Capítulo 10

LA IMPRESIÓN dejó sumida a Beth en un profundo silencio. Tenía una vaga idea del paisaje que velozmente dejaban atrás, pero su mente estaba demasiado agitada para prestarle atención, como lo había hecho durante el viaje con la tía Em. Jamie, Jim no hablaba. Probablemente esperaba una reacción por parte de ella. El regalo de la propiedad familiar bien merecía una respuesta.

– ¿Por qué? -preguntó ella finalmente.

El se alzó de hombros, sonriendo con ironía.

– Porque me lo puedo permitir.

– No me cabe la menor duda, pero… eso no responde a mi pregunta.

– ¿Y mi respuesta te interesa? -preguntó con una mirada insondable en sus ojos oscuros.

– Sí -contestó ella con vehemencia-. No puedo aceptar un regalo de tanto valor.

– ¿Por qué no?

– Porque no me sentiría bien.

Jim sopesó la respuesta un momento y luego le dirigió una mirada burlona.

– Yo acepté todo lo que tú y tu familia me disteis en el pasado.

Como un fogonazo se le vinieron a la memoria las palabras de la tía Em: «Tal vez Jamie cree estar en deuda contigo».

Ella negó con la cabeza. No estaba bien reducir a términos económicos valores como la bondad, la consideración y la amistad. Ofrecer un talonario de cheques como pago de una supuesta deuda, era como una ofensa a la familia que lo había incluido en el grupo como un miembro más.

– Todo lo que mi familia hizo por ti fue absolutamente desinteresado. No tienes que devolverles nada -declaró con firmeza-. Y tú bien lo sabes -concluyó tristemente.

– Por supuesto que lo sé -convino con tranquilidad-. Ninguno de vosotros podía haber imaginado que yo llegaría a ser alguien en la vida -el tono ligeramente burlón de su voz volvió a sacarla de quicio. La confrontación se tomaba más sutil. Se encerraba en sí mismo, sin permitirle penetrar en su mente. Seguía siendo el Jim Neilson inaccesible de siempre-. Aunque es sorprendente la cantidad de personas que se me han acercado después de haber demostrado fehacientemente que era un sujeto que valía la pena. Gente con la que no había mantenido contacto alguno durante años, que ni siquiera puedo reconocer

– dijo lanzándole una irónica mirada-. Normalmente quieren algo de mí. A veces lo doy, a veces no -concluyó endureciendo la voz-. Pensé que lo sabías.

– No, no lo sabía -contestó casi tragándose las palabras, ruborizada de mortificación.

No tenía idea de que algunos le habían acosado con peticiones, apelando al conocimiento de su pasado menos afortunado.

– De todas las personas que conozco, tú pudiste haberte acercado a mí con toda sinceridad, Beth. No tenías que haber puesto el cebo en el anzuelo.

«¿Poner el cebo en el anzuelo?» Se quedó mirándolo incrédula, al tiempo que sus mejillas se ruborizaban lastimosamente ante la interpretación que él hacía de su conducta. La estaba poniendo a la misma altura de una mujerzuela que, a cambio de sexo, obtiene lo que quiere de un cliente. De alguna manera se acercaba a la verdad. Pero ella no había querido obtener dinero. No por dinero.

– Pero…

Jim rió entre dientes, interrumpiéndola.

– Debo confesarte que me alegro de que lo hicieras. No me habría perdido lo de la noche pasada, ni lo de esta tarde por nada del mundo. Eres un demonio de mujer.

– Así que es eso lo que piensas -murmuró, enferma ante la opinión que tenía de ella. Era tan horriblemente equivocada y retorcida. Por respeto a sí misma tenía que poner las cosas en su lugar-. Déjame aclararte algo, Jim Neilson. Tú crees que yo he jugado contigo con el fin de sacarte dinero para financiar la compra de la granja.

Los ojos del hombre brillaban al mirarla.

– Deja de seguir tomándome por un tonto, Beth. He de admitir que la forma en que lo hiciste fue una magnífica manipulación. Psicológicamente brillante. Esta mañana me hiciste viajar hasta el valle cargado de culpa.

– Aunque ya habías sacado estas conclusiones antes de llegar a la granja -objetó Beth, recordando su mirada burlona al preguntarle: «¿Y tú en qué te has convertido?».

– Eso lo sé hacer muy bien. Sé sumar todos los factores que componen las tendencias del mercado y utilizar la pauta resultante como un trampolín para saltar más lejos que todos los demás al prever dónde se encuentran las ganancias.

– ¿Nunca te equivocas?

– Generalmente no; y nunca cometo una equivocación grave.

– Ya veo -dijo disimulando su agitación con un tono tranquilo y prosaico-. ¿Y dónde están tus ganancias en este negocio? En otras palabras, tú me regalas la propiedad. ¿Y qué obtienes a cambio? ¿Sentirte libre de culpa? -terminó, aguijoneándolo.

El tardó en responder. Luego una sonrisa jugueteó en sus labios.

