VIII [64]

Los días finales de las fiestas Leneas entorpecían el ritmo normal de la Ciudad.

Aquella soleada mañana, una densa hilera de carretas de mercaderes bloqueaba la Puerta de Dipilon; escuchábanse insultos y órdenes, pero no por ello los movimientos dejaban de ser tardos. En la Puerta del Pireo, los pasos eran aún mucho más morosos y una vuelta completa de rueda de carro podía demorar un cuarto de clepsidra. Los esclavos, transportando ánforas, mensajes, haces de leña o sacos de trigo, se gritaban unos a otros por las calles, exigiendo vía libre. La gente se levantaba a deshora, y la Asamblea en el Dioniso Eleútero se retrasaba. Como no habían venido todos los prítanos, no podía pasarse a la votación. Los discursos languidecían, y el escaso público dormitaba sobre las gradas. Oigamos ahora a Janócrates. Y Janócrates -dueño de importantes fincas en las afueras de la Ciudad- desplazaba su ostentosa anatomía con torcido paso hasta el podio de oradores y comenzaba una lenta declamación que a nadie importaba. En los templos, los sacrificios deteníanse por la ausencia de sacerdotes, que se hallaban ocupados en preparar las últimas procesiones. En el Monumento a los Héroes Epónimos, las cabezas se inclinaban con desgana para leer los bandos y las nuevas disposiciones. La situación en Tebas se hallaba estacionaria. Se esperaba el regreso de Pelópidas, el general cadmeo exiliado. Agesilao, el rey espartano, era rechazado por casi toda la Hélade. Ciudadanos: nuestro apoyo político a Tebas es crucial para la estabilidad de… Pero, a juzgar por la expresión cansada de los que leían, nadie parecía opinar que hubiera algo «crucial» en aquel momento.

Dos hombres, que contemplaban absortos una de las tablillas, se dirigían pausadas palabras:

– Mira, Anfico, aquí dice que la patrulla destinada a exterminar a los lobos del Licabeto aún no está completa: siguen necesitando voluntarios…

– Somos más lentos y torpes que los espartanos…

– Es la molicie de la paz: ya ni siquiera nos apetece alistarnos para matar lobos…

Otro hombre contemplaba las tablillas con el mismo embrutecido interés que los demás. Por la expresión neutra de su rostro, adosado a una esférica y calva cabeza, hubiérase dicho que sus pensamientos eran torpes o avanzaban despaciosos. Lo que le ocurría, sin embargo, era que apenas había descansado en toda la noche. «Ya es hora de visitar al Descifrador», pensó. Se alejó del Monumento y encauzó sus pasos lentamente hacia el barrio Escambónidai.

¿Qué ocurría con el día?, se preguntó Diágoras. ¿Por qué parecía que todo se arrastraba a su alrededor con torpe y melífera lentitud? [65] El carro del sol estaba paralizado en el labrantío del cielo; el tiempo parecía hidromiel espesa; era como si las diosas de la Noche, la Aurora y la Mañana se hubieran negado a transcurrir y permaneciesen quietas y unidas, fundiendo oscuridad y luz en un atascado color grisáceo. Diágoras se sentía lento y confuso, pero la ansiedad lo mantenía enérgico. La ansiedad era como un peso en el estómago, despuntaba en el lento sudor de sus manos, lo azuzaba como el tábano del ganado, obligándolo a avanzar sin pensar.

El trayecto hasta la casa de Heracles Póntor le pareció interminable como el recorrido de Maratón. El jardín había enmudecido: sólo la lenta cantilena de un cuco adornaba el silencio. Llamó a la puerta con fuertes golpes, aguardó, escuchó unos pasos y, cuando la puerta se abrió, dijo:

– Quiero ver a Heracles Po…

La muchacha no era Pónsica. Su pelo, rizado y revuelto, se hallaba flotando libremente sobre la angulosa piel de su cabeza. No era hermosa, no exactamente hermosa, pero sí rara, misteriosa, desafiante como un jeroglífico en una piedra: ojos claros como el cuarzo, que no parpadeaban; labios gruesos; un cuello delgado. El peplo apenas formaba colpos sobre su busto prominente y… ¡Por Zeus, ahora recordaba quién era ella!

– Pasa, pasa, Diágoras -dijo Heracles Póntor asomando su cabeza por detrás del hombro de la muchacha-. Estaba esperando a otra persona, y por eso…

– No quisiera molestarte… si estás ocupado -los ojos de Diágoras se dirigían alternativamente a Heracles y a la muchacha, como si esperasen una respuesta por parte de ambos.

– No me molestas. Vamos, entra -hubo un instante de torpe lentitud: la muchacha se hizo a un lado en silencio; Heracles la señaló-. Ya conoces a Yasintra… Ven. Hablaremos mejor en la terraza del huerto.

Diágoras siguió al Descifrador a través de los oscuros pasillos; sintió -no quiso volver la cabeza- que ella no venía detrás, y respiró aliviado. Afuera, la luz del día regresó con cegadora potencia. Hacía calor, pero no molestaba. Entre los manzanos, inclinada sobre el brocal de un pozo de piedra blanca, se hallaba Pónsica afanándose en sacar agua con un pesado cubo; sus gemidos de esfuerzo resonaban como débiles ecos a través de la máscara. Heracles condujo a Diágoras hasta el borde del muro del soportal, y lo invitó a sentarse. El Descifrador se hallaba contento, incluso entusiasmado: se frotaba las gruesas manos, sonreía, sus mofletudas mejillas enrojecían -¡enrojecían!-, su mirada poseía un novedoso destello picaro que asombraba al filósofo.

– ¡Ah, esa muchacha me ha ayudado mucho, aunque no te lo creas!

– Claro que me lo creo.

Heracles pareció sorprendido al comprender las sospechas de Diágoras.

