Capítulo 3

El porche todavía había algunas mesas ocupadas cuando Jeremy llegó al restaurante. Mientras subía las escaleras situadas delante de la puerta principal, notó cómo las conversaciones se silenciaban y la gente desviaba la vista hacia él. Los comensales sólo continuaron masticando, y Jeremy recordó el modo curioso en que las vacas miran a uno cuando se acerca a la valla del prado donde pacen. Jeremy asintió con la cabeza en señal de saludo, tal y como había visto hacer a los ancianos sentados en las mecedoras. Se quitó las gafas de sol y empujó suavemente la puerta. Las dos salas principales situadas a ambos lados de la planta y separadas por una escalera de obra estaban salpicadas de mesitas cuadradas. Las paredes de color melocotón, ribeteadas por una franja blanca, conferían al lugar una sensación entre familiar y campestre. En la parte posterior, detrás de unas puertas oscilantes, Jeremy pudo avistar un poco de la cocina.

De nuevo, las mismas expresiones vacunas en las caras de los que ocupaban las mesas dentro del establecimiento. Las conversaciones se acallaron. Los ojos lo siguieron. Cuando asintió para saludar, las miradas se apartaron de él y las conversaciones volvieron a fluir. Pensó que ese saludo con la cabeza era como disponer de una varita mágica.

Jeremy se quedó quieto, jugueteando con las gafas de sol, a la espera de que Doris apareciera por el local. Entonces una camarera salió parsimoniosamente de la cocina. Debía de rondar los treinta años, era alta y extremadamente delgada, con una cara radiante y muy expresiva.

– Puedes sentarte donde te apetezca, cielo. En un momento vendré a tomarte nota -dijo con desparpajo.

Después de acomodarse en una mesa cercana a la ventana, observó a la camarera que, tal y como le había prometido, vino a servirle sin demora. En su chapa de identificación ponía Rachel. Jeremy reflexionó sobre el fenómeno de las chapas de identificación en el pueblo. ¿Cada trabajador tenía una? Se preguntó si se trataba de una especie de regla, como el hecho de saludar con la cabeza.

– ¿Quieres beber algo, corazón?

– ¿Tenéis capuchinos? -se aventuró a pedir él.

– No, lo siento. Sólo servimos café.

Jeremy sonrió.

– De acuerdo. Tomaré un café solo.

– Si quieres algo para comer, ahí tienes el menú, sobre la mesa…

– Lo cierto es que he venido para ver a Doris McClellan.

– Ah, está en la parte de atrás. ¿Quieres que la vaya a buscar? -repuso Rachel con una simpatía genuina.

– Si no te importa…

Ella sonrió.

– Claro que no, cielo.

Jeremy la observó mientras se alejaba en dirección a la cocina y empujaba las puertas oscilantes. Un momento más tarde apareció una mujer que debía de ser Doris. Físicamente era totalmente opuesta a Rachel: bajita y rechoncha, con un finísimo pelo canoso que debió de ser rubio en su día. Llevaba un delantal sobre una blusa con motivos florales, pero no exhibía ninguna chapa de identificación. Debía de tener unos sesenta años. Se detuvo delante de su mesa, se llevó la mano a la cadera y sonrió.

– Bueno, bueno -pronunció, alargando cada una de las sílabas-. Tú debes de ser Jeremy Marsh.

Jeremy parpadeó perplejo.

– ¿Me conoces?

– Pues claro. Te vi en Primetime Live el viernes pasado. Supongo que recibiste mi carta.

– Ah, sí, gracias.

– Y has venido para escribir un artículo sobre los fantasmas, ¿no?

Jeremy alzó las manos.

– Eso es lo que me propongo, sí.

– Caramba, caramba. ¿Y por qué no me has avisado que venías?

– Me gusta sorprender a la gente. A veces resulta muy efectivo para obtener información precisa.

– Caramba, caramba -volvió a repetir Doris. Después de que desapareciera la mueca de sorpresa de su cara, tomó una silla y se sentó-. ¿Verdad que no te importa si me siento? Supongo que querrás que hablemos.