– Tú me excitas como ninguna mujer lo ha hecho jamás. Y el sentimiento es mutuo. ¿No es cierto, Beth?

Imposible negarlo, aunque temblaba de ira.

– Prefiero no hablar de eso.

Fijó su atención en la carretera, permitiendo que su silencio sembrara la duda en él. Si es que alguna vez dudaba de algo. Quería lanzarle todo su desprecio a la cara, atacarle con uñas y dientes, pero ya había dado mucha rienda suelta a sus emociones. No era el momento adecuado. Había llegado la hora de mantener un control rígido, una fría dignidad, una firme resolución.

Habían salido del valle. El cartel que señalaba el acceso a la autopista aparecía frente a ellos. Tenía que jugar sus cartas correctamente para lograr deshacerse de Jim Neilson. Primero tenía que sacarse la espina y luego curar la herida.

– La atracción sigue viva entre nosotros. Es posible que con el tiempo se extinga. ¿Quién lo sabe? Como yo lo veo, podemos seguir disfrutando juntos hasta cuando dure.

¡Estaba comprando el tiempo! Con un esfuerzo Beth logró sonreír con ironía.

– Esa es la ganancia, ¿no es cierto? Compraste la granja para mantenerme como tu compañera sexual.

– Digamos que se puede llegar a la granja más fácilmente desde Sidney que desde Melbourne.

– ¿Un nidito de amor? -se burló ella.

– No del todo, con tu padre allí. ¿Sería muy duro para ti ir a Sidney? Seguro que puedes inventarte un recado ocasional.

Desde luego que Jim Neilson no quería ir al valle. Se lo imaginó sentado en su palco, tendiéndole el sueño de su padre en un plato y a la vez poniendo las condiciones. Jim Neilson no iba a bajar de la montaña. Quería que ascendiera hasta la cima, hasta que se cansara de ella.

Llegaron a la autopista y el Porsche se adentró raudo por el carril de máxima velocidad. Como era normal en él. No le atraía la lentitud.

– Supongo que debo sentirme halagada de que hayas pagado tanto por mí -comentó divertida-. Es agradable saber cuánto valgo.

– No te estoy comprando. Simplemente quise satisfacer tu deseo.

– Estoy muy satisfecha -dijo. Todo el misterio se había clarificado al saber lo que había en la mente de Jim Neilson. Con una sonrisa jugueteando en los labios,se quedó mirando fijamente los muslos del hombre-. Aunque pienso que te subestimas.

Sintió que él sopesaba el comentario, que lo miraba desde todos los ángulos, que lo analizaba con su cerebro matemático.

– ¿Te alojas en casa de tu tía en Sidney?

Detrás de la pregunta había una mente calculando.

– No. Estoy en el hotel Ramada, en Ryde -contestó de manera casual.

– ¿Tienes tiempo para cenar conmigo esta noche?

Se había despertado el apetito del lobo

– ¿En tu piso otra vez? -preguntó mordaz.

– Podríamos comprar comida por el camino. ¿Qué prefieres? ¿Comida italiana, china, india? -preguntó con una malvada sonrisa y seguridad arrogante.

– Me parece que a ti no te gustan los restaurantes -dijo secamente.

– Me gusta la intimidad. Pero si prefieres un restaurante.

El lobo estaba preparado para esperar una o dos horas.

– A veces vale la pena no precipitarse -comentó ella, con doble intención.

A él le gustó la idea. Ella podía sentir que lo invadía una deliciosa excitación. Un prólogo sensual a lo que vendría después.

– ¿Dónde te gustaría ir?

– Déjame pensarlo -dijo dejando la promesa en el aire.

El Porsche avanzaba velozmente por la autopista. A la velocidad que iban, la ciudad no tardaría en aparecer ante ellos. Alrededor de unos veinte minutos más o menos. Ella necesitaba tiempo para hacer su movida en el juego y lograr el máximo impacto.

El le concedió cinco minutos antes de preguntar.

– ¿Qué te apetece? Si no conoces muchos sitios en Sidney…

– No, la verdad es que no conozco casi nada. Es mejor que tú decidas -dijo y agregó con una sonrisa provocativa-. Sorpréndeme. Eso sabes hacerlo muy bien.


– Tú también tienes mucho talento -dijo apreciativamente.

– Primero quiero ir al hotel a cambiarme de ropa.

– Primera parada, el Ramada -accedió al punto.

– Queda en la calle Epping.

– Ya lo sé.

– Bien. Si no te importa voy a cerrar los ojos un momento. Estaré mejor si descanso un poco.

– Adelante. Ya pensaré cómo despertarte -dijo bromeando.

Beth cerró los ojos, pero no se durmió. Se quedó pensando en su propia estupidez, a la caza de sueños que debió haber olvidado hace muchos años. Cabía la posibilidad de que Jim Neilson pusiera la propiedad en venta al darse cuenta de que con ella no iba a comprar lo que quería.

