Capítulo 9

Un poco más tarde, esa misma noche, mientras la niebla se tornaba más densa, Rodney Hopper pensó que la plantación de Lawson tenía toda la pinta de estar lista para un concierto de Barry Manilow.

Durante los últimos veinte minutos había estado ocupado dirigiendo el tráfico hacia los terrenos que habían habilitado para aparcar los coches de los invitados, contemplando con desconcierto la procesión de individuos eufóricos que se dirigían hacia la puerta. Hasta ese momento había visto a los doctores Benson y Tricket; a Albert, el dentista; a los ocho miembros del Consistorio, entre ellos Tully y Jed; al alcalde y al personal de la Cámara de Comercio; a toda la junta directiva de la escuela; a los nueve comisionados del condado; a los voluntarios de la Sociedad Histórica; a tres contables; a todo el personal del Herbs; al barman del Lookilu; al barbero, e incluso a Toby, quien a pesar de que se dedicaba a limpiar las fosas sépticas del pueblo, tenía un aspecto remarcablemente distinguido. La plantación de Lawson ni siquiera estaba tan concurrida en Navidad, cuando la decoraban hasta límites inimaginables y permitían el acceso libre a todos los de la localidad el primer viernes de diciembre.

Sin embargo, esta vez era diferente. No era una celebración en la que los amigos y los familiares se reunieran para disfrutar de la compañía antes de la locura y las prisas de las fiestas navideñas. La finalidad del evento era honorar a alguien que no tenía nada que ver con el pueblo y al que el lugar le importaba claramente un pimiento. Incluso peor: aunque estaba allí por una cuestión oficial, de repente Rodney tuvo la certeza de que no debería ni haberse preocupado por planchar la camisa y lustrarse los zapatos, puesto que dudaba que Lexie se fijara en esa clase de detalles.

Lo sabía todo sobre ese par. Después de que Doris regresara al Herbs para hacerse cargo de la cena, el alcalde se había dejado caer por el restaurante y había mencionado las ominosas noticias sobre Jeremy y Lexie, y Rachel lo había llamado sin perder ni un segundo. Rachel, pensó, era un cielo en ese sentido; siempre lo había sido. Sabía lo que él sentía por Lexie y no le gastaba bromas al respecto como el resto de sus amigos. De todos modos, tuvo la impresión de que a ella tampoco le hizo ni pizca de gracia que los dos fueran juntos a la fiesta. Pero Rachel sabía ocultar mejor sus sentimientos que él, y justo en ese momento Rodney hubiera preferido estar en cualquier otro lugar menos en la plantación de Lawson. Le molestaba todo, absolutamente todo, lo referente a esa noche.

Especialmente el modo en que se estaba comportando toda la población. No recordaba haber visto a los muchachos tan excitados ante las perspectivas del futuro del pueblo desde que Raleigh News amp; Observer envió a un reportero para escribir un artículo sobre Jumpy Walton, quien intentaba construir una réplica del rudimentario avión de los hermanos Wright y en el que pensaba volar en conmemoración del centésimo aniversario de la aviación en Kitty Hawk. Jumpy, al que todos sabían que le faltaban un par de tornillos, llevaba tiempo proclamando que prácticamente ya había terminado la réplica, pero cuando abrió los portones del granero para mostrar con pleno orgullo su obra maestra, el reportero se dio cuenta de que Jumpy no tenía ni idea de lo que hacía. En el granero, la réplica se asemejaba a una versión gigante y retorcida de un pollo hecho con alambres y paneles chapados.

Y ahora el pueblo había depositado todas sus esperanzas en la existencia de fantasmas en el cementerio y en que el urbanita consiguiera atraer al mundo entero hasta la mismísima puerta de Boone Creek precisamente gracias a esos fantasmas. Rodney tenía serias dudas de que el plan saliera como todos esperaban. Además, francamente, le importaba un comino si el mundo entero venía o no. Lo único que quería era que Lexie continuara formando parte de su mundo.


En el otro extremo del pueblo y casi a la misma hora, Lexie se asomó al porche de su casa justo en el momento en que Jeremy doblaba la esquina de su calle con un ramo de flores silvestres en la mano. «Qué detalle más agradable», pensó ella, y de repente deseó que él no se diera cuenta de su nerviosismo.

