, con las antenas tensas y alerta. Pero no escuchó sirenas de policía ni helicópteros; tan sólo alguna que otra furgoneta solitaria traqueteando por el camino de tierra entre los montones de basura. Cuando eso ocurría se ocultaba aún más entre la porquería, hundiéndose de manera que sólo sus antenas asomaban. Pero eso fue todo. El tráfico era escaso en este extremo del vertedero, a más de un kilómetro del centro de procesamiento de desperdicios, donde se desarrollaba la verdadera actividad.

Transcurrido algún tiempo, se encaramó sobre uno de los grandes montones de basura para asegurarse de que no estaba siendo rodeado en silencio. No era así, y no permaneció al aire libre mucho tiempo, pues la luz directa del sol lo molestaba y pronto comenzó a sentirse invadido por una profunda lasitud, como si le hubieran llenado las venas de novocaína. Al final del vertedero, donde terminaba la alcantarilla, vio un remolque sujeto con ruedas de cemento. Bajó del montón de basura y se dirigió hacia él. Cuando lo vio pensó que tenía aspecto de estar abandonado, y así era. Debajo hacía una sombra deliciosamente fresca, y meterse allí resultaba tan refrescante como darse un chapuzón en un día caluroso.

Descansó hasta que le despertó Eric Hickman. Aunque no dormía en el sentido literal del término; en lugar de ello había adoptado una postura de inmovilidad total en la que no pensaba en nada y, sin embargo, estaba completamente alerta. Escuchó el sonido de los pies de Eric arrastrándose y arañando el suelo desde doce metros de distancia, y levantó la cabeza. Eric bizqueaba detrás de sus gafas en el sol de la tarde. Siempre lo hacía -cuando leía o cuando estaba concentrado pensando-, un hábito que le daba siempre a su cara un aspecto simiesco. Una mueca tan desagradable que de forma natural provocaba en quienes lo miraban el deseo de darle un motivo verdadero por el que hacer muecas.

– Francis -dijo Eric en un susurro audible.

Llevaba un paquete grasiento de papel marrón que bien podía ser su almuerzo, y al verlo Francis sintió una fuerte punzada de hambre, pero no salió de su escondite.

– Francis, ¿estás ahí abajo? -susurró, o más bien gritó Eric una vez más antes de desaparecer.

Francis había querido dejarse ver, pero fue incapaz, lo que lo detuvo fue la idea de que Eric estaba allí con el único propósito de hacerle salir. Se imaginó a un equipo de francotiradores agazapados sobre las montañas de basura, vigilando la carretera por las mirillas de sus rifles, atentos a cualquier indicio del grillo gigante y asesino. Así que se quedó donde estaba, acurrucado y tenso, vigilando los montículos de desperdicios y pendiente del más mínimo movimiento. Una Uta cayó haciendo un ruido metálico y contuvo la respiración. Había sido sólo un cuervo.

Pasado un rato, tuvo que admitir que se había dejado vencer por el miedo. Eric había venido, y entonces comprendió que nadie lo estaba buscando, porque nadie creería a su padre cuando contara lo que había visto. Si intentaba contar que había descubierto a un insecto gigante en el dormitorio de su hijo agazapado junto al cuerpo eviscerado de éste, tendría suerte si no terminaba en el asiento trasero de un coche de policía, de camino al ala de psiquiatría de la prisión de Tucson. Ni siquiera lo creerían si les decía que su hijo había muerto. Después de todo, no había cuerpo, ni tampoco restos de la antigua piel. La secreción lechosa que había brotado de la extremidad trasera de Francis la habría derretido ya por completo.

El último Halloween, su padre había pasado una noche en comisaría después de un episodio de delírium trémens producido por el alcohol, con lo que su credibilidad como testigo era más bien escasa. Ella podría confirmar su historia, pero su palabra no valía mucho más, ya que llamaba a la redacción del Sucedió en Calliphora, en ocasiones hasta una vez al mes, para informar de que había visto nubes con la apariencia de Jesucristo. Tenía un álbum de fotos de nubes que, según ella, llevaban el rostro de Su Salvador. Francis lo había ojeado, pero fue incapaz de reconocer ninguna personalidad religiosa, aunque sí admitió que había una nube que parecía un hombre gordo con un gorro turco.