– No es lo que imaginas, buen Diágoras, por favor… Permíteme contarte lo que ocurrió anoche, cuando regresé a casa tras haber completado satisfactoriamente todo mi trabajo…


Las coruscas sandalias de Selene ya habían llevado a la diosa más allá de la mitad del surco celeste que labraba todas las noches, cuando Heracles llegó a su casa y penetró en la oscuridad familiar de su jardín, bajo la espesura de las hojas de los árboles, que, plateadas por los efluvios fríos de la luna, se meneaban en silencio sin perturbar el tenue descanso de las ateridas avecillas que dormitaban en las pesadas ramas, congregadas en los densos nidos… [66]

Entonces la vio: una sombra erguida entre los árboles, forjada en relieve por la luna. Se detuvo bruscamente. Lamentó no tener la costumbre (en su oficio a veces era necesario) de llevar una daga bajo el manto.

Pero la silueta no se movía: era un volumen piramidal oscuro, de base amplia y quieta y cúspide redonda florecida de cabellos bordados en gris brillante.

– ¿Quién eres? -preguntó él.

– Yo.

Una voz de hombre joven, quizá de efebo. Pero sus matices… La había escuchado antes, de eso estaba seguro. La silueta dio un paso hacia él.

– ¿Quién es «yo»?

– Yo.

– ¿A quién buscas?

– A ti.

– Acércate más, para que pueda verte.

– No.

Él se sintió incómodo: le pareció que el desconocido tenía miedo y, al mismo tiempo, no lo tenía; que era peligroso y, a la vez, inocuo. Razonó de inmediato que tal oposición de cualidades era propia de una mujer. Pero… ¿quién? Pudo advertir, de reojo, que un grupo de antorchas se aproximaba por la calle; sus integrantes cantaban con voces desafinadas. Quizás eran los supervivientes de alguna de las últimas procesiones leneas, pues éstos, en ocasiones, regresaban a sus casas contagiados por las canciones que habían escuchado o entonado durante el ritual, impelidos por la anárquica voluntad del vino.

– ¿Te conozco?

– Sí. No -dijo la silueta.

Aquella enigmática respuesta fue -paradójicamente- la que le reveló por fin su identidad.

– ¿Yasintra?

La silueta demoró un poco en responder. Las antorchas se acercaban, en efecto, pero no parecieron moverse durante todo aquel intervalo.

– Sí.

– ¿Qué quieres?

– Ayuda.

Heracles decidió acercarse, y su pie derecho avanzó un paso. El canto de los grillos pareció desfallecer. Las llamas de las antorchas se movieron con la desidia de pesadas cortinas agitadas por la trémula mano de un viejo. El pie izquierdo de Heracles recorrió otro eleático segmento. Los grillos reanudaron su canto. Las llamas de las antorchas mudaron imperceptiblemente de forma, como nubes. Heracles alzó el pie derecho. Los grillos enmudecieron. Las llamas rampaban, petrificadas. El pie descendió. Ya no existían sonidos. Las llamas estaban quietas. El pie se hallaba detenido sobre la hierba… [67]


Diágoras tenía la impresión de haber estado escuchando a Heracles durante largo tiempo.

– Le he ofrecido mi hospitalidad y he prometido ayudarla -explicaba Heracles-. Está asustada, pues la han amenazado recientemente, y no sabía a quién acudir: nuestras leyes no son benévolas con las mujeres de su profesión, ya sabes.

– Pero ¿quiénes la han amenazado?

– Los mismos que la amenazaron antes de que habláramos con ella, por eso huyó cuando nos vio. Pero no te impacientes, pues voy a explicártelo todo. Creo que disponemos de algún tiempo, porque ahora el asunto consiste en aguardar las noticias… ¡Ah, estos últimos momentos de la resolución del enigma constituyen un placer especial para mí! ¿Quieres una copa de vino no mezclado?


– Esta vez, sí -murmuró Diágoras.

Cuando Pónsica se marchó después de dejar sobre el muro del soportal una pesada bandeja con dos copas y una crátera de vino no mezclado, Heracles dijo:

– Escucha sin interrumpirme, Diágoras: las explicaciones tardarán más si me distraigo.

Y empezó a hablar mientras se desplazaba de un lugar a otro del porche con lentos y torcidos pasos, dirigiéndose ora a las paredes, ora al reluciente huerto, como si estuviera ensayando un discurso destinado a la Asamblea. Sus obesas manos envolvían las palabras en morosos ademanes. [68]

Trámaco, Antiso y Eunío conocen a Menecmo. ¿Cuándo? ¿Dónde? No se sabe, pero tampoco importa. Lo cierto es que Menecmo les ofrece posar como modelos para sus esculturas e intervenir en sus obras de teatro. Pero, además, se enamora de ellos y los invita a participar en sus fiestas licenciosas con otros efebos. [69] Sin embargo, prodiga más atenciones a Antiso que a los otros dos. Estos empiezan a sentir celos, y Trámaco amenaza a Menecmo con contarlo todo si el escultor no reparte su cariño de forma más equitativa. [70] Menecmo se asusta, y arregla una cita con Trámaco en el bosque. Trámaco finge que se marcha a cazar, pero en realidad se dirige al lugar convenido y discute con el escultor. Este, bien premeditadamente, bien en un momento de ofuscación, le golpea hasta dejarlo muerto o inconsciente y abandona su cuerpo para que las alimañas lo devoren. Antiso y Eunío se atemorizan al saber la noticia, y, una noche, confrontan a Menecmo y le piden explicaciones. Menecmo confiesa el crimen con frialdad, quizá para amenazarles, y Antiso decide huir de Atenas so pretexto de su reclutamiento. Eunío, que no puede escapar del dominio de Menecmo, se asusta y quiere delatarle, pero el escultor también lo liquida. Antiso lo presencia todo. Menecmo, entonces, decide acuchillar salvajemente el cadáver de Eunío, y después lo rocía de vino y lo viste de muchacha, con el fin de hacer creer que se trata de un acto de locura del ebrio adolescente. [71]

Y eso es todo. [72]

– Todo esto que te he contado, buen Diágoras, fueron mis deducciones hasta el momento inmediatamente posterior a nuestra entrevista con Menecmo. Yo estaba casi convencido de su culpabilidad, pero ¿cómo asegurarme? Entonces pensé en Antiso: era el punto débil de aquella rama, proclive a quebrarse ante la más ligera presión… Elaboré un sencillo plan: durante la cena en la Academia, mientras todos perdíais el tiempo hablando de filosofía poética, yo espiaba a nuestro bello copero. Como sabes, los coperos sirven a cada invitado según un orden predeterminado. Cuando estuve seguro de que Antiso se acercaría a mi diván para servirme, saqué un pequeño trozo de papiro del manto y se lo entregué sin decirle nada, pero con un gesto más que significativo. Había escrito: «Lo sé todo sobre la muerte de Eunío. Si no te interesa que hable, no regreses para servirle al siguiente comensal: aguarda un instante en la cocina, a solas».