A veces ser mujer suponía todo un reto, y esa noche el reto era más que considerable. Primero porque no estaba segura de si se trataba de una cita formal o no. Desde luego la situación se asemejaba más a una cita que su rápida escapada al mediodía, pero no se trataba exactamente de una cena romántica para dos, y no estaba segura de si habría aceptado algo similar. Después también estaba la cuestión de la imagen y el aspecto que deseaba proyectar, no sólo con Jeremy sino con el resto de los que los verían aparecer juntos. Si además añadía que se sentía mucho más a gusto con unos vaqueros viejos y que no tenía intención de lucir ningún jersey escotado, toda la cuestión se tornaba tan confusa que finalmente Lexie tiró la toalla. Al final se decidió por una imagen profesional: un traje pantalón de color marrón con una blusa de color marfil.

En cambio, él se había decantado por una imagen funeraria: todo de negro, a lo Johnny Cash, como si la ocasión no le importara lo suficiente como para elegir un traje más festivo.

– Vaya, veo que no has tenido problemas para llegar hasta aquí -comentó Lexie a modo de saludo.

– No ha sido tan difícil -reconoció Jeremy-. Me mostraste tu casa cuando estábamos en la cima de Riker's Hill, ¿recuerdas? -Le entregó las flores-. Son para ti.

Ella las aceptó con una sonrisa adorable, incluso sensual, aunque a Jeremy le pareció que el término «adorable» era más apropiado.

– Gracias. ¿Qué tal te ha ido con los diarios?

– Muy bien, aunque hasta ahora no he encontrado nada espectacular en los que he leído.

– No desesperes -apuntó ella con una sonrisa enigmática-. Quién sabe lo que vas a encontrar. -Se acercó el ramo de flores a la nariz-. Son muy bonitas. Dame un segundo para que las ponga en un jarrón con agua y coja un abrigo.

– Te esperaré aquí -dijo Jeremy al tiempo que abría las manos, mostrando las palmas.

Un par de minutos más tarde ya estaban en el coche, conduciendo a través del pueblo en dirección opuesta al cementerio. Entre tanto, la niebla continuaba espesándose, y Lexie se dedicó a indicarle a Jeremy por qué calles tenía que ir hasta que llegaron a una carretera más amplia, flanqueada por unos magníficos robles que parecían centenarios. Aunque él no podía divisar la casa, aminoró la marcha cuando se acercó a una elevada valla de setos que supuso que debía de bordear toda la finca. Se inclinó hacia el volante, preguntándose qué dirección debía tomar.

– Aparca por aquí, si quieres -sugirió Lexie-. No creo que encuentres aparcamiento más adelante, y además, seguramente te interesará poder sacar el coche más tarde, cuando decidas marcharte.

– ¿Estás segura? Si ni siquiera podemos ver la casa.

– Confía en mí. ¿Por qué crees que he cogido el abrigo largo?

Jeremy dudó sólo unos instantes antes de decidirse. ¿Por qué no? Y unos momentos más tarde, los dos estaban caminando por la carretera. Lexie luchaba para que el viento no le abriera el abrigo. Siguieron la curva de la valla de setos, y de repente, la vieja mansión georgiana apareció en toda su gloria delante de ellos.

Sin embargo, lo primero que Jeremy vio no fue la casa, sino los coches: un montón de coches, aparcados de forma aleatoria, con los morros apuntando en todas direcciones como si planearan escapar de allí de la forma más práctica posible. Y seguían llegando más vehículos que, o bien daban vueltas alrededor de ese enorme caos de coches mal aparcados, mostrando las luces de los frenos constantemente, o bien intentaban entrar con calzador en los escasos espacios libres que quedaban.

Jeremy se detuvo y contempló la escena.

– Pensé que se trataba de una fiestecita, algo más íntimo, parecido a una reunión familiar.

Lexie asintió.

– Esta es la versión que el alcalde tiene de una fiestecita. Note olvides de que conoce prácticamente a todo el mundo condado.

– ¿Y tú sabías que sería un acontecimiento de esta magnitud?

– Claro.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– No me canso de repetírtelo: porque no me lo preguntante. Y además, pensé que ya lo sabrías.

– ¿Cómo quieres que me imaginara que el alcalde a organizar una cosa así?

Ella sonrió y desvió la vista hacia la casa.

– Realmente es impresionante, ¿no crees? Aunque eso no significa que crea que te merezcas esta clase de recepción.

Jeremy arrugó la nariz, con aire divertido.

– Empiezo a acostumbrarme a tu encanto sureño.