La policía local lo buscaría, claro, pero no estaba seguro de cuánto interés pondrían en la investigación. Tenía dieciocho años -y por tanto libertad para hacer lo que quisiera-, y a menudo faltaba al colegio sin justificante. Tan sólo había unos pocos policías en Calliphora: el sheriff George Walker y tres agentes a media jornada. Eso limitaba mucho las posibilidades de una búsqueda, y, además, había otras cosas que hacer en un bonito día como éste, sin viento: perseguir a espaldas mojadas, por ejemplo, o apostarse en un recodo de la carretera y esperar a que pasaran adolescentes de camino a Phoenix y multarlos por exceso de velocidad.

Sin embargo, empezaba a resultarle difícil preocuparse de si lo estaban buscando, ya que soñaba otra vez con las chocolatinas. No recordaba la última vez que había tenido tanta hambre.

Aunque el cielo seguía claro y brillante como una superficie esmaltada de azul, las sombras vespertinas habían alcanzado el vertedero conforme el sol desaparecía detrás del saliente de la montaña, al oeste. Francis salió de debajo del remolque y avanzó por entre la basura, deteniéndose ante una bolsa abierta cuyo interior se había derramado. Escarbó con las antenas entre los desperdicios, y entre papeles arrugados, vasos de papel rotos y pañales usados descubrió un chupa-chups rojo y sucio. Se inclinó hacia delante y con torpeza consiguió llevárselo a la boca con palillo y todo, sujetándolo entre las mandíbulas mientras babeaba sobre el polvo.

Una intensa explosión de un dulzor empalagoso le llenó la boca y sintió que el corazón se le aceleraba, pero un instante después notó un horrible cosquilleo en el tórax y la garganta pareció cerrársele. Sintió ganas de vomitar y escupió el chupa-chups, asqueado. No tuvo mejor suerte con unos restos de alitas de pollo. La escasa carne y la grasa que quedaban adheridas a los huesos sabían rancias y le provocaron arcadas.

Unos moscardones revoloteaban hambrientos sobre el montón de basura. Francis los miró con resentimiento y consideró la posibilidad de comérselos. Después de todo, algunos bichos se alimentaban de otros bichos, pero no sabía cómo atraparlos sin manos (aunque tenía la sensación de que reflejos no le faltaban) y además media docena de moscardones a duras penas le saciarían. Irritado y con dolor de cabeza por el hambre, pensó en los grillos con caramelo y en todos los otros bichos que se había comido. Por eso le había pasado esto, dedujo, y entonces se acordó de aquel amanecer a las dos de la madrugada y de cómo las oleadas de viento caliente habían azotado la gasolinera con tal fuerza que del tejado se desprendió polvo.

El padre de Huey Chester, Vern, había atropellado una vez un conejo a la entrada de su casa y cuando salió del coche se encontró un extraño animal con cuatro ojos de color rosa. Lo llevó al pueblo para enseñarlo a la gente, pero entonces un biólogo acompañado de un oficial y dos soldados armados con ametralladoras lo reclamaron y le pagaron a Vern quinientos dólares a cambio de que firmara una declaración comprometiéndose a no hablar más del asunto. Y en otra ocasión, una semana después de uno de los ensayos en el desierto, una niebla densa y húmeda que despedía un repugnante hedor a tocino frito se había propagado por todo el pueblo. Era tan espesa que hubo que cerrar la escuela, el supermercado y la oficina de correos. Las lechuzas volaban durante el día y a todas horas resonaban pequeñas explosiones y truenos en la húmeda oscuridad. Los científicos del desierto estaban agujereando el cielo y la tierra, y tal vez hasta el tejido del universo. Habían prendido fuego a las nubes y por primera vez Francis comprendió que era un ser contaminado, una aberración que un oficial armado con un talonario y un maletín lleno de documentos legales se ocuparía de aniquilar y ocultar. Le había resultado difícil llegar a esta conclusión, porque Francis siempre se había sentido contaminado, un bicho raro que los demás no querían ver.

