Capítulo 16

LOS LADRIDOS y saltos de Sam fueron las primeras señales. Sonriendo, Beth archivó el documento y se levantó de la silla frente al ordenador.

Tan pronto como había abierto la puerta que daba a la galería, el cachorro labrador salió como un tiro para dar su ansiosa bienvenida rutinaria. En ese momento, ella también pudo oír el sonido inconfundible del Porsche acercándose por el camino del valle hacia la granja.

– Tía Em, Jim ya está aquí.

– Dile que le he preparado su tarta de chocolate favorita.

Beth sonrió. La tía Em se había opuesto a que se reemplazara la vieja cocina por algo más moderno. Decía que era la mejor para las tartas y, debido a que pasaba más tiempo en la granja con su hermano Tom, que en Melbourne, nadie se opuso a su deseo.

El Porsche enfiló por el camino de la propiedad y Sam corrió hacia la verja. Se suponía que el perro era de Beth. Jim se lo había llevado un par de semanas después de haber llegado a la granja con su padre; pero desde el principio el cachorro decidió quién era su verdadero amo.

Beth salió a la escalinata de la entrada, pensando en lo mucho que se había logrado hacer en dos meses y medio. Incluso el jardín había quedado preparado para celebrar la Navidad. Echó un vistazo al montón de madera apilada que esperaba la llegada de Jim. Durante ese fin de semana iba a ayudar a su padre a poner la valla. Una vez instalada y pintada, la casa volvería a ser el hogar de antaño.

El padre de Beth estaba ansioso por tener todo preparado para Navidad. Celebrarían las fiestas junto a Chris, Patrick y Kate. Tess no podría ir porque estaría con la familia de su marido, en Perth. Pero todo sería casi como en los viejos tiempos, con su padre muy recuperado y Jim junto a ellos.

Al llegar a la entrada, Jim se bajó del coche con el perro saltando de regocijo, enredándose entre sus piernas. Al ver el placer con que jugaba con el perro, Beth sintió que la invadía una oleada de amor hacia él.

Al ver que Beth se acercaba, se quedó esperándola sin moverse. En un segundo, ella estuvo a su lado y él la abrazó sintiendo la calidez de su amor.

El día estaba soleado sin ser demasiado caluroso. A la hora de la comida, la tía Em sirvió una espléndida carne asada. Más tarde, Jim y Tom Delaney pasaron la jornada clavando las estacas de la valla. Al atardecer el padre declaró que era suficiente por ese día y ambos se sentaron en la galería a disfrutar de una cerveza antes de lavarse para cenar.

Hablaba mucho en favor de la sensibilidad de Jim el hecho de trabajar codo a codo con su padre, en vez de haber contratado obreros para hacer la parte que le correspondía del trabajo. De ese modo Tom sentía que estaban construyendo algo juntos.

Jim y Delaney se llevaban muy bien. Jim nunca tuvo un padre y su relación con Beth lo convertía casi en un hijo para Tom. Como los propios hijos no volverían a vivir en la granja, Jim proporcionaba al padre un sentido de continuidad familiar.

Durante un tiempo Beth se había preocupado por las expectativas de Jim en cuanto a ella, pero pronto llegó a la conclusión de que no tenía ninguna. Sencillamente se sentía perfectamente contento con sólo tenerla a su lado. En dos oportunidades habían pasado una semana en Sidney. Por la noche la había llevado al Circo de Moscú, a espectáculos musicales y al teatro. Juntos habían compartido momentos maravillosos.

Durante el día utilizaba el ordenador de Jim trabajando largas horas, mientras él atendía sus negocios. No había fricciones de ningún tipo entre ellos. Jim disfrutaba cuando ella le contaba las historias que escribía. Decía que esas narraciones eran una forma de evadirse del duro mundo en que se movía. Tal vez la granja también era otra evasión. Para un hombre que había vivido una vida muy solitaria, la vida familiar tenía que ser muy atractiva. Y los platos que preparaba la tía Em eran una tentación. Para la cena había preparado un delicioso pastel de carne que Jim no paró de alabar, dejando el plato limpio. Después de cenar, con una radiante sonrisa, Em insistió en que se fueran a dar un paseo, asegurando que ella y Tom se encargarían de dejar todo recogido.

Sam los acompañó, ansioso de aventuras.

Se fueron andando por el banco del riachuelo, hasta llegar a un sendero que conducía hasta la granja del viejo Jorgen.