– Gracias. Y no te preocupes por esta noche. No resultará tan estresante como supones. Todos son muy afables, y si en algún momento te asalta alguna duda, recuerda que eres el invitado de honor.


Según Rachel, Doris demostró ser la organizadora de cenas más eficiente del mundo entero; había montado todo el tinglado sin ningún tropiezo e incluso todavía les había sobrado tiempo En lugar de ocuparse de servir la comida durante la velada, Rachel se estaba dedicando a contonearse entre la multitud con su mejor vestido de fiesta, una imitación de Chanel, cuando diviso a Rodney subiendo las escaleras del porche.

Con su uniforme más que impecable, se dijo que tenía aspecto de un verdadero oficial, como un marine en uno de esos antiguos pósteres de la segunda guerra mundial que adornaban las salas de la asociación de los Veteranos de Guerras en el Extranjero en Main Street. Los otros ayudantes del sheriff tenían las barrigas demasiado llenas de michelines y de Budweisers; pero en sus horas libres, Rodney se dedicaba a levantar pesas en el gimnasio que había improvisado en su garaje. Siempre tenía la puerta del garaje abierta mientras practicaba, y a veces, cuando Rachel regresaba a casa después del trabajo, se detenía para charlar un rato con él, como buenos y viejos amigos que eran. Habían sido vecinos desde chiquillos, y su madre guardaba fotos de los dos bañándose juntos en la bañera. La gran mayoría de los viejos amigos no podían jactarse de lo mismo.

Rachel sacó una barra de carmín del bolso y se retocó los labios, plenamente consciente de lo que sentía por él. Cada uno había hecho su vida por separado, pero en los dos últimos años las cosas habían cambiado. Dos veranos antes, habían acabado sentándose muy cerca en el Lookilu, y ella se había fijado en la expresión de la cara de Rodney mientras éste miraba atentamente las trágicas noticias en la televisión sobre un joven que había muerto en un accidente de tráfico en Raleigh. Ver cómo a Rodney se le humedecían los ojos por la pérdida de un desconocido le afectó de una manera que no podía imaginar. Y le sucedió lo mismo, por segunda vez, durante la pasada Semana Santa, cuando el Departamento del sheriff patrocinó la búsqueda oficial de los huevos de Pascua que el Ayuntamiento organizaba en la Logia Masónica, y él la apartó hasta un rincón y le desveló algunos de los lugares más difíciles donde había escondido los huevos. Parecía más excitado que los niños, lo que contrastaba plenamente con sus bíceps hinchados, y entonces Rachel recordó que en esos momentos se dijo que Rodney sería la clase de padre de la que cualquier esposa se sentiría más que orgullosa.

Mirando hacia atrás, calculó que fue justamente entonces cuando sus sentimientos hacia Rodney cambiaron. No era que se hubiera enamorado de él en ese preciso instante, pero fue el momento en que se dio cuenta de que tenía alguna posibilidad con él, por reducida que ésta fuera. Rodney bebía los vientos por Lexie. Siempre había estado enamorado de ella y siempre lo estaría, y Rachel hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que nada podría cambiar lo que él sentía por ella. A veces no le resultaba nada fácil, pero había días en que no le importaba en absoluto. No obstante, últimamente tenía que admitir que las veces en que eso no le importaba eran cada vez más escasas.

Rachel se abrió paso entre el hervidero de gente al tiempo que lamentaba haber sacado a colación el tema de Jeremy Marsh al mediodía. Tendría que haber sabido qué era lo que le preocupaba a Rodney. A esas horas parecía que todo el pueblo hablaba sobre Lexie y Jeremy; había empezado el tendero que les había vendido el refrigerio, y luego los cotilleos se habían expandido tan rápido como la pólvora cuando el alcalde anunció que los dos iban a ir juntos a la fiesta. Todavía le gustaría ir a Nueva York pero mientras recordaba mentalmente la conversación con Jeremy, se dio cuenta de que posiblemente él no había tenido intención de invitarla, sino sólo de charlar un rato con ella. No era la primera vez que malinterpretaba lo que le decían.

Pero es que Jeremy Marsh era simplemente… perfecto.

Era culto, inteligente, encantador, famoso y, lo mejor de todo forastero. De ningún modo Rodney podía competir con eso, y Rachel tenía la sospecha de que Rodney lo sabía. Pero Rodney, por otro lado, estaba ahí y no tenía intención de marcharse, lo cual suponía otra clase de ventaja, dependiendo de cómo se enfocara. Y tenía que admitir que, a su modo, también era responsable y apuesto.