Lleno de frustración, se alejó de la bolsa abierta de basura y siguió avanzando sin pensar. Sus extremidades posteriores adaptadas al salto lo impulsaron hacia arriba y las láminas córneas a su espalda empezaron a batir con furia. El estómago le dio un vuelco mientras se alejaba cada vez más de la tierra ennegrecida y alfombrada de mugre. Pensaba que se caería, pero no lo hizo y se encontró desplazándose por el aire y aterrizando un momento después en una de las gigantescas montañas de desperdicios, donde todavía daba el sol. Entonces exhaló el aire con fuerza y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.

Permaneció así unos segundos en equilibrio, abrumado por una desconcertante sensación de pequeños pinchazos en los extremos de sus antenas. Había trepado, corrido, nadado -no, por Dios, ¡había volado!- a través de diez metros del cielo de Arizona. Durante un rato se negó a considerar lo que había ocurrido, le daba miedo pensar en ello con detenimiento y, de nuevo, se lanzó al aire. Sus alas producían un zumbido casi mecánico, y se vio a sí mismo planeando ebrio por el cielo, sobre un mar de alimentos y objetos en descomposición. Por un momento olvidó que necesitaba comer algo. También que, sólo unos segundos antes, había experimentado algo cercano a la desesperanza. Dobló las patas hasta pegarlas a los costados de su caparazón y, sintiendo el aire en la cara, miró hacia abajo, a la tierra baldía situada a más de treinta metros de distancia, fascinado por la extraña sombra que su cuerpo proyectaba sobre ella.

3

Cuando se puso el sol, pero aún había luz en el cielo, Francis volvió a casa. No tenía otro sitio adonde ir y estaba terriblemente hambriento. Eric era otra posibilidad, claro, pero para llegar hasta su domicilio tendría que cruzar varias calles y sus alas no le permitían volar tan alto como para no ser visto. Estuvo agazapado largo rato en la maleza que bordeaba el aparcamiento de la gasolinera. Los surtidores estaban desconectados y las persianas de la oficina delantera bajadas. Su padre nunca había echado el cierre tan temprano. En este extremo de Estrella Avenue, el silencio era total y excepto algún camión que pasaba de vez en cuando no había señales de movimiento ni de vida. Se preguntó si su padre estaría en casa, aunque era incapaz de imaginar otra posibilidad. Buddy Kay no tenía otro sitio al que ir.

Cruzó mareado y tambaleándose la gravilla hasta la mosquitera de la puerta de entrada. Después se irguió sobre las patas traseras y miró hacia el cuarto de estar. Lo que vio allí era tan poco habitual que lo desorientó y debilitó, haciéndole perder el equilibrio. Su padre estaba tumbado en el sofá, de costado, y con la cara hundida en el pecho de Ella. Parecía dormir. Ella le tenía sujeto por los hombros y entrelazaba sus dedos gordezuelos y llenos de anillos sobre su espalda. Buddy estaba prácticamente fuera del sofá, ya que no había sitio suficiente para él y daba la impresión de que iba a asfixiarse con la cara apretada de esa manera contra las tetas de Ella. Francis no consiguió recordar la última vez que los había visto abrazados así y había olvidado lo pequeño que parecía su padre en comparación con la gigantesca Ella. Con la cabeza hundida en su pecho, parecía un niño que tras llorar en brazos de su madre se ha quedado por fin dormido. Eran tan viejos y estaban tan solos, parecían tan vencidos, que verlos así -dos figuras abrazadas frente a la adversidad- le produjo una punzante sensación de pesar. Su pensamiento siguiente fue que su vida con ellos había llegado a su fin. Si se despertaban y lo veían volverían los gritos y los desmayos, aparecerían la policía y las escopetas.

