Capítulo 6

BETH SE sentía muy cómoda con la amplia falda verde que le llegaba a los tobillos y la camisa de manga larga. El color también armonizaba con su estado de ánimo. No se sentía brillante esa mañana. Se obligó a alegrar el espíritu al ver el coche de su tía a la entrada del hotel. Después de todo, atreverse a pujar en una subasta para rescatar el patrimonio familiar era una aventura emocionante.

Con toda seguridad la tía Em se daría cuenta de que algo no marchaba bien si no se comportaba con naturalidad. La hermana de su padre era una mujer muy perspicaz. Las cosas no se le pasaban por alto. Probablemente se debía al hecho de haber criado a cinco hijos, siempre atenta a sus travesuras y problemas.

– He tardado solamente cinco minutos en llegar -declaró alegremente cuando Beth subió al coche. La tía Em vivía en Sidney, cerca del hotel donde se alojaba su sobrina.

Beth consultó su reloj.

– Son la diez; es cierto que has llegado muy rápido

– Me encanta este pequeño coche. Me lleva a todas partes y no tengo problemas de estacionamiento.

Aunque pequeño, el Mazda era un coche muy espacioso. Lo que estaba muy bien porque su tía era una mujer grande y fuerte. Una operación al corazón la había obligado a perder peso, pero no había puesto fin a su pasión por los dulces.

– Hice una tarta de naranja cubierta de chocolate para el picnic de hoy.

– Suena delicioso. Eres una gran cocinera, tía Em. Ella asintió alegremente mientras ponía en marcha el coche.

– Siento mucha ilusión de volver a la vieja granja. Como bien sabes, yo también me crié allí.

Beth lo sabía. Tres generaciones de los Delaney se habían criado en esas tierras. Mucha historia, felicidad y pesares. Miró a su tía con cariño. Una mujer todavía ágil y llena de vida, aunque tenía casi sesenta años. Su cabello era gris y rizado y sus mejillas llenas estaban algo fláccidas, pero la radiante sonrisa y los alegres ojos marrones la hacían parecer mucho más joven.

– Probablemente no estará igual después de todos estos años -le advirtió Beth con suavidad. -

– Nada es igual a lo que recordamos -respondió con una mirada perspicaz-. ¿Viste a Jamie anoche?

– Vi a Jim Neilson -dijo sonriéndole con tristeza-. Tenías razón. No es el Jamie que yo recordaba. Ha cambiado mucho.

– ¿Le dijiste quién eras?

– La verdad es que no venía a cuento.

– Vaya por Dios.

Deseó no haberle revelado su identidad a Jim. Fue un impulso vengativo. ¿Y qué satisfacción le producía? Ninguna.

– No me reconoció -agregó en tono apagado.

La tía Em suspiró.

– Siento que estés tan desilusionada -dijo solidarizándose con su sobrina.

A Beth se le llenaron los ojos de lágrimas y parpadeó rabiosamente para contenerlas.

– Así es la vida -murmuró intentando aligerar el tono de su voz.

– Sí, la vida es un constante cambio.

– Es una suerte que el día esté tan soleado. Podremos hacer picnic cerca del riachuelo.

La tía Em comprendió al instante que el tema de Jamie había concluido. Muy pronto se encontraron en la autovía del norte. En una hora estarían recorriendo la ruta que las llevaría al valle, que una vez había sido su hogar. A medida que se adentraban en territorio familiar, se fue haciendo el silencio entre ambas, dedicadas a observar los cambios que se habían producido en los últimos quince años.

Pasaron cerca de un criadero de árboles y plantas autóctonas. Varias granjas avícolas se dedicaban a la comercialización de aves de corral. En las puertas se apilaban sacos de abono para la venta a los viajeros. Más allá había un picadero de caballos, especializado en saltos ecuestres.

Entraron en el valle propiamente tal. Pocas de las viejas granjas se veían más o menos intactas. Cuanto más se internaban menos cambios se habían producido. Sorprendentemente, la vieja escuela todavía funcionaba. Se veía recién pintada, y el patio de juegos estaba bien cuidado.

La oficina de correos y la tienda se mantenían igual que antes, como centinelas del pasado.

– Me pregunto si todavía estará la señora Hutchens detrás del mostrador -observó Beth.

La tía Em dejó escapar una risilla.