– Eh, Rodney -lo saludó ella, sonriendo.

Rodney miró por encima del hombro.

– Ah, hola Rachel. ¿Qué tal?

– Bien, gracias. Vaya fiestecita, ¿eh?

– Genial -proclamó, sin ocultar el sarcasmo en su voz-. ¿Qué tal va todo ahí dentro?

– Muy bien. Ahora mismo acaban de colgar el cartel.

– ¿Qué cartel?

– El de bienvenida a Jeremy Marsh. Su nombre aparece en unas despampanantes letras azules.

Rodney soltó un bufido al tiempo que sentía una ligera opresión en el pecho.

– Genial -volvió a repetir.

– Deberías ver la que el alcalde ha montado; no sólo el cartel y la comida, sino que también le hará entrega de la llave de la ciudad.

– Eso he oído -dijo Rodney.

– Y también han venido los Mahi-Mahis -continuó ella, refiriéndose a un cuarteto cuyos miembros llevaban cuarenta y tres años cantando juntos, y a pesar de que dos de ellos necesitaban usar andadores y uno tenía un tic nervioso que lo obligaba a cantar con los ojos cerrados, eran sin lugar a dudas el grupo más famoso a doscientos kilómetros a la redonda.

– Cojonudo -bramó Rodney de nuevo. En ese momento, Rachel se dio cuenta de su tono disgustado.

– Supongo que no quieres oír nada más sobre la fiesta, ¿no?

– Has acertado.

– Entonces, ¿por qué has venido?

– Tom me lo pidió. No sé cuándo aprenderé a estar alerta para que ese dichoso manipulador no me pille desprevenido; a ver si de ese modo no me dejo convencer tan fácilmente.

– Vamos, hombre, no será tan terrible -comentó ella-. Quiero decir que ya ves cómo va la gente esta noche. Todo el mundo quiere hablar con él. Lexie y él no podrán estar juntos todo el rato, separados del resto de los invitados. Me apuesto lo que quieras a que ni siquiera podrán intercambiar más de diez palabras durante toda la velada. Venga, anímate. Ah, por si te sirve de algo, te he guardado un plato de comida, por si te quedas sin probar bocado.

Rodney dudó unos instantes antes de sonreír. Rachel siempre se mostraba atenta con él.

– Gracias, Rach. -Por primera vez, se fijó en el traje que ella lucía, y sus ojos se detuvieron en los pequeños aros dorados que guarnecían los lóbulos de sus orejas. Entonces añadió-: Estás muy guapa esta noche.

– Gracias.

– ¿Te apetece hacerme compañía durante un rato?

Rachel sonrió.

– Será un placer.


Jeremy y Lexie se abrieron paso hacia la mansión entre la aglomeración de coches aparcados, emitiendo pequeñas nubes de vaho por la boca cada vez que exhalaban. En las escaleras de la entrada, Jeremy vio cómo cada pareja se detenía unos instantes en la puerta antes de entrar, y necesitó sólo un par de segundos para distinguir a Rodney Hopper, de pie, cerca de la puerta. Los ojos de Rodney toparon con los de Jeremy en ese mismo momento, y su sonrisa se tornó rápidamente en una mueca de desagrado. Incluso a distancia, tenía toda la pinta de un ogro celoso, y lo peor de todo: iba armado. Jeremy se sintió particularmente incómodo. Lexie siguió su mirada.

– Oh, no te preocupes por Rodney -lo tranquilizó-. Ahora estás conmigo.

– Eso es precisamente lo que me preocupa -aclaró él-. No sé por qué, pero tengo la impresión de que no le ha hecho ni pizca de gracia que lleguemos juntos a la fiesta.

Lexie sabía que Jeremy tenía razón, aunque se sintió aliviada al ver que Rachel estaba al lado de Rodney. Ella siempre sabía cómo calmarlo, y hacía mucho tiempo que pensaba que sería la mujer perfecta para él. No obstante, todavía no había encontrado la forma de exponérselo a él sin herir sus sentimientos. No era la clase de comentario que pudiera sacar a colación mientras estaban bailando en la fiesta benéfica que cada año organizaban los Shriner, la familia más rica del pueblo.

– Deja que hable yo con él -se ofreció ella.

– Mira, precisamente estaba pensando que eso sería lo mejor.

Rachel se puso visiblemente contenta cuando los vio subir por las escaleras.