Desesperado, se disponía a darse la vuelta y volver al vertedero, cuando vio una ensaladera sobre la mesa, a la derecha de la puerta. Ella había hecho ensalada de tacos. No alcanzaba a ver el interior del recipiente, pero identificó su contenido por el olfato. Nada escapaba ahora a su olfato: ni el olor acre a óxido de la mosquitera de la puerta de entrada ni el de moho en las raídas alfombras; también podía oler los fritos de maíz, la carne picada macerada con salsa y el regusto a pimienta del aliño. Imaginó grandes hojas de lechuga empapadas en los jugos del taco y empezó a salivar.

Se inclinó hacia delante alargando el cuello para intentar ver el interior de la ensaladera. Los ganchos dentados en que terminaban sus patas delanteras empujaron la puerta, y antes de que fuera consciente de lo que hacía, ésta se había abierto cediendo al peso de su cuerpo. Entró y miró de reojo a su padre y a Ella, ninguno de los cuales se movió.

El gozne estaba viejo y deformado, así que cuando hubo entrado la puerta no se cerró enseguida detrás de él, sino que lo hizo despacio y con un chirrido seco, encajándose en el marco de madera. El suave golpe bastó para que el corazón de Francis le saltara dentro del pecho. Pero su padre sólo pareció hundirse más entre los pechos de Ella. Francis avanzó sigilosamente hasta la mesa y se inclinó sobre la ensaladera. No quedaba nada, salvo un poso grasiento de salsa y unas cuantas hojas de lechuga pegadas a las paredes del recipiente. Trató de pescar una, pero sus manos ya no eran manos. La cuchilla con forma de espátula en que terminaba su pata delantera golpeó el interior de la ensaladera, volcándola. Trató de agarrarla, pero ésta rebotó en su pezuña ganchuda y cayó al suelo con ruido de cristales rotos.

Francis se agachó, tenso. Detrás de él, Ella gimió confusa, despertándose. Después se oyó un chasquido. Francis volvió la cabeza y vio a su padre, de pie, a menos de un metro de él. Llevaba despierto desde antes de que se cayera la ensaladera -Francis se dio cuenta inmediatamente-, tal vez incluso llevaba fingiendo dormir desde el principio. Tenía el arma en una mano, abierta y lista para ser cargada y con la culata sujeta bajo la axila. En la otra mano sujetaba una caja de munición. Había tenido la escopeta todo el tiempo, escondida entre su cuerpo y el de Ella.

– Bicho asqueroso -dijo, mientras abría con el dedo pulgar la caja de munición-. Supongo que ahora me creerán.

Ella cambió de postura, asomó la cabeza por detrás del sofá y profirió un grito ahogado:

– Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

Francis trató de hablar, de suplicarles que no le hicieran daño, que él no les haría nada. Pero de su garganta sólo salió aquel sonido, como cuando alguien agita con furia un trozo de metal flexible.

– ¿Por qué hace ese ruido? -gritó Ella. Intentaba ponerse de pie, pero estaba demasiado hundida en el sofá y no conseguía incorporarse-. ¡Aléjate de él, Buddy!

Buddy la miró.

– ¿Cómo que me aleje? Lo voy a volar en pedazos. Ese mierda de George Walker se va a enterar… Ahí de pie… riéndose de mí. -Él también rió, pero las manos le temblaban y las balas se le cayeron al suelo con un martilleo-. Mañana mi foto estará en la primera página de todos los periódicos.

Sus dedos encontraron por fin la bala y la metió en la escopeta. Francis dejó de intentar hablar y alzó las patas delanteras, con los garfios serrados levantados en un gesto de rendición.

– ¡Está haciendo algo! -chilló Ella.

– ¿Quieres hacer el favor de callarte, zorra histérica? -dijo Buddy-. No es más que un bicho, por muy grande que sea, y no tiene ni puta idea de lo que estoy haciendo.

Giró la muñeca, y la bala se encajó en la recámara.

