Capítulo 1

Sentado entre el resto de la audiencia del programa en directo, Jeremy Marsh se sentía inusualmente conspicuo. Formaba parte de la escasa media docena de hombres que integraban el público en esa tarde de mediados de diciembre. Iba vestido de negro riguroso, como siempre, con su pelo oscuro y ondulado, sus ojos de un azul rabiosamente intenso, y su barba de tres días sin afeitar -tal como dictaba la moda-; tenía el aspecto del típico neoyorquino de los pies a la cabeza. Mientras escudriñaba al convidado encaramado en el escenario, observó de reojo a una atractiva rubia sentada tres filas más arriba. A menudo su profesión exigía realizar varias tareas a la vez de forma efectiva. Era periodista, y se había especializado en la búsqueda e investigación de historias que pudieran tener gancho, o dicho de otro modo más conciso, noticias sensacionalistas. Aunque la rubia era simplemente un miembro más de la audiencia, como buen observador no se le escapó lo atractiva que era, embutida en ese top tan sexi con la espalda descubierta y esos pantalones vaqueros tan ajustados. Desde un punto de vista estrictamente periodístico, por supuesto.

Cerró los ojos e intentó centrar nuevamente toda su atención en el convidado. El personaje rezumaba patetismo por todos los costados. Bajo los focos del plató, Jeremy pensó que el espiritista tenía aspecto de andar estreñido mientras aseguraba oír voces del más allá. Había adoptado un aire de falsa camaradería, actuando como si fuera el hermano o el mejor amigo de los congregados, y parecía que la vasta mayoría de la extasiada audiencia -entre la que se encontraban la atractiva rubia y la mujer que copaba la atención del convidado- lo consideraba como una dádiva enviada desde el mismísimo cielo. Lo cual tenía sentido, se dijo Jeremy, ya que allí era donde iban a parar los seres queridos al morir. Los espíritus de ultratumba siempre estaban rodeados de una luz angelical, y arropados por un aura de paz y tranquilidad. Jeremy jamás había oído a ningún espiritista mediar con espíritus provenientes del infierno. Una persona amada que hubiera fallecido jamás mencionaba que se estaba asando en una parrilla o escaldando en una enorme marmita, por ejemplo. Llegado a ese punto, Jeremy se dio cuenta de que se estaba poniendo un poco cínico. Además, tenía que admitir que el programa despertaba su interés. Timothy Clausen era bueno, mucho mejor que la mayoría de charlatanes sobre los que Jeremy llevaba escribiendo desde hacia bastantes años.

– Sé que es duro -proclamó Clausen a través del micrófono-, pero Frank te está pidiendo que le dejes partir.

La mujer a la que él se estaba dirigiendo con cara de circunstancias parecía que se iba a desmayar de un momento a otro. Debía de rondar los cincuenta años, lucía una blusa verde a rayas y exhibía una melena roja rizada que se proyectaba en todas las direcciones posibles. Sus manos entrelazadas sobre el pecho estaban tan prietas que tenía los dedos blancos de tanta presión.

Clausen realizó una pausa, se llevó lentamente la mano a la frente y entornó los ojos en señal de que nuevamente estaba contactando con «el más allá», tal y como él lo llamaba. En el silencio de la sala, la multitud se inclinó conjuntamente hacia delante en sus asientos. Todo el mundo sabía lo que sucedería a continuación; era la tercera persona de la audiencia que Clausen había elegido ese día. No era extraño que Clausen fuera el artista invitado más destacado de ese popular programa televisivo.

– ¿Recuerda la carta que le envió antes de morir? -inquirió Clausen.

La mujer lo miró con estupefacción. La azafata situada a su lado le acercó más el micrófono para que los televidentes pudieran oírla con más claridad.

– ¿Cómo es posible que sepa lo de la…? -balbuceó ella.

Clausen no la dejó terminar.

– ¿Recuerda lo que decía?

– Sí -respondió la mujer.

Causen asintió con la cabeza, como si él mismo hubiera leído esa carta.

– Le pedía perdón, ¿verdad?

En el sofá emplazado en el escenario, la presentadora del programa más popular de las tardes televisivas en Estados Unidos desvió la vista hacia la mujer, luego hacia Clausen, y de nuevo hacia la mujer. Su aspecto denotaba sorpresa y satisfacción a la vez. Los espiritistas siempre ayudaban a aumentar los índices de audiencia.