– ¿Cómo estabas tan seguro de que Antiso había presenciado la muerte de Eunío?

Heracles pareció muy complacido de repente, como si ésa fuera la pregunta que esperaba. Entrecerró los ojos al tiempo que sonreía y dijo:

– ¡No estaba seguro! Mi mensaje era un cebo, pero Antiso lo mordió. Cuando vi que se retrasaba en servirle al siguiente… a ese compañero tuyo que se mueve como si sus huesos fueran juncos en un río…

– Calicles -asintió Diágoras-. Sí: ahora recuerdo que se ausentó un momento…

– Así es. Acudió a la cocina, intrigado porque Antiso no le atendía. Estuvo a punto de sorprendernos, pero, afortunadamente, ya habíamos terminado de hablar. Pues bien, como te decía, cuando observé que Antiso no regresaba, me levanté y fui a la cocina…

Heracles se frotó las manos con lento placer. Enarcó una de sus grises cejas.

– ¡Ah, Diágoras! ¿Qué puedo contarte sobre esta astuta y bella criatura? ¡Te aseguro que tu discípulo podría darnos lecciones a ambos en más de un aspecto! Me aguardaba en un rincón, trémulo, los ojos brillantes y grandes. En su pecho temblaba la guirnalda de flores con los jadeos. Me indicó con gestos apresurados que lo siguiese, y me llevó a una pequeña despensa, donde pudimos hablar a solas. Lo primero que me dijo fue: «¡Yo no lo hice, os lo juro por los dioses sagrados del hogar! ¡Yo no maté a Eunío! ¡Fue él!». Logré que me contara lo que sabía haciéndole creer que yo lo sabía ya, y de hecho así era, pues sus respuestas confirmaron punto por punto mis teorías. Al terminar, me pidió, me rogó, con lágrimas en los ojos, que no revelase nada. No le importaba lo que le ocurriera a Menecmo, pero él no deseaba verse involucrado: había que pensar en su familia… en la Academia… En fin, sería terrible. Le dije que no sabía hasta qué punto podría obedecerle en eso. Entonces se acercó a mí con jadeante provocación, bajando los ojos. Me habló en susurros. Sus palabras, sus frases, se hicieron deliberadamente lentas. Me prometió muchos favores, pues (me dijo) él sabía ser amable con los hombres. Le sonreí con calma y le dije: «Antiso, no es preciso llegar a esto». Por toda respuesta, se arrancó con dos rápidos movimientos las fíbulas de su jitón y dejó caer la prenda hasta los tobillos… He dicho «rápidos», pero a mí me parecieron muy lentos… De repente comprendí cómo ese muchacho puede desatar pasiones y hacer perder el juicio a los más sensatos. Sentí su perfumado aliento en mi rostro y me aparté. Le dije: «Antiso, veo aquí dos problemas bien distintos: por una parte, tu increíble belleza; por otra, mi deber de hacer justicia. La razón nos dicta que admiremos la primera y cumplamos con el segundo, y no al revés. No mezcles, pues, tu admirable belleza con el cumplimiento de mi deber». Él no dijo ni hizo nada, sólo me miró. No sé cuánto tiempo estuvo mirándome así, de pie, vestido únicamente con la corona de hiedra y la guirnalda de flores que colgaba de sus hombros, inmóvil, en silencio. La luz de la despensa era muy tenue, pero pude advertir una expresión de burla en su precioso rostro. Creo que quería demostrarme hasta qué punto era consciente del poder que ejercía sobre mí, a pesar de mi rechazo… Este muchacho es un terrible tirano de los hombres, y lo sabe. Entonces ambos escuchamos que alguien lo llamaba: era tu compañero. Antiso se vistió sin apresurarse, como si se deleitara con la posibilidad de ser sorprendido de aquella guisa, y salió de la despensa. Yo regresé después.

Heracles bebió un sorbo de vino. Su rostro había enrojecido levemente. El de Diágoras, por el contrario, se hallaba pálido como un cuarzo. El Descifrador hizo un gesto ambiguo y dijo:

– No te culpes. Fue Menecmo, sin duda, quien los corrompió.

Diágoras replicó, en tono neutro:

– No me parece mal que Antiso se entregara a ti de este modo, ni siquiera a Menecmo, o a cualquier otro hombre. Al fin y al cabo, ¿hay algo más delicioso que el amor de un efebo? Lo terrible nunca es el amor, sino los motivos del amor. Amar por el simple hecho del placer físico es detestable; amar para comprar tu silencio, también.

Sus ojos se humedecieron. Su voz se hizo lánguida como un atardecer al añadir:

– El verdadero amante ni siquiera necesita tocar al amado: sólo con mirarlo le basta para sentirse feliz y alcanzar la sabiduría y la perfección de su alma. Compadezco a Antiso y a Menecmo, porque desconocen la incomparable belleza del verdadero amor -lanzó un suspiro y agregó-: Pero dejemos el tema. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Heracles, que había estado observando al filósofo con curiosidad, demoró en responder.