Jim la condujo de la mano hasta las cercanías de la casa. Beth lo miraba con preocupación.

– ¿Estás seguro de que quieres ir por ese camino, Jim?

– Es tiempo de dejar descansar a los fantasmas, Beth.

– Si tú lo dices -murmuró poco convencida.

Sabía que Jorgen había muerto hacía muchos años, en el incendio que había destruido su casa. Un final muy apropiado para un hombre que había convertido la vida de su nieto en un infierno.

– No dejó testamento -comentó Jim secamente-. Poco después de su muerte, me notificaron que era el único heredero. Al parecer mi madre había muerto a causa de una sobredosis, así que me convertí en dueño de la propiedad. Una ironía, ¿no te parece?

– ¿Intentaste alguna vez encontrar a tu madre?

– Yo formaba parte del mundo del que ella quiso huir.

Beth denegó con la cabeza.

– No sé cómo pudo haber hecho eso.

– Jorgen se pasó toda la vida diciendo que mi madre debió haber sido hombre. El quería un hijo varón. Así que ella le dio uno. Si estaba tomando drogas, lo más probable es que no estuviera muy equilibrada -dijo encogiéndose de hombros.

– Es probable que así fuera -dijo Beth, suspirando con tristeza. En todo caso, para ella era imperdonable que hubiera abandonado a su hijo dejándolo en manos de un viejo tirano-. ¿Vendiste la propiedad?

– No. No quise tocarla. Quería que se desintegrara y desapareciera sola. Pero esta semana me di cuenta que de ese modo todavía seguía amarrado a ella, que debía romper esas ataduras. Así que la regalé.

– ¿A quién? -preguntó sorprendida.

Su rostro se iluminó con una sonrisa de gran satisfacción.

– A una organización que ayuda a los niños abandonados. Se encarga de prepararlos para enfrentar la vida.

– Tuviste una magnífica idea -aprobó Beth calurosamente.

Ese gesto no borraría los amargos recuerdos, pero le daría un significado totalmente opuesto a ese lugar de tantos sufrimientos para él.

– También me desprendí de la pintura de Brett Whitely. Se la entregué a Claud para que me la vendiera.

– ¿Por qué? -preguntó atónita, pero contenta en el fondo. No era un cuadro para vivir con él.

– Porque a ti no te gustaba.

– Esa pintura transmitía dolor -dijo ella serenamente.

– Le venía muy bien a mis estados de ánimo salvajes. Sacaba fuera a la bestia que hay en mí -terminó con una sonrisa burlona.

– A veces no está mal un poco de salvajismo -replicó ella riendo.

Ambos se miraron con deseo.

Beth percibió la creciente tensión de Jim a medida que se aproximaban a la valla de lo que había sido su cárcel en la infancia y en la adolescencia. En principio las resoluciones eran buenas, pero enfrentarse a los recuerdos dolorosos no era fácil.

Llegaron a la empalizada, donde en el pasado solían despedirse por las noches. Jim le soltó la mano. Ella titubeó, sin saber si Jim quería que lo acompañase. Pero el no saltó la valla. Se apoyó en ella y se quedó contemplando el escenario de su antigua miseria. Beth se quedó junto a él acompañándole en silencio.

A la luz difusa del atardecer, la propiedad tenía un aire decadente, abandonado. Donde había estado la casa sólo quedaban los restos de una ennegrecida chimenea de ladrillos.

– Después de tu partida a Melbourne, solía venir aquí por las noches cuando Jorgen se iba a dormir. Así me sentía más cerca de ti -dijo serenamente.

Tan solo, tan carente de toda clase de amor. Se acercó a él, ciñéndolo por la cintura y apoyando la cabeza en su hombro.

– Siento tanto que no hubieras recibido mis cartas -murmuró.

– De alguna manera fue mejor no recibirlas, Beth. No quería saber de tu vida lejos de mí.

– Cuando te marchaste de aquí, ¿pensaste escribirme? -preguntó suavemente, con el deseo de saber algo más de esos oscuros años.

– No, no tenía nada bueno que contarte. Nada que prometerte. Estudié hasta que obtuve mi certificado escolar. Con eso ya podía empezar a construir algo. En Sidney trabajé en todo lo que me ofrecieron y más tarde me matriculé en la universidad. Todo era trabajo, clases, estudiar más y más, y vivir ahorrando al máximo -dijo volviéndose a ella-. Tú hiciste lo mismo. Compartiste el tiempo entre el estudio y el cuidado de tu familia.