Mientras la mujer asentía, Jeremy vio cómo el rímel empezaba a deslizarse lentamente por sus mejillas. Las cámaras se acercaron al objetivo para mostrar ese matiz. Sin lugar a dudas, ése debía de ser uno de los momentos más conmovedores de los programas emitidos en aquella franja horaria.

– ¿Cómo es posible que…? -repitió la mujer.

– Y su esposo no sólo hablaba de él, sino también de su hermana -murmuró Clausen.

La mujer miró a Clausen visiblemente afectada.

– Su hermana Ellen -añadió Clausen, y tras esa revelación, la mujer no se pudo contener y lanzó un gemido desgarrador. Las lágrimas manaron de sus ojos como si de un surtidor se tratara.

Clausen, bronceado y elegante en su traje negro y con el pelo perfectamente acicalado, continuó asintiendo con la cabeza como uno de esos perritos de caucho que saludan a los transeúntes desde las ventanas traseras de determinados coches. La audiencia observó a la mujer en medio de un silencio espectral.

– Frank le dejó algo más, algo relacionado con su pasado.

A pesar del calor sofocante que provocaban los focos del estudio la mujer palideció repentinamente. En una de las esquinas del plató, fuera del alcance del área de visión de las cámaras, Jeremy vio cómo el productor del programa hacía rotar un dedo como si de una hélice de helicóptero se tratara. Había llegado el momento de hacer una pausa para dar paso a los anuncios. Clausen miró casi imperceptiblemente hacia esa dirección. Nadie excepto Jeremy pareció percatarse de esos movimientos tan sutiles. A menudo se preguntaba por qué los telespectadores jamás se cuestionaban cómo era posible establecer contacto con el más allá con tanta precisión como para poder encajar perfectamente las pausas publicitarias.

Clausen continuó.

– Algo que nadie más sabía. Una llave, ¿no es así?

La mujer volvió a asentir en medio de sollozos.

– Usted no creía que él la hubiera guardado tanto tiempo, ¿no es cierto?

«¡Ajá! El argumento irrebatible -se dijo Jeremy-, ya la ha convencido. Ya tenemos a otra seguidora incondicional.»

– Es la llave del hotel donde pasaron su luna de miel. Su marido la incluyó en el sobre con la carta para que cuando usted la encontrara, recordara los momentos felices que habían pasado juntos. Él no quiere que le recuerde con pesar, porque la ama.

– ¡Ooohhhhhhh…! -gritó la mujer.

O algo parecido. Una especie de llanto, quizá. Jeremy no estaba seguro, porque el lamento fue interrumpido por un repentino aplauso entusiasta. De pronto, el micrófono se alejó de la mujer, y las cámaras también se alejaron de ella. Su minuto de gloria había culminado, y la mujer se desmoronó en su silla completamente exhausta por tantas emociones. En el escenario, la presentadora se levantó del sofá y miró fijamente a la cámara.

– Recuerden, todo lo que ven aquí es real. Ninguna de estas personas conocía a Timothy Clausen con anterioridad. -Sonrió-. No cambien de canal; volvemos en unos minutos con otras historias tan fascinantes como la que acaban de oír.

Acto seguido, el plató se llenó con más aplausos mientras llegaba la pausa para la publicidad. Jeremy aprovechó para acomodarse en el asiento.

Como periodista con un interés específico por los temas científicos, Jeremy se había labrado una reputación escribiendo artículos sobre gente de la calaña de Clausen. Casi siempre disfrutaba con lo que hacía, y se sentía orgulloso del valioso servicio público que prestaba, en una profesión tan especial como para tener todos los derechos enumerados en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Para su columna periódica en la revista Scientific American, había entrevistado a varios premios Nobel, explicado las teorías de Stephen Hawking y Einstein en unos términos inteligibles, y una vez había conseguido convencer a la opinión pública para que las autoridades sanitarias estadounidenses retiraran un antidepresivo peligroso del mercado. Había escrito una plétora de artículos sobre el proyecto Cassini, el espejo defectuoso en la lente de la nave espacial Hubble, y había sido uno de los primeros en criticar abiertamente el experimento fraudulento de fusión fría en Utah.