Francis embistió con la intención de apartar a Buddy y dirigirse a la puerta, pero su pata derecha cayó y la guadaña esmeralda en que terminaba asestó una cuchillada roja de la misma longitud que el rostro de Eddy. El tajo empezaba en su sien derecha, saltaba la cuenca del ojo, pasaba por el puente de la nariz y por encima del otro ojo y se prolongaba diez centímetros por su mejilla izquierda. Buddy abrió la boca de par en par, de forma que parecía sorprendido, como un hombre al que acaban de acusar de un crimen que no ha cometido y al que la conmoción ha dejado sin habla. La escopeta se disparó con un fuerte estruendo que hizo estremecerse las hipersensibles antenas de Francis. Parte de la bala le alcanzó en el hombro con un dolor punzante, y el resto se empotró en la pared de escayola que había a su espalda. Francis gritó de miedo y dolor: otro de esos sonidos metálicos distorsionados y cantarines, sólo que esta vez era agudo y penetrante. Dejó caer la otra pata con la fuerza de un hacha e impulsada por el peso de todo su cuerpo, golpeando el pecho de su padre, y pudo sentir su impacto en todas las articulaciones de la extremidad.

Francis trató de arrancar la pata del torso de su padre, pero en lugar de eso lo levantó del suelo alzándolo en el aire. Ella gritaba sujetándose la cara con ambas manos, mientras Francis meneaba la pata arriba y abajo tratando de que su padre se desprendiera de la guadaña que lo apresaba. Buddy parecía una masa invertebrada agitando brazos y piernas inútilmente. El sonido de los gritos de Ella le resultaba a Francis tan doloroso que pensó que se iba a desmayar. Lanzó a su padre contra la pared y toda la gasolinera tembló. Esta vez, cuando Francis retiró la pata, Buddy no vino con ella, sino que se deslizó hasta el suelo con la espalda pegada a la pared y las manos cruzadas sobre su pecho perforado y dejando un reguero oscuro detrás de él. Francis no supo qué había sido del arma. Ella, arrodillada en el sofá, se mecía hacia atrás y hacia delante chillando y arañándose la cara, sin saber lo que hacía. Francis se abalanzó sobre Ella y la hizo pedazos con sus manos de cuchilla. Sonaba como una cuadrilla de trabajadores cavando en el barro, y durante varios minutos en la habitación no se escuchó más que aquel ruido de furiosas paletadas.

4

Francis permaneció escondido bajo la mesa durante largo rato, esperando a que alguien viniera y pusiera fin a todo aquello. Sentía latigazos de dolor en el hombro y un pulso acelerado en la garganta. Nadie vino.

Transcurrido un tiempo, salió y gateó hasta donde estaba su padre. Buddy tenía sólo la cabeza apoyada en la pared y el resto del cuerpo yacía desparramado en el suelo. Siempre había sido un hombre extremadamente delgado, esquelético, pero en aquella postura, con la barbilla caída sobre el pecho, de pronto parecía gordo y distinto, con doble papada y carrillos fofos. Francis comprobó que era capaz de acomodar su cabeza en las palas cóncavas que ahora eran sus manos… y también sus armas de matar. En cuanto a Ella, se sentía incapaz de ver lo que le había hecho.

Le dolía el estómago y notaba de nuevo la presión intensa y gaseosa de por la mañana. Deseaba poder decirle a alguien que lo sentía, que aquello era algo horrible y que le gustaría poder volver atrás, pero no había nadie con quien pudiera hablar y, aunque lo hubiera, no le entenderían, con su nueva voz de saltamontes. Quería llorar, pero en lugar de eso se tiró varios pedos que mojaron la alfombra de una espuma blanca y salpicaron el torso de su padre, empapando su camiseta y corroyéndola con un siseante chisporroteo. Francis giró la cara de Buddy en una y otra dirección, buscando devolverle su aspecto habitual, pero era inútil. Mirara hacia donde mirara se había convertido en alguien diferente, en un extraño.

Un olor a tocino quemado captó su atención y cuando bajó la vista reparó en que el estómago de su padre se había hundido hacia dentro y se había convertido en un cuenco rebosante de una especie de caldo rosa; los rojos huesos de sus costillas brillaban y tenían adheridos jirones de tejido fibroso. El estómago de Francis se encogió de hambre, un hambre dolorosa y desesperada. Se acercó para que sus antenas detectaran lo que había allí, pero no pudo esperar más, no pudo contenerse y se tragó las entrañas de su padre a grandes bocados mientras chasqueaba las mandíbulas con fruición. Devoró hasta su última víscera y después se alejó tambaleándose, casi ebrio. Los oídos le zumbaban y le dolía el vientre, de tan saciado que estaba. Así que gateó hasta meterse debajo de la mesa y descansó.

