Capítulo 2

UNA ONDA de calor se apoderó de Beth. No había previsto esa mirada que la hacía sentirse como una aventurera. El hombre debió haber interpretado la suya como una invitación. De pronto se sintió muy turbada.

No la había reconocido. En la actitud del hombre no percibió el menor gesto de familiaridad hacia ella. Y fue incapaz de apartar los ojos, buscando en su rostro vestigios del niño que había conocido.

Jamie, Jamie, su mente lo llamaba, deseando que él la oyera, la viera, la recordara. Una vez había tenido la profunda convicción de que el lazo que los unía era tan fuerte que nunca podría romperse. Sin embargo nunca volvió a ella, frustrando e1 anhelo acariciado durante largos años.

¿Dónde se había ido el sentimiento que una vez habían compartido? ¿Qué fuerza poderosa lo había destruido? No lo comprendía. Todo había sido tan real para ella. Incluso aunque hubiera sido poco más que una niña cuando se habían separado. Siempre había tenido la honda certeza de que estaban hechos el uno para el otro.

Durante ocho años compartieron una relación que se había profundizado con el tiempo hasta convertirse en algo más que amor, aunque eran muy niños para expresarlo con palabras. Porque era una honda, intuitiva comunión espiritual que iba más allá de las palabras.

Pero en la galería supo que no quedaba nada de eso. Ninguna respuesta de él, salvo el interés superficial de un hombre atraído por una mujer.

Se dirigió directamente hacia ella, y Beth no pudo apartar la mirada o alejarse de allí. Sentía sus pies clavados en el suelo y su mente se negaba a dictarle lo que debía hacer.

No quedaba ninguna huella de aquel Jamie que había permanecido en su recuerdo durante tanto tiempo. Quince años y una serie de experiencias diversas los separaban de la infancia compartida en el valle. La última vez que se habían visto él tenía quince años y ella sólo trece. Todo era diferente en ese momento. Ni siquiera las fotografías la habían preparado para enfrentarse a esa diferencia.

Los ojos del hombre estaban clavados en los de ella, con apremiante sensualidad. De una extraña manera eso la asustó, excitándola a la vez. No la iba a soltar tan fácilmente. Porque en ese momento ella era su presa, atraída hacia él por una fuerza magnética.

Podía percibir la acerada e implacable voluntad de un superviviente, dueño de una mente constantemente alerta, decidido a conocer, a investigar, a actuar. Sin embargo ella debería haber sabido que todo eso que percibía en él a medida que se acercaba, era lo que le había ayudado a alcanzar las metas que se había propuesto.

Todos los recortes de prensa y revistas que la tía Em le había enviado informaban sobre el ascenso imparable de Jim Nielson en los círculos financieros; del hombre dueño de una mente al estilo de una computadora, de su genio analítico, siempre un paso más adelante, a la vanguardia de las tendencias del mercado financiero.

Siempre se referían a él como Jim. Nunca como Jamie. Según la tía Em, había bloqueado sus recuerdos, borrando de su mente todo lo que le recordara el pasado. Que había quedado atrás. Muerto y enterrado. Si hubiera deseado comunicarse con Beth o con cualquier miembro de la familia Delaney, lo habría hecho. Porque no le había faltado la oportunidad, ni menos el dinero. Hacía mucho tiempo que había aceptado ese hecho como una verdad. Sin embargo, no había podido resistirse a la tentación de ver al hombre en el que Jamie se había convertido. Incluso si era honesta consigo misma debía reconocer que la había guiado algo más que la mera curiosidad.

Repentinamente enfrentada al encuentro frontal, pensaba frenéticamente en lo que iba a decirle. Tal vez se granjearía su odio si le hacía recordar el pasado, su infancia en el valle. Incluso podía malinterpretar el deseo de verle, dado que se encontraba en la cumbre de su carrera.

– ¿Puedo ofrecerle una copa de champán?

Sentía la boca seca.

– Sí, por favor -Beth se esforzó en responder al punto. Estaba tan cerca de su rostro. ¿Es que no era capaz de reconocer a la pequeña Beth en los ojos de la mujer?

– Usted me lleva ventaja -le dijo sonriendo al tenderle la copa. Pero era una sonrisa que intentaba encantar a una mujer recién conocida.