– No quiero que el jefe se enfade contigo; si tienes que trabajar…

Ella miró por encima del hombro y gritó:

– Eh, Rachel, ¿crees que a la jefa le importará si me siento un rato? Aquí hay un tipo que quiere hablar conmigo.

Rachel negó efusivamente con la cabeza desde detrás de las puertas oscilantes. Jeremy vio que sostenía una cafetera en las manos.

– No, no creo que le importe -respondió Rachel sonriendo-. A la jefa le encanta charlar, especialmente cuando está con un tipo tan encantador.

Doris se volvió y miró a Jeremy fijamente.

– ¿Lo ves? No hay ningún problema.

Jeremy sonrió.

– Parece un sitio muy agradable para trabajar.

– Sí, lo es.

– Entonces… tú eres la jefa, ¿no?

– Así es -repuso Doris, con una chispa burlona de satisfacción en los ojos.

– ¿Cuánto tiempo hace que diriges este local?

– Uf, casi treinta años. Sólo abrimos por las mañanas y por el mediodía. Me especialicé en la comida orgánica mucho antes de que se pusiera de moda, y créeme si te digo que preparamos las mejores tortillas de esta parte de Raleigh. -Se inclinó hacia delante-. ¿Tienes hambre? Deberías probar uno de nuestros bocadillos. Sólo usamos ingredientes frescos; incluso elaboramos el pan cada día. Tienes toda la pinta de estar hambriento… -Vaciló unos instantes mientras lo repasaba de la cabeza a los pies-. Me apuesto lo que quieras a que no te podrás resistir a nuestro bocadillo de pollo con pesto. Lleva alfalfa germinada, tomates, pepino, y una salsa de pesto que preparo yo misma, a la que añado mi toque personal.

– Gracias, pero no tengo hambre.

Rachel se acercó con dos humeantes tazas de café.

– Bueno, para tu información, la historia que voy a contarte es bastante larga, así que la digerirás mejor con el estómago lleno. Además, pienso contártelo todo sin prisas.

Jeremy se rindió.

– De acuerdo. Acepto el bocadillo de pollo con pesto.

Doris sonrió.

– ¿Puedes traernos un par de Albemarles, Rachel?

– Enseguida -contestó la camarera. Observó a Jeremy con afabilidad-. ¿Quién es tu amigo? No lo había visto antes por aquí.

– Te presento a Jeremy Marsh -anunció Doris-. Es un famoso periodista que ha venido para escribir un artículo sobre nuestra bella localidad.

– ¿De veras? -exclamó Rachel, mirándolo ahora con un descarado interés.

– Sí -respondió Jeremy.

– Gracias a Dios -pronunció Rachel con un guiño-. Por un momento pensé que iba a un entierro.

Jeremy parpadeó mientras Rachel desaparecía.

Doris soltó una risotada ante la expresión perpleja de su interlocutor.

– Tully vino aquí después de que pasaras por la gasolinera a pedir la dirección para ir al cementerio -explicó-. Supongo que habrá pensado que yo tenía algo que ver con tu aparición en el pueblo, y quería cerciorarse de que no se equivocaba. Me refirió vuestro encuentro hasta el más mínimo detalle y, probablemente, Rachel no pudo resistirse y puso la oreja para escuchar la conversación.

– Ah -dijo Jeremy.

Doris volvió a inclinarse hacia delante.

– Seguro que te ha taladrado el cerebro con su inagotable verborrea.

– Más o menos.

– Habla por los codos. Si no tuviera a nadie cerca, sería capaz de entablar conversación con una caja de zapatos. Te juro que no sé cómo su esposa, Bonnie, lo soportó durante tanto tiempo. La pobre se quedó sorda hace doce años, así que ahora Tully se desahoga con los clientes de la gasolinera. Por eso es cuestión de largarte cuanto antes, cuando pares a repostar, porque si no, es posible que a la mañana siguiente todavía estés ahí. Mira, sintiéndolo mucho, al final he tenido que pedirle que se marchara, porque no se callaba y no me dejaba hacer nada.

Jeremy asió la taza de café.

– ¿Y dices que su mujer está sorda?

– Creo que nuestro Dios todo misericordioso se dio cuenta de que Bonnie ya había hecho suficiente sacrificio. La pobre es una santa.