Lamentablemente, aunque todo eso sonara impresionante, su columna en la revista no le reportaba demasiado dinero. Era su trabajo como autónomo lo que le ayudaba a pagar las facturas a final de mes, y al igual que la mayoría de los trabajadores por cuenta propia, siempre estaba buscando historias que pudieran interesar a los editores de revistas o de periódicos. Su nicho se había ampliado hasta incluir «cualquier cosa que fuera inusual», y en los últimos quince años había seguido e investigado a videntes, espiritistas, curanderos que se basaban en la fe y médiums. Había expuesto fraudes, trucos y falsificaciones. Había visitado casas encantadas, perseguido criaturas místicas y rastreado los orígenes de un sinfín de leyendas urbanas. Escéptico por naturaleza, también tenía la rara habilidad de explicar conceptos científicos difíciles de un modo inteligible para que el lector medio pudiera comprenderlos, y sus artículos habían sido publicados en numerosos periódicos y revistas del mundo entero. Pensaba que desenmascarar fraudes científicos era una labor noble e importante, aunque a veces el público no supiera apreciarlo. Frecuentemente, las cartas que recibía después de publicar alguno de sus artículos estaban salpicadas de palabras tales como «idiota», «imbécil», y su favorita: «lameculos».

Después de tantos años había aprendido que el periodismo de investigación era un trabajo desagradecido.

Con el ceño fruncido como prueba de sus pensamientos, observó a la audiencia charlando animadamente y se preguntó a quién elegiría Clausen a continuación. Jeremy lanzó otra mirada furtiva hacia la rubia, que examinaba el carmín de sus labios en un espejo de bolsillo.

Jeremy sabía que las personas que Clausen elegía no formaban parte del acto oficialmente, aunque la aparición de Clausen fuera anunciada con antelación y la gente se peleara desesperadamente con el fin de obtener una entrada para el programa. Lo que significaba, claro, que la mayor parte de la audiencia la formaban personas que creían fehacientemente en la vida después de la muerte. Para ellos Clausen era legítimo. ¿Cómo si no podía saber cosas tan personales sobre seres desconocidos, a no ser que se comunicara con los espíritus? Pero del mismo modo que un mago profesional exhibía su repertorio de una forma magistral, la ilusión continuaba siendo únicamente eso: una ilusión, y justo antes de que se iniciara el espectáculo, Jeremy no sólo había adivinado los trucos de Clausen, sino que además tenía una prueba fotográfica para testificarlo.

Desenmascarar a Clausen sería el golpe de efecto más impresionante que Jeremy habría conseguido hasta la fecha, y ese tipo tendría su merecido. Clausen era un estafador de la peor calaña. Sin embargo, la vertiente pragmática de Jeremy también le indicaba que ése era el tipo de historia que difícilmente captaría la atención del lector, y él deseaba sacar el máximo partido de la ocasión. Después de todo, Clausen gozaba de una enorme celebridad, y en Estados Unidos la fama era lo más importante. A pesar de que sabía que prácticamente no tenía ninguna posibilidad, fantaseó pensando qué pasaría si Clausen lo eligiera a él a continuación. No, imposible. Salir elegido era tan difícil como ganar un premio en una tómbola; aunque eso no sucediera, Jeremy sabía que continuaba teniendo una historia de calidad entre las manos. Pero calidad y excepcionalidad eran dos conceptos que a menudo iban separados por la fuerza del destino, y mientras la pausa para la publicidad se acercaba a su fin, sintió un ligero nerviosismo ante la esperanza injustificada de que alguien como Clausen lo señalara con el dedo.

Y, como si Dios no estuviera suficientemente satisfecho con la labor que Clausen estaba llevando a cabo, eso fue exactamente lo que sucedió.


Tres semanas más tarde, la garra del invierno se cernía sobre Manhattan. Un frente frío del Canadá había irrumpido sin compasión, y las temperaturas habían descendido prácticamente hasta alcanzar los cero grados. De las rejillas de las alcantarillas emergían nubes de vapor que coronaban graciosamente las aceras heladas. Pero a nadie parecía importarle ese detalle. Los endurecidos ciudadanos de Nueva York mostraban su habitual indiferencia hacia cualquier evento relacionado con el tiempo atmosférico, y no era cuestión de malgastar un viernes por la noche con cualquier excusa irrisoria. Todo el mundo trabajaba muy duro durante la semana para desaprovechar una noche de fiesta, especialmente cuando había un motivo de celebración. Nate Johnson y Alvin Bernstein llevaban más de una hora celebrándolo, al igual que un par de docenas de amigos y periodistas -algunos de la revista Scientific American- que se habían reunido en honor a Jeremy. La mayoría se hallaba en la fase más animada de la noche y lo estaba pasando en grande, básicamente porque los periodistas tienden a ser muy conscientes de sus gastos y en esa ocasión las rondas iban a cargo de Nate.