– Como dicen los jugadores de tabas: «A partir de ahora, las tiradas han de ser buenas». Ya tenemos a los culpables, Diágoras, pero sería un error apresurarnos, pues ¿cómo sabemos que Antiso nos ha contado toda la verdad? Te aseguro que este jovencito hechicero es tan astuto como el propio Menecmo, si no más. Por otra parte, seguimos necesitando una confesión pública o una prueba para acusar directamente a Menecmo, o a ambos. Pero hemos dado un paso importante: Antiso está muy asustado, y eso nos beneficia. ¿Qué hará? Sin duda, lo más lógico: alertar a su amigo para que huya. Si Menecmo abandona la Ciudad, de nada nos servirá acusar públicamente a Antiso.

Y estoy seguro de que el propio Menecmo prefiere el exilio a la sentencia de muerte…

– Pero entonces… ¡Menecmo escapará!

Heracles movió la cabeza con lentitud mientras sonreía astutamente.

– No, buen Diágoras: Antiso está vigilado. Eumarco, su antiguo pedagogo, sigue sus pasos todas las noches por orden mía. Anoche, al salir de la Academia, busqué a Eumarco y le di instrucciones. Si Antiso visita a Menecmo, nosotros lo sabremos.

Y si es necesario, dispondré que otro esclavo vigile el taller. Ni Menecmo ni Antiso podrán hacer el menor movimiento sin que lo sepamos. Quiero que tengan tiempo de desanimarse, de sentirse acorralados. Si uno de los dos decide acusar al otro públicamente para intentar salvarse, el problema quedará resuelto de la manera más cómoda. Si no…

Enarboló uno de sus gruesos dedos índices para señalar las paredes de su casa con lentos ademanes.

– Si no se delatan, utilizaremos a la hetaira.

– ¿A Yasintra? ¿Cómo?

Heracles dirigió el mismo índice hacia arriba, puntualizando sus palabras.

– ¡La hetaira fue el otro gran error de Menecmo! Trámaco, que se había enamorado de ella, le había contado en detalle las relaciones que mantenía con el escultor, admitiendo que su persona le inspiraba, a la vez, sentimientos de amor y de miedo. Y los días previos a su muerte, tu discípulo le reveló que estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a contarle a su familia y a sus mentores lo de las diversiones nocturnas, con tal de verse libre de la dañina influencia de Menecmo. Pero añadió que temía la venganza del escultor, pues éste le había asegurado que lo mataría si hablaba. No sabemos cómo Menecmo se enteró de la existencia de Yasintra, pero podemos conjeturar que Trámaco la delató durante un momento de despecho. El escultor supo de inmediato que ella podía representar un problema y envió a un par de esclavos al Pireo para amenazarla, por si acaso se le ocurría hablar. Pero después de nuestra conversación con Menecmo, éste, nervioso, creyó que la hetaira lo había traicionado, y la volvió a amenazar de muerte. Fue entonces cuando Yasintra supo quién era yo, y anoche, asustada, vino a pedirme ayuda.

– Por tanto, ella es ahora nuestra única prueba…

Heracles asintió abriendo mucho los ojos, como si Diágoras hubiera dicho algo extraordinariamente asombroso.

– Eso es. Si nuestros dos astutos criminales no quieren hablar, los acusaremos públicamente basándonos en los testimonios de Yasintra. Ya sé que la palabra de una cortesana no vale nada frente a la de un ciudadano libre, pero la acusación le soltará la lengua a Antiso, probablemente, o quizás al propio Menecmo.

Diágoras parpadeó al dirigir la vista hacia el huerto destellante de sol. Cerca del pozo, con mansa indolencia, pacía una inmensa vaca blanca. [73] Heracles, muy animado, dijo:

– De un momento a otro llegará Eumarco con noticias. Entonces sabremos qué se proponen hacer estos truhanes, y actuaremos en consecuencia…

Tomó otro sorbo de vino y lo paladeó con lenta satisfacción. Quizá se sintió incómodo al intuir que Diágoras no participaba de su optimismo, porque de repente cambió el tono de voz para decir, con cierta brusquedad:

– Bien, ¿qué te parece? ¡Tu Descifrador ha resuelto el enigma!

Diágoras, que seguía contemplando el huerto más allá del pacífico rumiar de la vaca, dijo:

– No.

– ¿Qué?

Diágoras meneaba la cabeza en dirección hacia el huerto, de modo que parecía dirigirse a la vaca.

– No, Descifrador, no. Lo recuerdo bien; lo vi en sus ojos: Trámaco no estaba simplemente preocupado sino aterrorizado. Pretendes hacerme creer que iba a contarme sus juegos licenciosos con Menecmo, pero… No. Su secreto era mucho más espantoso.

Heracles meneó la cabeza con movimientos perezosos, como si reuniera paciencia para hablarle a un niño pequeño. Dijo:

– ¡Trámaco tenía miedo de Menecmo! ¡Pensaba que el escultor iba a matarlo si él lo delataba! ¡Ése era el miedo que viste en sus ojos!…

– No -replicó Diágoras con infinita calma, como si el vino o el lánguido mediodía lo hubiesen adormecido.

Entonces, hablando con mucha lentitud, como si cada palabra perteneciera a otro lenguaje y fuese necesario pronunciarlas cuidadosamente para que pudieran ser traducidas, añadió:

– Trámaco estaba aterrorizado… Pero su terror quedaba más allá de lo comprensible… Era el Terror en sí, la Idea de Terror: algo que tu razón, Heracles, ni siquiera puede vislumbrar, porque no te asomaste a sus ojos como yo lo hice. Trámaco no tenía miedo de lo que Menecmo pudiera hacerle sino de… de algo mucho más pavoroso. Lo sé -y agregó-: No sé muy bien por qué lo sé. Pero lo sé.

Heracles preguntó, con desprecio:

– ¿Intentas decirme que mi explicación no es correcta?

– La explicación que me has ofrecido es razonable. Muy razonable -Diágoras seguía contemplando el huerto donde rumiaba la vaca. Inspiró profundamente-. Pero no creo que sea la verdad.