– ¡Eh! ¡Vosotros dos! -exclamó cuando los tuvo más cerca. Luego se abalanzó hacia delante y agarró a Lexie cariñosamente por el brazo-. Me encanta tu abrigo, Lex.

– Gracias, Rachel. Tú también vas muy elegante -respondió Lexie.

Jeremy no dijo nada. En lugar de eso, se limitó a examinarse las uñas de los dedos, intentando evitar la mirada asesina con la que Rodney lo estaba acribillando. A continuación se hizo un repentino silencio, y Rachel y Lexie se miraron incómodas. Rachel no tuvo problemas para interpretar la cara de Lexie, y enseguida dio un paso hacia delante.

– Y usted, señor periodista famoso -gritó-. Sólo hay que mirarlo una vez para comprender por qué las mujeres no pararán de suspirar durante toda la noche. -Esbozó una amplia sonrisa-. Siento pedírtelo, Lexie, pero ¿verdad que no te importa si escolto a este rompecorazones hasta dentro? El alcalde lleva rato esperándolo.

– Oh, no te preocupes -repuso Lexie, consciente de que necesitaba hablar un minuto a solas con Rodney. Miró a Jeremy y asintió con la cabeza-. Adelante, en un minuto estoy contigo.

Rachel se agarró al brazo de Jeremy, y antes de que él pudiera darse cuenta, ella lo estaba guiando hacia el interior de la mansión.

– Veamos, cielo, ¿habías estado antes en una plantación del sur tan chic como ésta? -le preguntó Rachel.

– La verdad es que no -contestó Jeremy, preguntándose si lo estaban conduciendo hacia la boca del lobo.

Lexie hizo un gesto en señal de gratitud hacia su amiga, y Rachel le guiñó el ojo. Después se volvió hacia Rodney.

– No es lo que piensas -empezó a decir, y Rodney levantó las manos para indicarle que no continuara.

– Mira, no tienes por qué darme ninguna explicación. No es la primera vez que pasa, ¿recuerdas?

Lexie sabía que se refería al señor sabelotodo, y su primera reacción fue decirle que se equivocaba. Quería decirle que esta vez no iba a dejarse llevar por sus sentimientos, pero sabía que ya había hecho esa misma promesa con anterioridad. Eso fue lo que le dijo a Rodney cuando, con mucho tacto, él intentó prevenirla de que el señor sabelotodo no albergaba ninguna intención de quedarse en el pueblo.

– Me encantaría saber qué responder -declaró Lexie, odiando la nota de culpabilidad en su voz.

– Ya te lo he dicho; no tienes que decir nada.

Sabía que no tenía que hacerlo. No era como si fueran una pareja o si lo hubieran sido alguna vez, pero tenía la extraña sensación de enfrentarse con un ex marido después de un reciente divorcio, cuando las heridas todavía no habían cicatrizado. De repente deseó que él no estuviera tan claramente enamorado, aunque era consciente de que ella era culpable de haber alimentado la llama durante los dos últimos años, si bien lo había hecho más por motivos de seguridad y comodidad que por una mera cuestión romántica.

– Bueno, sólo para que lo sepas, tengo muchas ganas de que todo vuelva a su cauce habitual -acertó a decir finalmente.

– Yo también -respondió él. Los dos se quedaron callados durante unos instantes. En el silencio, Lexie desvió la vista hacia un lado, deseando que Rodney fuera más sutil a la hora de mostrar sus sentimientos.

– Rachel está guapísima esta noche, ¿no te parece?

Las comisuras de la boca de Rodney apuntaron hacia arriba antes de mirar a Lexie de nuevo. Por primera vez, lo vio sonreír levemente.

– Sí, es cierto -respondió él.

– ¿Todavía sale con Jim? -preguntó ella, refiriéndose al chico que regentaba el Terminix, un negocio de fumigación de cosechas. Lexie los había visto juntos una noche durante las vacaciones, mientras se dirigían a Greenville probablemente para cenar en la camioneta verde de Jim que lucía un enorme insecto de cartón.

– No, no salió bien -replicó él-. Sólo salieron juntos una vez. Rachel me contó que su coche olía a desinfectante, y que se pasó toda la noche estornudando sin parar.

A pesar de la tensión latente, Lexie se echó a reír.

– Eso me suena a la clase de historietas que sólo le pueden pasar a Rachel.

– Ella lo tiene más que olvidado, y no parece que le haya dejado mal sabor de boca; por más coces que recibe, no se da por vencida.