Nate era el agente de Jeremy. El mejor amigo de Jeremy se llamaba Alvin y trabajaba de cámara independiente. El grupo se había congregado en un bar de moda situado en el Upper West Side de Manhattan para celebrar la intervención de Jeremy en el programa Primetime Live de la ABC. Durante toda la semana habían ido apareciendo anuncios de Primetime Live -la mayoría de ellos con un primer plano de Jeremy y la promesa de una confesión explosiva-, y a Nate no paraban de lloverle las ofertas desde todos los puntos cardinales del país para entrevistar a Jeremy. Un poco antes, esa misma tarde, había recibido una llamada de la reputada revista People y finalmente había concertado una entrevista para el lunes siguiente.

A nadie parecía importarle el hecho de que no se hubiera organizado una fiesta privada para celebrar la ocasión. Con la interminable barra de granito y una iluminación impresionante, el abarrotado local parecía el paraíso de los yuppies. Mientras los periodistas de la revista Scientific American, agrupados en una de las esquinas del local y concentrados en una conversación acerca de fotones, mostraban una tendencia casi enfermiza por las americanas de tweed con bolsillos ribeteados de piel, el resto de la concurrencia parecía que se había dejado caer por allí después de un arduo día de trabajo en Wall Street o en Madison Avenue. Con las americanas de impecables trajes italianos reposando sobre el respaldo de las sillas y corbatas Hermès aflojadas en los cuellos, esos individuos parecían no buscar otra cosa más que atraer la atención de las mujeres mediante una exhibición descarada de sus Rolex. Ellas, por su parte, tenían aspecto de haber venido directamente desde la empresa de mercadotecnia o la agencia de publicidad en la que trabajaban. Con faldas sofisticadas y zapatos con tacones vertiginosamente altos, sorbían su martini impasiblemente, simulando no prestar atención a los hombres que copaban el local. Por su parte, Jeremy había puesto el ojo en una llamativa pelirroja, que estaba de pie al otro extremo de la barra y parecía mirar hacia la dirección donde se hallaba él. Se preguntó si lo habría reconocido de los anuncios de la televisión, o si simplemente estaría buscando un poco de compañía. La mujer se dio la vuelta, aparentando una absoluta falta de interés hacia él, pero de repente volvió a girarse y miró insistentemente en la misma dirección. Esta vez mantuvo la mirada un poco más de tiempo, y Jeremy se llevó la jarra de cerveza a los labios.

– ¡Vamos, Jeremy, presta atención! -dijo Nate al tiempo que lo zarandeaba por el brazo-. ¡Estás saliendo por la tele! ¿No quieres ver tu magistral intervención?

Jeremy dio la espalda a la pelirroja. Levantó la vista y la fijó en la pantalla, entonces se vio sentado delante de Diane Sawyer. Qué sensación tan extraña, como estar en dos lugares a la vez. Todavía no se lo acababa de creer. A pesar de llevar tantos años trabajando en los medios de comunicación, nada de lo que le había pasado en las tres últimas semanas parecía real.

En la pantalla, Diane lo estaba presentando a la audiencia como «el periodista científico más respetado de todo el país». La historia a la que había dedicado varios meses no sólo había colmado todas sus expectativas, sino que además Nate se había dedicado a halagar la labor periodística de Jeremy durante una entrevista con Primetime Live, y el programa televisivo Good Morning America había mostrado un inesperado interés por él. Aunque muchos periodistas consideraban que la televisión era un medio de comunicación no tan prestigioso como otras formas «más serias» de información, no por ello dejaban de ver la tele en secreto y de apreciarla por su importancia, al menos por los enormes beneficios económicos que reportaba. A pesar de las felicitaciones, se podía notar cierta envidia en la atmósfera cargada del local, una sensación tan desconocida para Jeremy como un viaje a la luna. Después de todo, los periodistas de su clase no gozaban de una espectacular popularidad…, al menos hasta entonces.

– ¿Ha dicho «respetado»? -soltó Alvin-. ¡Pero si tú sólo escribes sobre Bigfoot y la leyenda de la Atlántida!

– ¡Chis! -siseó Nate, alzando un dedo sin apartar los ojos de la televisión-. Estoy intentando escuchar la entrevista. Podría ser muy importante para el futuro laboral de Jeremy.