Jeremy lanzó una carcajada antes de tomar un sorbo de café.

– ¿Y por qué creyó que tú eras la persona que se había puesto en contacto conmigo?

– Cada vez que pasa algo inusual en el pueblo, me echan la culpa a mí. Supongo que es irremediable, con eso de ser la vidente del lugar…

Jeremy la miró sorprendido, y Doris se limitó a sonreír.

– Me parece que no crees en videntes -observó ella.

– Has acertado -admitió Jeremy.

Doris se quitó el delantal.

– Bueno, para serte sincera, yo tampoco me fío de muchos de ellos; algunos no son más que unos simples patanes, pero te aseguro que ciertas personas están tocadas por ese don especial.

– Entonces… ¿puedes leer mis pensamientos?

– No -contestó Doris, moviendo la cabeza de lado a lado-. Bueno, casi nunca puedo. Lo que sí suelo tener es una gran intuición acerca de la gente; pero en eso de leer la mente, la que era una experta era mi madre. Nadie podía ocultarle nada. Incluso sabía lo que iba a regalarle cada año para su cumpleaños, y eso era un fastidio, porque le restaba toda la magia al momento. Mis dones son distintos. Soy adivina. También puedo saber qué sexo tendrá un bebé antes de nacer.

– Ya.

Doris lo miró fijamente.

– No me crees, ¿eh?

– Dejémoslo en que eres adivina. Eso significa que puedes encontrar agua e indicarme dónde tengo que cavar para localizar un pozo.

– Exacto.

– Y si te pidiera que hicieras una prueba científica, bajo una estricta supervisión…

– Tú mismo podrías ser quien la supervisara, y aunque tuvieras que llenarme de cables como un arbolito de Navidad, no tendría ningún reparo en hacer todas las pruebas que me pidieras.

– Ah -susurró Jeremy, acordándose de Uri Geller. Geller estaba tan seguro de sus poderes de telequinesia que se personó en un programa de la televisión británica en 1973, delante de un grupo de científicos y de una audiencia en directo. Asió una cuchara y la colocó sobre su dedo, y ésta empezó a doblarse por ambos lados hacia el suelo delante de la mirada estupefacta de los observadores. Sólo más tarde se supo que antes de que empezara el programa había doblado la cuchara una y otra vez, provocando lo que se conoce como un estado de fatiga del metal.

Doris parecía saber lo que estaba pensando.

– Mira, puedes hacerme una prueba cuando gustes, y del modo que quieras. Pero ése no es el motivo de tu visita. Tú has venido por la historia de los fantasmas, ¿no es cierto?

– Sí -contestó Jeremy, aliviado de cambiar de tema-. ¿Te importa si grabo nuestra conversación?

– No, adelante.

Jeremy introdujo la mano en el bolsillo de la americana y extrajo una pequeña grabadora. La colocó en medio de los dos y apretó los botones apropiados. Doris tomó un sorbo de su taza de café antes de empezar su relato.

– Pues bien, la historia se remonta a 1890, más o menos. Por entonces, en el pueblo todavía había segregación racial, y la mayoría de los negros vivía en un lugar llamado Watts Landing. Por culpa del Hazel ya no queda ningún vestigio de esos días, pero por entonces…

– Perdona, ¿quién es Hazel?

– El huracán que arrasó el lugar en 1954. Alcanzó la costa cerca de la frontera con Carolina del Sur. Prácticamente sumergió a Boone Creek bajo las aguas, y lo poco que quedaba de Watts Landing desapareció por completo.

– Vaya, qué tragedia. Sigue, por favor.

– Como te iba diciendo, ahora no queda nada del antiguo pueblo, pero a finales de siglo aquí debían de vivir unas trescientas personas. La mayor parte de ellas descendían de los esclavos que habían llegado de Carolina del Sur durante la guerra civil, o la guerra de agresión de los del norte, como la llamamos los del sur.

Doris guiñó un ojo, y Jeremy sonrió.