– No había tiempo para divertirse -comentó ella solidarizándose con él.

– Quería que me concedieran una beca para estudiar en la facultad de Economía. Sabía que si obtenía muy buenas calificaciones tendría acceso al mundo financiero -la miró apelando a su comprensión-. Cuando no has tenido nada, la idea de ganar mucho dinero se convierte en una especie de… obsesión.

Ella también sabía lo que era la falta de dinero. Cuando su padre perdió la granja, los primeros años en Melbourne fueron muy duros para la familia.

– Te entiendo bien.

– Trabajé duro, sin perder el tiempo y ahorré todo lo que pude por si no me concedían la beca. Tenía que conseguir buenas calificaciones como fuera. Pero me la concedieron antes de la iniciación del curso.

– Me imagino que fue un momento maravilloso -dijo ella, sonriéndole con orgullo.

Pero él no sonrió. Su mirada estaba llena de dolor.

– Fue entonces cuando decidí ir a verte a Melbourne, Beth. Sentía que al fin empezaba a labrar mi futuro y quise comunicártelo.

La sonrisa desapareció del rostro de Beth. Podía imaginarse su júbilo, el ansia de compartir sus logros con ella.

– Prosigue.

– Era la primera semana de febrero. Cuando llegué a la dirección que me habías dado, pensé que ya te habrías marchado a tus clases. De todas maneras no me importó. Me sentía feliz de hallarme en el lugar donde vivías.

– ¿Por qué no llamaste a la puerta?

– Quería verte a ti primero. Quería ver tu reacción. Me imaginaba que correrías a mi encuentro, arrojando todo lo que tuvieras en las manos, con los ojos llenos de alegría, y yo te abrazaría y ambos reiríamos de júbilo. Y de inmediato nos pondríamos a planificar nuestro futuro.

Sueños románticos de la juventud. El corazón de Beth lloró por ambos.

El suspiró y sus ojos se ensombrecieron.

– Cuando te vi con Kevin, al principio no pude creerlo. No ibas a la escuela. Tenías un hijo.

Beth pudo sentir en su propia piel el sentimiento de desolación apoderándose de él. La destrucción de un sueño, y el mundo sumido en el caos.

– En todos esos años nunca miré a otra chica, Beth. Sólo estabas tú.

– Comprendo como habrá sido todo aquello para ti. Yo habría sentido lo mismo -dijo suavemente.

El movió la cabeza con tristeza.

– Todo lo que pude pensar fue que ese bebé no era mi hijo. Que lo habías tenido con otro hombre.

La traición. Los tres años de separación habían creado el clima propicio para el daño que habría de venir. Y allí estaba, en forma de traición a la promesa hecha. Si sólo hubieran podido comunicarse en esos tres años, alguna carta…

– Si sólo hubiera sabido lo que ahora sé -continuó apesadumbrado-. Me habría acercado a ti, te habría hablado en vez de huir. Todo lo que puedo decir es que algo dentro de mí se rompió aquel día. Y no pude hacerle frente, Beth.

Era Jamie, era Jamie quien se había roto. Y Jim Neilson había surgido de las ruinas.

Alzándose un poco, dio unos golpecitos en la mejilla del hombre que en ese momento era Jamie y Jim a la vez, asegurándole con la mirada que su amor por él no había disminuido.

– Sucedió así, pero ya pasó. Quedó atrás. Nos… hemos vuelto a encontrar. Y eso es un milagro, ¿no es cierto?

El rostro de Jim se relajó. Se sentía aliviado por la aceptación que Beth hacía del presente. La miró con amor.

– ¿Quieres casarte conmigo, Beth? ¿Quieres compartir el futuro conmigo? -le preguntó suavemente.

– Sabes que sí -contestó, con el corazón palpitante de alegría.

– ¿Para siempre? -preguntó Jim haciendo eco de las palabras dichas en el pasado, cuando eran dos niños que fraguaban una alianza eterna, que nada ni nadie podría romper.

– Para siempre -repitió Beth.

Beth y Jamie, Jamie y Beth.

Se besaron largamente. Y la alianza quedó sellada.

Sobre ellos, la luna llena comenzaba a aparecer en un cielo tachonado de estrellas.

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