Como agente de Jeremy, Nate procuraba siempre promover eventos que «pudieran ser importantes para el futuro laboral de Jeremy», porque sabía que el trabajo por cuenta propia no resultaba nada lucrativo. Unos años antes, cuando Nate estaba empezando, Jeremy le había presentado una propuesta para editar un libro, y desde entonces habían continuado trabajando juntos, simplemente porque se habían convertido en buenos amigos.

– ¡Anda ya! -soltó Alvin, haciendo caso omiso de la amonestación.

Mientras tanto, en la pantalla situada justo detrás de Diane Sawyer y Jeremy se podían ver los momentos estelares de la actuación de Jeremy en el espectáculo televisivo en directo, en el que fingió ser un hombre desconsolado por la trágica muerte de su hermano cuando éste todavía era un chiquillo, un niño al que Clausen proclamó estar canalizando porque deseaba enviarle un mensaje desde el más allá.

– Está aquí, conmigo -anunció Clausen-. Te pide que le dejes marchar, Thad.

La cámara cambió de plano para capturar la mueca de angustia de Jeremy, con las facciones contorsionadas. Clausen asintió nuevamente, como si sintiera pena por el invitado o como si estuviera estreñido, dependiendo de la perspectiva.

– Su madre jamás cambió la habitación, esa habitación que los dos compartían. Ella insistió en mantenerla tal y como estaba, y usted tuvo que continuar durmiendo allí, solo -continuó Clausen.

– Sí -dijo Jeremy entre jadeos.

– Pero a usted le aterraba esa habitación, y en un momento de ira, cogió algo que pertenecía a su hermano, algo muy personal, y lo enterró en el jardín situado en la parte posterior de su casa.

– Sí -acertó a decir Jeremy de nuevo, como si estuviera tan emocionado que no pudiera pronunciar ninguna palabra más.

– ¡Sus retenedores dentales!

– ¡Ooohhhhhhh…! -Jeremy soltó un grito desgarrador y se cubrió la cara con las manos.

– Quiere que sepa que no le guarda rencor, y que él está bien, en paz. No, no está enfadado con usted…

– ¡Ooohhhhhhh…! -Jeremy volvió a rugir, contorsionando su rostro todavía más.

En el bar, Nate miraba las imágenes con fascinación, totalmente concentrado. Alvin, en cambio, no podía parar de reír mientras sorbía tragos de su jarra de cerveza.

– ¡Dadle un Oscar a este magnífico actor! -exclamó Alvin.

– No me dirás que no fui convincente -apuntó Jeremy entre risas.

– ¡Callaos de una vez! Lo digo en serio. No quiero volveros a avisar; guardaos vuestras ironías para cuando pongan los anuncios -los increpó Nate.

– ¡Anda ya! -volvió a decir Alvin. Era su expresión favorita.

En Primetime Live, la pantalla situada detrás de la presentadora se quedó de color negro y el cámara enfocó a Diane Sawyer y a Jeremy, que estaban sentados el uno frente al otro.

– ¿Así que nada de lo que Timothy Clausen dijo era verdad? -preguntó Diane.

– Nada. Ni una sola palabra -repuso Jeremy con firmeza-. Como ya le he contado, no me llamo Thad, y si bien tengo cinco hermanos, todos están vivos y gozan de muy buena salud.

Diane sostenía un bolígrafo sobre un trozo de papel, como si estuviera a punto de tomar notas.

– ¿Y cómo lo hizo Clausen?

– Bueno, Diane -empezó a decir Jeremy.

En el bar, Alvin enarcó la ceja en la que lucía un pirsin. Se inclinó hacia Jeremy y comentó:

– ¿Te dirigiste a ella como Diane? ¿Como si fuerais amigos de toda la vida?

– ¡Callad de una puñetera vez! -dijo Nate vociferando, al tiempo que su cara reflejaba su creciente exasperación.

En la pantalla, Jeremy seguía departiendo.

– Lo que Clausen hace es simplemente una variación de lo que la gente ha estado haciendo durante siglos. Primero, es muy hábil observando a la gente, y es un experto en emitir asociaciones vagas, con una gran carga emotiva, y en responder según las reacciones de los miembros de la audiencia.

– Sí, pero Clausen fue tan concreto… No sólo con usted, sino también con los otros invitados. Incluso dio nombres. ¿ Cómo lo hizo?

Jeremy sonrió magnánimamente.

– Me oyó hablar sobre mi hermano Marcus antes de que empezara el programa. Simplemente me inventé una vida imaginaria y la difundí entre el resto del público.

– ¿Cómo llegó hasta los oídos de Clausen?