– ¿Es razonable y no es verdad? ¿Con qué me sales ahora, Diágoras de Medonte?

– No lo sé. Mi lógica me dice: «Heracles tiene razón», pero… Puede que tu amigo Crántor supiera explicarlo mejor que yo. Anoche, en la Academia, discutimos mucho sobre eso. Es posible que la Verdad no pueda ser razonada… Quiero decir… Si yo te dijera ahora algo absurdo, como por ejemplo: «Hay una vaca paciendo en tu huerto, Heracles», me considerarías loco. Pero ¿no podría ocurrir que, para alguien que no somos ni tú ni yo, tal afirmación fuera verdad? -Diágoras interrumpió la réplica de Heracles-. Ya sé que no es racional decir que hay una vaca en tu huerto porque no la hay, ni puede haberla. Pero ¿por qué la verdad ha de ser racional, Heracles? ¿No cabe la posibilidad de que existan… verdades irracionales? [74]

– ¿Eso es lo que os ha contado Crántor ayer? -Heracles reprimía su cólera a duras penas-. ¡La filosofía acabará por volverte loco, Diágoras! Yo te hablo de cosas coherentes y lógicas, y tú… ¡El enigma de tu discípulo no es una teoría filosófica: es una cadena de sucesos racionales que…!

Se interrumpió al advertir que Diágoras volvía a menear la cabeza, sin mirarle, contemplando todavía el huerto vacío. [75]

Diágoras dijo:

– Recuerdo una frase tuya: «Hay lugares extraños en esta vida que ni tú ni yo hemos visitado jamás». Es cierto… Vivimos en un mundo extraño, Heracles. Un mundo donde nada puede ser razonado ni comprendido del todo. Un mundo que, a veces, no sigue las leyes de la lógica sino las del sueño o la literatura… Sócrates, que era un gran razonador, solía afirmar que un demon, un espíritu, le inspiraba las verdades más profundas. Y Platón opina que la locura, en cierto modo, es una forma misteriosa de acceder al conocimiento. Eso es lo que me sucede ahora: mi demon, o mi locura, me dicen que tu explicación es falsa.

– ¡Mi explicación es lógica!

– Pero falsa.

– ¡Si mi explicación es falsa, entonces todo es falso!

– Es posible -admitió Diágoras con amargura-. Sí, quién sabe.

– ¡Muy bien! -gruñó Heracles-. ¡Por mí puedes hundirte lentamente en la ciénaga de tu pesimismo filosófico, Diágoras! Voy a demostrarte que… Ah, golpes en la puerta. Es Eumarco, seguro. ¡Quédate ahí, contemplando el mundo de las Ideas, querido Diágoras! ¡Te serviré en bandeja la cabeza de Menecmo, y tú me pagarás por el trabajo!… ¡Pónsica, abre!…

Pero Pónsica ya había abierto, y en aquel momento el visitante entraba en el soportal.

Era Crántor.

– Oh Heracles Póntor, Descifrador de Enigmas, y tú, Diágoras, del demo de Medonte. Atenas está conmovida hasta sus cimientos, y todos los ciudadanos que aún poseen un resto de voz reclaman a gritos vuestra presencia en cierto lugar…

Sonriendo, hizo un gesto para tranquilizar a Cerbero, que se agitaba furibundo entre sus brazos. Después añadió, sin dejar de sonreír, como si se dispusiera a dar una buena noticia:

– Ha sucedido algo horrible.


Imponente, digna, la figura de Praxínoe parecía reflejar la luz que entraba en densas oleadas por las ventanas sin postigos del taller. Apartó con un suave gesto a uno de los hombres que lo acompañaban, y, al mismo tiempo, solicitó ayuda a otro con un nuevo movimiento. Se arrodilló. Permaneció así toda la eternidad de la expectación. Los curiosos imaginaban expresiones para su rostro: congoja, dolor, venganza, furia. Praxínoe los defraudó a todos manteniendo las facciones quietas. El suyo era un semblante provisto de recuerdos, casi todos agradables; las simétricas cejas negras contrastaban con la nívea barba. Nada parecía indicar que en aquel momento contemplaba el cuerpo mutilado de su hijo. Hubo un detalle: parpadeó, pero con increíble lentitud; mantuvo la mirada fija en un punto entre los dos cadáveres, y sus ojos comenzaron a hundirse a la inversa, en un lentísimo atardecer bajo las pestañas, hasta que sus órbitas se convirtieron en dos lunas menguantes. Después, los párpados volvieron a abrirse. Eso fue todo. Se incorporó, ayudado por los que lo rodeaban, y dijo:

– Los dioses te han llamado antes que a mí, hijo mío. Codiciosos de tu belleza, han querido retenerte, haciéndote inmortal.

Un murmullo de admiración celebró sus nobles y virtuosas palabras. Llegaron otros hombres: varios soldados, y alguien que parecía ser médico. Praxínoe levantó la vista, y el Tiempo, que se hallaba respetuosamente detenido, volvió a transcurrir.

– ¿Quién ha hecho esto? -dijo. Su voz ya no era tan firme. Pronto, cuando nadie lo mirara, lloraría, quizá. La emoción se demoraba en acudir a su rostro.

Hubo una pausa, pero fue esa clase de momento en que las miradas se consultan para decidir quién intervendrá primero. Uno de los hombres que lo acompañaban dijo:

– Los vecinos escucharon gritos en el taller esta madrugada, pero pensaron que se trataba de otra de las fiestas de ese tal Menecmo…

– ¡Vimos a Menecmo salir corriendo de aquí! -intervino alguien. Su voz y su aspecto descuidado contrastaban con la respetable dignidad de los hombres de Praxínoe.

– ¿Tú lo viste? -preguntó Praxínoe.

– ¡Sí! ¡Y también otros! ¡Entonces llamamos a los servidores de los astínomos!

El hombre parecía esperar alguna clase de recompensa por sus declaraciones. Praxínoe, sin embargo, lo ignoró. Alzó la voz una vez más para preguntar:

– ¿Alguien puede decirme quién ha hecho esto?