– Doris Hutchens. ¿Te acuerdas con qué valentía y autoridad se enfrentó a vejo Jorgen Neilson y arrastró a Jamie a la escuela?

– Sí.

Los recuerdos afluyeron a su mente. Jamie, hijo ilegítimo de una madre descarriada, había quedado a cargo del padre de ella, el abuelo Jorgen. Nadie sabía a ciencia cierta la edad de Jim, pero cuando tuvo edad suficiente para ir al colegio, el viejo se negó y continuó haciéndole trabajar como un esclavo en su granja. De hecho, cuando cumplió siete años, Doris Hutchens, triunfante, lo presentó al director de la escuela. Jim tuvo que sufrir la vergüenza de quedar en la clase de Beth, con los niños de cinco años.

Beth le había ayudado a aprender a leer y escribir. Y el niño lo hizo muy rápido. Pronto fue mucho más rápido que ella para los números. Y no mucho más tarde aventajó al propio director en matemáticas.

– Ese Jorgen Neilson, un viejo tirano y tacaño -murmuró la tía Em sombríamente-. Trataba a Jamie de manera vergonzosa. Le dio una vida miserable.

– Sí, lo sé -contestó Beth escuetamente, no deseando que la tía Em prosiguiera con el tema.

– Malos recuerdos. No puedo culpar a Jamie por huir de ellos.

«¿Y de mí también?», se preguntó.

Beth mantuvo la boca cerrada. Jamie ya no tenía ningún papel que desempeñar en su vida. Optó por concentrar la atención en el paisaje.

El camino descendía hacia un riachuelo. Las maderas del puente golpetearon al paso del coche. Como siempre lo habían hecho. Enfilaron por la curva en torno a la loma donde había una hilera de gomeros que permanecían igual a como ella los recordaba, con su anchos troncos y su inmensa altura. Nunca había visto otros iguales.

«Algunas cosas perduran» pensó con súbita violencia al recordar cuánto la había afectado la noche pasada con Jim Neilson. El había reconocido que ese encuentro había sido una confrontación mental entre ambos.

Al rodear la loma apareció la primera cerca de su vieja granja. No había ganado en los prados. Sin embargo, con la mirada del recuerdo, Beth pudo ver a su hermano Chris agrupando a las vacas y a su padre bajando sacos de heno del tractor. Guardaba cálidos recuerdos de sus años en la granja. Si lograba comprar la propiedad, tal vez su padre volvería a sentir interés por la vida. La familia se había dispersado; no había nada que los retuviera en Melbourne. Si su padre pudiera volver a la granja… las cosas serían muy diferentes.

Habían puesto un gran letrero anunciando la su- basta junto a la verja de entrada a la propiedad. Pese al macizo de turpentinas y zarzos que ocultaban la casa, había muchos coches estacionados por alli, lo que indicaba que la subasta había originado un gran interés.

Beth consultó su reloj.

– Disponemos de casi dos horas antes de que empiece la puja. ¿Quieres que demos una vuelta o nos instalamos a comer?

– Como quieras, querida.

Las dos sofocaron una exclamación de asombro al ver la casa. Estaba en un estado de abandono casi completo, como si nadie la hubiera habitado o se hubiera preocupado por ella durante todos esos años. La tía Em aparcó en un alto. Y alli se quedaron, demasiado asombradas para moverse, contemplando horrorizadas lo que una vez había sido una hermosa y feliz granja.

El tejado de metal estaba oxidado, algunos canalones a punto de caer, varios marcos de las ventanas aparecían rotos, la pintura descascarada, brechas en las maderas de las galerías. Las blancas estacas de la valla habían desaparecido. El jardín era una ruina. Tenía el aspecto de un lugar inhabitable.

– Bueno, al menos le pondrán un precio bajo -comentó la tía Em con tristeza.

En la cara de Beth se retrataba la muerte de sus esperanzados sueños.

– No puedo traer a papá aquí.

– ¿No crees que podría ser un incentivo para él? Podría reparar la casa. A Tom siempre se le dieron bien los trabajos manuales.

Sí, era una buena idea. ¿Pero sería posible?

– Veamos hasta dónde llegan los daños -sugirió Beth.

– Mira, los jacarandas han sobrevivido. Incluso están a punto de florecer -comentó la tía Em. Esos árboles siempre habían sido tan hermosos con las ramas llenas de flores azules, así como el suelo a su alrededor-. Los arbustos volverían a renacer con una buena poda -continuó echando una experta ojeada a la maleza que crecía por doquier-. Esto requiere mucho trabajo, pero calculo que podríamos volver a dejarlo como tu madre lo tenía.