– Esa clase de farsantes recurre a una infinidad de trucos, como por ejemplo micrófonos y espías que circulan por el área de espera antes de que empiece el espectáculo. Antes de sentarme, procuré moverme todo lo posible por la sala y entablar conversación con tantos miembros de la audiencia como pude, observando si alguno de ellos mostraba un interés inusual en mi historia. Y ¡cómo no!, un individuo pareció particularmente interesado.

Una foto ampliada ocupó la pantalla situada justo detrás de ellos. Era la foto que Jeremy había tomado con la pequeña cámara que llevaba oculta en su reloj de pulsera, un artilugio de última tecnología que había facturado a Scientific American sin sentir remordimiento alguno. A Jeremy le encantaban los juguetes de última tecnología casi tanto como el hecho de facturarlos a nombre de las empresas para las que trabajaba.

– ¿Puede explicarnos quién es el individuo que aparece en la foto que vemos en pantalla? -le pidió Diane.

– Es el espía de Clausen que se había mezclado con la audiencia del programa, haciéndose pasar por un invitado oriundo de Peoria. Tomé esa fotografía justo unos instantes antes de que empezara el programa, mientras charlaba con él. ¿Es posible ampliar la imagen?

Rápidamente la fotografía apareció ampliada, y Jeremy se incorporó y se acercó a la pantalla.

– ¿Ve el diminuto pin con las letras «USA» que lleva en la solapa? No es un complemento decorativo. Se trata de un transmisor en miniatura que emite a un dispositivo de grabación ubicado en otra habitación.

Diane lo miró perpleja.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Porque yo mismo tengo uno de esos chismes -respondió Jeremy, sonriendo burlonamente.

Acto seguido, metió la mano en el bolsillo de su americana y extrajo un pin muy similar al que lucía el individuo de la foto, conectado a un cable y a un trasmisor.

– Este modelo en particular se fabrica en Israel. -Se podía oír la voz en off de Jeremy mientras el cámara mostraba un primer plano del artilugio-. Es el no va más en tecnología. Por lo que he oído, incluso lo utiliza la CIA; pero claro, no puedo confirmar esa información. Lo que sí puedo decir es que se trata de una tecnología sumamente avanzada. Este diminuto micrófono puede captar conversaciones en una habitación abarrotada de gente y, con los sistemas de filtrado apropiados, incluso puede aislar la conversación deseada.

Diane inspeccionó el pin con una patente fascinación.

– ¿Y está completamente seguro de que lo que ese individuo lucía era un micrófono y no un pin decorativo?

– Llevo varios meses investigando el pasado de Clausen, y una semana después del programa conseguí otras instantáneas que hablan por sí solas.

Una nueva imagen fue proyectada en la pantalla. Aunque un poco borrosa, se trataba de una foto del mismo sujeto del pin.

– Esta foto la tomé en Florida, en la entrada a la oficina de Clausen. Como se puede apreciar, el individuo se dispone a entrar. Su nombre es Rex Moore, y es uno de los empleados de Clausen. Hace dos años que trabaja para él.

– ¡Ooohhhhhhh…! -exclamó Alvin, y a partir de ese momento fue imposible seguir el resto de la transmisión (que de todos modos estaba a punto de concluir), porque el resto de los reunidos, ya fuera por celos profesionales o simplemente por las enormes ganas que tenían de pasarlo bien, empezaron a silbar y a chillar como posesos. Las rondas gratis habían surtido el efecto esperado, y a Jeremy le llovieron las felicitaciones cuando el programa tocó a su fin.

– Estuviste genial -declaró Nate.

A sus cuarenta y tres años, Nate se estaba quedando calvo y mostraba una tendencia a vestir trajes que le venían demasiado ajustados de emitirá, lo cual era más evidente dada su corta estatura. Pero eso no importaba, porque ese hombre era la mismísima encarnación de la energía incombustible y, como la mayoría de los agentes, derrochaba pensamiento positivo con un ferviente optimismo.

– Gracias -suspiró Jeremy, apurando la cerveza que quedaba en su jarra.

– No te quepa la menor duda, tu intervención en ese programa será sumamente importante para tu futuro laboral-agregó Nate-. Es tu visado para que te inviten a participar en las tertulias televisivas de los programas con mayor audiencia del país. Se acabó matarte trabajando como un miserable reportero independiente, se acabó escribir historias sobre platillos voladores. Siempre he dicho que tienes empaque, que estás hecho para salir en la tele.