Y pronunció «esto» como si se tratase de una acción impía, digna del acoso de las Furias, sacrílega, inconcebible. Todos los presentes bajaron los ojos. En el taller no se escuchaba ni el sonido de una mosca, a pesar de que había dos o tres trazando lentos círculos cerca del resplandor de las ventanas abiertas. Las estatuas, casi todas inacabadas, parecían contemplar a Praxínoe con rígida compasión.

El médico -una figura flaca y desgarbada, mucho más pálida que los propios cadáveres-, arrodillado, giraba la cabeza observando alternativamente los dos cuerpos; tocaba al viejo, e inmediatamente después al joven, como si quisiera compararlos entre sí, y murmuraba sus hallazgos con la perseverante lentitud de un niño que recitara las letras del alfabeto antes del examen. Un astínomo inclinado a su vera escuchaba y asentía con respetuosa aquiescencia.

Los cadáveres se hallaban frente a frente, tendidos de perfil en el suelo del taller sobre un majestuoso lago de sangre. Parecían figuras de bailarines pintadas en una vasija: el viejo, vestido con un astroso manto gris, flexionaba el brazo derecho y extendía el izquierdo por encima de la cabeza. El joven era una réplica simétrica de la posición del viejo, pero se hallaba completamente desnudo. Por lo demás, viejo y joven, esclavo y hombre libre, se igualaban en el horror social de las heridas: carecían de ojos, tenían el rostro desfigurado y cortes profundos les franjeaban la piel; por entre las piernas les asomaba una ecuánime amputación. Había otra diferencia: el viejo sostenía, en su crispada mano derecha, dos globos oculares.

– Son de color azul -declaró el médico como si hiciera un inventario.

Y, tras decir esto, absurdamente, estornudó. Después dijo:

– Pertenecen al joven.

– ¡El servidor de los Once! -anunció alguien tronchado el horroroso silencio.

Pero, aunque todas las miradas rastrearon entre el grupo de curiosos que se agolpaba a la entrada del zaguán, nadie pudo advertir quién era el recién llegado. Entonces, una voz repentina, con la sinceridad a flor de palabra, acaparó de inmediato la atención.

– ¡Oh Praxínoe, noble entre los nobles!

Era Diágoras de Medonte. Él y un hombre gordo de baja estatura habían llegado al taller un poco antes que Praxínoe, acompañados de otro hombre enorme y de raro aspecto que llevaba un pequeño perro en los brazos. El hombre gordo parecía haberse esfumado, pero Diágoras se había hecho notar durante bastante tiempo, pues todos lo habían visto llorar amargamente, postrado junto a los cadáveres. Ahora, sin embargo, se mostraba enérgico y decidido. Sus fuerzas parecían concentrarse en el punto fijo de la garganta, con el propósito, sin duda, de dotar a sus frases de la coraza necesaria. Tenía los ojos enrojecidos y el semblante mortalmente pálido. Dijo:

– Soy Diágoras de Medonte, mentor de Antiso en…

– Sé quién eres -lo interrumpió Praxínoe sin suavidad-. Habla.

Diágoras se pasó la lengua por los resecos labios y tomó aire.

– Quiero hacer de sicofante y acusar públicamente al escultor Menecmo por estos crímenes.

Se escucharon indolentes murmullos. La emoción, tras lenta batalla, había vencido en el rostro de Praxínoe: sonrojado, alzaba una de sus negras cejas, tirando con lentitud de los hilos del ojo y de los párpados; su respiración era audible. Dijo:

– Pareces estar seguro de lo que afirmas, Diágoras.

– Lo estoy, noble Praxínoe.

Otra voz clamó, con acento extranjero:

– ¿Qué ha pasado aquí?

Era, por fin (no podía ser otro), el servidor de los Once, el auxiliar de los once jueces que constituían la autoridad suprema en materia de crímenes: un hombretón vestido a la manera bárbara con pieles de animales. Un látigo de cuero de buey se enroscaba en su cinto. Su aspecto era amenazador, pero tenía cara de necio. Jadeaba con fuerza, como si hubiera venido corriendo, y, a juzgar por la expresión de su rostro, parecía sentirse defraudado de comprobar que lo más interesante había ocurrido durante su ausencia. Algunos hombres (que siempre los hay en tales ocasiones) se acercaron para explicarle lo que sabían, o lo que creían saber. La mayoría, sin embargo, permanecía pendiente de las palabras de Praxínoe:

– ¿Y por qué crees tú, Diágoras, que Menecmo les ha hecho esto… a mi hijo y a su viejo pedagogo Eumarco?

Diágoras volvió a pasarse la lengua por los labios.

– El mismo nos lo dirá, noble Praxínoe, si es preciso bajo tortura. Pero no dudes de su culpabilidad: sería como dudar de la luz del sol.

El nombre de Menecmo apareció en todas las bocas: diferentes formas de pronunciarlo, distintos tonos de voz. Su semblante, su aspecto, fue convocado por los pensamientos. Alguien gritó algo, pero se le ordenó callar de inmediato. Finalmente, Praxínoe soltó las riendas del silencio respetuoso y dijo:

– Buscad a Menecmo.

Como si ésta hubiera sido la contraseña esperada, la Ira levantó cabezas y brazos. Unos exigían venganza; otros juraron por los dioses. Hubo quienes, sin conocer a Menecmo siquiera de vista, ya pretendían que padeciera atroces torturas; aquellos que lo conocían meneaban la cabeza y se atusaban la barba pensando, quizá: «¡Quién lo hubiera dicho!». El servidor de los Once parecía ser el único que no acababa de comprender bien lo que estaba ocurriendo, y preguntaba a unos y a otros de qué hablaban y quién era el viejo mutilado que yacía junto al joven Antiso, y quién había acusado al escultor Menecmo, y qué gritaban todos, y quién, y qué.

– ¿Dónde está Heracles? -preguntó Diágoras a Crántor, al tiempo que tiraba de su manto. La confusión era enorme.