A través de la mosquitera de la puerta podía ver un tramo de carretera. Todavía mareado por el festín, observó a algún que otro camión pasar de largo de camino al desierto. La luz de sus faros parecía rozar el asfalto al enfilar una pequeña pendiente y después desaparecían a toda velocidad, ajenos a todo. La visión de aquellos faros deslizándose sin esfuerzo por la oscuridad le hizo recordar lo que sintió al despegar del suelo y elevarse por el aire de un gran salto.

Pensar en surcar el aire le hizo desear respirar un poco, así que se arrastró hasta la puerta, ya que estaba demasiado ahíto como para volar. Aún le dolía el vientre. Caminó hasta el centro del aparcamiento de grava, inclinó la cabeza hacia atrás y observó el cielo de la noche. La Vía Láctea era un río espumoso y brillante. Oía a los grillos entre la hierba, su extraña música de theremín, un zumbido quejumbroso que subía y bajaba de intensidad. Llevaban tiempo llamándolo, supuso.

Caminó sin miedo hasta el centro de la autopista, esperando a que llegara algún camión y la luz de sus faros lo engullera…aguardó a oír el chirrido de los frenos y el grito ronco y aterrorizado. Pero no pasó ningún coche. Se sentía empachado y caminaba despacio, sin interesarle lo que pudiera ocurrir. Ignoraba hacia dónde se dirigía y no le importaba. El hombro no le dolía apenas, ya que la bala no había perforado su caparazón -eso era imposible- y sólo le había arañado la carne de debajo.

Una vez había ido con su padre al vertedero con la escopeta y se habían turnado para disparar a latas, ratas, gaviotas. «Imagina que son los putos alemanes», le había dicho su padre. Francis no sabía qué aspecto tenían los soldados alemanes, así que imaginó que disparaba a sus compañeros del colegio. El recuerdo de aquel día en el vertedero le hizo sentir cierta nostalgia de su padre. Habían pasado algunos buenos ratos juntos y después Buddy siempre preparaba una buena cena. ¿Qué más se podía pedir a un padre?

Cuando el cielo empezó a teñirse de rosa por el este, se encontró detrás del colegio. Había llegado hasta allí involuntariamente, impulsado tal vez por el recuerdo de aquella tarde en la que salió a disparar con su padre. Estudió el alto edificio de ladrillo con sus hileras de pequeñas ventanas y pensó: «Qué colmena más fea». Incluso las avispas sabían hacerlo mejor, construían sus casas en las ramas altas de los árboles, de forma que en primavera quedaban ocultas entre las flores de dulce aroma, sin nada que perturbara su descanso, excepto el soplo fresco de la brisa.

Un coche entró en el aparcamiento y Francis se escabulló hacia un lado del edificio y dobló la esquina hasta quedar oculto. Oyó cerrarse la puerta del coche y siguió gateando hacia atrás. Miró hacia un lado y vio las ventanas que daban al sótano. Empujó con la cabeza una de ellas, las viejas bisagras cedieron y la puerta se abrió hacia dentro, haciéndole caer.

Esperó en completo silencio en una esquina del sótano, detrás de unas cañerías perladas de agua helada, mientras los primeros rayos de sol penetraban por las ventanas más altas. Al principio la luz era débil y gris, después se tornó de un delicado tono limón e iluminó lentamente el espacio a su alrededor, dejando ver una segadora de césped, hileras de sillas metálicas plegadas y latas de pintura apiladas. Descansó largo tiempo sin dormir, con la mente en blanco pero alerta, igual que el día anterior, cuando se refugió bajo el viejo remolque en el vertedero. El sol se reflejaba ya con luz de plata en las ventanas orientadas al este cuando escuchó los primeros ruidos de taquillas cerrándose sobre su cabeza y pisadas en el suelo de arriba y voces sonoras y potentes.