– Ya, siempre lo has dicho -apostilló Jeremy al tiempo que realizaba una mueca de cansancio, como si estuviera recitando una lección que se sabía de memoria.

– De verdad. Los productores de Primetime Live y GMA no paran de llamar; están interesados en ficharte como convidado habitual en sus tertulias. Ya sabes, «¿qué significa para usted la siguiente información científica de última hora?» y preguntas por el estilo. Un gran paso para un reportero científico.

– Soy periodista, no reportero -dijo Jeremy con voz altiva.

– Bueno, lo que sea -repuso Nate, realizando un movimiento con la mano como si espantara moscas-. Siempre he dicho que tienes presencia, que estás hecho para lucirte en la tele.

– Tengo que admitir que Nate tiene razón -añadió Alvin Con un guiño-. Quiero decir, ¿cómo si no podrías ser más popular que yo entre las mujeres, con esa absoluta falta de personalidad?

Durante muchos años, Alvin y Jeremy habían frecuentado la mitad de los bares de la ciudad juntos, en busca de aventuras amorosas.

Jeremy soltó una estentórea carcajada. Alvin Bernstein, cuyo nombre evocaba a un contable con gafas de aspecto impecablemente aburrido -uno de los incontables profesionales que usaban zapatos de la marca Florsheim y que se paseaban con un maletín bajo el brazo-, no parecía un Alvin Bernstein. De adolescente había visto a Eddie Murphy en la película Delirious y había decidido adueñarse de ese estilo de vestir exclusivamente con prendas de piel. Su armario horrorizaba a Melvin, su progenitor, quien siempre calzaba zapatos Florsheim y se paseaba con un maletín bajo el brazo. Afortunadamente, la ropa de piel parecía no estar reñida con los tatuajes. Alvin consideraba que los tatuajes eran un reflejo de su estética tan singular, y los lucía con orgullo en ambos brazos, cubriendo cada centímetro de su piel hasta casi los hombros. Y para complementar su imagen tan estudiada, llevaba las orejas taladradas de pírsines.

– ¿Todavía estás planeando realizar el viaje al sur para investigar ese cuento sobre fantasmas? -le preguntó Nate, cambiando de tema.

Jeremy se apartó el pelo oscuro de los ojos e hizo una señal al camarero para que le sirviera otra cerveza.

– Sí, creo que sí. Con o sin Primetime, todavía tengo facturas por pagar, y estaba pensando que podría usar esa historia como tema recurrente para el artículo de mi columna.

– Bueno, pero estaremos en contacto, ¿verdad? No harás como la vez que te esfumaste del mapa por culpa de aquella historia sobre la panda de chalados que se hacían llamar Los Siervos Sagrados, ¿no?

Se refería a un artículo de seiscientas palabras que Jeremy había preparado para Vanity Fair sobre una secta religiosa; en dicha ocasión, Jeremy cortó toda comunicación durante un período que se prolongó hasta tres meses.

– Estaremos en contacto -aseveró Jeremy-. Esta historia no es como aquélla. Regresaré antes de una semana, te lo prometo. Sólo son habladurías sobre unas luces misteriosas que aparecen durante la noche en un cementerio abandonado; nada excepcional.

– Vale, pero recuerda que te he concertado una entrevista con la revista People para el lunes que viene. No me falles ¿eh?

– Oye, ¿ no necesitarás un cámara, por casualidad? -intervino Alvin.

Jeremy lo miró con interés.

– ¿Por qué? ¿Acaso quieres venir?

– ¿Por qué no? No estaría mal escaparme unos cuantos días al sur durante el crudo invierno de Nueva York. Igual me encandilo de una bella sureña mientras tú realizas tus investigaciones. Me han dicho que las chicas del sur son capaces de volver loco a cualquier hombre, pero en el buen sentido, ¿eh? Sería como disfrutar de unas vacaciones exóticas.

– ¿No tenías que filmar un material para Ley y orden la próxima semana?

A pesar de su extravagante apariencia, Alvin gozaba de una excelente reputación como cámara, y los productores solían pelearse siempre por sus servicios.

– Sí, pero es un trabajo corto. Habré terminado antes de que acabe la semana -repuso Alvin-. Y mira, si finalmente te tomas en serio lo de salir por la tele tal y como Nate te pide que hagas, podría ser interesante contar con algunas imágenes de esas misteriosas luces.