– No sé -Crántor encogió sus enormes hombros-. Hace un momento estaba olfateando como un perro junto a los cadáveres. Pero ahora…

Para Diágoras hubo dos clases de estatuas en el taller: unas no se movían; otras, apenas. Las sorteó a todas con torpeza; recibió empujones; oyó que alguien lo llamaba entre el tumulto; su manto tiraba de él en dirección contraria; volvió la cabeza: el rostro de uno de los hombres de Praxínoe se acercaba moviendo los labios.

– Debes hablar con el arconte si quieres iniciar la acusación…

– Sí, hablaré -dijo Diágoras sin comprender muy bien lo que el hombre le decía.

Se liberó de todos los obstáculos, se arrancó de la muchedumbre, se abrió paso hasta la salida. Más allá, el día era hermoso. Esclavos y hombres libres se petrificaban frente al pórtico de entrada, envidiosos, al parecer, de las esculturas del interior. La presencia de la gente era una losa sobre el pecho de Diágoras: pudo respirar con libertad cuando dejó atrás el edificio. Se detuvo; miró a ambos lados. Desesperado, eligió una calle cuesta arriba. Por fin, con inmenso alivio, distinguió a lo lejos los torcidos pasos y la marcha torpe, lenta y meditabunda del Descifrador. Lo llamó.

– Quería darte las gracias -dijo cuando llegó junto a él. En su voz se divisaba un apremio extraño. Su tono era como el de un carretero que, sin gritar, pretende azuzar a los bueyes para que avancen más deprisa-. Has hecho bien el trabajo. Ya no te necesito. Te pagaré lo convenido esta misma tarde -y como pareciera incapaz de soportar el silencio añadió-: Todo era, al fin, tal como tú me explicaste. Tenías razón, y yo estaba equivocado.

Heracles rezongaba. Diágoras casi tuvo que inclinarse para escuchar lo que decía, pese a que hablaba muy despacio:

– ¿Por qué ese necio habrá hecho esto? Se ha dejado llevar por el miedo o la locura, está claro… Pero… ¡ambos cuerpos destrozados!… ¡Es absurdo!

Diágoras replicó, con extraña y feroz alegría:

– El mismo nos dirá sus motivos, buen Heracles. ¡La tortura le soltará la lengua!

Caminaron en silencio por la calle repleta de sol. Heracles se rascó la cónica cabeza.

– Lo lamento, Diágoras. Me equivoqué con Menecmo. Estaba seguro de que intentaría huir, y no…

– Ya no importa -Diágoras hablaba como el hombre que descansa tras llegar a su destino después de una larga y lenta caminata por algún lugar deshabitado-. Fui yo quien me equivoqué, y ahora lo comprendo. Anteponía el honor de la Academia a la vida de estos pobres muchachos. Ya no importa. ¡Hablaré y acusaré!… También me acusaré a mí mismo como mentor, porque… -se frotó las sienes, como inmerso en un complicado problema matemático. Prosiguió-:… Porque si algo les obligó a buscar la tutela de ese criminal, yo debo responder por ello.

Heracles quiso interrumpirle, pero se lo pensó mejor y aguardó.

– Yo debo responder… -repitió Diágoras, como si deseara aprenderse de memoria las palabras-. ¡Debo responder!… Menecmo es sólo un loco furioso, pero yo… ¿Qué soy yo?

Sucedió algo extraño, aunque ninguno de los dos pareció percatarse de ello al principio: comenzaron a hablar a la vez, como si conversaran sin escucharse, arrastrando lentamente las frases, uno en tono apasionado, el otro con frialdad:

– ¡Yo soy el responsable, el verdadero responsable…!

– Menecmo sorprende a Eumarco, se asusta y…

– Porque, vamos a ver, ¿qué significa ser maestro? ¡Dime…!

– … Eumarco le amenaza. Muy bien. Entonces…

– ¡… significa enseñar, y enseñar es un deber sagrado…!

– … luchan, y Eumarco cae, claro está…

– ¡… enseñar significa moldear las almas…!

– … Antiso, quizá, quiere proteger a Eumarco…

– ¡… un buen mentor conoce a sus discípulos…!

– … de acuerdo, pero entonces, ¿por qué destrozarlos así?…

– … si no es así, ¿por qué enseñar?…

– Me he equivocado.

– ¡Me he equivocado!

Se detuvieron. Por un momento se miraron desconcertados y ansiosos, como si cada uno de ellos fuera lo que el otro necesitaba con más premura en aquel instante. El rostro de Heracles parecía envejecido. Dijo, con increíble lentitud:

– Diágoras… reconozco que en todo este asunto me he movido con la torpeza de una vaca. Mis pensamientos jamás habían sido tan pesados y torpes como ahora. Lo que más me sorprende es que los acontecimientos poseen cierta lógica, y mi explicación resulta, en general, satisfactoria, pero… existen detalles… muy pocos, en efecto, pero… Me gustaría disponer de algún tiempo para meditar. No te cobraré este tiempo extra.

Diágoras se detuvo y colocó ambas manos en los robustos hombros del Descifrador. Entonces lo miró directamente a los ojos y dijo:

– Heracles: hemos llegado al final.

Hizo una pausa y lo repitió con lentitud, como si hablara con un niño:

– Hemos llegado al final. Ha sido un camino largo y difícil. Pero aquí estamos. Concédele un descanso a tu cerebro. Yo intentaré, por mi parte, que mi alma también repose.

De repente el Descifrador se apartó con brusquedad de Diágoras y siguió avanzando por la cuesta. Entonces pareció recordar algo, y se volvió hacia el filósofo.

– Voy a encerrarme en casa a meditar -dijo-. Si hay noticias, ya las recibirás.

Y, antes de que Diágoras pudiese impedirlo, se introdujo entre los surcos de la lenta y pesada muchedumbre que bajaba por la calle en aquel momento, atraída por la tragedia.


