IBA vestida de amarillo.
Fue el color del vestido lo primero que atrajo la atención de Jim Neilson. «Un narciso en medio de las orquídeas negras», pensó. Las mujeres de aquel afectado mundo del arte siempre se vestían de raso, cuero, o seda negra, adornadas con cadenas de oro o exóticas joyas de diseño. Era como un uniforme que proclamaba su pertenencia a aquel mundo elegante, inteligente y distinguido. La galería estaba llena de hombres y mujeres de ese ambiente que habían acudido a la inauguración de la exposición del pintor Paul Howard, a mirar las pinturas o a exhibirse ante ellas.
Jim también iba vestido de negro; camisa negra, vaqueros de diseño, chaqueta informal de cuero y zapatos italianos. Aún sabiendo que no pertenecía a ese mundo, y que nunca lo haría, le ilusionaba la idea de estar en él. La sensación de aislamiento nunca lo abandonaba, a pesar de haber alcanzado las altas metas que se había propuesto. En ese medio se había ganado una excelente reputación como coleccionista de arte. Su opinión era muy respetada y la gente buscaba su aprobación y apoyo. Pero esos logros no le garantizaban la entrada en aquel mundo exclusivo. Sólo le proporcionaban una buena cantidad de dinero.
La mujer de amarillo lo intrigaba. No le importaba resaltar, ser diferente. A muy pocas les sentaba bien el color que llevaba. Pero ese sencillo traje de lino, de corte clásico, a ella le quedaba estupendo.
Su figura era la de una modelo: alta, esbelta, de cuello largo y hombros rectos. La melena sedosa, de un tono caramelo, le caía más abajo de los hombros. La piel de su rostro era tersa y juvenil, ligeramente bronceada. Ojos brillantes, boca sensual y una nariz recta y aristocrática.
«Una hermosura», pensó sintiéndose atraído hacia ella. Su interés por Alysha se había desvanecido, incluso antes de su partida a los desfiles de moda europeos. El quería una novedad. Una mujer que lo excitara.
Había varias mujeres que se sentirían muy halagadas de pasar unas cuantas horas retozando con Jim Neilson en la cama. Pero él sabía que no les interesaba como persona; sólo les atraía su presencia o lo que pudiera ofrecerles. Estaba cansado de relaciones superficiales. Ansiaba algo más. ¿Un poco de misterio? ¿El estímulo de una partida de caza, en lugar de una pieza conseguida de antemano?
La mujer de amarillo era como una refrescante brisa primaveral entre tanta gente sofisticada. Fresca. Seductora. Quienquiera que fuese, parecía estar sola. No hablaba con nadie. Cuanto más la observaba, más curiosidad le producía.
No parecía interesada en las pinturas. Las miraba superficialmente, sin apreciar su valor, sin detenerse a buscar en ella un detalle que la atrajera. En cambio, examinaba atentamente a los hombres mientras se desplazaba por la sala, ignorando a las mujeres.
– ¿Otra copa de champán, Jim? -oyó una voz a su espalda.
Era Claud Meyer, con toda seguridad preparando el terreno para una posible venta. Meyer, propietario de Woollhara, una galería de arte muy de moda entonces, era un exquisito anfitrión con los buenos clientes. Tal vez ese cóctel acabaría en una buena transacción comercial favorable para el artista y para el empresario. Era un hombre de negocios de mucho talento.
– ¿Por qué no? -respondió al tiempo que depositaba su copa vacía en la bandeja de plata que le tendía Claud, cambiándola por otra llena-. Todo un éxito de concurrencia.
– Un artista muy popular -fue la conocida respuesta-. ¿Hay algo que te guste?
– Sí, la mujer de amarillo -asintió, indicándola con la cabeza.
Claud de inmediato cambió su mirada sorprendida por una risilla de buen humor.
– Me refería a los paisajes.
– El tipo tiene talento, pero no veo nada que me incite a comprar.