– Bueno, eso si realmente existen -apostilló Jeremy

– Puedes ir adelantando el trabajo y mantenerme informado por teléfono. De momento no aceptaré ningún trabajo para esos días, ¿vale? -propuso Alvin.

– Pero aunque realmente existan esas luces, es una historia de poca trascendencia -lo previno Jeremy-. No creo que ningún productor muestre interés por ese tema.

– Seguramente el mes pasado no -matizó Alvin-; pero después de tu aparición en la tele esta noche, sí que estarán interesados. Ya sabes cómo funciona ese mundillo: todos los productores se matan por encontrar la noticia más sensacionalista que pueda atraer a cuanto más público mejor. Si de repente GMA consigue una historia intrigante, puedes estar seguro que los del programa Today te llamarán en un santiamén, y a la mañana siguiente Dateline también estará llamando a tu puerta. Ningún productor quiere quedarse al margen, porque si no, los de arriba no tienen ningún reparo en ponerlos de patitas en la calle. Lo último que desean es tener que dar explicaciones a los ejecutivos sobre por qué han dejado escapar una oportunidad tan espectacular. Créeme, sé lo que me digo; trabajo en televisión, conozco a esa gente.

– Alvin tiene razón -apuntó Nate, interrumpiéndolos-. Nunca sabes qué es lo que sucederá mañana, y podría ser una buena idea planificar esa historia con antelación. Esta noche has conseguido ser el centro de atención de medio país. Juega bien tus cartas. Y si logras filmar esas luces, probablemente ese documental sea lo que haga que GMA o Prime time se decidan a ficharte.

Jeremy miró de soslayo a su agente.

– ¿Hablas en serio? Pero si se trata de una historia de escasísimo interés mediático. Me he decidido a escribirla únicamente porque necesito tomarme unos días de descanso después de la absorbente investigación sobre Clausen. Esa investigación ha ocupado cuatro meses de mi vida y me siento completamente exhausto.

– Ya, pero fíjate en lo que has conseguido -prosiguió Nate, al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de Jeremy-. Puede parecer una historia banal, pero con unas imágenes sensacionalistas y una buena redacción sobre los sucesos, ¿quién sabe lo que pensarán los productores de televisión?

Jeremy se quedó pensativo unos instantes, después se encogió de hombros.

– De acuerdo -dijo. Luego miró a Alvin-. Tengo pensado marcharme el martes por la mañana. Intenta apañártelas para estar allí el viernes. Te llamaré con más detalles.

Alvin asió la jarra de cerveza y tomó un sorbo.

– Lo que mande mi amo -dijo, imitando el tono de un trabajador sumiso-. Ah, y te prometo que esta vez no me pasaré con la factura.

Jeremy se echó a reír.

– ¿Es tu primer viaje al sur?

– No. ¿Y el tuyo?

– He estado en Nueva Orleans y en Atlanta -reconoció Jeremy-. Pero claro, eso son ciudades, y todas las ciudades se asemejan bastante. Para esta historia realizaremos una inmersión en la América profunda. Iremos a una pequeña localidad de Carolina del Norte, un pueblecito llamado Boone Creek. Tendrías que ver la página electrónica del lugar. Habla de azaleas y cornejos que florecen en abril, y muestra con orgullo una foto del ciudadano más ilustre del pueblo: un tal Norwood Jefferson.

– ¿Quién? -preguntó Alvin.

– Un político. Fue senador de Carolina del Norte desde 1907 hasta 1916.

– ¿Y a quién diantre le importa eso?

– Eso mismo pensé yo -asintió Jeremy. Después desvió la vista hacia la otra punta de la barra, y su rostro mostró una visible decepción cuando constató que la chica pelirroja se había esfumado.

– ¿Dónde está ese pueblo exactamente?

– Justo en medio de la nada. Y ahora me preguntarás: «¿Y dónde diantre nos alojaremos en ese lugar situado en medio de la nada?». Pues en un complejo de búngalos denominado Greenleaf Cottages, al que la Cámara de Comercio local describe como un paraje pintoresco y bucólico, rústico pero moderno a la vez. Vaya, que menos es nada.

– Pues a mí me suena como el sitio ideal para vivir una aventurilla amorosa -soltó Alvin entre risas.

– No te preocupes. Estoy seguro de que te adaptarás perfectamente.

– ¿De veras?

Jeremy se fijó en la chaqueta de piel, en los tatuajes y en los pírsines de su compañero.

– Oh, no te quepa la menor duda. Seguramente los aldeanos se morirán de ganas por adoptarte.

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