En ese caso no habría ninguna razón para mantenerla en su poder. Si se comunicaba con la empresa responsable de la subasta para informarles que aún seguía interesada en la propiedad, por si el nuevo dueño quería venderla, tal vez podrían aceptarle una oferta al alcance de sus medios.

Aunque sería prudente hacerlo a través de un agente, de manera anónima. A Jim Neilson no le iba a gustar tragarse el error que había cometido. No aceptaría que ella sacara partido de su equivocación. Con el corazón dolorido deseó que su tía nunca le hubiera informado de la subasta, y que nunca le hubiera mostrado las páginas de sociedad que mencionaban a Jim Neilson como uno de los invitados a la exposición de la galería Woollhara. Todo el viaje había sido un desastre de principio a fin.

Bueno, no totalmente. La visita a la oficina de su editor en Sidney había sido productiva. Sus libro se habían vendido tan bien que pensaban sacar una nueva edición

Jim Neilson ni siquiera le había preguntado cómo se ganaba la vida. ¡No tenía ningún interés en ella como persona! Seguramente pensaría que vivía a costa de sus amantes. Eso era cómico, considerando los pocos hombres que habían pasado

por su vida. Su relación con Gerald había sido su experiencia más importante.

Al notar que apretaba las mandíbulas con fuerza, Beth intentó relajarse. A esa altura ya debería estar en las afueras de Sidney. El Porsche se había detenido varias veces ante los semáforos en rojo. Ya era tiempo de empezar a preparar su mente

para la partida final del juego.

Ella nunca había pensado en jugar con él, ni la anoche anterior ni en la granja esa misma tarde.

Pero desde que abandonaron el valle sí que estaba decidida a hacerlo. Esperaba que le dejara un sabor tan amargo en la boca como el que sentía ella a causa del agravio cometido. Por naturaleza no era una persona vengativa, pero de alguna manera él

agitaba un pozo de pasiones que la impulsaban a herirle donde más pudiera dolerle. Y era necesario.

La tía Em lo habría llamado orgullo.

Pero a Beth no le importaba. Jim Neilson merecía sentirse como un tonto. Eso le enseñaría a replantearse la convicción de que no cometía errores. Le obligaría a darse cuenta de que no era tan condenadamente infalible en sus cálculos y juicios. Por una vez en su vida tendría que aprender a contar las pérdidas y no las ganancias.

Se revolvió en el asiento como si hubiera estado durmiendo.

– ¿Dónde estamos?

– Casi llegando. Nos acercamos a la calle Epping. Has despertado muy pronto.

Beth ordenó los papeles que llevaba en la falda, lista para la acción decisiva. Alcanzó el bolso que tenía cerca de los pies, y lo dejó junto a la puerta. Dos semáforos más y estarían en Epping, enfilando hacia la entrada del hotel.

En vez de aparcar frente a la puerta principal, Jim lo hizo en el estacionamiento privado. Beth adivinó que pensaba acompañarla a la habitación. Era un hombre incapaz de estarse quieto un rato.

Se desabrochó el cinturón de seguridad, lista para moverse cuando apagara el motor.

– Voy contigo.

Tomando el bolso, se encaró con él.

– No, no vendrás conmigo -declaró en tono incisivo.

– El juego de la espera se puede alargar demasiado, Beth -le advirtió.

– No estoy jugando -en sus ojos había una mirada de profundo desprecio-. Procesaste datos erróneos y los archivaste en tu ordenador mental, Jim Neilson. Tu lógica estaba errada. Como quien dice, una llamada equivocada.

El frunció el ceño.

– Lo que dices no tiene sentido.

– No vine a pedirte nada. Fuiste tú quién comenzó el juego.

– Vamos, vamos.

– No hay negocio. Ni ahora ni nunca -dijo lanzándole los documentos en las piernas.

Mientras aún sufría el impacto de la sorpresa, ella abrió la puerta y salió del coche rápidamente.

– ¡Espera! -exclamó, intentando agarrarle la falda.

Ella hizo un movimiento rápido para evitarlo y lo miró con ira, arrojándole toda su amargura en la cara.

– En el juego de la vida, Jim Neilson, eres un perdedor. Guárdate tus preciosas ganancias. Están vacías de todo sentimiento. Como tú -concluyó dando un portazo.

Con la barbilla en alto, los hombros y la espalda erguidos, se dirigió a la entrada del hotel. Oyó que la puerta del coche se abría y se cerraba, pero no volvió la cabeza. Jim se aproximó a grandes zancadas y la agarró del brazo, obligándola a detenerse. Pero ella no se volvió a mirarlo.

– Suéltame ahora mismo -ordenó-. Si continuas siguiéndome te voy a demandar por acoso.

– Es estúpido que hagas eso. Tú me deseas tanto como yo a ti – gruñó.

– Déjame marchar o llamo al portero. Créeme que lo haré.

– ¡Mírame, Beth! -exigió con voz ronca, al tiempo que la soltaba.

– No quiero volver a verte más en la vida.

Sin dignarse a mirarlo, sin la más ligera concesión, continuó su camino…, fuera de la vida de Jim Neilson.

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