Desde los quince años su voz había adquirido un tono grave.

– Perdón, no le entiendo.

– Usted sabe quién soy -afirmó, desafiándola con los ojos a negar el hecho.

– Sí -admitió, con una sonrisa irónica. Era estúpido fingir lo contrario-. Sé muchas cosas de usted. Pero eso no significa conocerle, ¿no es así?

Él se hecho a reír. El instinto le envió una señal de alerta. Ese hombre no era Jamie. Era un animal depredador en busca de una presa.

– La verdad es que lo que cuentan los medios informativos sobre mí no se ajusta mucho a la verdad -dijo en tono burlón-. Es mejor que investigue por sí misma.

Una sugerencia descarada. Beth intentó apartar de su mente la atracción física, tan perturbadora, para satisfacer su curiosidad respecto a él.

– ¿Alguna vez deja entrar a alguien en su mundo privado?

– Acabo de abrirle la puerta. ¿No le importaría llegar, digamos, a un nivel más íntimo?

El magnetismo sexual que emanaba del hombre la dejó sin respiración. Era mucho más alto que ella, y su aspecto físico, que una vez fue muy delgado y nervioso, se había transformado en un cuerpo sólido, musculoso, muy masculino.

Su rostro no traslucía la debilidad y el hambre de antaño. Los rasgos se habían endurecido, tornándose firmes y fuertes en un rostro muy apuesto. La inteligencia brillante de sus ojos oscuros era tan magnética que costaba apartar la vista de ellos. Su abundante cabello negro, muy corto, brillaba como un casco de metal, acentuando su aire un tanto salvaje.

Beth percibió en el hombre una arrogante confianza respecto a su atractivo. Y tenía sobradas razones para ello. ¿Pero qué podía entregar en la intimidad?

Esperando que su corazón se calmara, bebió un sorbo de champán, mientras consideraba la mejor manera de manejar la situación. Porque todo aquello sucedía de una manera muy diferente a lo que pudiera haber imaginado.

– Vamos, no se muestre tan tímida conmigo -la reprendió-. Prefiero la espontaneidad al cálculo.

Un duro cinismo detrás de su aparente jovialidad.

Ella sintió el impulso de ponerlo a prueba.

– ¿Tiene por costumbre ligar con las mujeres a su antojo?

– No, tiendo a ser muy selectivo. Considérese una excepción.

¿Por qué una excepción? ¿Es que un débil destello de reconocimiento vagaba por su mente?

– Vaya…

– Estaba aburrido de ver a tantas mujeres vestidas de negro. Su traje amarillo atrajo mi atención. ¿No piensa decirme su nombre? ¿Cuál es el propósito de permanecer en el misterio? -sus ojos se entornaron-. ¿Está casada?

– No.

– ¿Está comprometida con alguien?

– No.

Pensó en Gerald, aliviada de haber puesto fin a su relación con él. El mundo académico en que se desenvolvía al final se había tornado asfixiante, y Gerald demasiado preocupado en sí mismo y en su vida profesional como para interesarse por algo más. Un hombre como Jim Neilson era la medida para ella. La próxima vez tendría que encontrar a alguien que se le pareciese. Si es que había una próxima vez.

De improviso, él le tomó la mano izquierda en busca de una alianza. Al sentir el roce de sus dedos sintió que se le erizaba la piel.

– ¿Satisfecho?

– Todavía no. Tenemos un largo camino que recorrer antes de sentirme satisfecho, niña dorada. Ven a cenar conmigo.

Sin esperar respuesta, se dirigió a la salida llevándola de la mano con firmeza. Beth no tenía más alternativa que seguirle, si quería evitar una escena en público. Pensando en la arrogancia del hombre se le vino a la memoria el recuerdo de Jamie arrastrándola por una senda del monte hacia una antigua mina, y diciéndole que con él estaría segura. Que él cuidaría de ella.

Pero este hombre que imponía sus deseos no era Jamie.

Oleadas de confusión la inundaban mientras le seguía, consciente de la fuerza de su mano, de su enérgica decisión, mientras luchaba con los recuerdos, con las necesidades nunca satisfechas, con los sueños repentinamente estropeados.

Llegaron a la escalera que conducía a la entrada de la galería.

– ¿Hay algo que le guste, señor Neilson? -preguntó obsequiosamente la azafata que había dejado entrar a Beth.