Algunos dijeron que había sucedido con rapidez. Pero la mayoría opinó que todo había sido muy lento. Quizás fuera la lentitud de lo rápido, que acontece cuando las cosas se desean con intenso fervor, pero esto no lo dijo nadie.

Lo que ocurrió, ocurrió antes de que se declararan las sombras de la tarde, mucho antes de que los mercaderes metecos cerraran sus comercios y los sacerdotes de los templos alzaran los cuchillos para los últimos sacrificios: nadie midió el tiempo, pero la opinión general afirmaba que fue en las horas posteriores al mediodía, cuando el sol, pesado de luz, comienza a descender. Los soldados montaban guardia en las Puertas, pero no fue en las Puertas donde sucedió. Tampoco en los cobertizos, donde algunos se aventuraron a entrar pensando que lo hallarían acurrucado y tembloroso en un rincón, como una rata hambrienta. En realidad, las cosas transcurrieron ordenadamente, en una de las populosas calles de los alfareros nuevos.

Una pregunta avanzaba en aquel momento por la calle, torpe pero inexorable, con lenta decisión, de boca en boca:

– ¿Has visto a Menecmo, el escultor del Cerámico?

La pregunta reclutaba hombres, como una fugacísima religión. Los hombres, convertidos, se transformaban en flamantes portadores del interrogante. Algunos se quedaban por el camino: eran los que sospechaban dónde podía estar la respuesta… ¡Un momento, no hemos mirado en esta casa! ¡Esperad, preguntémosle a este viejo! ¡No tardaré, voy a comprobar si mi teoría es cierta!… Otros, incrédulos, no se unían a la nueva fe, pues pensaban que la pregunta podía formularse mejor de esta forma: ¿has visto a aquel a quien jamás has visto ni verás nunca, pues mientras yo te pregunto él ya está muy lejos de aquí?… De modo que meneaban lentamente la cabeza y sonreían pensando: eres un estúpido si crees que Menecmo va a estar aguardando a…

Sin embargo, la preguntaba avanzaba.

En aquel instante, su paso torcido y arrollador alcanzó la minúscula tienda de un alfarero meteco.

– Claro que he visto a Menecmo -dijo uno de los hombres que contemplaban, distraídos, las mercancías.

El que había hecho la pregunta iba a pasar de largo, el oído acostumbrado a la respuesta de siempre, pero pareció golpearse contra un muro invisible. Se volvió para observar un rostro curtido por tranquilos surcos, una barba descuidada y rala y varios mechones de cabellos de color gris.

– ¿Dices que has visto a Menecmo? -preguntó, ansioso-. ¿Dónde?

El hombre contestó:

– Yo soy Menecmo.

Dicen que sonreía. No, no sonreía. ¡Sonreía, Hárpalo, lo juro por los ojos de lechuza de Atenea! ¡Y yo por el negro río Estigia: no sonreía! ¿Tú estabas cerca de él? ¡Tan cerca como ahora lo estoy de ti, y no sonreía: hacía una mueca, pero no era una sonrisa! ¡Sonreía, yo también lo vi: cuando lo cogisteis de los brazos entre varios, sonreía, lo juro por…! ¡Era una mueca, necio: como si yo hiciera así con la boca! ¿Te parece que estoy sonriendo ahora? Me pareces un estúpido. Pero ¿cómo, por el dios de la verdad, cómo iba a sonreír, sabiendo lo que le espera? Y si sabe lo que le espera, ¿por qué se ha entregado en vez de huir de la Ciudad?

La pregunta había dado a luz múltiples crías, todas deformes, agonizantes, muertas al caer la noche…


El Descifrador de Enigmas se hallaba sentado ante el escritorio, una mano apoyada en la gruesa mejilla, pensando. [76]

Yasintra penetró en la habitación sin hacer ruido, de modo que cuando él alzó la vista la halló de pie en el umbral, su imagen dibujada por las sombras. Vestía un largo peplo atado con fíbula al hombro derecho. El seno izquierdo, atrapado apenas por un cabo de tela, se mostraba casi desnudo. [77]

– Sigue trabajando, no quiero molestarte -dijo Yasintra con su voz de hombre.

Heracles no parecía molesto.

– ¿Qué quieres? -dijo. [78]

– No interrumpas tu labor. Parece tan importante…

Heracles no sabía si ella se burlaba (resultaba difícil saberlo, porque, según creía, todas las mujeres eran máscaras). La vio avanzar lentamente, cómoda en la oscuridad.

– ¿Qué quieres? -repitió. [79]

Ella se encogió de hombros. Con lentitud, casi con desgana, acercó su cuerpo al de él.

– ¿Cómo puedes estar tanto tiempo ahí sentado, a oscuras? -preguntó con curiosidad.

– Estoy pensando -dijo Heracles-. La oscuridad me ayuda a pensar. [80]

– ¿Te gustaría que te diera un masaje? -murmuró ella.

Heracles la miró sin responder. [81]

Ella extendió sus manos hacia él.

– Déjame -dijo Heracles. [82]

– Sólo quiero darte un masaje -murmuró ella, juguetona.

– No. Déjame. [83]

Yasintra se detuvo.

– Me gustaría hacerte disfrutar -musitó.

– ¿Por qué? -pregunto Heracles. [84]

– Te debo un favor -dijo ella-. Quiero pagártelo.

– No es necesario. [85]

– Estoy tan sola como tú. Pero puedo hacerte feliz, te lo aseguro.

Heracles la observó. El rostro de ella no mostraba ninguna expresión.

– Si quieres hacerme feliz, déjame a solas un momento -dijo. [86]

Ella suspiró. Volvió a encogerse de hombros.

– ¿Te apetece comer algo? ¿O beber? -preguntó.

– No quiero nada. [87]

Yasintra dio media vuelta y se detuvo en el umbral.

– Llámame si necesitas algo -le dijo.

– Lo haré. Ahora vete. [88]

– Sólo tienes que llamarme, y vendré.

– ¡Vete ya! [89]

La puerta se cerró. La habitación quedó a oscuras otra vez. [90]

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