– Será una buena inversión, no lo dudes.
– ¿Quién es ella?
– ¿Me estás tomado el pelo? -Claud preguntó intrigado.
– Tienes que saber quién es porque hoy no se permite la entrada sin invitación.
Claud frunció el ceño.
– No la había visto en la vida. No tenía invitación. La dejé entrar porque dijo que se reuniría contigo.
– Una mujer con mucha iniciativa -murmuró Jim.
– Supuse que decía la verdad porque llegaste solo, pero si ha mentido…
– No, déjala, Claud. Ya se reunirá conmigo -Jim miró maliciosamente al dueño de la galería-. Hasta podrías hacer una venta. ¿Quién sabe lo que puede resultar de esto?
– Espero que nos complazca a ambos -dijo sonriendo.
– ¿No te importa si me sirvo otra copa?
– Para eso están, Jim.
Claud se alejó, ofreciendo más champán a los clientes eventuales. Jim concentró su atención en la mujer de amarillo. ¿Había utilizado su nombre como una treta para entrar en la galería, o verdaderamente su intención era verle? ¿Con qué propósito? Era una pregunta que le intrigaba.
¿Era una aventurera? Desde su aparición, sin su permiso, en la lista de solteros más apetecibles de Australia, se había convertido en el blanco de las miradas femeninas.
La idea de que hubiera ido a la exposición como a una cacería, le producía un fuerte rechazo. No quería que ella fuera como tantas otras mujeres. Pero estaba claro que examinaba con cuidado a todos los hombres de la sala. Y también que los descartaba uno a uno. Si él era su objetivo, pensaba con cinismo, se divertiría un rato antes de darle su justo merecido. Despreciaba a los aprovechados porque le había costado mucho trabajo alcanzar la meta que se había propuesto. Para él una bonita cara y un cuerpo seductor no compraban nada, salvo un espacio en su cama si verdaderamente a él le apetecía.
Ella pasó a través de la arcada que unía las dos habitaciones del primer piso de la galería. Jim se puso tenso al sentir que la mirada de la mujer se posaba en él. Esperó invadido por una sensación de intenso desafío.
Los ojos de ella se abrieron de par en par cuando la miró directamente. ¿Esperaba que Jim la reconociera? Se llevaría una desilusión si pensaba que esa táctica le daría resultado.
No la había visto en su vida. Y si había algo de lo que Jim se enorgullecía era de su magnífica memoria para las personas, sitios, números. Era uno de sus grandes talentos, una cualidad que había contribuido a llevarlo a la cumbre. Jim Neilson era uno de los financieros más renombrados de la ciudad. La mujer de amarillo nunca había formado parte de su mundo, de eso estaba seguro.
La expresión de ella cambió, como si se hubiera arrepentido de su primera reacción. Lo examinó con una intensidad muy incómoda para él. Casi podía sentir sus ojos penetrando más allá de su piel para ver al hombre que había en su interior. Era una mirada directa, fría, calculadora; pero sin el menor vestigio de interés sexual.
Esa mirada provocó en Jim el deseo de tomar la iniciativa. ¿Ella quería conocerle? ¡Muy bien! Le conocería, pero en su propio terreno de juego.
De pronto sintió la necesidad de reducirla al estado de una mujer normal y corriente, de una mujer que respondiera a su deseo masculino. Quería desenmascararla, desnudar su cuerpo y su mente. Quería sentir su carne en las manos, abatir su voluntad.
Deliberadamente deslizó la mirada por sus pechos, con una sonrisa apreciativa. La falda corta exhibía unas largas y esbeltas piernas envueltas en medias de seda. Imaginó esas piernas rodeando su cuerpo, en una actitud de sometimiento. Le daría una lección por engañarle. Nadie le jugaba una pasada a Jim Neilson durante mucho tiempo. El color amarillo no había sido nada más que una mancha de color. Un color impactante cuya dueña habría de producirle mucha satisfacción.