– Un día llegaron los de la Union Pacific para establecer la línea del ferrocarril que, cómo no, se suponía que convertiría este lugar en un área próspera y cosmopolita. Bueno, eso fue lo que prometieron. La línea que proponían atravesaba los campos del Cementerio de los negros. En esa época, el pueblo estaba liderado por una mujer llamada Hettie Doubilet, que provenía de una de las islas del Caribe, no sé de cuál exactamente. Cuando se enteró de que querían desenterrar todos los cuerpos y transferirlos a otro lugar, se enfadó muchísimo y apeló a las autoridades del condado para que cambiaran la ruta, pero los mandamases no la escucharon. Ni siquiera le concedieron la oportunidad de formalizar su queja.

Rachel reapareció con los bocadillos y depositó los dos platos sobre la mesa.

– Pruébalo -lo apremió Doris-. Chico, prácticamente estás en los huesos.

Jeremy tomó uno de los bocadillos y le dio un bocado. Hizo una mueca en señal de aprobación, y Doris sonrió.

– Mejor que nada de lo que puedas encontrar en Nueva York, ¿eh?

– Sin duda. Felicita a la cocinera de mi parte.

Ella lo miró con una pizca de coquetería.

– ¿Sabes que eres un encanto, mi querido señor Marsh?

Jeremy pensó que posiblemente esa mujer había roto más de un corazón en sus años mozos. Doris prosiguió relatando la historia con toda naturalidad, como si no hubiera hecho ninguna pausa.

– En esa época había un montón de racistas. Aún los hay, pero ahora son una minoría. Igual crees que exagero, porque tú vienes del norte, pero te aseguro que es así.

– Te creo.

– No, no me crees. Ninguna persona del norte lo cree, pero bueno, ése es otro cantar. Volviendo a la historia, Hettie Doubilet se sintió enormemente indignada por el desdeñoso trato que recibió, y según la leyenda, cuando le negaron el derecho a entrevistarse con el alcalde, lanzó una maldición sobre la raza blanca. Amenazó con que si profanaban las tumbas de sus antepasados, entonces las nuestras también serían profanadas. Los antepasados de su gente vagarían por el mundo en busca del lugar donde reposaban inicialmente y arrasarían Cedar Creek a su paso, y al final, el cementerio entero sería engullido por la tierra. Pero claro, en esos días nadie le prestó atención.

Doris mordisqueó su bocadillo.

– En resumen, los negros desenterraron a los muertos y los trasladaron uno a uno a otro cementerio, se construyó la línea del ferrocarril y, después de eso, tal y como Hettie vaticinó, las cosas empezaron a ir de mal en peor en el cementerio de Cedar Creek. Primero sólo fueron nimiedades: unas cuantas lápidas rotas y cosas por el estilo, como si se tratara de actos vandálicos. Las autoridades del condado pensaron que era la gente de Hettie la que causaba los estragos y destinaron a varios vigilantes a vigilar el cementerio. Pero por más que aumentaran el número de vigilantes, los problemas no cesaban. Y a lo largo de los años se han ido incrementando. Has estado allí, ¿verdad?

Jeremy asintió.

– Así que has visto lo que está sucediendo. Parece como si el lugar se estuviera hundiendo, tal y como Hettie predijo. Y para colmo aparecieron las dichosas luces. Y desde entonces, los habitantes del pueblo creen que son los espíritus de los esclavos que vagan por el lugar.

– ¿Y el cementerio está cerrado?

– Sí. A finales de la década de los setenta se optó por abandonar definitivamente ese lugar, pero antes de eso, la mayoría de la gente ya pedía ser enterrada en los otros cementerios alternativos que tiene el pueblo a causa de lo que estaba sucediendo en el de Cedar Creek. Ahora esos terrenos pertenecen al Estado, pero llevan más de veinte años abandonados.

– ¿Alguien se ha encargado de realizar un estudio para averiguar por qué parece que se hunden esas tierras?

– No estoy segura, aunque me parece que sí. Muchos tipos influyentes tienen a algún antepasado enterrado en ese lugar, y lo último que desean es ver cómo desaparecen las tumbas de sus abuelos. Seguramente quieren una explicación, y he oído historias acerca de unos tipos de Raleigh que se desplazaron hasta aquí para investigar qué estaba pasando.