– A veces pienso que necesitaría encontrar a un buen tipo, o por lo menos a alguien que no se pasee por el pueblo con un insecto gigante en lo alto del coche.

Rodney soltó una risotada, como si estuviera pensando lo mismo. Sus ojos coincidieron un instante, y luego Lexie apartó la vista y se aderezó el pelo detrás de la oreja.

– Creo que será mejor que entre -anunció ella.

– Lo sé -dijo Rodney.

– ¿Y tú? ¿Vas a entrar?

– No lo sé. No pensaba quedarme demasiado rato. Y además, estoy de servicio. El condado es demasiado grande para una sola persona, y Bruce es el único que está patrullando esta noche.

Lexie asintió.

– Bueno, por si no nos vemos más esta noche, ve con cuidado, ¿de acuerdo?

– Lo haré. Hasta luego.

Lexie empezó a dirigirse hacia la puerta.

– Oye, Lexie. Ella se dio la vuelta.

– ¿Sí?

Rodney tragó saliva.

– Tú también estás preciosa esta noche.

El tono triste en que lo dijo casi le partió el corazón, y sus ojos se humedecieron durante un instante.

– Gracias.


Rachel y Jeremy se mostraron sumamente prudentes, moviéndose discretamente a cierta distancia de la multitud. Rachel se dedicó a mostrarle los cuadros de diversos miembros de la familia Lawson, quienes compartían una increíble similitud no sólo de una generación a otra sino, extrañamente, también entre los dos géneros. Los hombres tenían rasgos afeminados, y las mujeres mostraban una tendencia a ser masculinas, por lo que parecía que cada pintor hubiera usado el mismo modelo andrógino. Jeremy apreció que Rachel lo mantuviera ocupado y alejado del peligro, a pesar de que ella se negara a soltarse de su brazo. Podía oír cómo la gente murmuraba sobre él, pero no estaba todavía listo para mezclarse con el resto de los convidados. Lo cierto era que se sentía adulado ante todo ese montaje. Nate no había sido capaz de reunir a más de una décima parte de los allí congregados para ver su intervención televisiva, y encima tuvo que ofrecer bebida gratis para asegurarse de que vendría el máximo número de personas posible.

No obstante, en Boone Creek las cosas eran distintas. En los pueblos pequeños de Estados Unidos la gente se dedicaba a jugar al bingo o a los bolos, y a ver la reposición de antiguas series televisivas. No había visto tanto pelo azul ni tanto poliéster desde… seguramente jamás, y mientras sopesaba la situación, Rachel le apretó el brazo para llamar su atención.

– Prepárate, corazón; ha llegado el momento del espectáculo.

– ¿Cómo dices?

Ella miró por encima del hombro de Jeremy, hacia la creciente conmoción que se estaba formando a sus espaldas.

– Hombre, Tom, ¿qué tal va? -saludó Rachel, luciendo su mejor sonrisa a lo Hollywood.

El alcalde parecía ser la única persona en toda la estancia que sudaba. Su calva relucía como una bola de billar bajo la luz de las lámparas, y si estaba sorprendido de ver a Jeremy con Rachel, no lo demostró.

– ¡Rachel! Estás tan guapa como siempre. Veo que te has encargado de mostrar el ilustre pasado de esta honorable casa a nuestro invitado.

– He hecho lo que he podido -repuso ella.

– Vaya, vaya; me parece perfecto.

Siguieron departiendo sobre cuestiones triviales antes de que Gherkin decidiera ir directo al grano.

– Rachel, ¿verdad que no te importa si te robo a tu acompañante? Me parece que ya le has contado suficientes cosas sobre esta honorable mansión, y la gente tiene ganas de que empiece la función.

– Oh, no te preocupes, adelante -contestó ella con aplomo, y en cuestión de segundos, el alcalde sustituyó la mano de Rachel por la suya y empezó a guiar a Jeremy hacia la multitud.

Mientras caminaban, la gente dejó de hablar y se apartó hacia los lados, como si se tratara del mar Rojo dando paso a Moisés. Algunos invitados contemplaban a los dos individuos con los ojos bien abiertos, o erguían el cuello y la barbilla para poder verlos mejor. La gente empezó a emocionarse y a susurrar lo suficientemente alto como para que Jeremy oyera lo que decían: «¡Es él, es él!».

– No puedes ni imaginar lo contentos que estamos de que finalmente hayas podido venir -murmuró el alcalde, hablando por la comisura de los labios y sin dejar de sonreír a la multitud-. Por un momento había empezado a preocuparme.