La mención a su madre entristeció a Beth. Nunca más se asomaría a la galería llamándolos para que entraran a cenar. Había muerto tres años después del traslado a Melbourne, dejando a toda la familia huérfana de su amorosa presencia. Beth la había reemplazado en el cuidado de sus hermanos menores, especialmente de Kevin, su querido hermanito, apenas un bebé, que había sobrevivido al traumático nacimiento que le había costado la vida a la madre. Había sido como su hijo. Todavía le dolía pensar en él.

«La ciudad mató a Kevin», murmuraba invariablemente el padre, en los días en que se encontraba más deprimido. Los accidentes podían ocurrir en cualquier parte, solía pensar Beth. Pero eso no contribuyó a aliviar la depresión de Tom Delaney. Siempre había odiado la ciudad.

«¿Y odiaría este sitio también, o su orgullo del pasado le impulsaría a reparar la casa lo mejor posible?», se preguntaba Beth con el corazón oprimido.

Subieron a la galería que rodeaba la casa.

– Ya no se hacen galerías tan sólidas como ésta -afirmó la tía Em, haciendo notar todos los aspectos positivos para reforzar la confianza de su sobrina-. Con unos cientos de clavos, las tablas de madera quedarían fijas y unidas. Fíjate donde pisas, Beth.

Había sido una maldad descuidar la casa hasta dejarla casi en ruinas, pensaba Beth furiosa de que el banco les hubiera arrebatado la propiedad. Era cierto que su padre no había podido hacer frente a las deudas, pero era una inmoralidad que la hubieran dejado abandonada de esa manera.

Dinero. Eso era lo único que le importaba a los bancos. Posiblemente todos los Jim Neilson pensaban de la misma manera.

La tía Em llamó a la puerta.

– Sería una buena idea preguntarle al subastador si hay hormigas blancas en las maderas.

Sintió ganas de llorar a gritos cuando se encontró dentro de la casa. Parecía que allí se había cometido un acto de vandalismo. Aparte de las ventanas rotas, las luces habían sido arrancadas, había agujeros en las paredes y lo que quedaba de las instalaciones del baño y la cocina se encontraban en un estado lamentable. Sin embargo el subastador les confirmó que las estructuras de la casa estaban sólidas, y que no había hormigas blancas.

Se instalaron a comer cerca del riachuelo. Durante el almuerzo Beth calculó el coste de las reparaciones, que por cierto tendría que salir del dinero que había ahorrado para comprar la granja. Sus ingresos como escritora de libros infantiles no eran ni con mucho astronómicos. El dinero reunido la había dejado casi en la ruina.

La distrajo el ruido de un vehículo que entraba en la propiedad. El corazón le dio un vuelco al ver que un Porsche negro se estacionaba cerca de la casa. La puerta del conductor se abrió y Beth pudo ver la alta y sólida figura de Jim Neilson, bajando del coche. Luego se quedó mirando la casa. Beth lo contempló, luchando por calmar el torbellino que se había desatado en su interior.

– ¿Quién es? -preguntó la tía Em atraída por la atención con que miraba al hombre. Ella no conocía el coche y había visto a Jim sólo en fotografías.

Con las mejillas arreboladas, se encaró a su tía.

– Es Jim Neilson.

– ¿Jamie? -preguntó con asombro-. Se dirige a la casa. ¿Qué interés podría tener en esta propiedad? -concluyó mirándola con más atención.

– No tengo idea -contestó Beth, alcanzando un trozo de tarta.

Se le había acabado el apetito por completo, pero si se llenaba la boca podría evitar responder a sus preguntas.

Pero la pausa no duró demasiado.

– Parece que la casa no le interesa demasiado porque nos está mirando. Y ahora viene hacia aquí -dijo su tía con anticipado placer.

Beth tuvo que alzar la vista. Los ojos del hombre la miraban fijamente a medida que se aproximaba.

– Debe haberte reconocido -dijo la tía Em.

– No, ayer le dije quién era y que vendría a la subasta -explicó mirándola desafiante.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -preguntó asombrada.

– Porque su reacción no fue del todo positiva.

– A parecer ha reconsiderado el asunto.

– Ya lo sabremos.