– ¿Te refieres a los estudiantes de la Universidad de Duke?

– Oh, no, no esos pobres, querido. Si no eran más que una pandilla de imberbes. Estuvieron aquí el año pasado. No, hablo de hace más tiempo; quizá de la época en la que aparecieron los primeros estropicios.

– ¿Y sabes a qué conclusión llegaron?

– No, lo siento. -Hizo una pausa, y sus ojos adoptaron un brillo malicioso-. Pero me lo figuro.

Jeremy la miró con interés.

– ¿Y bien?

– Agua -apuntó ella simplemente.

– ¿Agua?

– Recuerda que soy adivina. Sé dónde está el agua. Y te puedo asegurar sin temor a equivocarme que ese terreno se está hundiendo a causa del agua que hay debajo. Lo sé con certeza.

– Ah -dijo Jeremy con tranquilidad.

Doris se echó a reír.

– Eres tan mono, señor Marsh. ¿Sabías que cuando alguien te dice algo que no quieres creer, adoptas un aire de severa gravedad?

– No, nadie me lo había dicho.

– Pues sí. Y yo lo encuentro encantador. Mi madre habría disfrutado de lo lindo contigo. Tus pensamientos son tan transparentes…

– ¿Ah, sí? Pues a ver si adivinas qué estoy pensando ahora.

Doris lo miró pensativa.

– Bueno, ya te he dicho que mis dones difieren de los de mi madre. Ella podría leerte el pensamiento como en un libro abierto. Y además, no quiero asustarte.

– Vamos, adelante. Asústame.

– Muy bien -aceptó ella. Lo miró fijamente-. Piensa en algo que yo sepa. Y recuerda, mi don no es el de leer la mente. Sólo acierto de ve en cuando, y únicamente si se trata de pensamientos muy intensos.

– Vale -respondió Jeremy, encantado de jugar a las adivinanzas-. ¿Te das cuenta de que me estás contestando con evasivas?

– Chis, cállate. -Doris le cogió la mano-. ¿Verdad que no te importa si te toma la mano?

– No, claro que no.

– Y ahora piensa en algo personal que yo no pueda saber.

– De acuerdo.

Doris le apretó la mano

– Vamos chico, sé serio. No juegues conmigo.

– Vale -asintió él-. Te aseguro que ahora me concentraré de verdad.

Jeremy cerró los ojos. Pensó en la razón por la que María lo había abandonado, y por un momento que pareció eterno, Doris no pronunció ni una palabra. En lugar de eso, se limitó a observarlo fijamente, como si esperara a que él dijera algo.

Jeremy ya había pasado por la misma experiencia con anterioridad, innumerables veces. Sabía que no debía decir nada, y cuando ella continúo sin romper el silencio, supo que había ganado la partida. De repente ella dio un respingo. «Ya, la clase de movimientos que forma parte de estos numeritos», se dijo Jeremy. Inmediatamente después, ella le soltó la mano.

Jeremy abrió los ojos y la miró con curiosidad.

– ¿Y bien?

Doris lo observaba de un modo extraño.

– Nada -respondió

– Ah -añadió Jeremy-. Supongo que hoy no has tenido suerte, ¿eh?

– Ya te lo he dicho, soy adivina. -Sonrió, casi como pidiendo disculpas-. Pero te puedo asegurar que no estás embarazado.

Jeremy se echó a reír a carcajadas.

– Tengo que admitir que en eso tienes razón. Ella sonrió antes de desviar la vista hacia otra mesa, luego volvió a mirarlo fijamente.

– Lo siento. No debería de haberlo hecho. No era apropiado.

– No pasa nada -dijo él en un tono absolutamente desenfadado.

– No -insistió ella mirándolo fijamente, le agarró la mano de nuevo y se la estrujó suavemente-. Lo siento mucho.

Jeremy no sabía cómo reaccionar cuando Doris volvió a cogerle la mano, pero se quedó paralizado ante la compasión que emanaba de sus ojos.

Y Jeremy tuvo la desagradable sensación de que ella había adivinado más cosas sobre su vida personal de las que posiblemente podría saber.