– Quizá deberíamos esperar a Lexie -dijo Jeremy, intentando evitar que sus mejillas se sonrojaran. Todo ese espectáculo, especialmente el ser escoltado por el alcalde como si fuera la reina de la fiesta, le parecía grotesco, excesivo, chocante.

– Acabo de hablar con ella, y me ha dicho que se reunirá con nosotros allí -aclaró el alcalde.

– ¿Allí? ¿Dónde es allí?

– Hombre, estás a punto de conocer al resto de los empleados del Consistorio. Ya conoces a Jed y a Tully y a los muchachos que te he presentado esta mañana, pero todavía hay unos cuantos más. Ah, y también están los comisionados del condado. Igual que yo, están bastante impresionados por tu visita, bastante impresionados. Y no te preocupes; tienen a punto todas sus historias sobre los fantasmas. Has traído la grabadora, ¿no?

– Sí, la tengo en el bolsillo.

– Vaya, vaya. Perfecto. Y… -Por primera vez dio la espalda a la multitud para mirar a Jeremy-. Supongo que esta noche piensas ir al cementerio.

– Así es; y hablando de eso, quería asegurarme de que…

El alcalde siguió hablando como si no lo hubiera oído, sin dejar de saludar a la multitud.

– Como alcalde, considero que es mi obligación decirte que no tienes nada que temer. Oh, es todo un espectáculo, es cierto, lo suficiente como para conseguir que le dé un síncope a un elefante. Pero hasta el día de hoy, nadie ha resultado herido, excepto por Bobby Lee Howard, y empotrarse contra esa señal de la carretera tuvo menos que ver con lo que vio que con el hecho de que hubiera ingerido doce pastillas antes de sentarse detrás del volante.

– Ah -asintió Jeremy, empezando a imitar al alcalde con los saludos para quienes lo miraban con enorme curiosidad-. Intentaré recordarlo.


Lexie lo estaba esperando entre el resto de los empleados del Ayuntamiento, y Jeremy suspiró aliviado cuando ella se colocó a su lado mientras le presentaban a la poderosa élite del pueblo. La mayoría de ellos demostraron ser francamente amables -a pesar de que Jed se pasó todo el rato mirándolo con cara de malas pulgas y con los brazos cruzados-, pero Jeremy no pudo evitar observar a Lexie con el rabillo del ojo. Parecía ausente, y se preguntó qué había pasado entre ella y Rodney.

No tuvo la oportunidad de averiguarlo, ni siquiera de relajarse, en las siguientes tres horas, ya que el resto de la velada estaba organizado a modo de convención política a la vieja usanza. Después de conocer a los del Consistorio -uno a uno, con la excepción de Jed- y de ser agasajado por el alcalde, quien le aseguró que «podría ser la mejor historia jamás contada» y le recordó que «el turismo es una fuente de ingresos muy importante para el pueblo», fue conducido hasta el escenario, que estaba adornado con una espectacular pancarta que proclamaba: ¡Bienvenido Jeremy Marsh!

Técnicamente no era un escenario, sino una enorme tabla de madera engalanada con un mantel de color púrpura brillante. Jeremy tuvo que recurrir a una silla para subirse al estrado, al igual que Gherkin, sólo para ponerse frente a un mar de caras desconocidas que lo miraban con expectación. Cuando la multitud se hubo calmado, el alcalde pronunció un larguísimo discurso en el que alabó a Jeremy por su profesionalidad y su honestidad, como si se conocieran de toda la vida. Gherkin no sólo mencionó su intervención en el programa Primetime Live -lo que provocó las sonrisas y asentimientos ya familiares y unas cuantas exclamaciones de admiración-, sino también un número de artículos destacados que Jeremy había escrito, entre ellos uno para la revista Atlantic Monthly sobre la investigación de armas biológicas en Fort Detrick. Aunque a veces aparentara ser un poco despistado, el alcalde había hecho los deberes y sabía cómo halagar a alguien. Al final del discurso le hizo entrega de la llave de la ciudad, y los Mahi-Mahis -subidos a otra tabla emplazada en la pared adyacente- arrancaron con fuerza y cantaron tres canciones: Carolina in My Mind, New York, New York y, quizá la más apropiada, el tema principal de la banda sonora de Los cazafantasmas.