La tía Em frunció el ceño ante la dureza de su voz, pero a Beth no le importó.

– Beth -había calma en la voz grave y sensual del hombre.

Lo examinó de pies a cabeza antes de responder. Venía en vaqueros, camisa blanca de lino, sin cuello, claramente una prenda de diseño. La boca fruncida, gesto preocupado, la mirada ardiente.

– ¿Sí? -dijo con tono irónico.

– Quisiera hablar en privado contigo.

– Tal vez ya no te acuerdas de mi tía. Es la misma que solía invitarte a su casa a comer sus deliciosas tartas.

Jim se volvió rápidamente hacia la mujer.

– Perdóname, tía Em. Ha pasado tanto tiempo… Obligada y distante cortesía.

La mujer examinó la versión madura del pequeño Jamie.

– Sí, ha pasado mucho tiempo. ¿Por qué no te sientas con nosotras y pruebas la tarta de naranja?

– No, gracias -dijo volviéndose a Beth-. ¿Has visto la casa por dentro?

– Sí.

– ¿Y todavía quieres comprarla?

– Sí.

– ¿Por qué?

No era asunto suyo, pero no quiso que creyera que estaba loca.

– Mi padre la necesita.

– Lo que la casa necesita es que la derribe un bulldozer.

– Gracias por tu consejo.

Respondió a su sarcasmo con un destello de airado resentimiento.

– Tu padre nunca podrá dejarla como antes.

– Ya lo sé.

– ¿Y entonces, Beth?

No pensaba hablarle del estado anímico de su padre. Lo consideraría una debilidad.

Lo miró desafiante.

– Algunas personas dejan atrás el pasado, otras no.

Se miraron con rabia, el ambiente se cargó de ira y frustración.

– ¿Dónde está tu perro, Jamie? -preguntó la tía Em.

– Ahora es Jim -la corrigió Beth.

– Los nombres van y vienen. Quería saber dónde estaba su perro -contestó con serenidad.

– Ya no tengo perro.

La tía Em lo miró con bondadoso aire maternal.

– Siempre llevabas un perro pegado a los talones, Jamie Neilson.

– Los tiempos cambian -respondió con frialdad.

– Es cierto. Pero los años me han enseñado que las personas no cambian.

«Se equivoca», pensó Beth.

Jim se encogió de hombros.

– No tengo espacio en mi vida para un perro.

– Hay cosas que no deberías arrojar lejos de ti. Un perro es compañero en el que puedes confiar, que siempre te querrá con devoción incondicional.

Con las mandíbulas apretadas, le hizo una reverencia con la cabeza. Luego se volvió a Beth.

– Pudiste haberme dicho quién eras -dijo en tono acusatorio.

– ¿Me estás culpando por ser el hombre que eres?

– ¿Y tú en qué te has convertido, Beth? Ella ya no era la niña inocente que había conocido.

– Sólo en una mujer a quien el argumento de su vida se le fue de las manos. Supongo que eso me pasó por soñar demasiado.

Él señaló la casa con un movimiento de la cabeza.

– ¿Otro sueño?

– Sí.

– Que así sea, entonces.

Lo dijo como si quisiera lavarse las manos ante ella. Sin dar lugar a réplica, se puso de pie, saludó a la tía Em y se dirigió a grandes zancadas hacia la casa.

La tensión del ambiente lentamente desapareció, dejando a Beth sumida en un extraño ánimo. Pero enseguida adoptó un forzado tono jovial.

– Sería mejor que recogiéramos las cosas. La subasta va a comenzar.

– Sí -dijo la tía mirando pensativamente la figura de Jim Neilson que se alejaba-. Me pregunto si piensa intervenir en la puja.

Beth se echó a reír.

– ¿Para qué? ¿Para derribar la casa con un bulldozer y hacer desaparecer otros pocos recuerdos?

La tía Em la miró larga y pensativamente.

– Muy interesante -murmuró al tiempo que ponía las cosas en la cesta del picnic.

Beth no preguntó qué era lo que le parecía interesante. Quería que la subasta terminara lo más pronto posible y no volver a ver a Jim Neilson en su vida. El orgullo lo había llevado hasta allí. Quería compartir con ella el sentimiento de culpa por su comportamiento de la noche anterior. Ella había hecho añicos la preciosa imagen que tenía de sí mismo.

En su actitud no había más que orgullo.

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