Habilidades vaticinadoras, premoniciones e intuición son simplemente el producto de la conexión que se establece entre la experiencia, el sentido común y la sabiduría acumulada. La mayoría de la gente suele desestimar la gran cantidad de información que aprende durante toda la vida, y la mente humana es capaz de relacionar la información de un modo como ninguna otra especie -o máquina- es capaz de hacer.

No obstante, la mente aprende a desechar una inmensa parte de la información que recibe, ya que, por razones obvias, no es tan crítica como para recordarlo todo. Por supuesto, algunas personas tienen más memoria que otras, un hecho que a veces queda patente en algunas pruebas, y hay un sinfín de estudios sobre la habilidad de entrenar la memoria. Pero incluso los peores alumnos recuerdan el 99,99 por ciento de todo lo que les ha pasado en la vida. Sin embargo, es ese 0,01 por ciento lo que más frecuentemente distingue a una persona de otra. Para algunos, se pone de manifiesto en la habilidad de memorizar trivialidades, o de despuntar como doctores, o de interpretar datos financieros con una precisión extraordinaria. Para otros, consiste en la habilidad de leer los pensamientos de los demás. Esta clase de personas -con una habilidad innata para aprovecharse de la memoria, del sentido común y de la experiencia, y para codificarlos rápidamente y con precisión- manifiesta una habilidad que los demás definen como sobrenatural.

Pero lo que Doris había hecho era… ir mucho más lejos de lo que Jeremy suponía. Ella lo sabía. O al menos, ésa fue la impresión inmediata que tuvo Jeremy, hasta que se refugió en una explicación lógica de lo que acababa de suceder.

De hecho, se recordó a sí mismo que no había sucedido nada. Doris no había dicho nada; simplemente le pareció que esa mujer comprendía cosas desconocidas por la forma en que lo había mirado. Y esa suposición nacía de su interior, no de Doris.

Sólo la ciencia podía aportar respuestas reales. No obstante, ella parecía una persona muy afable, así que… ¿ Y qué si estaba tan segura de sus habilidades? Probablemente ella pensaba que la explicación había que buscarla en algo sobrenatural. De nuevo, Doris parecía estar leyéndole el pensamiento.

– Supongo que te acabo de confirmar que sólo soy una pobre loca.

– De ningún modo -repuso Jeremy. Ella tomó el bocadillo.

– Bueno, puesto que se supone que tendríamos que disfrutar de nuestra primera comida juntos, quizá será mejor que nos relajemos con una charla más amena. ¿Quieres que te cuente algo en particular?

– Háblame del pueblo.

– ¿Qué deseas saber?

– Oh, lo que sea. Ya que estaré aquí unos cuantos días, creo que debería ponerme al día con lo que pasa en la localidad.

Pasaron la siguiente media hora departiendo de todo y de nada en particular. Incluso más que Tully, Doris parecía saber hasta el más mínimo detalle de todo lo que sucedía en Boone Creek. Y no a causa de sus supuestas habilidades -tal como ella misma admitió-, sino porque en los pueblos pequeños la información corría más rápido que el viento.

Doris hablaba sin parar. Jeremy se enteró de quién salía con quién, con qué tipos era difícil trabajar y por qué, y que el párroco de la iglesia pentecostal de la localidad tenía una aventura amorosa con una de sus feligresas. Ah, y lo más importante, por lo menos según Doris, era que jamás llamara a Trevor's Towing si se le averiaba el coche, ya que probablemente Trevor estaría borracho, fuera la hora que fuese.

– Ese hombre es un peligro en la carretera -declaró Doris-. Todo el mundo lo sabe, pero como su padre es el sheriff, nadie hace nada al respecto. Pero claro, supongo que no debería sorprenderme. El sheriff Wanner tiene sus propios problemas, sobre todo sus enormes deudas contraídas a causa del juego.

– Ah -dijo simplemente Jeremy, como si estuviera familiarizado con todo lo que sucedía en el pueblo.

Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada. Jeremy aprovecho para echar un vistazo al reloj.

– Supongo que tienes que irte -musitó Doris. Jeremy asió la pequeña grabadora y pulsó el botón stop antes de guardarla en el bolsillo de la americana.

– Sí. Me gustaría pasar por la biblioteca antes de que cierren para buscar información.