Sorprendentemente, los Mahi-Mahis no eran tan malos, aunque le costó comprender cómo podían sostenerse en pie sobre la tarima. Tenían embelesada a la multitud, y por un instante, Jeremy se dio cuenta de que estaba sonriendo y pasándolo francamente bien. De pie, encima del escenario, vio cómo Lexie le guiñaba el ojo, lo cual sólo consiguió que toda esa parafernalia pareciera todavía más surrealista.

Después el alcalde lo condujo hasta un rincón apartado y lo invitó a sentarse en una silla tan antigua como cómoda, delante de una mesa también antigua. Con la grabadora en marcha, Jeremy se pasó el resto de la noche escuchando una historia tras otra sobre los encuentros con los fantasmas. El alcalde consiguió que la gente formara una fila, y todos empezaron a parlotear de forma excitada mientras aguardaban pacientemente su turno para hablar con Jeremy, como si éste estuviera repartiendo autógrafos.

Desgraciadamente, la mayoría de las historias que escuchó divergían en detalles significativos. Cada uno en la fila aseguraba haber visto las luces, pero cada uno le ofrecía una descripción diferente del fenómeno. Algunos juraban que tenían aspecto humano; otros decían que se asemejaban a luces estroboscópicas. Un sujeto proclamó que esos fantasmas eran igualitos a los disfraces de Halloween, con forma de sábana blanca y dos agujeros negros por ojos. La explicación más original se la dio un muchacho llamado Joe, quien declaró que había visto las luces más de media docena de veces, y habló con autoridad cuando aseveró que tenían el mismo aspecto que la señal luminosa de Piggly Wiggly que había en la ruta 54 cerca de Vanceboro.

Durante todo el rato, Lexie se mantuvo cerca de la zona charlando con diversas personas, y de vez en cuando, sus ojos se encontraban cuando tanto ella como él se hallaban inmersos en alguna conversación con terceros. Como si estuvieran compartiendo una broma privada, ella sonreía enarcando las cejas, con una expresión como si le recriminara: «¿Ves en qué barullo te has metido tú sólito?».

Jeremy pensó que Lexie no era como ninguna de las mujeres con las que había salido últimamente. No ocultaba lo que estaba pensando, ni intentaba impresionarlo, ni tampoco se mostraba afectada por nada de lo que él había hecho en el pasado. En lugar de eso, parecía evaluarlo por sus actos, por cómo reaccionaba en cada momento, sin apoyarse en prejuicios acerca del pasado o el futuro.

Esa era una de las razones por las que se había casado con María. No fue simplemente la aglomeración de emociones que sintió la primera vez que hicieron el amor lo que lo cautivó, más bien fueron un par de cosas simples las que lo convencieron de que ella era la mujer que buscaba. Su falta de pretensión delante de los otros, su forma fría de confrontarlo cuando hacía algo incorrecto, la paciencia con la que lo escuchaba cuando él estaba intranquilo a causa de algún problema imprevisto. Y a pesar de que él y Lexie no habían compartido ninguno de los pequeños detalles diarios de la vida, no podía dejar de pensar que seguramente esa mujer podría hacer frente a cualquier cosa, si se lo proponía.

Jeremy se fijó en que ella sentía un afecto genuino hacia la gente del pueblo, y parecía estar verdaderamente interesada en cualquier cosa que le contaban. Su conducta sugería que no albergaba ninguna razón para cortar a nadie en medio de una conversación -o para hacer que su interlocutor se diera prisa por acabar-, y mostraba un absoluto impudor a la hora de soltar sonoras carcajadas cuando algo la divertía. De vez en cuando, se inclinaba hacia delante para abrazar a alguien, y cuando retrocedía hasta la posición inicial, asía las manos de la persona y murmuraba algo en la línea de: «Qué contenta estoy de verte». Que no se sintiera diferente al resto, o incluso que no se fijara en que los demás eran obviamente distintos, le recordó a Jeremy a una tía que siempre había sido la persona más popular en las cenas de familia, simplemente por su destacado altruismo, porque centraba por completo su atención en los demás.

Unos breves minutos más tarde, cuando se levantó de la mesa para estirar las piernas, Jeremy vio a Lexie que se dirigía directamente hacia él, dejando a su paso una leve estela de seducción con el suave balanceo de sus caderas. Mientras la contemplaba, hubo un momento, un brevísimo momento, en que la escena le pareció como si no estuviera pasando en ese preciso instante sino en el futuro; sólo otra fiestecita en una larga procesión de fiestecitas en un pequeño pueblo del sur de Estados Unidos, en medio de la nada.

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