– Volveré otro día -respondió bruscamente.

Salieron de la galería y se encontraron en una calle arbolada. Entonces ajustó su paso al de ella, pero sin soltarle la mano.

Beth luchaba con una sensación de incredulidad, Ella y Jamie solos, después de tantos años. Excepto que él ignoraba su identidad. Y ella no le importaba como persona. Era una locura continuar con esa especie de secuestro virtual, porque no había la más mínima posibilidad de hacer revivir la antigua relación. El había cambiado. Le pediría que la dejara marcharse.

Miró las manos unidas, sintiendo el contacto físico desde la cabeza a los pies. ¿Qué quería satisfacer él?

Beth tenía plena conciencia de su propia y constante insatisfacción. Los lazos que la habían unido a Jamie habían estropeado cualquier posibilidad de sentirse realizada en el amor. Se había engañado a sí misma intentándolo con Gerald. ¿Y Jim Neilson, había encontrado satisfacción con otras mujeres?

¿Cómo sería sentirse acariciada por él? ¿Qué sentiría acariciándolo? Era una locura pensarlo siquiera; sin embargo quería saberlo.

Alzó la mirada hasta el rostro del hombre intentando leer sus pensamientos, pero anochecía, así que sólo pudo percibir su perfil donde aún quedaban huellas de Jamie en el dibujo firme de la boca, en la barbilla desafiante.

Había sido un luchador; nunca le faltó el valor de defenderse solo, enfrentándose a la adversidad. Un chico orgulloso, obligado a forjarse a sí mismo debido a la cruel mezquindad de su abuelo.

¿Cuántas cosas más habría tenido que superar para fraguar el dominio que había alcanzado en el presente?

– ¿Dónde me llevas?

Su voz suave, casi un susurro, reflejaba la sensación de estar atrapada en dos tiempos distintos perdida, pisando un terreno incierto.

Una breve mirada, un brillo en los ojos del hom bre que aumentaba la sensación de peligro. La locura de sentirse tan atraída hacia él en una situación de riesgo. Para ambos. Ese encuentro no podría conducirles a ningún futuro prometedor Inevitablemente, sus caminos tenían que separarse

– Tengo el coche a dos manzanas de aquí. Podemos ir andando.

Su coche. Parte de su nueva vida.

– ¿Cuál es la marca de tu coche? -preguntó, toda vía dominada por la tentación de saber más sobre él

– ¿No consta en tus informaciones?

Ella frunció el ceño, sacudida por el tono cínico de su voz. Al decirle que lo conocía, quizá dio a en tender que sabía mucho más sobre él. Si él hablaba de informaciones tal vez suponía que era periodista. O algo peor, una aventurera en busca de un exquisita cena gratis.

¿Debía aclarar las cosas? ¿Pero qué podría decirle? ¿Cómo podría explicar su interés por él si revelar la verdad?

Sus informaciones, irónicamente, consistían en unos cuantos artículos de prensa en los que se incluía una lista de los invitados a la exposición de esa noche. Cenar con él le proporcionaría más información. El ya había empezado su juego. Y ella no quería detenerlo. No todavía.

– Es un Porsche. ¿Satisfecha?

Un modelo deportivo, muy sensual y poderoso, capaz de devorar distancias dejando atrás al mundo entero. Probablemente sería negro.

– Muy apropiado -murmuró, más para sí que para él.

– Me complace no desilusionarte -comentó secamente.

Pero ella ya estaba desilusionada. Y mucho. Desilusionada de que él no la hubiera reconocido. También era cierto que había cambiado mucho desde la última vez que la vio. Aunque para ella había sido fácil identificar al niño que había en el hombre, a pesar de los cambios.

«Niña dorada», el apelativo la hizo sonreír. Una vez había dicho que ella era el único oro de su vida.

Obviamente la relación había calado más hondo en ella que en él. Esa noche la había escogido por casualidad; una desconocida para combatir el aburrimiento.

Giraron en una esquina. Otra calle arbolada, con terrazas en la acera. Se encontraban en Woollhara, un antiguo barrio de Sidney, muy de moda entonces. Esa misma tarde ella había paseado por allí, buscando la galería de arte.