Avanzó hasta las escaleras y trepó por ellas. Conforme se acercaba a las voces éstas parecían, sin embargo, alejarse de él, como si un creciente silencio lo envolviera. Pensó en La Bomba, aquel sol carmesí ardiendo en el desierto a las dos de la mañana, y en el viento que azotó la gasolinera. Y del humo salieron langostas sobre la tierra. Conforme trepaba se sintió invadido de una euforia creciente, una nueva, repentina e intensa razón de ser. La puerta al final de la escalera estaba cerrada y no sabía cómo abrirla, así que la golpeó con uno de sus garfios. La puerta tembló en el marco. Esperó.

Por fin se abrió. Al otro lado estaba Eric Hickman y, detrás de él, el vestíbulo rebosaba de chicos y chicas guardando sus pertenencias en sus taquillas y charlando a voz en grito, pero para Francis era como ver una película sin sonido. Unos pocos muchachos miraron en su dirección, lo vieron y se quedaron paralizados, congelados en posturas antinaturales junto a sus taquillas. Una chica de pelo rojizo abrió la boca para hablar; sujetaba un montón de libros que, uno por uno, fueron cayendo al suelo con gran estrépito.

Eric lo miró a través de los cristales grasientos de sus gafas ridículamente gruesas. Conmocionado, dio un respingo y después retrocedió un paso, la boca abierta en una mueca de incredulidad.

– Alucinante -dijo, y Francis le oyó claramente.

Se abalanzó sobre él y le clavó las mandíbulas en la garganta como si fueran unas tijeras de podar setos. Lo mató a él primero porque lo apreciaba. Eric cayó al suelo agitando las piernas en un baile inconsciente y final, y un chorro de su sangre salpicó a la chica de pelo rojizo, que no se movió, sino que permaneció allí quieta, gritando. Entonces todos los sonidos estallaron a la vez, ruidos de puertas de taquillas golpeadas, pies corriendo y súplicas a Dios. Francis salió disparado, impulsándose con su patas traseras y abriéndose paso sin esfuerzo entre la gente, golpeándola o haciéndola caer de bruces al suelo. Alcanzó a Huey Chester al final del pasillo mientras trataba de escapar, le atravesó el abdomen con una de sus pezuñas serradas y lo elevó en el aire. Huey se deslizó entre estertores por el brazo verde acorazado de Francis, mientras seguía agitando las piernas en un cómico pedaleo, como si todavía estuviera intentando huir.

Francis retrocedió sobre sus pasos arrasando lo que encontraba en su camino, aunque perdonó a la muchacha de cabello rojizo, que rezaba de rodillas y con las manos juntas. Mató a cuatro en el vestíbulo antes de subir al piso de arriba. Encontró a seis más acurrucados bajo las mesas del laboratorio de biología y también los mató. Entonces decidió que, después de todo, mataría también a la chica de cabello rojizo, pero cuando regresó al piso de abajo ésta se había marchado.

Estaba arrancando jirones de carne del cuerpo de Huey Chester y comiéndoselos cuando escuchó el eco distorsionado de un megáfono. Saltó a una pared y caminó cabeza abajo por el techo hasta llegar a una ventana cubierta de polvo. Había todo un ejército de camiones aparcados en un extremo de la calle, y soldados amontonando sacos de arena. Escuchó un fuerte ruido metálico y el traqueteo de un motor, y levantó la vista hacia Estrella Avenue. También habían traído un tanque. Bien, pensó. Lo iban a necesitar.

Golpeó la ventana con su garra dentada y las esquirlas de cristal volaron por los aires. Fuera, varios hombres gritaban. El día era luminoso y el viento soplaba levantando nubes de polvo. El tanque se detuvo con esfuerzo y la torreta empezó a girar. Alguien gritaba órdenes por un megáfono y los soldados se echaban cuerpo a tierra. Francis tomó impulso y echó a volar, sus alas hacían un sonido mecánico semejante al de la madera perforada por una sierra circular. Mientras se elevaba sobre el edificio del colegio rompió a cantar.

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