– Muy bien. No te preocupes por la comida. Invito yo. No suelen visitarnos personas famosas como tú.

– Te aseguro que una breve aparición en Primetime no convierte a nadie en famoso.

– Ya lo sé, pero yo me refería a tu columna.

– Ah. ¿Has leído mis artículos?

– Lo hago cada mes. A mi esposo, que en paz descanse, lo que más le gustaba era hacer chapuzas en el garaje y leer esa revista. Cuando falleció, no tuve el coraje de cancelar la suscripción. Poco a poco me fui aficionando a tus artículos. No escribes nada mal.

– Gracias.

Doris se levantó de la mesa y lo acompañó hasta la puerta del restaurante. Los clientes que quedaban, muy pocos ya, levantaron la vista para observarlos. No hacía falta que dijeran nada para saber que habían estado pendientes de toda la conversación, y tan pronto como Jeremy y Doris salieron del local, empezaron a cuchichear sin tregua.

– ¿Doris ha dicho que ese señor ha salido por la tele? -preguntó uno.

– Ya me parecía que lo había visto en uno de esos programas de entrevistas…

– Entonces no es médico -agregó otro-. Le he oído comentar algo sobre unos artículos de una revista.

– Me pregunto cuál es la relación entre Doris y él. ¿Alguien sabe cómo se conocieron?

– Parece un buen tipo.

– Pues yo creo que es un soñador empedernido -intervino Rachel.

Mientras tanto, Jeremy y Doris se habían detenido en el porche, sin sospechar el barullo que habían armado.

– Supongo que te alojas en el Greenleaf, ¿no? -inquirió Doris. Cuando Jeremy asintió, ella continuó-. ¿Sabes cómo llegar hasta allí? Está un poco alejado del pueblo.

– Tengo un mapa -dijo Jeremy, intentando poner un tono convincente, como si se hubiera preparado el viaje con antelación-. Estoy seguro de que lo encontraré, pero ¿puedes indicarme cómo llegar hasta la biblioteca?

– Oh, está justo a la vuelta de la esquina. -Señaló hacia la carretera-. ¿Ves ese edificio de ladrillo, el de los toldos azules?

Jeremy asintió.

– Gira a la izquierda y sigue hasta la próxima señal de stop. Gira a la derecha en la primera calle que encuentres después de la señal. La biblioteca está en la siguiente esquina. Es un enorme edificio de color blanco. Previamente se lo conocía como Middleton House; perteneció a Horace Middleton antes de que el Estado lo comprara.

– ¿No construyeron una nueva biblioteca?

– Es un pueblo pequeño, señor Marsh, y además, ese edificio es lo suficientemente amplio, ya lo verás.

Jeremy extendió la mano.

– Gracias. Has sido una gran ayuda. Y la comida estaba deliciosa.

– Hago lo que puedo.

– ¿Te importa si vuelvo a pasar otro día por aquí con más preguntas? Me da la impresión de que estás al corriente de todo lo que pasa en la localidad.

– Puedes venir cuando quieras. Te ayudaré en todo lo posible. Pero tengo que pedirte un favor: no escribas nada que nos deje como una panda de lunáticos. A muchos (entre los que me incluyo) nos encanta vivir aquí.

– Simplemente me limito a escribir la verdad.

– Lo sé -dijo ella-. Por eso contacté contigo. Tienes pinta de ser un tipo en el que se puede confiar, y estoy segura de que zanjarás esta leyenda de una vez por todas y de la forma más apropiada.

Jeremy esbozó una mueca de sorpresa.

– ¿No crees que haya fantasmas en Cedar Creek?

– Claro que no. Sé que no hay ningún espíritu merodeando por ese lugar. Llevo años diciéndolo, pero nadie quiere escucharme.

Jeremy la miró con curiosidad.

– Entonces, ¿por qué me has pedido que venga?

– Porque la gente no sabe lo que sucede, y continuará creyendo en fantasmas hasta que encuentre una explicación fehaciente. Desde que apareció ese artículo de los estudiantes de la Universidad de Duke en la prensa, el alcalde ha estado promocionando la idea de los fantasmas como un loco, y ahora empiezan a llegar curiosos de todas partes con la esperanza de ver las luces. Según mi opinión, todo esto está provocando serios problemas; ese cementerio amenaza con hundirse, y los estropicios son cada vez mayores.