¿Quién iba a pensar que horas más tarde pasaría por la misma calle de la mano de Jim? Se le escapó una risa alegre.

– ¿Qué te divierte tanto?

Ella le hizo una mueca burlona, sorprendida de su propio atrevimiento.

– No puedo creer que vaya de la mano contigo.

El brillo de sus ojos le recordó que no se trataba de un juego de niños. Estaban inmersos en un juego de adultos. Un escalofrío recorrió su cuerpo ¿Debería parar el juego allí mismo?

El se detuvo. Sacó un llavero de la chaqueta para abrir la puerta de un Porsche estacionado junto a ellos. Eso sí que era real. Un Porsche negro, bajo, oscuro y amenazante. Una antigua advertencia se le vino a la cabeza. «Nunca subas al coche de un extraño».

Jim Neilson le abrió la puerta.

Si ella subía… ¿Por qué de pronto vio el espacio que Jim abría ante ella como un inmenso agujero negro, infinitamente peligroso? La indecisión la paralizó durante un instante.

– ¿No te irás a acobardar ahora, no? -se burló suavemente.

Ella lo miró con violencia, al tiempo que oía la voz de Jamie desafiándola a ser tan valiente como él, mientras le retumbaba el corazón en el pecho debatiéndose entre el temor y la necesidad de ganarse su respeto y admiración. Pero el que hablaba era Jim Neilson, y ella era una desconocida para él así que, ¿de qué manera su sometimiento al juego podría granjearle su respeto y admiración?

– Esto es sólo el aperitivo -alcanzó a escuchar.

Porque de pronto, en un instante se vio contra su pecho, encerrada en sus fuertes brazos, sin escapatoria. Beth no tuvo tiempo para respirar porque su boca cubrió la de ella con una celeridad perturbadora, su lengua buscando la de ella, incitándola a una respuesta salvaje.

Un torrente de emociones la invadió por completo: rabia por haber esperado tanto tiempo una experiencia como aquella, frustración por su larga ausencia, porque nunca la invitó a compartir su nueva vida, horribles celos contra todas las mujeres a las que se había entregado, deseo salvaje de tomar todo lo que le ofrecía y obligarle a recordarla para siempre, lo quisiera o no.

Entonces clavó sus dedos en el pelo del hombre, aprisionándole la cabeza con ambas manos, respondiendo brutalmente a eso que no podía llamarse un beso. Porque un beso era un intercambio de buenos deseos, de sentimientos cálidos, un querer dar y tomar placer. Aquello era un torrente de sangre hirviendo en un campo de batalla. Cada uno luchando por vencer al otro.

Percibió el deseo de someterla a su voluntad. Pero nunca lo conseguiría. Provocativamente apretó su cuerpo contra el de él, con un frenético deseo de liberación, exaltada al sentir su virilidad, odiándole por responder tan fácilmente a una extraña, recogida en una galería de arte. Alguien que no significaba nada para él. Pura lascivia animal, sólo tomando, sin importarle a quién tomaba.

Aquello era obsceno.

Deseaba patearlo. Deseaba matarlo.

Ella quería que la deseara porque era Beth.

¡Maldito hombre! ¡Mil veces maldito por haberla olvidado!

– ¿Tienes hambre? -gruño, la voz enronquecida, apretándose más contra ella, en un contacto más desvergonzado y agresivo que antes.

– Sí -murmuró en un siseo, sin importarle lo que él pensara.

– Entonces vamos al festín -dijo ayudándola a subir al vehículo.

Sólo una noche para tomar todo lo que podría haber tenido si las circunstancias hubieran sido diferentes. Se sentía engañada, despojada.

Sentándose a su lado, Jim cerró la puerta y arrancó el motor.

– Ponte el cinturón -ordenó con aspereza.

– De acuerdo -replicó bruscamente, obedeciendo la orden-. Puede ser un viaje accidentado.

Jim pisó el acelerador.

– No te andas con chiquitas, niña dorada -dijo, enfilando calle abajo.

Y despegaron hacia la noche.

La tensión que se percibía dentro del coche atentaba contra los nervios de Beth.

Pero no le importaba. No le importaba dónde fueran o lo que hicieran.

Ella iba a penetrar en la noche junto a Jim Neilson.

Tal vez, entonces, podría enterrar a Jamie de una vez para siempre.

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