Doris hizo una pausa antes de proseguir.

– Y claro, el sheriff no hace nada para evitar que las pandillas de adolescentes o los turistas se paseen por la zona sin ninguna precaución. Él y el alcalde son los típicos buscadores de recompensas; además, casi todo el mundo aquí -excepto yo- considera que promocionar la historia de los fantasmas es una buena idea. Desde que cerraron el molino textil y la mina, el pueblo no levanta cabeza, y me parece que muchos se aferran a esa idea como una especie de salvación.

Jeremy miró hacia el coche, y después volvió a mirar a Doris, pensando en lo que le acababa de contar. Todo tenía sentido, pero…

– ¿Te das cuenta de que lo que me has dicho no coincide con lo que me escribiste en la carta?

– Eso no es cierto. Lo único que dije fue que había unas luces misteriosas en el cementerio que muchos vinculan con una vieja leyenda, que la mayoría de la gente cree que se trata de fantasmas, y que un grupo de chicos de la Universidad de Duke no pudo hallar ninguna explicación lógica al fenómeno. Sé que no soy perfecta, señor Marsh, pero mentir no es uno de mis defectos.

– ¿Y por qué quieres que desacredite la historia?

– Porque no es correcto -respondió llanamente, como si la respuesta fuera de sentido común-. La gente deambula por el cementerio, los turistas vienen y acampan en esos terrenos; hay que ser respetuosos con los muertos, aunque el cementerio esté abandonado. Los difuntos ahí enterrados merecen descansar en paz. Y ese despropósito de la «Visita guiada por las casas históricas» es simple y llanamente incorrecto. Pero todos hacen oídos sordos a mis críticas.

Jeremy reflexionó sobre lo que Doris le acababa de contar mientras hundía las manos en los bolsillos de la chaqueta.

– ¿Puedo hablar con franqueza? -preguntó él.

Ella asintió, y Jeremy empezó a balancearse alternando el equilibrio de un pie al otro.

– Si crees que tu madre era vidente, y que tú puedes adivinar dónde hay agua y el sexo de los bebés, me parece extraño que…

Cuando se quedó unos momentos indeciso sobre cómo continuar, ella lo miró con interés.

– ¿Que no sea la primera que crea en fantasmas?

Jeremy asintió.

– Sí que creo en fantasmas. Lo único es que no creo que esten congregados ahí, en el cementerio.

– ¿Por qué no?

– Porque he estado allí y no he notado ninguna presencia sobrenatural.

– ¿Así que también puedes hacer eso?

Ella se limitó a encogerse de hombros. Finalmente se decidió a romper el silencio.

– ¿Puedo hablar ahora yo con franqueza?

– Adelante.

– Un día aprenderás algo que no puede ser explicado por medio de la ciencia. Y cuando eso suceda, tu vida cambiará de una forma que no puedes ni llegar a imaginar.

Jeremy sonrió.

– ¿Es eso una promesa?

– Sí -contestó ella. A continuación lo miró fijamente-. Y he de admitir que lo he pasado muy bien charlando contigo mientras comíamos. No suelo gozar de la compañía de jóvenes tan encantadores. La experiencia me ha rejuvenecido, te lo aseguro.

– Yo también lo he pasado estupendamente.

Jeremy se dio la vuelta para marcharse. Las nubes habían hecho acto de presencia mientras ellos estaban comiendo. El cielo, aunque no tenía un aspecto amenazador, parecía indicar que el invierno estaba decidido a instalarse también en el sur, y Jeremy se levantó el cuello de la americana mientras se dirigía al coche.

– ¿Señor Marsh? -gritó Doris a su espalda.

– ¿Sí? -respondió Jeremy al tiempo que se daba la vuelta.

– Saluda a Lex de mi parte.

– ¿Lex?

– Se encarga de la biblioteca. Seguramente no tendrá ningún reparo en ayudarte en tus pesquisas.

Jeremy sonrió.

– Lo haré.

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